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Authors: Ken Grimwood

Tags: #Ciencia Ficción

Volver a empezar (37 page)

BOOK: Volver a empezar
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—¿De veras crees que esta vez lo conseguirá? —le preguntó Linda, mirando las nubes iluminadas que se veían a lo lejos.

Ella había estado pensando exactamente lo mismo, preguntándose por el destino del afable y barbudo noruego con el que habían compartido los trabajos y los logros de las últimas tres semanas en el antiguo puerto fortificado de San, donde él había construido su histórica barca expresamente primitiva, lanzada al mar la semana anterior.

—Lo logrará —dijo Jeff con seguridad.

El viento de la tormenta que se aproximaba agitó el fino vestido de Linda y ella se sujetó con fuerza de la barandilla del barco.

—¿Por qué te fascina tanto? —quiso saber ella.

—Por la misma razón que me fascinan Michael Collins y Richard Gordon —repuso. Y Roosa, pudo haber añadido, y Worden y Mattingly y Evans y los prisioneros de guerra que dentro de tres años, en 1973, comenzarían a volver.

—La soledad, el aislamiento completo del resto de la humanidad…

—Pero Heyerdahl lleva una tripulación de siete hombres —le aclaró ella—. Collins y Gordon estaban completamente solos en sus cápsulas, al menos durante un tiempo.

—A veces el aislamiento se puede compartir —dijo Jeff, mirando el mar ondulante. El olor cálido de la alteración tropical que se aproximaba le hizo pensar en el Mediterráneo, en un día en que ese mismo aroma había entrado por la ventana abierta de un pueblo de Mallorca. El olorcillo sabroso de la paella, la añoranza lacerante de la guitarra de Laurindo Almeida, la mezcla de pena y alegría en los ojos de Pamela, sus ojos moribundos. Linda notó la sombra que acababa de velar el rostro de Jeff, acercó su mano a la de él y la aferró con la misma firmeza con que se había agarrado de la barandilla del barco.

—A veces me preocupas —le dijo—. Tanto hablar de soledad y aislamiento… No sé si este proyecto es tan buena idea. Me da la impresión de que te deprime demasiado. La atrajo hacia sí y la besó en la cabeza.

—No —le aseguró con una sonrisa de afecto—, no me está deprimiendo. Sólo me pone pensativo, es todo.

Pero sabía que no era del todo cierto; su estado meditativo lo había impulsado a emprender aquella iniciativa que ahora lo obsesionaba y no al revés. La presencia de Linda, su desacostumbrada franqueza, habían calmado sus demolidos sentidos desde aquel día de agosto de 1968 en que había reiniciado esta vida justo a tiempo de descubrirla esperando delante de su puerta con un ramo de margaritas recién cortadas. Pero ni siquiera el inesperado renacer de cuanto habían compartido hacía tanto tiempo fue capaz de hacerle olvidar los tormentos que indirectamente había infligido al mundo en su vida anterior, a través de Russell Hedges, ni el abismo que todo ello había creado entre él y Pamela. No lograba escapar de la culpa y los remordimientos, que formaban una incesante corriente subterránea que erosionaba constantemente los cimientos de su renovado amor por la mujer con la que cierta vez se había casado. Y esa disminución conducía a nuevas formas de remordimiento, una culpa presente que empeoraba debido a su convicción de que tenía que poder cambiar sus sentimientos, olvidar el pasado y dedicarse plenamente a Linda como ella se dedicaba a él.

Había dejado inmediatamente su trabajo como periodista en radio WIOD de Miami, no soportaba la tarea diaria de buscar, observar y describir la tragedia humana, no después de todas las cosas por las que se sintió responsable en los años muertos transcurridos en el refugio del gobierno en Maryland. Aquel mes de octubre, Jeff había esperado a que el Detroit perdiera tres partidos a uno; luego había apostado todos sus ahorros a los Tigers en los tres últimos partidos de la liga. Tal como Jeff sabía que ocurriría, Mickey Lolich le permitió llevarse el gato al agua. Con el dinero de la apuesta se compró un nuevo apartamento en primera línea de mar en Pompano Beach. más cerca de donde Linda seguía viviendo con sus padres y asistiendo a la universidad. La veía todas las tardes, al terminar sus clases, nadaba con ella en el mar tranquilo o se sentaba a su lado, junto a la piscina de su nueva casa, mientras ella estudiaba. Esa primavera se fue a vivir con él y le dijo a sus padres que «se iba a instalar por su cuenta». Sus padres le siguieron la corriente y nunca fueron a verlos al apartamento del décimo piso que Jeff y Linda compartían, pero continuaron invitándolo a comer en su casa todos los domingos. Fue en el verano de 1969 cuando concibió el proyecto que ahora lo consumía. El padre de Linda le había dado la idea un domingo por la tarde, en la sobremesa, mientras tomaban café. Por esa época, Jeff tenía por costumbre no leer las noticias, desechar amablemente toda discusión de los acontecimientos nacionales o mundiales. Pero aquella semana, a su ex suegro le había dado por concentrarse en un único tema y no había manera de que lo cambiara: el viaje recientemente malogrado de Thor Heyerdahl y el quijotesco intento del noruego por probar que los exploradores primitivos que navegaban en barcas de caña de papiro habían llevado la cultura egipcia a las Américas tres mil años antes de que Colón descubriera aquel continente.

El padre de Linda se había mofado de la idea pues consideraba que el hecho de que Heyerdahl hubiese estado a punto de conseguir el éxito no era más que un fracaso, pero Jeff se había cuidado de revelar que el aventurero antropólogo triunfaría un año más tarde con su segunda expedición. Aquella conversación lo hizo reflexionar y esa misma noche no había podido pegar ojo hasta el amanecer escuchando el ruido de las olas que entraba por las ventanas de su apartamento e imaginándose a la deriva en el negro mar, a bordo de una endeble embarcación confeccionada por él mismo, una barca frágil que podía sucumbir a las tormentas de ese año pero que volvería para vencer al océano que se la había cobrado.

Ese mismo mes él y Linda fueron al Cabo, como en la ocasión anterior, a presenciar la furia controlada del inmenso cohete Saturno V que llevaría a la Apolo 11 hasta la luna. Después del lanzamiento, mientras avanzaban despacio para salir de la excesivamente urbanizada Costa Dorada en compañía de miles de coches llenos de espectadores como ellos, la mente de Jeff se llenó de ideas de alejamiento de los asuntos cotidianos de la humanidad. No se trataba del aislamiento y la soledad que había buscado anteriormente en Montgomery Creek, sino de un viaje de aislamiento, un viaje épico en soledad hacia un objetivo no alcanzado aún.

Jeff tenía la certeza de que Heyerdahl y la tripulación de la misión que acababa de ver partir conocían esa sensación, y entre los miembros de la tripulación nadie lo sabía tan bien como Michael Collins. Armstrong, y en menor grado Aldrin, recibirían la gloria, darían esos históricos primeros pasos, pronunciarían las primeras palabras confusas, plantarían la bandera en suelo lunar. Pero en las horas dramáticas en que sus compañeros de tripulación permanecerían sobre la superficie lunar, Michael Collins estaría más solo de lo que nadie había estado jamás: a trescientos setenta y cinco mil kilómetros de la tierra, en órbita alrededor de un mundo extraño, mientras los seres humanos más próximos se encontraban allá debajo, en aquel semiplaneta hostil. Cuando el módulo lunar lo llevara a la cara oculta de la luna, Collins perdería incluso el contacto por radio con sus semejantes, sería incapaz de ver siquiera el lejano globo azul y blanco donde había nacido. Se enfrentaría a la sombría infinitud del espacio en medio de una soledad y un silencio completos, que en los años siguientes iban a experimentar únicamente otros cinco seres humanos.

Mientras esperaba salir de aquel atasco de cuarenta kilómetros en la Autopista 1, cerca de Melbourne, Jeff supo que debía conocer a estos hombres, que debía comprenderlos. De ese modo, tal vez, llegaría a conocerse a sí mismo y a entender el viaje solitario por el tiempo en el que él y Pamela habían sido embarcados.

A la semana siguiente comenzó el primero de muchos viajes a Houston. En la entrevista mantenida el año anterior con Earl Warren, Jeff había logrado convencer a la NBC de que le ayudase a conseguir credenciales de prensa para la NASA como periodista colaborador. Entrevistó a Stuart Roosa y, poco a poco, se hizo amigo de él, y a partir de esa amistad, logró entrevistar a Richard Gordon, a Alfred Worden y a los otros. Hasta Michael Collins resultó ser relativamente accesible; la atención y la adulación del mundo seguían centradas en los hombres que habían pisado suelo lunar, y no en los únicos que habían permanecido en órbita alrededor de la luna.

Lo que había comenzado siendo una búsqueda personal de respuestas sobre su propio estado mental no tardó en ir más allá. Por primera vez en muchos años, Jeff empleaba su talento como periodista para explorar diestramente los pensamientos y recuerdos de sus entrevistados, sacándoles más provecho en los momentos en que dejaban de pensar en la conversación como una entrevista, cuando bajaban la guardia a la vista del genuino interés de Jeff y comenzaban a hablarle a nivel profundamente humano. Pathos, humor, rabia, miedo: Jeff lograba de algún modo suscitar en aquellos hombres la gama completa de emociones que los astronautas jamás habían revelado. Sabía que la visión especial que esos hombres tenían del universo formaba parte de algo que él ya no podía guardar para sí y que debía comunicar al mundo entero.

Ese otoño le había escrito a Heyerdahl para concertar la primera de varias citas que mantendría con el explorador en Noruega y luego en Marruecos. A medida que el impulso inicial que había llevado a Jeff a buscar a estos individuos especiales fue apoderándose de su mente, a medida que las imágenes y los sentimientos que fue viendo en ellos adquirían fuerza propia, se dio cuenta finalmente de lo que estaba llevando a cabo de manera inconsciente pero decidida: un libro sobre sí mismo en el que utilizaba la metáfora de estos solitarios viajeros como medio para tratar de abordar su propia experiencia única, para explicar el jaspeado tapiz formado por la acumulación de sus ganancias, sus pérdidas y sus pesares.

Una nueva descarga de relámpagos iluminó las lejanas nubes tormentosas y su débil reflejo blanco recorrió, juguetón, el perfil angélico del rostro de Linda.

«Y alegrías», pensó, deslizando suavemente la punta de los dedos por la mejilla de Linda cuando ésta le sonrió. Debía hablar también de las alegrías. El despacho de Jeff, al igual que las demás habitaciones de la casa de Hillsboro Beach, al sur de Boca Ratón, daba al mar. Había llegado a depender de la constancia de esa vista y del interminable rumor de las olas, del mismo modo que en otra época se había sentido atraído por la visión de la blanca cumbre del monte Shasta que alcanzaba a ver desde su casa en Montgomery Creek. Lo aliviaba, lo mantenía anclado y a salvo en las noches en las que la luna se elevaba desde el mar recordándole cierta película que en ese mundo todavía no había sido realizada y una época que era mejor olvidar. Pisó el pedal del magnetofón Sony y la profunda resonancia de la voz con fuerte acento ruso que salió del aparato resultó evidente a pesar de la escasa potencia del altavoz. Jeff había transcrito la mitad de la entrevista y cada vez que oía aquella voz se imaginaba la casa sorprendentemente modesta que el hombre tenía en Zurich, los platos de blini y caviar, la botella helada de vodka sobre la mesa, entre los dos. Y las palabras, el torrente en el que se reflejaba elocuentemente la pena del mundo entero, mechado con las inesperadas muestras de sabiduría e incluso las risas de aquel hombre fornido de la inconfundible barba rojiza. Muchas veces, durante aquella semana transcurrida en Suiza en contacto con la sabiduría manifestada con entusiasmo por aquel hombre, Jeff sintió la tentación de explicarle que compartía su pena, que comprendía muy bien la sensación de rabia impotente que se siente ante lo irrecuperable. Pero se contuvo, claro. No podía. Se había mordido la lengua, había desempeñado el papel de entrevistador inexperto pero perspicaz y se había limitado a grabar los pensamientos del gran hombre y a dejarlo solo con su dolor, del mismo modo que Jeff estaba solo con el suyo.

Llamaron suavemente a la puerta y Linda le dijo:

—Cariño, ¿quieres hacer una pausa?

—Sí, claro —respondió, apagando la máquina de escribir y el magnetofón—. Pasa.

Abrió la puerta y entró haciendo equilibrios con la bandeja en la que llevaba dos porciones de pastel de lima Key y dos tazas de café jamaicano Blue Mountain.

—Tu sustento —anunció con una sonrisa.

—Mmm. —Jeff inhaló el oscuro aroma del café y el fresco olorcillo del pastel de lima—. Mucho más que eso. Infinitamente más.

—¿Qué tal va el material de Solzhenitsin? —le preguntó Linda mientras se sentaba con las piernas cruzadas en la otomana inmensa que había junto a su escritorio y se colocaba la bandeja sobre el regazo.

—Estupendamente. Tengo mucho con que trabajar y es todo tan bueno que ni siquiera sé por dónde empezar a cortar o a parafrasear.

—¿Es mejor que lo que conseguiste de Thieu?

—Mucho mejor —repuso entre bocado y bocado del delicioso pastel—. En el material de Thieu hay bastantes citas que merecen la pena incluirse, pero esto constituirá la esencia del libro. Estoy verdaderamente entusiasmado.

Jeff sabía que tenía motivos para estarlo; el nuevo proyecto llevaba gestándose en su mente desde que empezara a escribir el primer libro sobre Heyerdahl y los astronautas de la órbita lunar. Cuando se publicó, hacía dos años, en 1973. había tenido un modesto éxito de público y crítica. Estaba seguro de que su próximo libro para el que ya casi había terminado de investigar, superaría incluso los mejores aspectos de su obra anterior. En esta ocasión escribiría sobre el exilio forzado, sobre la proscripción de la propia casa, del propio país, de los compatriotas. Con ese tema tenía la sensación de poder encontrar y transmitir todo un núcleo de empatia universal, una chispa de entendimiento que surgiría del exilio metafórico al que todos estamos sometidos, y que Jeff comprendía mejor que nadie: la expulsión inevitable, común a todos nosotros, de los años que hemos vivido y que hemos dejado atrás, de las personas que hemos sido y conocido y que hemos perdido para siempre.

Las prolongadas meditaciones que Jeff había logrado evocar a Alexander Solzhenitsin —sobre su exilio, no sobre el gulag—eran, tal como le había comentado a Linda, incuestionablemente las más profundas de todas las observaciones que había logrado reunir hasta la fecha. El libro incluiría también material de su correspondencia con el depuesto príncipe Sihanouk de Camboya, y de sus entrevistas de Madrid y Buenos Aires con Juan Perón, así como las reflexiones que consiguiera de Nguyen Van Thieü después de la caída de Saigón. Jeff había hablado incluso con el ayatolá Jomeini en su refugio de las afueras de París. Para asegurarse de que el libro fuera completamente democrático, había solicitado el comentario de decenas de refugiados políticos corrientes, hombres y mujeres huidos de los regímenes dictatoriales de derecha e izquierda. Las otras notas y cintas que había reunido estaban cargadas de poderosos sentimientos y declaraciones fuertemente emotivas. Jeff se enfrentaba ahora a la tarea de exprimir aquella masa amorfa de palabras sentidas para destilar su esencia hasta la médula y combinarlas luego en un contexto efectivo. Las cítaras entre los álamos, pensaba titular su libro, por el salmo ciento treinta y siete:

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