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Authors: Ken Grimwood

Tags: #Ciencia Ficción

Volver a empezar (25 page)

BOOK: Volver a empezar
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Jeff apoyó ambas manos sobre las de ella.

—No era que estuviese enfadado contigo, sino que me preocupaban las posibles consecuencias de lo que estabas haciendo.

—Ahora lo sé. Pero entonces… Cuando fuiste a verme a mi despacho de Starsea, así de repente, no supe cómo diablos reaccionar. Creo que hasta ese momento no me había dado cuenta de lo desesperada que estaba. Suponía que jamás iba a encontrar a nadie igual que yo, ni siquiera a alguien que creyera todo lo que me había pasado, figúrate si iba a imaginar que me encontraría con una persona que había compartido mi misma experiencia. Tú te habías refugiado en la tierra, en tus montañas y tus cultivos…, mientras que yo había levantado otro tipo de barreras emocionales, enfocadas al exterior, una forma muy pública de soledad. Tratar de salvar al mundo fue mi manera de huir de mis propias necesidades. Me costó reconocerlo… contigo y conmigo misma.

—Me alegra de que tuvieras el valor de hacerlo. Eso me enseñó que no debía ocultar mis propios sentimientos y temores.

Pamela lo miró durante mucho rato, con el rostro arrobado por la ternura.

—Sí que hemos surcado cielos planeando juntos, ¿eh? Vaya si lo hemos hecho.

—Así es —susurró Jeff, devolviéndole la mirada—. Y pronto volveremos a hacerlo. Aférrate a esa idea. No lo olvides. Jeff se quedó en la popa del barco mirando la aldea y las colinas hasta que desaparecieron en la distancia. No apartó la vista hasta que ya no logró distinguir la silueta de Pamela en el muelle de madera. Después volvió la mirada hacia la mota rojiblanca de su aldea y siguió con los ojos clavados en ella hasta que se tornó invisible. La brisa de alta mar le producía ardor en los ojos y se refugió en la cabina de pasajeros del transbordador, se compró una cerveza, ocupó un asiento vacío, alejado de los escasos turistas franceses y alemanes de la temporada baja.

Tal como le había pedido a Pamela, se recordó una vez más que aquello no acababa allí. Sólo era el fin de una repetición, era lo único que acabaría; pronto volverían a estar juntos para empezar otra vez. Pero, caray, cómo detestaba abandonar esa realidad, esa vida en la que los dos se habían conocido y amado. Qué lejos habían llegado, cuántas cosas habían hecho; le enorgullecían tanto los logros de Pamela en el cine como si hubieran sido propios. Qué desconsolador era pensar que entrarían en un mundo en el que Starsea, y la exitosa serie de conmovedoras comedias humanas y de dramas que había producido en aquellos años, nunca habrían existido ni existirían. Se aferró tenazmente al concepto de las líneas temporales que, años antes, habían discutido en Nueva York. Estaba seguro de que en alguna parte habría una ramificación de la realidad en la que el legado artístico de Pamela continuaría vivo, y en las generaciones futuras seguiría conmoviendo e iluminando al público. Tal vez Sean, el hijo de Judy, encontraría el modo de que las especies inteligentes de los océanos y las masas habitantes de la tierra pudieran comunicarse; si lo lograba, ese supremo don de sabiduría planetaria compartida habría nacido directamente de la visión de Pamela. Merecía la pena alimentar esa esperanza, abrigar ese sueño; pero ahora tendrían que concentrarse en nuevas esperanzas, en nuevos sueños, en otra vida aún no vivida. Jeff metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó el paquetito plano que ella le había dado cuando subió al barco. Lo desenvolvió con cuidado y se le hizo un nudo en la garganta al ver qué era.

Se trataba de una pintura, una miniatura hecha con precisión, en la que se veía el monte Shasta tal como aparecía desde la colina propiedad de Jeff; en el cielo sereno que coronaba la montaña, dos siluetas volaban transportadas por alas de brillante plumaje: Jeff y Pamela, cual criaturas mitológicas vueltas a la vida, en un vuelo eterno y exultante hacia un destino que no encajaba en ninguna realidad ni en ningún mito. Se quedó mirando fijamente la diminuta obra de arte, producto del amor, y después volvió a envolverla y a guardársela en el bolsillo. Cerró los ojos, escuchó el traqueteo del motor del barco mientras cortaba el oleaje de la Bahía de Palma y en silencio se dispuso a cubrir la primera etapa del viaje que lo devolvería a su casa y a la muerte.

Capítulo 13

La luz gris y triste de primeras horas de la mañana se filtraba por la ventana de tablillas y por las cortinas verde azuladas. Cuando Jeff abrió los ojos vio a un elegante gato siamés durmiendo tranquilamente a los pies de la inmensa cama de matrimonio. El animal levantó la cabeza en cuanto él se movió. Bostezó una vez y luego lanzó un maullido molesto y claramente interrogante.

Jeff se sentó, encendió la lámpara de la mesilla y miró la habitación: el aparato estéreo y el televisor ocupaban la pared más alejada y estaban flanqueados por estantes con modelos a escala de aeroplanos y cohetes; en la pared de la derecha había una estantería de libros; debajo de las ventanas, a su izquierda, se veía una cómoda despejada. Todo en orden y bien pulido.

«Maldición», pensó; se encontraba en el cuarto de su niñez, en casa de sus padres en Orlando. Se había producido un fallo, un fallo terrible. ¿Por qué no estaba en su habitación del dormitorio de Emory? Santo Dios, ¿y si esta vez había vuelto a renacer como niño? Apartó las mantas y se miró. No, tenía vello púbico, y hasta una erección matutina; se frotó la barbilla y notó que pinchaba. Al menos no estaba en edad prepubescente. Saltó de la cama y fue a toda prisa al baño contiguo. El gato lo siguió con la esperanza de conseguir un desayuno temprano en vista de que se levantaban a esas horas. Jeff encendió la luz y se miró en el espejo: su aspecto parecía ser el mismo que había tenido a los dieciocho. Pero ¿qué diablos hacía en su casa?

Se enfundó un par de téjanos gastados y una camiseta, y, sin ponerse calcetines, se calzó unas viejas zapatillas. El reloj que había junto a su cama marcaba casi las siete menos cuarto. Tal vez su madre estaría levantada; siempre le había gustado tomarse tranquilamente una taza de café antes de comenzar el día.

Jeff le acarició la cerviz al gato. Era Shah, claro, al que habían atropellado cuando él cursaba el primer año de carrera; tendría que pedirle a su familia que no lo dejaran salir. El majestuoso felino trotó al lado de Jeff cuando éste bajó al vestíbulo, cruzó la sala con suelo de terrazo y entró en la cocina. Su madre estaba allí leyendo el Orlando Sentinel y tomando café.

—Ésta sí que es buena —le dijo, enarcando las cejas—. ¿Qué hace un trasnochador como tú levantándose al alba?

—No podía dormir, mamá. Hoy tengo muchas cosas que hacer. Quería preguntarle quédía era, qué año era, pero no importaba.

—¿Y se puede saber qué puede haber tan importante para que te caigas de la cama? Llevo años intentando hacerte madrugar y nunca lo he conseguido. Seguramente tendrá que ver con alguna chica, ¿no?

—Más o menos. ¿Me podrías pasar una parte del periódico, por favor? La primera página, si es que has terminado.

—Puedes quedártelo todo, cariño. De todas maneras ya me iba a poner a hacer el desayuno. ¿Quieres unas rebanadas de pan frito con miel? ¿O prefieres huevos con salchichas?

Iba a decirle que no quería nada cuando se dio cuenta de que tenía un hambre atroz.

—Pues me encantaría tomarme unos huevos con salchichas, mamá. ¿Y podrías hacerme gachas de sémola? —Le hizo una mueca simulando estar ofendida.

—Vamos a ver, niño, ¿desde cuándo te he preparado un desayuno sin gachas de sémola? Ya sabes lo bien que va para pegarte las costillas al cuerpo. Jeff sonrió al oír el antiguo chiste que su madre solía hacer a la hora del desayuno y mientras él cogía el periódico, ella se puso a cocinar.

Las notas de titulares hablaban de los enfrentamientos por los derechos civiles en Savannah y de un eclipse total de sol en el noreste de Estados Unidos. Estaban a mediados de julio de 1963. Las vacaciones de verano, por eso estaba en Orlando. Pero ¡diablos, había despertado tres meses más tarde de lo debido! Pamela debía de estar desesperada preguntándose por qué no se había puesto en contacto con ella.

Desayunó a toda prisa haciendo caso omiso de las advertencias de su madre para que comiera más despacio. Echó un vistazo al reloj de la cocina y comprobó que eran poco más de las siete; su padre y su hermana se levantarían de un momento a otro. No quería que lo enredaran en la discusión familiar sobre lo que debía hacer.

—Mamá…

—¿Sí? —respondió ella distraídamente mientras preparaba más huevos para los tardones.

—Escúchame, tendré que marcharme unos días.

—¿Cómo? ¿Adonde vas a ir? ¿A Miami a ver a Martin?

—No, iré más o menos al norte.

Lo miró con suspicacia y le preguntó:

—¿Qué quieres decir con eso de que irás más o menos al norte? ¿Es que te vas a volver a Atlanta tan pronto?

—Tengo que ir a Connecticut. Pero no quiero que papá se entere, y necesito algo de dinero para el viaje. Te lo devolveré muy pronto.

—¿Y qué se te ha perdido a ti en Connecticut? ¿O debería preguntarte quién? ¿Se trata de alguna chica de la universidad?

—Sí —mintió—. Es una chica de Emory. Su familia vive en Westport. Me invitaron a pasar una semana con ellos.

—¿Y cómo se llama la chica? No recuerdo que me hablaras de nadie de Connecticut. Creía que seguías saliendo con Judy, esa chica tan maja de Tennessee.

—Ya no salgo con ella —dijo Jeff—. Rompimos antes de los finales. Su madre se mostró

preocupada.

—No me lo habías dicho. ¿Es por eso que desde que has vuelto a casa andas un poco inapetente?

—No, mamá, estoy bien. No es nada del otro mundo; hemos roto, eso es todo. Esta chica de Newport me gusta de veras y necesito ir a verla. ¿Podrías echarme una mano?

—¿Es que no piensa volver a la universidad en septiembre? ¿No puedes esperar hasta entonces para volver a verla?

—Es que me gustaría verla ahora. Además, nunca he estado en Nueva Inglaterra. Me dijo que podríamos ir en coche hasta Boston. Con sus Padres, claro —se apresuró a aclarar al recordar las costumbres de la epoca y el sentido del decoro de su madre.

—Pues no sé…

—Por favor, mamá. Significa mucho para mí. Es muy importante. Su madre meneó la cabeza en un gesto de exasperación.

—A tu edad todo es importante, todo tiene que ser ya. Tu padre contaba con ir de pesca la semana que viene. Sabes cuánto le…

—Iremos cuando vuelva. Mira, tengo que ir sea como sea. Sólo quería que supieses dónde iba a estar y me resultaría de gran ayuda si pudieras prestarme dinero extra. Si no quieres, entonces…

—Está bien, está bien, si eres lo bastante mayor como para ir a la universidad, también lo eres para ir donde te dé la gana. Yo sólo me preocupo por ti, es todo. Para eso estamos las madres…, además de para prestar dinero a los hijos. Le hizo un guiño y abrió el monedero.

Jeff metió algunas prendas en una maleta y ocultó los doscientos dólares que le había prestado su madre en un par de calcetines enrollados. Salió de su casa antes de que se levantaran su padre y su hermana.

El viejo Chevy estaba aparcado en la curva del sendero de entrada, detrás del enorme Buick Electra de su padre y del Pontiac de su madre. El coche soltó una conocida tos cuando Jeff lo puso en marcha y luego rugió lleno de vitalidad.

Salió de la urbanización donde vivían sus padres, bordeó Little Lake Conway y al llegar al cruce de Hoffner Road con la avenida Orange, se quedó sentado un momento con el motor en punto muerto. ¿Habrían construido ya la autopista de Beeline que iba al Cabo? No lo recordaba. De ser así, el camino a la Interestatal 95 en dirección norte sería más directo. En el periódico de la mañana no había leído que ese día fuera a producirse ningún lanzamiento, de manera que el tráfico por la zona de Cocoa y Titusville no estaría muy mal; pero si todavía no habían construido la autopista, se iba a encontrar atascado mucho rato en una vieja carretera de dos carrilles toda llena de baches. Decidió ir a lo seguro, entrar en la ciudad y tomar la Interestatal 4 hasta Daytona. Jeff cruzó la ciudad soñolienta, a la que todavía no había llegado el furor de Disney y en la que comenzaba a sentirse el desarrollo excesivo de la presencia de la NASA, a sesenta kilómetros de distancia. Entró en la Interestatal 95 antes de lo que había esperado, puso la radio en la emisora WAPE de Jacksonville. El «pequeño» Stevie Wonder cantaba Fingertips segunda parte, luego siguió Marvin Gay que interpretó Pride and joy. Tres meses. ¿Cómo era posible que en esta ocasión hubiera perdido tres meses? ¿Qué significaba aquello? No tenía sentido que se preocuen ese momento, era algo que escapaba a su control. Pamela estaría preocupada, y con razón, pero al menos así la vería antes. Se dijo e debía concentrarse en esa idea y siguió hacia el norte pasando por amplias zonas de pinares y vegetación achaparrada.

Al mediodía llegó a Savannah; a esa altura la Interestatal se interrumpía durante un trecho, lo cual hizo que se retrasara; le chocó encontrar las calles de la vieja y atractiva ciudad atestadas de policías ceñudos, equipados con cascos. Jeff pasó las barricadas con cuidado, al recordar las manifestaciones y la consiguiente violencia racista que se habían producido allí esa semana. Le entristeció tener que ver otra vez el comienzo de todo aquello, pero no le quedaba más remedio que evitar los sangrientos enfrentamientos. Poco después de las tres paró para tomarse rápidamente un bocadillo en un Howard Johnson de las afueras de Florence en Carolina del Sur. Las llanuras de Florida y de la parte costera de Georgia quedaron atrás, y atravesó entonces una zona rural de colinas, manteniendo siempre el velocímetro del poderoso ocho cilindros una décima por encima del límite de velocidad establecido en cien kilómetros la hora. Era de noche cuando llegó al desvío que conducía a su internado de Virginia, al que había peregrinado hacía tantos años para ver el puentecito que para él se había convertido en la mismísima imagen de la pérdida y la futilidad. Desde la autopista vio las luces de la casa de los Randell; la que había sido su guapa profesora y objeto de sus adulaciones estaría preparando la cena para su marido y para su hijo, cuyo nacimiento había encendido los celos de Jeff cuando era adolescente. Quiere bien a tu familia, le deseó en silencio al dejar atrás a toda velocidad la apacible casita asentada en su panorámica colina; tal y como están las cosas ya hay bastante dolor en el mundo. Ya muy tarde cenó pollo frito y boniatos en una fonda para camioneros al norte de Richmond; se compró un termo y le pidió a la camarera que se lo llenara de café negro. La carretera de circunvalación le permitió rodear Washington y llegó a Baltimore poco después de la medianoche. En Wilmington, Delaware, salió de la Interestatal 95 y entró en la autopista de Jersey, evitándose así el tráfico del amanecer que pudiera haber en dirección a Filadelfia y Trenton. Mientras avanzaba la noche, volvió a maravillarse, como siempre le ocurría al comienzo de cada replay, de su energía juvenil; a los treinta y los cuarenta, se habría visto obligado a hacer el viaje en por lo menos dos días, e incluso ese ritmo lo habría extenuado.

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