Volver a empezar (38 page)

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Authors: Ken Grimwood

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Volver a empezar
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A orillas de los ríos de Babilonia estábamos sentados y llorábamos, acordándonos de Sión; en los álamos de la orilla teníamos colgadas nuestras cítaras… ¿Cómo podríamos cantar un canto de Yahveh en una tierra extraña?

Jeff terminó de comerse el pastel de lima Key, dejó el plato y sorbió la embriagante delicia del café jamaicano recién hecho.

—¿Cuánto crees que…? —empezó a preguntar Linda, pero su pregunta se vio interrumpida por el agudo timbrazo del teléfono.

—¿Diga? —contestó Jeff.

—Hola, Jeff —lo saludó la voz que había conocido a lo largo de tres vidas diferentes. No supo qué contestar. En los últimos ocho años había pensado tantas veces en aquel momento, lo había temido y deseado tanto que había llegado a creer que jamás llegaría. Cuando por fin se había producido, se encontró con que había enmudecido y que todas las frases que había ensayado cuidadosamente habían volado de su mente cual etéreos pedazos de nubes al viento.

—¿Puedes hablar con tranquilidad? —le preguntó Pamela.

—En realidad no —le contestó Jeff, mirando incómodamente a Linda. Ella había percibido el cambio en su expresión y lo observaba con curiosidad pero sin suspicacia alguna.

—Lo comprendo —le dijo Pamela—. ¿Quieres que llame más tarde o que nos encontremos en alguna parte?

—Sí, sería mejor.

—¿Cuál de las dos cosas? ¿Que te llame más tarde?

—No. Creo que deberíamos reunimos un día de éstos.

—¿Puedes ir a Nueva York? —le preguntó.

—Sí. En cualquier momento. ¿Cuándo y dónde?

—Este jueves, ¿te va bien?

—No hay problema.

—El jueves a la tarde, entonces, en Fierre, ¿te parece bien el bar que hay allí?

—Me parece muy bien. ¿Qué tal a las dos?

—Mejor a las tres —dijo Pamela—. A la una tengo una cita en el West Side.

—De acuerdo. Te veré el jueves. —Jeff colgó y notó que debía de estar pálido y medio azorado.

—Era… un viejo amigo de la universidad, Martin Bailey —mintió, y se odió por haberlo hecho.

—Ah, sí, tu compañero de cuarto. ¿Pasa algo malo?

La preocupación que se reflejaba en su voz y en su cara eran genuinas.

—Tiene problemas con su mujer. Parece ser que se quieren divorciar. Está muy afectado y quiere hablar con alguien. Iré a Atlanta un par de días a ver si puedo ayudarlo. Linda sonrió, comprensiva e inocente, pero Jeff no sintió ningún alivio cuando la vio tragarse con tanta facilidad aquella mentira improvisada. El sentimiento de culpa era tan fuerte que notó una especie de puñalada. La oleada innegable de júbilo ante la perspectiva de volver a ver a Pamela dentro de sólo tres días no hizo más que intensificar esa culpa.

Capítulo 18

A las dos y veinte, Jeff bajó en ascensor desde su habitación en el Fierre, giró a la izquierda y traspuso la entrada de mármol gris italiano con incrustaciones de bronce que daba acceso al Café Fierre. Buscó una mesa tranquila hacia el final de la larga y estrecha barra, pidió una copa y esperó nerviosamente sin dejar de vigilar la entrada. Cuántos recuerdos tenía de aquel hotel: prácticamente al comienzo de su primera repetición, él y Sharla habían visto gran parte de los partidos de la Liga de Béisbol de 1963 desde una de sus habitaciones, y en los años pasados se había hospedado allí con frecuencia, casi siempre con Pamela.

Ella entró a las tres menos cinco. Llevaba el cabello lacio y rubio, tal como lo recordaba, sus ojos eran los de siempre. Sus labios plenos tenían una expresión seria, pero no se veía en ellos aquel rictus amargo de los últimos años transcurridos en Maryland. Lucía unos delicados pendientes de esmeraldas, a juego con sus ojos, unos zorros blancos y… un vestido premamá de color gris y corte elegante. Pamela estaría por el quinto o sexto mes de embarazo.

Se acercó a la mesa, tomó la mano de Jeff entre las suyas y así las sostuvo durante un largo rato sin decir palabra. Él bajó la vista y vio el anillo de bodas de oro.

—Bienvenida —le dijo él cuando ocupó el asiento de enfrente—. Estás…, estás preciosa.

—Gracias —dijo ella cautelosamente sin apartar la mirada de la mesa. Se les acercó un camarero; ella pidió una copa de vino blanco. El silencio se prolongó hasta que le sirvieron el vino. Tomó un sorbito y se puso a frotar la servilleta entre los dedos.

Jeff sonrió al recordarlo.

—¿La vas a hacer pedazos? —le preguntó. Pamela lo miró a la cara y sonrió.

—Es posible.

—¿Cuándo…? —empezó a preguntar él, y se contuvo.

—¿Cuándo qué? ¿Cuándo empecé mi replay o cuándo voy a parir?

—Supongo que las dos cosas. Empieza por la que quieras.

—Hace dos meses que he vuelto, Jeff.

—Ya lo veo.

Esta vez fue él quien apartó la vista y se puso a mirar uno de los candelabros dorados que asomaban entre las cortinas de satén.

Pamela tendió la mano y le tocó el brazo.

—Me costó horrores llamarte, ¿no lo comprendes? No sólo por las diferencias que tuvimos la última vez, sino…, sino por esto. Para mí fue un tremendo choque emocional. Él se ablandó y volvió a mirarla a los ojos.

—Lo siento. Ya me lo imagino.

—Estaba comprando ropa para el bebé en una tienda de New Rochelle. Christopher, mi hijo de tres años, estaba conmigo. Entonces me noté el vientre y, cuando me di cuenta…, me vine abajo. Me eché a llorar y, claro, Christopher se asustó. Él también se puso a llorar y a gritar «Mami, mami».

A Pamela se le quebró la voz y se secó los ojos con la servilleta. Jeff le cogió la mano y se la acarició hasta que ella recuperó la compostura.

—Estoy embarazada de Kimberly —dijo por fin en voz baja—. Mi hija. Nacerá en marzo. El dieciocho de marzo de 1976. Será un día precioso, más propio de finales de abril o principios de mayo. Su nombre significa «de la pradera real». Yo siempre decía que había traído consigo la primavera.

—Pamela…

—Nunca creí que volvería a verlos. No te imaginas…, ni siquiera tú puedes imaginarte lo que ha sido esto para mí, lo que es y lo que será durante los próximos once, casi doce años. Porque los quiero más que nunca y esta vez sé que voy a perderlos. Se echó a llorar otra vez, y Jeff supo que nada de lo que le dijera iba a aliviarla. Pensó en lo que sentiría al estrechar otra vez entre sus brazos a su hija Gretchen, al verla jugar en el jardín de la casa del condado de Dutchess, mientras él era consciente cada minuto, cada hora, del momento en que volvería a desaparecer de su vida. Dicha imposible, angustia incalculable y no tener la esperanza de poder separar ambas cosas. Pamela tenía razón; la lucha insoportable y constante entre esas dos emociones superaba incluso su desarrollada capacidad de comprensión.

Al cabo de un rato, ella se excusó, abandonó la mesa y fue a enjugarse las lágrimas en privado. Cuando volvió, tenía la cara seca y se había vuelto a maquillar inmaculadamente. Jeff había pedido otra copa de vino para ella y otra bebida para él.

—¿Qué me cuentas de ti? —inquirió ella sin pasión alguna—. ¿Cuándo volviste esta vez?

Jeff vaciló y se aclaró la garganta.

—Estaba en Miami. En 1968.

Pamela reflexionó un instante y le lanzó una mirada perspicaz.

—Con Linda.

—Sí.

—¿Y ahora?

—Seguimos juntos. No nos hemos casado todavía, pero… vivimos juntos. Pamela sonrió con añoranza y pasó el dedo por el borde de su copa de vino.

—Y eres feliz.

—Lo soy —reconoció él—. Los dos lo somos.

—Entonces me alegro por ti. Lo digo en serio.

—Esta vez ha sido diferente —le explicó él—. Me hice la vasectomía, así que no tendrá que pasar por todas las dificultades que tuvo que aguantar en los embarazos. Tal vez adoptemos un hijo. Podría soportarlo, ya lo hice antes, cuando me casé con Judy y no fue lo mismo que… Ya sabes a qué me refiero.

Jeff hizo una pausa y lamentó haber sacado otra vez el tema de los hijos. Luego añadió apresuradamente:

—La seguridad económica ha ayudado considerablemente a que la relación funcionara. No me he dedicado a fondo a las inversiones, pero vivimos cómodamente. Tenemos una bonita casa en primera línea de mar, viajamos mucho. Y ahora escribo, me dedico a un trabajo muy gratificante. Para mí ha sido una especie de proceso de curación, mucho más que el tiempo que pasé solo en Montgomery Creek.

—Ya lo sé. Leí tu libro; me pareció muy conmovedor. Me ayudó a olvidar gran parte de las cosas que no funcionaron entre nosotros la última vez, toda la amargura.

—¿Cómo…? Tienes razón, se me olvidaba que llevas ya dos meses en esta repetición. Gracias, me alegra que te gustara. Ahora estoy trabajando en otro libro sobre el exilio. He entrevistado a Solzhenitsin, a Perón… Cuando lo termine te mandaré un ejemplar antes de que se publique.

Ella bajó la vista y se llevó la mano a la barbilla.

—No creo que sea buena idea.

Jeff tardó un instante en entender a qué se refería.

—¿Tu marido?

Pamela asintió con la cabeza.

—No es que sea excesivamente celoso, pero… Ay, Dios, ¿cómo explicarlo? Si nos mantuviéramos en contacto, si empezáramos a escribirnos y a telefonearnos tendría que explicarle tantas cosas. ¿No te das cuenta lo extraño que parecería?

—¿Lo quieres? —le preguntó Jeff, tragando saliva.

—No del mismo modo que tú quieres a Linda —repuso con voz firme y fría—. Steve es un hombre decente; se preocupa por mí a su manera. Pero sobre todo pienso en los niños. Christopher sólo tiene tres años y Kimberly todavía no ha nacido. No puedo separarlos de su padre antes de que tengan ocasión de conocerlo. —Una expresión colérica le iluminó un instante los ojos, pero ella se dominó—. Ni siquiera si me lo pidieras —añadió.

—Pamela…

—No puedo sentirme molesta porque quieras a Linda —le dijo—. Llevamos demasiado tiempo separados como para haberme vuelto posesiva y sé lo que ha de significar para ti el poder solucionarlo, después de los problemas que tuvisteis la primera vez.

—Eso no cambia lo que siento por ti.

—Ya lo sé —dijo ella suavemente—. No tiene nada que ver con nosotros, pero es real, y en estos momentos, para ti es prioritario. Del mismo modo que necesito pasar este tiempo con mis hijos y mi familia; lo necesito desesperadamente.

—No sigues enfadada por…

—¿Por lo que pasó la última vez con Russell Hedges? No. No estoy enfadada contigo; los dos pusimos en marcha todo aquello e hicimos lo que creíamos mejor. Hubo muchas veces, sobre todo en los últimos meses, que quise acercarme a ti para pedirte perdón por haberte echado la culpa, pero… no lo hice por cabezonería. No podía manejar la culpa que sentía. Tuve que achacárselo todo a alguien para proteger mi cordura; tendría que haber sido Hedges, no tú. Lo siento.

—Lo comprendo. También te comprendía entonces, aunque me costó lo mío. El anhelo reflejado en los ojos de Pamela, la profunda pena, eran el espejo de las emociones de Jeff.

—Ahora será más difícil —le dijo ella, cubriéndole las manos con sus palmas suaves—. Los dos tendremos que poner mucha comprensión de nuestra parte.

La galería se encontraba en la calle de Chambers en TriBeCa, el triángulo debajo de la calle Canal, que había pasado a suplantar al Soho como enclave de artistas de Manhattan. Sin embargo, desde mediados de los ochenta, el mismo proceso que había provocado el éxodo del Soho se había repetido en TriBeCa; los bares y restaurantes de moda proliferaban en las calles laterales cerca del Hudson y Varick, los precios de las tiendas y galerías comenzaron a reflejar el poder adquisitivo de sus clientes de los barrios altos, y los desvanes estaban muy solicitados. Los jóvenes pintores, escultores y actores, cuya presencia había iniciado el florecimiento de aquel rincón antes desolado de la ciudad, se verían atraídos por otro barrio más bohemio, más indeseable y, por lo tanto, más asequible, de la congestionada isla.

Jeff descubrió la sencilla placa de bronce que identificaba la Galería Hawthorne y traspuso con Linda la entrada del edificio restaurado que en otros tiempos había sido una casa de vecindad, contigua a un depósito industrial. Entraron en la recepción amplia y elegante, de paredes y techo blancos, donde había un sofá negro justo delante de un escritorio curvo del mismo color. La única decoración era una pieza sorprendentemente delicada de hierro que colgaba del techo; sus prolongados y finos zarcillos parecían una extensión de las intrincadas filigranas de hierro propias de los portones y balcones de la vieja Nueva Orleans.

—¿En qué puedo servirlos? —les preguntó la muchacha delgada como un lebrel que estaba sentada detrás del escritorio.

—Hemos venido a la inauguración —le dijo Jeff, entregándole la invitación grabada en relieve.

—Muy bien —dijo, consultando una lista impresa y tachando sus nombres—. Pasen ustedes, por favor. Jeff y Linda dejaron atrás el escritorio y entraron en el salón principal de la galería. Las paredes eran de un blanco impecable, pero en ellas se exhibía lo que podía interpretarse como una revolución de imágenes, si su disposición no hubiera seguido un orden tan cuidado. La amplia sala había sido subdividida en pequeños gabinetes que permitían estudiar tranquilamente las obras contemplativas que albergaban, mientras que en el otro extremo, el pleno esplendor de las piezas más grandes era realzado por la amplitud de las zonas en las que se exhibían.

Dominaba la galería una tela de seis metros de alto en la que se reproducía una vista del fondo del mar, que sólo podía existir en la imaginación de la artista: la cima serena de una montaña sepultada debajo de las olas conservaba incólume su inconfundible simetría y las nieves de la cumbre permanecían intactas a pesar de las aguas que las rodeaban. Un grupo de delfines nadaba entre las grietas de sus laderas más bajas; al mirar más de cerca, Jeff se dio cuenta de que dos de los delfines tenían unos ojos sin edad, claramente humanos.

—Es… sorprendente —dijo Linda—. Fíjate en ése de ahí.

Jeff se volvió para mirar hacia donde ella le indicaba. El cuadro de menor tamaño que le señalaba no le resultó menos sorprendente que la imagen de la montaña sumergida; en él se mostraba una vista de un planeador, estirada como si hubiera pasado por un gran angular para abarcar un campo visual de ciento ochenta grados. Al fondo se veían la caña del timón y los montantes del planeador; por las ventanas se apreciaba otro planeador en las proximidades…, los dos volaban, planeaban, pero no por el cielo azul, sino por el espacio infinito, en órbita alrededor de un planeta anaranjado oscuro rodeado de anillos.

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