—Deja vu —dijo ella con una sonrisa—. Yo también tengo a veces esa sensación. Jeff negó con la cabeza y frunció el ceño.
—Lo digo literalmente. Y no me refiero a esta misma vida contigo, con Sharla y los demás, sino…
Y lo soltó todo, un tropel de palabras y recuerdos ocultos durante tanto tiempo: el ataque al corazón en su despacho, la primera mañana en su habitación de Emory. las fortunas que hizo y que perdió, sus esposas, sus hijos, y la muerte, otra vez la muerte. Mireille lo escuchó sin decir palabra. El sol poniente le iluminaba el pelo por detrás, tiñéndolo del color del fuego y dejando su rostro sumido en la creciente penumbra. Finalmente, su voz se fue apagando, derrotada por la incredibilidad de lo que había intentado contarle. Para entonces ya había oscurecido y resultaba imposible leer el rostro de Mireille.
¿Pensaría que estaba loco o que le había contado un sueño de opio? El silencio de la muchacha comenzó a erosionar el alivio catártico que había sentido al contárselo todo.
—¿Mireille? No quería impresionarte, yo…
Ella se arrodilló y le echó los delgados brazos al cuello. Los rulos apretados de su pelo cobrizo le rozaron suavemente la mejilla.
—Muchas vidas —susurró ella—, muchos dolores.
Él abrazó con fuerza aquel cuerpo joven y delgado, e inspiró una profunda bocanada de aire fresco, con perfume de pinos. Oyeron risas dispersas entre los árboles y luego los sonidos claros y dulces de la última canción de Sylvie Varían.
—Viens —le dijo Mireille, poniéndose en pie y cogiendo a Jeff de la mano—. Unámonos a la fiesta. La vie nous attend.
Regresaron todos a París en agosto, cuando comenzaron otra vez las lluvias. Mireille no volvió a hablarle a Jeff sobre lo que éste le había contado aquella tarde en el jardín de St. Tropez; debió de haberlo atribuido todo al hachís, y era mejor así. Jeff y Sharla tampoco comentaron abiertamente sobre el sexo en grupo y las drogas que ahora formaban parte de la rutina normal de sus vidas. Se trataba de cosas que habían pasado y que seguían pasando. No había motivo para discutirlas con tal de que todo el mundo se lo pasara bien.
Una de las nuevas parejas que aparecía y desaparecía periódicamente de la escena los presentó en un partouze de la rue le Chatelier, a pocas manzanas al norte de lo que continuaría llamándose Place de l'Étoile hasta la muerte de De Gaulle en 1970. El partouze, uno de los tantos que habían surgido en la ciudad desde los años veinte, era un establecimiento suntuoso y bien dirigido: en el vestíbulo de entrada había una vitrina con una colección de muñecas antiguas, alfombra gruesa de color castaño a juego con las paredes de las que colgaban grabados fin de Slecle… y tres doncellas uniformadas que atendían a las treinta o cuarenta parejas desnudas que vagaban y retozaban por las dos plantas de dormitorios amplios y bien equipados del local. El grupo de St. Tropez comenzó a frecuentar el partouze todos los fines de semana. Una noche, Jeff y Sharla organizaron un trío con una juguetona estrellita americana recién llegada a París, que no tardaría en ser más conocida por su feminismo radical que por sus actuaciones; otra noche, Mireille, Sharla y Chicca organizaron un improvisado concurso para determinar cuál de las tres sería la primera en tirarse a los veinte hombres presentes en una fiesta. Ganó Sharla.
A Jeff le asombraba la rapidez con que había llegado a parecerles perfectamente normal aquel incesante trasiego de relaciones sexuales en público con hermosos extraños; le maravillaba el hecho de que tales actividades pudieran practicarse sin el mínimo temor a las plagas de su época, el herpes y el sida. Aquel despreocupado sentido de la seguridad le daba a esas actividades decadentes un aire retrospectivo de inocencia, como si se tratara de niños desnudos jugando en el jardín del Edén antes de la caída. Se preguntó qué había sido de los partouzes y de sus réplicas de Estados Unidos y el resto de Europa en la década de los ochenta. Si habían sobrevivido, seguramente abundaría en ellos la paranoia y la culpa inspiradas por la enfermedad.
Los ochenta, una década de pérdida, de esperanzas rotas, de muerte. Todo iba a repetirse, lo sabía, y dentro de nada.
Llevaban menos de un mes en Londres cuando conoció a la chica que le ofreció LSD; de hecho, la conoció al salir del Chelsea Drugstore. Se rieron mucho de la coincidencia mientras conversaban tomándose un Campan con soda. Jeff le contó que había bajado a que le sirvieran una receta y había conseguido exactamente lo que quería. La chica consideró gracioso el comentario, aunque evidentemente no captó a qué aludía; los Rolling Stones no grabarían esa canción sino un año más tarde.
Se llamaba Sylvia, le confesó, pero todo el mundo le decía Sylla, «como la cantante Cilla Black, ¿sabes?». Sus padres vivían en Brighton (hizo una mueca), pero ella compartía un piso en South Kensington con otras dos niñas; trabajaba en Granny Takes a Trip, donde conseguía toda la ropa a mitad de precio, como la minifalda de vinilo azul y las medias amarillas estampadas que llevaba puestas.
—Tenemos una ropa tope ceñida, ¿sabes?, más ceñida que la Countdown o Top Gear. Cathy McGowan compra mucho en nuestra tienda y Jean Shrimpton estuvo ayer mismo. Jeff sonrió y asintió, al tiempo que desconectaba para no oír su cháchara. No le interesaba la chica, sino la droga; hacía tiempo que iba tras ella y detestaba reconocer que siempre había tenido miedo de probarla. La chica daba la impresión de referirse a la droga como quien no quiere la cosa y, al parecer, no había padecido efectos negativos (eso suponiendo que fuera tonta de nacimiento). Se la había ligado más que nada por costumbre, con un comentario sobre el nuevo álbum de The Animáis que llevaba debajo del brazo, y cinco minutos más tarde, ella le preguntó si quería tomarse un ácido. Al diablo con todo, ¿por qué no?
Al regresar a la casa de Sloane Terrace, encontró a Sharla durmiendo con un tío que había conocido la noche anterior en Dolly's. Jeff cerró la puerta del dormitorio, fue a la sala, puso un disco de Marianne Faithfull con el volumen bajito y le preguntó a Sylla si quería otra copa.
—Si vamos a tomarnos el ácido, no —le contestó—. No es bueno mezclar las dos cosas, ¿sabes?
Jeff se encogió de hombros y de todos modos se sirvió un escocés. Necesitaba el alcohol para relajarse, para aliviar el nerviosismo que le producía la inminencia de su contacto con el ácido. ¿Qué mal podía hacerle?
—¿La que está en el dormitorio es tu mujer? —le preguntó Sylla.
—No. Es una amiga.
—¿No le importará que esté aquí?
Jeff negó con la cabeza y lanzó una carcajada.
—Ni tanto así.
Sylla sonrió y se apartó el pelo lacio y castaño de los ojos.
—Es que…, bueno, nunca lo hice con otra chica presente. Salvo mis compañeras de piso, claro, pero eso es porque tenemos poco espacio.
—Bueno, pues ella es mi compañera de piso y no hay ningún problema. Abajo hay otro dormitorio. ¿Te sentirás más cómoda allí?
Rebuscó en el bolso de vinilo amarillo, del mismo material que la falda y del mismo color que las medias.
—Primero tomémonos el ácido y esperemos a que nos haga efecto. Y después bajamos. Jeff cogió el cuadradito de papel secante manchado de color púrpura que le entregó la chica y se lo tragó con el último sorbo de whisky. Sylla quiso tomarse el suyo con zumo de naranja, por lo que tuvo que ir a buscarle la botella a la nevera.
—¿Cuánto tarda en hacerte efecto? —le preguntó.
—Depende. ¿Has almorzado hoy?
—No.
—Entonces como una media hora —le respondió—. Más o menos.
Fue menos. Veinte minutos más tarde, las paredes se habían vuelto de goma; se alejaban y se acercaban. Jeff esperó que aparecieran las visiones que había imaginado, pero no ocurrió nada; lo único era que todo a su alrededor parecía ligeramente torcido, sesgado de una manera indefinible y brillante.
—¿Lo sientes, cariño? —le preguntó la chica.
—No…, no es lo que esperaba.
Pronunció aquellas palabras claramente, pero sentía como si se le negaran a la boca. El rostro de Sylla se transformó y fluyó como si de cera caliente se tratara; el carmín de sus labios y el rubor de sus mejillas parecían obscenamente llamativos, capas de pintura roja cubriéndole la piel.
—Pero está de coña, ¿no?
Jeff cerró los ojos y, sí, los dibujos estaban allí, círculos dentro de círculos, interconectados por un enrejado complejo y rielante. Ruedas, mándalas, símbolos de ciclos eternos, de cambio ilusorio que volvían a conducir al punto en el que el cambio había comenzado y en el que volvería a comenzar…
—Tócame las medias, anda, tócalas.
Sylla le colocó la mano sobre el muslo y el panty amarillo estampado se convirtió en un paisaje de texturas y cordilleras iluminadas por un sol extraño; y ese sol también formaba parte de los infinitos ciclos del ser, del…
Sylla se rió entre dientes y apretó su mano entré las piernas.
—Llévame abajo, ¿vale? Ya verás lo que se siente cuando has tomado ácido. La complació, aunque él sólo quería tumbarse y dejar que su mente se abandonara a esas oleadas recurrentes de quietud y aceptación. En el pequeño dormitorio de la planta baja, Sylla lo desnudó, le pasó las uñas pintadas de rojo por todo el cuerpo dejándole un rastro de fuego frío allí donde lo había tocado. Se quitó la minifalda y las medias, se sacó la blusa fina por la cabeza y acercó la boca de Jeff a su pezón derecho. Se lo chupó más por curiosidad que por deseo, como un niño repentinamente consciente de su lugar en la cadena de la existencia, un niño omnisciente que veía su propio nacimiento, su propia muerte y su propia resurrección.
Sylla lo ayudó a penetrarla y automáticamente tuvo una erección. Su humedad interior fue algo antiguo, algo protohumano; el yin receptivo de su yang vital, unidos para erigirse en creadores de aquellos ciclos que se regeneraban infinitamente, de aquellos…
Jeff abrió los ojos y el rostro de la muchacha volvió a cambiar de forma. Se había convertido en el rostro de Gretchen. Estaba follándose a Gretchen, se estaba follando a su hija, a quien él había dado la vida y que, sin embargo, nunca había existido. Se apartó de Sylla con repugnancia.
—¡¡Aaaghh!!—aulló la chica, presa de la frustración, y tendió la mano para acariciarle el flácido pene—. ¡Vamos cariño, vamos!
Las olas que sentía dentro de su mente ya no lo aliviaban, se estrellaban contra sus emociones con una fuerza maligna. Ciclos, ruedas…, dentro de aquella cadena universal no había sitio para él, no había ninguna trama en la que encajara su existencia mutante, fuera del tiempo.
La chica entreabrió los labios rojo sangre y se inclinó para chupársela. Él le apartó la cara hacia la pared vibrante e intentó borrar lo que había visto en ella.
—¿Os importa si participamos de la fiesta? —inquirió Sharla. Apareció desnuda en el vano de la puerta. A sus espaldas se encontraba un joven delgaducho, de pelo largo y desordenado y rostro picado de viruelas. Sylla frunció el ceño, insegura, al ver a los recién llegados, luego se relajó y dejó caer la sábana con la que se había cubierto los pechos.
—Ya que estás —dijo Sylla—. Parece ser que el ácido no le ha sentado bien a tu amigo.
—¿Ácido? —repitió el muchacho, entusiasmado—. ¿Te queda algo? Sylla asintió, al tiempo que cogía el bolso que había bajado consigo.
—Venga, danos un par de dosis, ¿quieres? —le dijo el muchacho, y dirigiéndose a Sharla le preguntó—: ¿Alguna vez has follado después de tomarte un ácido? ¡Es genial!
Estaban los cuatro en la cama; Sharla le acariciaba el pelo a Sylla, a Gretchen —¿o era Linda la que se lo acariciaba?—, después, el extraño se convirtió en Martin Bailey, la sangre que le manaba de la herida de bala que se había hecho en la cabeza brotaba a borbotones sobre las sábanas empapando los cuerpos desnudos de la mujer y la hija de Jeff; estaban todos muertos, todos muertos menos él, que no se podía morir por más veces que muriera. Él era la rueda; él era el ciclo.
Sharla golpeteaba impaciente con el pie mientras esperaban en la sala de primera clase del aeropuerto internacional de San Francisco. Siguiendo la última moda, tenía el rostro de una palidez espectral enmarcado por la lacia y lustrosa cabellera negra. Llevaba las cejas tan decoloradas que casi no se le veían y los labios pintados con un carmín que parecía una mancha de tiza. El alocado vestido con estampado pop-art que imitaba las rayas de una cebra y los leotardos blancos que lucía completaban la ausencia total de color.
—¿Cuánto más falta?—inquirió, lacónica. Jeff echó un vistazo a su reloj y repuso:
—Subiremos al avión de un momento a otro.
—¿Y cuánto tardaremos en llegar?
—Son cuatro horas y media de vuelo. —Suspiró—. Ya hemos pasado por esto.
—De todos modos, no sé por qué vamos. Creí que estabas hasta el gorro del trópico. Eso mismo dijiste antes de que nos marcháramos del Brasil. ¿Por qué tenemos que irnos a Hawai así de repente?
—Quiero pasarme unos días tranquilos al sol, sin tener a nadie alrededor, para variar. Necesito tiempo para pensar, ¿vale? Y además, también hemos pasado por esto, ¿vale?
Sharla le lanzó una mirada cínica.
—Ya, ya, te crees que ya has pasado por todo, ¿no es así? La miró lleno de incredulidad.
—¿A qué te refieres con eso?
—A toda esa mierda de que has vivido esta vida un montón de veces, todos esos cuentos sobre la reencarnación o como se llame. Jeff se revolvió incómodo en el asiento y la aferró con fuerza de la muñeca.
—¿Dónde has oído hablar de eso? Nunca he…
—Suéltame —le dijo, liberándose—. Hazme el favor, eres incapaz de que se te ponga tiesa con una niñata, el ácido hace que te cagues de miedo, y así de repente, te da por salir huyendo, y luego me agarras…
—Cállate, Sharla. Dime lo que has oído decir y dónde.
—Mireille me lo contó todo el año pasado. Me dijo que trataste de venderle un viaje místico o algo por el estilo, que le dijiste que te habías muerto y habías resucitado. ¡Mentira podrida!
La revelación golpeó a Jeff con una fuerza casi física. De todas las personas que había conocido en sus vidas, sólo en Mireille había encontrado una cierta empatia y comprensión que lo impulsó a compartir con ella su secreto. Había creído que la muchacha no emitiría juicio alguno sobre lo que le había contado y que se guardaría la confidencia, como correspondía…
—¿Por qué…? —Se le quebró la voz—. ¿Por qué te lo contó?