Por las noches, él y Judy se iban al estudio, y abrazados, veían Laughin o The name of the game; algunas veces, antes de irse a la cama, jugaban al Scrabble. Los fines de semana, cuando hacía calor, iban a navegar al lago Lanier, o jugaban al tenis y se paseaban por Callaway Gardens. La vida era tranquila, ordenada, sublimemente normal. Jeff estaba absolutamente satisfecho. No sentía la misma dicha, la misma sensación de absoluto encanto que había experimentado al ver crecer a su hija Gretchen en la finca del condado de Dutchess, pero era feliz y se sentía en paz. Por primera vez, su larga y caótica vida quedaba definida por su absoluta simpleza y falta de alboroto.
Jeff hundió los pies en la arena, se incorporó apoyándose en un codo y con una mano se escudó los ojos del sol. Judy dormía a su lado, sobre la manta, con los dedos doblados marcaba la página de Tiburón por la que iba leyendo. La besó suavemente en la boca entreabierta.
—¿Quieres un poco de piña colada? —le preguntó Jeff mientras ella se desperezaba. —Todavía nos queda medio termo lleno.
—Mmm. Lo único que quiero es quedarme aquí tumbada veinte años seguidos.
—En ese caso, será mejor que cada seis meses te des la vuelta. Judy volvió la cabeza para mirarse el hombro derecho y comprobó que se estaba sonrojando. Se puso boca arriba, cerca de Jeff, que la volvió a besar; esta vez durante más rato y más profundamente.
Unos cuantos cientos de metros playa abajo, otra pareja tenía una radio encendida y Jeff interrumpió el beso cuando la música acabó y un locutor con acento jamaicano comentaba el testimonio de John Dean en la vista de Watergate de ese día.
—Te quiero —le dijo Judy.
—Te quiero —le contestó él, tocándole la punta de la nariz enrojecida por el sol. Y la quería, Dios sabía cuánto la quería.
Jeff se tomaba seis semanas de vacaciones al año, con lo que contribuía a mantener la farsa de un horario de trabajo normal. La limitación arbitrariamente impuesta hacía que el tiempo le pareciese más dulce. El año anterior habían recorrido Escocia en bicicleta, y ese verano pensaban hacer un viaje en globo por la zona vinícola francesa. Sin embargo, en ese instante, no se le ocurría estar en otro lugar que no fuera allí, en Ocho Ríos, con la mujer que le había llevado cordura y deleite a su vida inconexa.
—¿Un collar para la bonita señora? ¿Un bonito collar de conchillas?
El niño jamaicano no tendría más de ocho o nueve años. Llevaba los brazos cargados de decenas de collares y brazaletes de delicadas conchillas, y atada a la cintura, una riñonera de tela repleta de pendientes confeccionados con las mismas conchillas de colores.
—¿Cuánto cuesta… ése de ahí?
—Ocho chelines.
—Que sea una libra con seis y me lo quedo. El chico enarcó las cejas, confundido.
—¿Está usted loco, señor? Tiene que bajar, no subir.
—Dos libras, entonces.
—No voy a discutir, señor. Tenga.
El niño se descolgó el collar del brazo y se lo entregó a Judy.
—Si quiere comprar más, tengo muchos. Todos en la playa me conocen, me llamo Renard. ¿Vale?
—Vale, Renard. Me gusta hacer negocios contigo.
Jeff le entregó dos billetes de una libra y el chico salió corriendo por la playa con una sonrisa.
Judy se puso el collar, meneó la cabeza fingiendo asombro.
—Qué vergüenza —le dijo—, mira que aprovecharte así del niño.
—Podía haber sido peor —repuso Jeff con una sonrisa—. Si llegaba a quedarse un rato más, le hubiera regateado hasta llegar a las cuatro o las cinco libras. Ella bajó la mirada para arreglarse el collar y luego volvió a mirar a Jeff con los ojos tristes.
—Se te da tan bien tratar con niños. Es mi única pena, que no podamos… Jeff le puso los dedos sobre los labios.
—Tú eres mi nena. Es todo lo que necesito.
Jamás iba a decirle, ni siquiera podía permitir que adivinara que en 1966, poco después de que comenzaran a hacer el amor, se había hecho una vasectomía. Nunca más volvería a dar vida a un ser humano como había hecho con Gretchen para después ver negada toda su existencia. Para todos, menos para Jeff, ni siquiera vivía en el recuerdo, y en el caso poco probable de que estuviera destinado a hacer otro replay de su vida, se negaba a dejar en aquella especie de limbo absoluto a alguien a quien no sólo había amado, sino que había creado.
—Jeff…, he estado pensando. —Miró a Judy y trató de que no se le notaran el dolor y la culpa.
—¿En qué?
—Que podríamos… no tienes que contestarme ahora, tómate tu tiempo para pensarlo, pero… podríamos adoptar un niño.
Permaneció en silencio varios segundos y se limitó a mirarla. Vio el amor reflejado en su rostro, vio la necesidad que sentía de contar con otro medio más para expresar ese amor.
«No sería igual que tener hijos propios», pensó. Aunque llegara a quererlos, no sería responsable de haberles dado la vida. Quienquiera que fuesen ya existían, ya habían nacido. Aunque ocurriera lo peor, seguirían existiendo, si bien les esperaría una vida diferente.
—Sí —le dijo—. Sí, me gustaría mucho.
Se reunieron en un lugar llamado Earl's Ford, en el extremo sur de los grandes bosques de los Apalaches, cerca del sitio donde Carolina del Norte y Carolina del Sur se unen al extremo superior de Georgia. En total había seis balsas: unos objetos negros, de aspecto desgarbado, que inflaron en el campamento base y arrastraron con dificultad hasta la orilla del río Chattooga. Jeff, Judy y los niños iban en una balsa con una mujer jovial de cabello gris y un guía que parecía universitario, y tenía los brazos y la cara bronceados por el sol. A medida que la balsa se deslizaba hacia las aguas claras, que fluían lentas, Jeff estiró la mano para ceñir más el chaleco salvavidas de April alrededor de su delgado cuerpecito. Dwayne vio lo que hizo su padre y se ciñó el chaleco con una expresión decidida y varonil en los jóvenes ojos.
April era una rubita encantadora que había sido muy maltratada por sus padres naturales; su hermano era un niño muy listo y apasionado cuyos padres habían fallecido en un accidente de coche. Los nombres de los niños no eran precisamente los que Jeff y Judy habrían elegido, pero cuando los adoptaron tenían seis y cuatro años, y les pareció mejor no poner más a prueba el sentido de la identidad de los pequeños cambiándoles los nombres.
—¡Mira, papá! ¡Un ciervo!
April señaló hacia la orilla opuesta del río, con la cara encendida de entusiasmo. El animal les devolvió la mirada, complacido, listo para salir corriendo si era preciso, pero sin la mínima intención de interrumpir su comida por el simple hecho de haber visto aquellas extrañas apariciones.
Poco a poco, las orillas pobladas de árboles fueron dando paso a una garganta de piedra. A medida que el cañón se tornaba más profundo, la velocidad del río fue en aumento, y la larga flotilla de balsas no tardó en entrar en el primer grupo de rápidos. Los niños gritaban alborozados cuando la balsa se agitaba y ondulaba sobre la corriente. Jeff miró a Judy cuando abandonaron las aguas turbulentas y volvieron a flotar tranquilamente corriente abajo. Se sintió gratificado al comprobar que su ansiedad del principio había dado paso a un regocijo similar al de sus hijos. Le había preocupado que los niños hicieran aquella excursión, pero Jeff no quería privar a los pequeños de una experiencia tan inspiradora. La expedición atracó en una pequeña isla y Judy sacó la comida que había metido en un recipiente estanco. Jeff se comió su muslo de pollo y se tomó su cerveza fresca mientras observaba a April y a Dwayne que exploraban el triángulo de tierra. La curiosidad y la imaginación de los niños nunca dejaban de asombrarlo; a través de sus ojos había aprendido a apreciar nuevamente aquel mundo cansado. Cuando Jeff y Judy decidieron adoptarlos, él había comprado acciones de Apple y Atari justo en el momento adecuado; no muchas, las suficientes como para que los ingresos de la familia aumentaran en un par de puntos. Adquirieron una casa más grande en West Paces Ferry Road; tenía un enorme patio trasero, con un estanque para peces no muy profundo y tres enormes robles. Perfecta para los niños. Las balsas continuaron su camino y un kilómetro río abajo pasaron por otro grupo de rápidos más grandes. La corriente era mucho más fuerte, incluso en los tramos en que el agua era azul; pero Jeff advirtió que su mujer ya le había perdido el miedo al río y estaba entusiasmada por la belleza y la emoción del viaje. Se aferró con fuerza de su mano cuando pasaron raudos por el torrente de Bull Sluice Falls; después, todo acabó, las aguas volvieron a calmarse y el sol se puso detrás de los pinos. April y Dwayne se mostraron visiblemente tristes al encontrarse con el autocar que los llevaría de regreso a Atlanta, pero Jeff sabía que sus aventuras, al igual que el verano, no habían hecho más que comenzar. No tardaría en llevar a su familia en un viaje de dos meses por Francia e Italia; para el año siguiente pensaba llevarlos a Japón y China, cuya vastedad acababa de abrirse al turismo. Jeff quería que lo vieran todo, que experimentaran a fondo la gloria y las maravillas que ofrecía el mundo. Sin embargo, en lo más íntimo de su ser temía que todos estos recuerdos, junto con todo el amor que les había dado, acabaran destruidos por una fuerza de la que entendía tan poco como ellos.
Al cabo de tres días, el pecho había comenzado a picarle mucho allí donde llevaba los electrodos pegados con cinta adhesiva, pero no permitió que le quitaran el electrocardiograma ni por un instante. Las enfermeras lo despreciaban; Jeff lo sabía. Cuando creían que no las oía, se reían de él, les molestaba tener que cuidarse de un hipocondríaco perfectamente saludable que les ocupaba una cama valiosísima.
Su médico opinaba más o menos lo mismo, se lo había dicho abiertamente. No obstante, Jeff había exigido, se había mostrado vehemente. Al final, después de efectuar una considerable donación al fondo para la construcción del hospital, logró que lo ingresaran una semana para hacerle las pruebas. La tercera semana de octubre de 1988. Si llegaba a ocurrir, tenía que ser por esa época.
—Hola, cariño. ¿Cómo te encuentras? —Judy lucía un traje otoñal color teja; llevaba el cabello recogido en lo alto de la cabeza.
—Me pica. Por lo demás, estoy bien.
Le sonrió con una malicia impropia de su rostro aún inocente.
—¿Algo que yo pueda rascarte? Jeff se echó a reír.
—Más quisiera yo. Piensa que tendremos que esperar unos días más antes de que me desenchufen.
—Bueno —anunció ella, levantando un par de bolsas, una de la Librería Oxford y la otra de Discos Turtle—. Aquí te he traído algunas cosas para que te mantengas ocupado. Le había comprado las últimas novelas de misterio de Travis McGee y de Dick Francis (gustos que había adquirido últimamente), además de una nueva biografía de André Malraux y una historia de las líneas marítimas Cunard. Si bien Judy nunca había llegado a conocer a fondo a su marido, comprendía la naturaleza ecléctica de sus intereses. En la otra bolsa llevaba una docena de cajas doradas con compact discs con música de Bach, Vivaldi, e incluso una grabación digital de «Sergeant Pepper». Colocó uno de los discos brillantes en el aparato portátil de CD que había sobre la mesilla y los exquisitos acordes de Canon en re de Pachelbel llenaron la habitación del hospital.
—Judy… —Se le quebró la voz. Carraspeó y volvió a empezar—. Quiero que sepas… que siempre te he querido mucho.
Ella le contestó en tono medido, pero no logró ocultar la expresión de alarma de sus ojos.
—Espero que nos queramos siempre. Durante muchísimo tiempo.
—Todo el que sea posible.
Judy frunció el ceño, iba a decir algo, pero él la hizo callar. Se inclinó sobre la cama para besarlo y la mano le tembló al buscar la de su esposo.
—Vuelve pronto a casa —le susurró muy cerca de la cara—. Todavía no hemos empezado. Ocurrió poco después de que Judy saliera de la habitación para ir a almorzar al bar del hospital. Jeff se alegró de que no estuviera presente.
A pesar del dolor, alcanzó a ver la sorpresa reflejada en el rostro de la enfermera cuando el electrocardiograma se volvió loco; pero la mujer se comportó con absoluta profesionalidad, no tardó ni un instante en dar la alarma. Al cabo de unos segundos, Jeff se vio rodeado del equipo médico completo que iba gritando instrucciones y partes de salud mientras trabajaban en él.
—¡Un centímetro cúbico de epinefrina!
—¿Le pongo dos de bicarbonato? ¡Dame trescientos sesenta julios!
—Apartaos… ¡BAMP!
—¡Taqui ventricular! Ochenta de presión a la palpación; doscientos vatios por segundo, setenta y cinco miligramos de lidocaína intravenosa. ¿Cómo sigue?
—Echa un vistazo… Fibrilación ventricular.
—Ponedle otra de epi y de bicarbonato, desfibrilación a trescientos sesenta; apartaos…¡BAMP!
Y así una y otra vez: sus voces se fueron apagando con la luz. Jeff intentó gritar de rabia porque no era justo; esta vez había estado preparado. Pero no pudo gritar, ni siquiera llorar, no pudo hacer más que volver a morirse. Para volver a despertar en el asiento trasero del Corvair de Martin Bailey, con Judy a su lado. Judy a los dieciocho años, Judy en 1963 antes de que se enamoraran, se casaran y construyeran una vida juntos.
—¡Para el coche!
—Aguanta, chico —le dijo Martin—. Ya casi hemos llegado al dormitorio de las chicas. Nos…
—¡He dicho que pares el coche ahora mismo!
Moviendo la cabeza con aire asombrado, Martin detuvo el coche en Kilgo Circle, detrás de la facultad de historia. Judy aferró a Jeff por el brazo tratando de calmarlo, pero él se apartó de ella con fuerza y abrió la puerta del coche.
—Caray, ¿qué diablos estás haciendo? —le gritó Martin.
Jeff había salido del coche y había echado a correr sin parar, sin importarle la dirección. Ya nada importaba.
Cruzó el patio a la carrera, dejó atrás los edificios de química y psicología mientras el joven corazón le galopaba en el pecho, como si no acabara de traicionarlo pocos minutos antes, a veinticinco años de entonces. Sus piernas lo llevaron más allá del edificio de biología, a la esquina de los paseos de Pierce y Arkwright. Al final, tropezó y cayó de rodillas en medio del campo de fútbol y se quedó mirando las estrellas con los ojos anegados en lágrimas.
—¡Maldito seas! —Gritó al cielo impasible, gritó con toda la fuerza y la desesperación que había sido incapaz de expresar en la cama de aquel hospital: