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Authors: Ken Grimwood

Tags: #Ciencia Ficción

Volver a empezar (18 page)

BOOK: Volver a empezar
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—Porque le pareció gracioso. A todos nos hizo gracia. Toda la gente que conocíamos en París se pasó meses riéndose de ti a tus espaldas.

Se aferró la cabeza con las manos tratando de digerir las consecuencias de lo que Sharla le estaba revelando.

—Confiaba en Mireille —dijo en voz baja. Sharla bufó en tono de mofa.

—Aja, tu amiguita especial, ¿eh? Para que lo sepas, primero lo hizo conmigo; ¿quién te crees que le pidió que se metiera contigo en la cama para sacarte de ese muermo en el que te pasabas la mitad del tiempo? Empezabas a hartarme. Lo único que quería yo era pasármelo bien y que me follaran. Mireille habría sido capaz de tirarse a un jodido mono si Jean-Claude y yo se lo hubiésemos mandado. Y eso hicimos. ¿Acaso no fuiste tú el afortunado?

La voz incorpórea de una mujer anunció su vuelo. Jeff se dirigió hacia la puerta envuelto en el estupor de la incredulidad, con Sharla a su lado, que lucía una sonrisa apretada y satisfecha en el rostro. Buscaron sus asientos situados en el lado derecho, justo detrás del ala del Boeing 707 casi nuevo. No se dijeron palabra mientras guardaron sus equipajes de mano y se abrocharon los cinturones. Una azafata pasó repartiendo caramelos y chicles; Jeff le dijo por señas que no quería nada. Sharla se sirvió una barra de caramelo anaranjada y la chupó con deleite.

—Señores pasajeros tengan ustedes buenos días. Les damos la bienvenida a bordo del vuelo 843 de Pan American World Airways con destino a Honolulú. El piloto de hoy es el comandante Charles Kimes, que en este vuelo estará secundado por el primer oficial Fred Miller, el segundo oficial Max Webb y el ingeniero de vuelo Fitch Robertson. Volaremos a una altura aproximada de…

Jeff miró por la ventanilla y vio pasar lentamente la pista de cemento gris. En realidad, la culpa de todo aquello la tenía él. Él había sido quien le diera el tono despreocupado y sibarítico a aquella repetición, al viajar a Las Vegas con el propósito expreso de buscar a Sharla.

—…treinta minutos después del despegue les serviremos el almuerzo. Rogamos no fumen y permanezcan con los cinturones abrochados hasta que se hayan apagado las señales luminosas. Para su mayor comodidad…

¿Cómo iba a sentirse ahora, enfurecido, derrotado? Eran emociones que no iban a hacerle ningún bien; el daño ya estaba hecho. Era evidente que nadie, ni siquiera Mireille, se había creído lo que le había contado en St. Tropez. Al menos el engaño de Mireille y Sharla no había representado una amenaza para él; la única consecuencia que había tenido era dejarlo más solo que antes. El jet avanzó velozmente por la pista y se elevó graciosamente en el aire. Miró hacia la parte delantera de la cabina. No había pantalla de cine, claro; TWA continuaba siendo la compañía con derechos exclusivos para exhibir películas en vuelo. Lástima. Le habría venido bien la distracción.

Jeff volvió a mirar por la ventanilla mientras el avión pasaba sobre la ajetreada autopista de Bayshore. Tendría que haberse llevado un libro. Acababan de publicar El coqueto aerodinámico rock-and-roll color caramelo de ron, de Tom Wolfe; no le habría importado volver a leerlo…

El enorme avión vibró de repente, sacudido por una explosión sorda. Jeff comprobó

horrorizado que la turbina derecha se desprendía de su soporte abriendo un agujero en el ala antes de caer hacia la ciudad que había debajo de ellos. El queroseno salió a borbotones del depósito situado en la punta del ala y luego estalló en una llama rizada y blanca que escupía restos de metal fundido.

—¡Mirad, se está quemando el ala! —gritó alguien detrás de él. La cabina se llenó de gritos y aullidos de niños.

Se desprendió el tercio externo del ala incendiada y el avión se inclinó enloquecido hacia la derecha. Acurrucadas en el desfiladero entre dos colinas, Jeff vio unas casas y a poco más de trescientos metros, el agua azul del Pacífico.

Sharla se agarró de su mano izquierda. Él respondió con un apretón, olvidándose del rencor y el pesar en un momento tan increíble como aquél.

Habían transcurrido apenas dos años de aquel replay, pensó con pavor; ¿resucitaría de una muerte tan temprana y violenta? A pesar de que había maldecido hasta la saciedad sus vidas repetidas, deseaba desesperadamente que la vida continuara. El avión volvió a sacudirse y se inclinó más hacia la derecha. Se vio entonces el puente Golden Gate, y sus torres quedaron asombrosamente próximas.

—Vamos a chocar —susurró Sharla con urgencia—. ¡Vamos a chocar contra el puente!

—No —repuso Jeff con voz ronca—. Aún seguimos más o menos estabilizados. No hemos caído demasiado desde que se desprendió la turbina. Verás que no tocaremos el puente. Les habla el comandante Kimes —dijo una voz premeditadamente tranquila—. Señores pasajeros, tenemos un problema menor…, bueno, tal vez no sea menor. Volvían a sobrevolar sobre tierra firme, otra vez en dirección a las colinas de San Francisco.

—Intentaremos… Nos dirigiremos hacia la base de la Fuerza Aérea de Travis, a unos sesenta kilómetros de aquí; allí tienen una pista de aterrizaje muy larga que podremos utilizar, más larga que cualquiera de las del aeropuerto internacional de San Francisco. Voy a estar muy ocupado, así que les ruego que se sienten y les pasaré con el señor Webb, el segundo oficial, que les explicará todo lo que necesitan saber sobre el aterrizaje.

—Cree que no lo lograremos —gimió Sharla—. ¡Vamos a estrellarnos, lo sé!

—Cállate —le ordenó Jeff—. Te oirán los niños que están del otro lado del pasillo.

—Les habla Max Webb, el segundo oficial —dijo la voz metálica que salió por los altavoces—. Dentro de aproximadamente diez minutos efectuaremos un aterrizaje forzoso en el aeropuerto de Travis, de modo que…

Sharla empezó a gimotear y Jeff volvió a apretarle la mano con fuerza.

—…Si utilizamos los toboganes, les rogamos que mantengan la calma. Recuerden que para bajar por el tobogán deberán sentarse. No se asusten. Si aterrizamos sobre terreno accidentado, cosa que es probable, por favor, inclínense hacia adelante en los asientos. Sujétense de las pantorrillas y no levanten la cabeza, o bien pongan los brazos debajo de las rodillas. Estírense hacia adelante todo lo que puedan. No se muevan hasta que les indique lo que vamos a…

El avión perdía rápidamente altura. Cuando se acercaron a la amplia extensión de la base militar, Jeff vio una serie de coches de los bomberos y ambulancias aparcados junto a la pista muy larga y vacía. Comenzaron a describir un largo rizo a pocos cientos de metros por encima de los cuarteles y hangares de la Fuerza Aérea. Jeff oyó que las ruedas salían a trompicones del tren de aterrizaje del avión. «La tripulación debe de estar dándole a una manivela para bajarlas a mano», pensó Jeff. Lo más probable era que la explosión hubiera inutilizado el sistema hidráulico.

A su lado, Sharla farfullaba algo; sonaba como si estuviera rezando. Jeff echó un último vistazo por la ventanilla y vio que un remolino de viento levantaba una nube de polvo en el extremo más próximo de la pista a la que se dirigían. Eso podría causar problemas; con los daños que había sufrido ya el avión, una turbulencia de último momento podría… En fin, no tenía sentido pensar en ello. Soltó la mano de Sharla, la ayudó a adoptar una posición fetal, luego metió la cabeza entre las rodillas y se aferró de las pantorrillas.

Las turbinas que quedaban hicieron una repentina exhibición de su potencia y el avión viró hacia la izquierda para volver luego a su curso. El piloto estaría intentado esquivar el remolino de viento, estaría…

Las ruedas tocaron la pista con un fuerte chirrido y al parecer, lograron aguantarse firmes. Recorrieron la pista durante unos segundos agónicos. Las turbinas volvieron a rugir y el avión aminoró la marcha hasta detenerse… Habían aterrizado. Los pasajeros prorrumpieron en aplausos. Las azafatas abrieron las salidas de emergencia y todo el mundo se apresuró a deslizarse por los toboganes. El avión averiado apestaba a combustible; una vez fuera, Jeff alcanzó a ver que el líquido inflamable y transparente salía a borbotones por las hendiduras abiertas en el ala derecha. Tiró de Sharla y los dos se alejaron corriendo del avión.

A trescientos metros de distancia, cayeron exhaustos sobre la franja de hierba que había entre dos pistas. Unos coches de bomberos militares cubrían el 707 con una espuma blanca; la gente no tardó en rodearlos, presa del asombro.

—Ay, Jeff —lloriqueó Sharla, echándole los brazos al cuello y hundiendo la cara en su hombro—. Dios mío, qué miedo pasé ahí arriba. Creí que…, que…

Se liberó de su abrazo, la apartó y se puso en pie. El duro maquillaje blanco y negro que llevaba aparecía surcado de lágrimas, y al deslizarse por el tobogán, el vestido pop-art se le había manchado con el humo y la hierba. Jeff miró a su alrededor, a su izquierda vio un edificio que parecía un hervidero de actividad, a él llegaba un enjambre de ambulancias que volvían a la pista y de él salía el personal de emergencia con trajes de amianto. Echó a andar en esa dirección dejando allí a Sharla, llorando en el suelo.

—¡Jeff! —le gritó—. ¡No puedes dejarme ahora! ¡Después de lo que pasamos!

«¿Por qué no?», pensó; iba a repetirlo en voz alta pero se limitó a seguir andando.

Capítulo 10

Jeff se terminó los huevos con bacon justo cuando se levantaba el sol; fregó los platos y dejó la sartén en remojo. Normalmente se tomaba una taza de café en el porche de la casita blanca con techo a dos aguas, pero esa mañana se había retrasado y tenía mucho que hacer.

Se puso una cazadora de plumas sobre la camisa de franela y salió. La tercera semana de mayo, pero el aire seguía cortante; la última helada del año había caído hacía dos noches. Presentó sus respetos con una inclinación de cabeza a la pila de rocas donde estaba enterrado el viejo Smyth y salió a grandes zancadas hacia los campos de maíz recién arados, cubiertos de rodrigones y listos para la siembra. Smyth también había trabajado solo aquellas tierras después de tomar posesión de ellas en la década de 1880. A Jeff le habían contado que el hombre enfermó después de un accidente y que tardaron semanas en encontrar su cuerpo. Las personas que adquirieron la finca en el remate de bienes que siguió, jamás sembraron nada; ni siquiera se quedaron con las tierras después de encontrar la pequeña fortuna en monedas de oro que Smyth había escondido en el horno holandés. Al parecer, el viejo había tenido sus secretos.

Jeff hundió la punta de la bota en la gruesa capa de humus donde esa tarde empezaría a sembrar el primer maíz de la estación, la variedad temprana Azúcar y Oro. Buen suelo volcánico de California, rico en minerales. No sentía más que desprecio por la familia que lo había dejado en barbecho hacía tantos años y se había apoderado del oro de Sylvester Smyth para abandonar luego La Cueva y partir en busca de leñas y comodidades inmerecidas. Una tierra como aquélla exigía ser labrada y el alimento fresco que produciría a cambio era mucho más valioso que cualquier moneda. Ése era el trato cerrado entre el hombre y la tierra hacía diez mil años en la Mesopotamia. Jeff consideraba que abandonar una buena tierra era romper un vínculo antiguo, casi sagrado. Dejó atrás el bancal en el que no tardarían en despuntar los espárragos, las plantas originales le durarían otros dos años, y había llegado ya la hora de darles la primera de las dos abonadas anuales. Las heladas tardías de primavera parecían no haberlas dañado en absoluto; Jeff consideraba que así los tallos se tornaban más frescos. Se arrodilló junto al manantial que fluía por sus tierras, juntó las manos y se llevó a la boca unos sorbos de agua de deshielo. Mientras bebía, un par de truchas oscuras pasaron nadando a su lado. Si terminaba de sembrar el maíz y de abonar los espárragos antes del anochecer, bajaría una caña y pescaría algo para la cena. El sol siguió elevándose en el cielo, encendiendo las puntas de los pinos de la corcovada montaña de Hogback, situada al suroeste. Jeff siguió colina arriba, por el sinuoso sendero del manantial, y cada pocos metros se detenía para quitar la basura que había en él acumulada y abrir la colección de cajas y tubos atascados de los que dependía la irrigación de sus cultivos. Había comprado la finca hacía nueve años, semanas después del accidente del avión que iba a Honolulú. No había vuelto a ver a Sharla desde aquel día en la pista llena de humo. A decir verdad, no había visto a mucha gente desde aquel verano. Su vecino permanente más cercano vivía en Turtle Pond, a casi cinco kilómetros al este por un viejo camino de carretas. La única manera de entrar o salir de las tierras de Jeff era por un camino zigzagueante que las lluvias borraban a menudo. De noviembre a enero, las nevadas, las lluvias y el barro hacían casi imposible acceder a Marble Creek; había aprendido a aprovisionarse bien para el invierno.

El resto del año se lo pasaba igual de solo. Más o menos una vez por semana iba en coche hasta el pueblo de Montgomery Creek a hacer unas compras en la tienda o a que le revisaran la camioneta en la estación de servicio Shell que contaba con dos surtidores. Prácticamente había dejado de beber, pero si la cosecha era buena lo celebraba tomándose una cerveza y cenando en el restaurante Forked Horn o en la posada de Hillcrest Lodge. Los Mazzini, una agradable familia, eran los propietarios del Forked Horn, y Eleanor, la esposa, dirigía una rama de la biblioteca del condado de Shasta en una sala de la enorme casa de construcción irregular que tenían en el pueblo. De vez en cuando Jeff conversaba con alguno de ellos sobre temas variados. Joe, el hijo, era unos años más joven que Jeff; la curiosidad inteligente que le inspiraba el mundo de fuera parecía no conocer límites. No obstante, ningún miembro de la familia se metía en sus cosas; jamás hurgaron demasiado para descubrir por qué Jeff se había buscado una vida tan aislada. Joe le había ayudado a instalar un aparato de onda corta en La Cueva, y aparte de sus conversaciones ocasionales con los Mazzini, la radio se había convertido en el único contacto de Jeff con la civilización.

Aquel rincón aislado del norte de California estaba poblado en su mayor parte por leñadores e indios con los que Jeff jamás tenía contactos. Unos cuantos hippies y otros personajes a los que le había dado por volver a la tierra llegaron poco después que él se mudara, pero la mayoría de ellos se quedó poco tiempo. Trabajar la tierra era más duro de lo que habían imaginado y para que una finca funcionara hacía falta algo más que unas cuantas cosechas de marihuana.

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