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Authors: Ken Grimwood

Tags: #Ciencia Ficción

Volver a empezar (26 page)

BOOK: Volver a empezar
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A las cuatro de la mañana, el puente de George Washington estaba prácticamente desierto, y Jeff seguía con la radio a todo volumen mientras Cousin Brucie chillaba y gemía en su interpretación junto a los Essex de Easier said than done. Al cruzar New Rochelle por la autopista de Nueva Inglaterra, su mente se llenó de imágenes de Pamela que jamás había conocido. En su primera vida había vivido allí y formado una familia…, también había muerto allí con la convicción de que así terminaría su vida, sin percatarse de que acababan de comenzar muchas otras vidas.

¿Cómo habría sido su última muerte en Mallorca? Esperaba que hubiera sido más pacífica, más resignada, tal como había sido la suya en la cabaña cerca de Montgomery Creek, sabiendo que esta vez volverían a estar juntos al resucitar. No quiso seguir pensando en la agonía de Pamela, por más efímera que hubiera sido. Eso había terminado por el momento, y tenían por delante un futuro ilimitado para vivir juntos. Las primeras luces del amanecer comenzaban a teñir el cielo hacia el este cuando Jeff llegó a Westport. Encontró la dirección de la familia de Pamela en un listín de teléfonos de una estación de servicio Shell. Todavía era muy temprano para poder presentarse en su casa. Buscó una cafetería de las que están abiertas las veinticuatro horas y, para matar el tiempo, se obligó a leer el New York Times desde la primera a la última página. En Savannah continuaban las tensiones; Ralph Ginzburg iba a apelar la condena por obscenidad que le había caído por publicar la revista Eros; crecía la controversia sobre la reciente decisión del Tribunal Supremo en contra de la plegaria escolar obligatoria. Jeff miró el reloj, eran las siete y veinticinco. ¿Sería demasiado pronto ir a verla a las ocho? Para entonces la familia tendría que estar en pie, desayunando quizá. ¿Debía interrumpir su desayuno? Se preguntó si tenía importancia. Pamela lo presentaría como un amigo suyo y lo invitarían a sentarse. Carcomido por los nervios, se tomó el café despacio, haciendo tiempo, hasta que dieron las ocho menos veinte, después le pidió a la cajera de la cafetería que le explicara cómo llegar a la dirección que había apuntado. La casa de los Phillips, de estilo neocolonial y dos plantas, se encontraba en una calle sombreada de un barrio de clase media alta. No tenía nada que la diferenciara de miles de otras casas parecidas en miles de otras ciudades del país; sólo Jeff conocía el milagro que se había producido allí.

Llamó al timbre de la puerta y luego se metió la camiseta dentro de los téjanos. De pronto se le ocurrió que tendría que haberse cambiado de ropa; tendría al menos que haberse buscado una pensión donde afeitarse…

—¿Qué desea?

La mujer tenía un asombroso parecido con Pamela; aunque llevaba un peinado distinto, ligeramente esponjado, en lugar de la melena corta y lacia con flequillo, que tanto había llegado a entusiasmar a Jeff. Tendría más o menos la misma edad que Pamela cuando la vio por última vez, lo cual le produjo una incómoda sensación.

—Eh…, ¿está Pamela Phillips, por favor?

La mujer arrugó el ceño, frunció ligeramente los labios adoptando la misma expresión de ligera consternación que Jeff había observado tantas veces en el rostro de Pamela.

—Todavía no se levantó. ¿Eres un amigo de la escuela?

—No exactamente de la escuela, pero la…

—¿Quién es, Beth? —se oyó preguntar a un hombre desde el interior de la casa—. ¿No será el del aire acondicionado?

—No, querido, es un amigo de Pam. —Jeff se sintió incómodo y pasó el peso de un pie al otro.

—Siento molestarla a estas horas, pero es muy importante que hable con Pamela.

—No sé si se ha despertado.

—Si me dejara pasar y esperarla…, no quisiera causarle ninguna molestia, pero…

—Bueno… ¿Por qué no pasas, te sientas y esperas aunque sea un minuto?

Jeff entró en el pequeño vestíbulo y la siguió hasta la sala de cómodos muebles, donde un hombre con un traje gris a rayas se arreglaba la corbata delante de un espejo.

—Si ese tío llega a aparecer esta mañana —decía el hombre—, dile que el termostato se ha… —Se interrumpió al ver a Jeff en el espejo—. ¿Eres amigo de Pam? —le preguntó, dándose la vuelta para ver de frente a Jeff.

—Sí, señor.

—¿Te esperaba?

—Pues… creo que sí.

—¿Qué quieres decir con eso de «creo que sí»? ¿No te parece un poco temprano para presentarse así sin avisar?

—Ay, David… —le reprochó su mujer.

—Me está esperando —dijo Jeff.

—Pues es la primera noticia que tengo. Beth, ¿te dijo Pam anoche que esta mañana vendrían a verla?

—No, que yo recuerde, querido. Pero seguro que…

—¿Cómo te llamas, jovencito?

—Jeff Winston, señor.

—No recuerdo que Pamela mencionase a nadie de ese nombre. ¿Y tú, Beth?

—David, no seas tan grosero con el chico. ¿Te apetece unas tostadas de canela, Jeff? Acabo de hacerlas, y también tengo café.

—No, señora, muchas gracias, pero ya he desayunado.

—¿De dónde conoces a nuestra hija? —le preguntó el padre de Pamela.

«De Los Ángeles», pensó Jeff, mareado por la falta de sueño, el exceso de café y los mil quinientos kilómetros de autopista. Sintió ganas de contestarle que la conocía de Montgomery Creek, de Nueva York y Mallorca.

—Te he preguntado que dónde has conocido a Pam. Pareces bastante mayorcito para ser uno de sus compañeros de clase.

—Nos…, nos conocimos a través de un amigo común. En el club de tenis. Parecía una respuesta creíble; ella le había contado que había jugado al tenis desde los doce años.

—¿Y cómo se llama ese amigo? Creo que conocemos a la mayoría de los amigos de Pam y la verdad…

—¡Papá! ¿Sabes si me he dejado mi álbum de sellos en tu coche? Estaba casi lleno y ahora no lo encuentro…

Apareció en lo alto de las escaleras, con los brazos y las piernas delgaduchas de adolescente; vestía un par de bermudas blancos y un polo amarillo y llevaba el fino pelo rubio recogido en dos coletas de caballo encima de cada oreja.

—¿Podrías bajar, Pam? —le pidió su padre—. Hay alguien que quiere verte. Pamela bajó las escaleras despacio mirando a Jeff. Quiso echar a correr hacia ella, tomarla en sus brazos, borrar con sus besos el tormento por el que había pasado, pero ya tendría tiempo para eso. Le sonrió y ella le devolvió la sonrisa.

—¿Conoces a este muchacho, Pam?

Sus ojos, llenos de juventud y promesas, se encontraron con la mirada amorosa de Jeff.

—No —dijo—. Creo que no.

—Dice que te conoce del club de tenis. La niña negó con la cabeza.

—Si fuera así, creo que me acordaría. ¿Conoces a Dennis Whitmire? —le preguntó a Jeff con toda inocencia.

—Mallorca —dijo Jeff con voz ronca por la emoción—. El cuadro, la montaña…

—¿Cómo dices?

—Seas quien seas, me parece que lo mejor que puedes hacer es marcharte —intervino el padre.

—Pamela. Por el amor de Dios, Pamela…

El hombre agarró a Jeff firmemente por el brazo y lo condujo hasta la puerta.

—Mira, chico —le dijo con tono tranquilo pero decidido—, no sé a qué estás jugando, pero no quiero volver a verte por aquí. No quiero que molestes a mi hija, ni aquí, ni en la escuela, ni en el club de tenis. En ninguna parte. ¿Entendido?

—Vea, se trata de un malentendido, y le pido perdón por todas las molestias. Pero Pamela me conoce, me…

—Los que conocen a mi hija la llaman Pam, no Pamela. Y déjame que te recuerde que tiene catorce años, ¿está claro? ¿Entiendes a qué me refiero? No quiero que después digas que hubo un malentendido sobre el hecho de que estás molestando a una menor.

—No quiero importunar a nadie. Sólo quiero…

—Entonces fuera de mi casa antes de que llame a la policía.

—Señor, Pamela no tardará en acordarse de quién soy. Si pudiera dejarle un número de teléfono para que pueda ponerse en contacto conmigo…

—Aquí no vas a dejar ningún número de teléfono, lo que vas a hacer es marcharte ahora mismo.

—Es lamentable que hayamos tenido que conocernos así, señor Phillips. Me gustaría de veras que en el futuro nos lleváramos bien, y espero…

El padre de Pamela lo sacó bruscamente hasta los escalones de la entrada y le cerró la puerta en las narices. Por las ventanas abiertas de la sala Jeff oyó unas voces airadas, a Pamela que lloraba confundida, a su madre que suplicaba que se calmaran y a su padre que alternaba el tono acusador y el tono protector.

Jeff volvió a su coche, se sentó y apoyó la cabeza cansada y hecha un lío sobre el volante. Al cabo de un rato arrancó y enfiló hacia el sur.

Querida Pamela:

Te pido disculpas si ayer te confundí o si molesté a tus padres. Espero que no tardes en comprenderlo. Cuando llegue ese momento, podrás ponerte en contacto conmigo llamando a mi familia en Orlando, Florida. El número de mis padres es el 555-9561. Ellos sabrán dónde podrás encontrarme. Por favor, no pierdas esta carta; escóndela en un lugar seguro. Ya sabrás cuándo la vas a necesitar.

Con cariño, Jeff Winston.

Julio y agosto fueron un agujero de pura inercia, los días calurosos y húmedos de Florida se veían interrumpidos únicamente por las violentas tormentas que caían casi siempre por las tardes. Jeff iba a pescar con su padre y enseñaba a conducir a su hermana, pero se pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación, viendo reestrenos de Los defensores y de El show de Dick Van Dyke. Esperando que sonara el teléfono. A su madre le preocupaba esa inactividad, la súbita pérdida de interés de su hijo por sus amigos, las chicas y los paseos en coche a los autocines locales. Jeff quería marcharse, huir de la opresiva preocupación de sus padres y del frustrante aburrimiento de Orlando, pero no tenía adonde ir. La libertad de movimientos a la que tanto se había acostumbrado se hallaba tremendamente limitada por su falta de dinero. Ya se habían celebrado el derby y las carreras de Belmont, por lo que carecía de otra fuente de ingresos inmediata. El verano tocó a su fin sin que tuviera noticias de Pamela. Jeff volvió a Atlanta, aparentemente para cursar el primero de carrera en Emory. Se matriculó en un montón de asignaturas de primero, para que pudieran asignarle un lugar en el dormitorio, pero no se molestó en ir a ninguna de las clases. Pasó por alto las cartas de amenaza que le enviaban de la oficina del decano y esperó hasta octubre. Frank Maddock se había graduado en junio de ese año y estaba ya en Columbia, cursando la carrera de derecho, sin haber conocido a su socio de otros tiempos. Jeff se buscó otro apostador disoluto de los cursos superiores que estuvo dispuesto a colocar por él las apuestas de la Liga de Béisbol. Esta vez sólo le ofreció una suma fija; no hubo ni dios que quisiera ir a porcentaje, por más generoso que éste fuera, en una apuesta tan manifiestamente loca. Jeff apostó algo menos de dos mil dólares y ganó ciento ochenta y cinco mil. Al menos no tendría que volver a preocuparse por el dinero durante un tiempo. Se mudó a Boston, donde alquiló un apartamento en Beacon HUÍ. La historia seguía su curso acostumbrado: en Saigón derrocaron a Diem; John Kennedy volvió a ser asesinado. El Concilio Vaticano decidió que en la misa no se usaría más el latín y los Beatles llegaron a Estados Unidos para aliviar los corazones.

Jeff telefoneó a casa de los Phillips en marzo, la semana en que Jack Ruby fue hallado culpable y condenado a muerte por asesinar a Lee Harvey Oswald; nadie había oído hablar de Nelson Bennett. Le contestó la madre de Pamela.

—Hola, ¿puedo hablar con… Pam, por favor?

—¿Quién la llama?

—Alan Cochran, un amigo de la escuela.

—Un momento, voy a ver si se puede poner.

Jeff enroscaba y desenroscaba nerviosamente el cable del teléfono mientras esperaba que Pamela se pusiera. Logró rescatar de su memoria el nombre; Pamela le había contado en cierta ocasión que en el bachillerato había salido con aquel chico, pero ignoraba si a esas alturas lo había conocido ya. No tenía forma de saberlo.

—¿Alan? Hola, ¿qué hay?

—Pam, por favor, no me cortes, no soy Alan, pero necesito hablar contigo.

—¿Quién eres? —En su voz traviesa había más curiosidad que fastidio.

—Soy Jeff Winston. El verano pasado fui a tu casa una mañana y…

—Ah, ya me acuerdo. Mi padre me ha dicho que no debo hablar contigo. Nunca.

—Comprendo que se lo tome así. No tienes que contarle que te he llamado. Sólo que… quería saber si has empezado a acordarte.

—¿Qué quieres decir? ¿Acordarme de qué?

—Bueno, tal vez de Los Ángeles.

—Sí, claro que me acuerdo.

—¿De veras?

—Seguro, mis padres y yo fuimos a Disneylandia cuando tenía doce años. ¿Cómo no iba a acordarme de algo así?

—Es que yo me refería a otra cosa. ¿Te acuerdas de una película que se titula Starsea. ¿Te dice algo el título?

—Me parece que no la he visto. Oye. ¿sabes que eres un tío muy raro? ¿Y a qué viene tanto interés por hablar conmigo?

—Es que me gustas, Pamela. Eso es todo. ¿Te importa si te llamo así?

—Todo el mundo me dice Pam. Además, no debería estar hablando contigo. Será mejor que cuelgue.

—Pamela…

—¿Qué?

—¿Conservas la carta que te mandé?

—La he tirado. Si mi padre llegaba a encontrarla, le habría dado un ataque.

—Bueno, da igual. Ya no estoy en Florida, ahora vivo en Boston. Ya sé que no quieres apuntarte mi nombre, pero si llamas a información te lo darán. Si alguna vez tienes ganas de ponerte en contacto conmigo…

—¿Qué te hace pensar que voy a querer hablar contigo? Caray, chico, sí que eres raro.

—Supongo que lo soy. Pero no olvides que puedes llamarme cuando quieras, de día o de noche.

—Voy a colgar. Creo que no deberías volver a llamarme.

—No lo haré. Pero espero tener noticias tuyas muy pronto.

—Adiós.

Percibió en su voz una cierta desilusión, le picaba la curiosidad el que aquel joven insistente la persiguiese con aquellas preguntas tan raras. Pero Jeff pensó con tristeza que la curiosidad no significaba nada y se despidió de la niña; para ella él seguía siendo un extraño.

El empleado de la cooperativa de Harvard registró la venta en la caja y le entregó a Jeff el cambio y el ejemplar de Candy que acababa de comprar. Afuera, la plaza estaba atestada de estudiantes que se disponían a comenzar un nuevo año académico. Jeff notó que se trataba de una panda decididamente desaliñada, y al mirar hacia el Teatro de la Universidad, donde daban
A hard day's night
, vio a un joven barbudo que disimuladamente vendía cajas de cerillas llenas de marihuana a cinco dólares. Ya había pasado un año y medio desde que Leary y Alpert fueran expulsados de Harvard y establecieran su efímera «Federación Internacional para la Libertad Interna» al otro lado del río, en Emerson place. Los sesenta, tal como serían recordados, llegaron antes a Cambridee que a Emory. Aun así, la transformación de las eras todavía no se había completado del todo; en la plaza de Harvard se veía a un único manifestante que repartía panfletos en los que se criticaba la creciente presencia norteamericana en Vietnam. En una mesa colocada cerca del quiosco de periódicos, un par de estudiantes ofrecían pegatinas en las que se leía «Detened a Goldwater» y «LBJ 64». No tardarían en desilusionarse. Jeff bajó las escaleras de la estación MTA, entró en uno de los antiguos vagones del metro con aspecto de tranvía. Después de Kenmore Square, el tren salió a la superficie y cruzó el puente de Charles on Longfellow. A su derecha, Jeff vio unos obreros subidos a unos andamios que daban los toques finales al nuevo Prudential Center; todavía faltaba mucho para que construyeran la torre de John Hancock, con sus desafortunadas ventanas protuberantes. Se preguntó qué iba a hacer con el futuro que le quedaba por delante, con todos esos larguísimos años vacíos a los que iba a tener que enfrentarse otra vez solo. Había transcurrido algo más de un año de la cuarta repetición de su vida y había perdido todas las esperanzas que había abrigado de compartir este ciclo con alguien que amaba de verdad, alguien cuya experiencia y comprensión se equiparaban a las suyas. Pamela continuaba siendo una niña desconocida, que ignoraba quiénes y qué habían sido anteriormente. Posiblemente algunas de sus ideas sobre la religión oriental habían resultado correctas de un modo que a ambos les resultaba insondable. A lo mejor había alcanzado la iluminación plena en su última existencia y su alma o esencia o lo que fuera había ido a parar a alguna forma de nirvana. Pero en ese caso, ¿en qué situación quedaría la niña inocente que vivía en Westport? ¿Acaso esa persona sería simplemente el cascarón de un cuerpo carente de espíritu, un simulacro de la verdadera Pamela Phillips que pasaría por esta vida sin objetivo alguno? Tal vez su objetivo podía compararse al de una pieza animada de utilería de las que se usan en una obra de teatro o en una película, a un robot sin alma. La inconcebible fuerza exterior desencadenada por aquellos replays podría estar utilizando a la falsa Pamela pura y exclusivamente para mantener la ilusión de que el mundo continuaba por su curso original y normal, mientras el reparto formado por millones de personas permanecía intacto.

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