Estaba convencido de que la profesora sentía por él algo especial, algo más que la brillante calidez que demostraba a los demás chicos; tenía la certeza de que cuando le hablaba veía en sus ojos un fulgor especial, una llama. Cierta vez, cuando estaban en clase, ella se había detenido detrás de su silla y, despacito, como quien no quiere la cosa, le masajeó el cuello, mientras dirigía a los estudiantes en el recitado de Baudelaire. Para él había sido un momento intensamente erótico, y disfrutó mucho al sentirse el centro de las miradas envidiosas de sus compañeros. Durante una temporada dejó incluso de masturbarse inspirándose en las láminas centrales del Playboy y reservó sus fantasías sexuales a Deirdre —tal como la llamaba en la intimidad—y únicamente a Deirdre. A finales de noviembre resultó evidente que la señora Rendell estaba embarazada. Jeff procuró pasar por alto lo que aquello le decía sobre la salud de la relación de la señora Rendell con su marido y se centró en la fresca belleza que le daba a su rostro la maternidad inminente.
En invierno tomó licencia por maternidad y otra maestra pasó a sustituirla hasta que estuviera en condiciones de volver a su trabajo. El bebé nació a mediados de febrero. En abril, con los pechos maravillosamente henchidos de leche, la señora Rendell volvió a ocupar su puesto en la mesa que la pareja tenía en el refectorio. Cuando no lo llevaba en brazos, depositaba al bebé en una cuna portátil; su marido la colmaba constantemente de atenciones. El hijo y el marido ocupaban casi todos los momentos de su adorada atención; Jeff ya no logró imaginar que las raras sonrisas que le regalaba podían llegar a ocultar alguna ternura. Los Rendell vivían en una casa fuera del campus, al otro lado del bosque que había detrás de la biblioteca. En días soleados, a la señora Rendell le gustaba ir al colegio andando y regresar también andando por el pacífico bosque de olmos y abedules. Había un sendero bastante desgastado que conducía hasta allí, si bien estaba interrumpido por un pequeño arroyo. En otoño, había podido vadear fácilmente el estrecho arroyo, pero ahora que tenía que empujar el cochecito del bebé, el arroyo representaba un serio obstáculo. Su marido trabajó seis semanas para construir el pequeño puente. Cortó la madera a la medida con la sierra mecánica del taller de la escuela; la cepilló hasta alisarla por completo, e hizo que las viguetas y travesaños del pequeño tramo fueran el doble de fuertes de lo que en realidad hacía falta. El día en que quedó terminado, por la noche, la señora Rendell lo besó en la mesa del refectorio, le dio un beso prolongado y amoroso. Jamás había hecho nada parecido delante de los muchachos. Jeff se quedó mirando la comida de su plato que apenas había probado; sentía frío y un nudo en el estómago. Al día siguiente se fue al bosque para estar solo y tratar de descifrar los horribles sentimientos que lo abrumaban; cuando llegó al puente, algo se quebró en su interior. Una ira desacostumbrada le dejó la mente en blanco cuando cogió la primera piedra grande que encontró en el lecho del arroyo y la lanzó con todas sus fuerzas contra la barandilla de madera. Una tras otra fue tirando las piedras más pesadas que pudo encontrar y levantar. Lo que más le costó aplastar fueron los contrafuertes; los habían construido para que durasen, pero bajo el furioso ataque de Jeff, las vigas acabaron por ceder y cayeron al arroyo junto con los restos astillados de lo que quedaba del puente.
Cuando hubo terminado, Jeff miró fijamente los restos empapados, mientras el cansancio y la angustia lo obligaban a respirar a borbotones. Al levantar la vista, al otro lado del arroyo vio a la señora Rendell, de pie en el sendero. El rostro que había adorado tantos meses lo miraba como una máscara inexpresiva. Sus ojos se encontraron unos segundos; después, Jeff echó a correr. Supuso que iban a expulsarlo; pero nadie dijo palabra del incidente. Jeff no volvió a sentarse a la mesa de los Rendell. Procuraba no encontrarse con ninguno de los dos. En clase, ella siguió mostrándose amable, incluso agradable con él, y al final del curso le puso sobresaliente en francés.
Lanzó una piedra al arroyuelo de aguas tranquilas, la vio rebotar en una roca y caer en el agua con un sonoro «plaf». Destruir el puente había sido un acto vil, imperdonable. Sin embargo, la señora Rendell lo había perdonado, lo había protegido, incluso había tenido la sensatez de no aumentar su vergüenza expresándole su perdón con palabras. Debió de haber entendido la furia solitaria y desbocada que lo había impulsado a semejante extremo, debió de haber reconocido que, a su manera infantil, él había interpretado el amor que ella sentía por su marido y su hijo como la peor de las traiciones. Y eso mismo había ocurrido en la visión distorsionada que Jeff tenía de las cosas. Aquél había sido su primer encuentro con la muerte de la esperanza. Ya sabía qué era lo que lo había impulsado a regresar a la escuela, a aquel tranquilo claro del bosque de su juventud. Una vez más, debía enfrentarse al vacío de una pérdida infinita, pero en esta ocasión, sería a un nivel más complicado. En esta ocasión, sabía que no podía quebrarse bajo el peso de lo intolerable. Ya no había puentes que destruir; debía aprender a seguir adelante y a construir, a pesar del tormento que le producía la muerte de su hija y el saber que nunca iba a repetirse.
A las once menos cuarto de la noche de un viernes, delante del Harris Hall había al menos veinte parejas que se abrazaban en las sombras; rodeándose con los brazos y las caras muy juntas, se afanaban por aprovechar los últimos minutos de febril contacto antes de que las muchachas, advertidas por la directora, tuvieran que regresar al dormitorio. Jeff y Judy ocupaban un banco de piedra, alejado de las almibaradas parejas. Ella estaba molesta.
—Es ese Frank Maddock, ¿verdad? Fue todo idea de él, ya lo sé. Jeff negó con la cabeza.
—Ya te he dicho que yo se lo he sugerido. Judy no lo escuchaba.
—No tendrías que tener tratos con él. Sabía que esto ocurriría. Se cree muy chulo, se cree el colmo de la sofisticación. ¿Es que no te das cuenta de lo que hay detrás?
—Cariño, él no tiene la culpa. La idea ha sido mía, y funcionará. Espera hasta mañana y ya lo verás.
—¿Y tú cómo lo sabes?
Sopló una fría brisa nocturna y Judy apartó la mano de las suyas para cerrarse la chaqueta de piel de conejo.
—Ni siquiera tienes edad suficiente para hacer esas apuestas; tienes que servirte de él.
—Sé lo que hago —le dijo Jeff con una sonrisa.
—¿Qué es lo que sabes? ¿Vender el coche y perder todo tu dinero?
—Es que no puedo creerlo, has vendido tu coche para apostar el dinero a los caballos.
—Mañana por la tarde me compraré otro. Puedes venir conmigo a escogerlo. ¿Qué te gustaría, un Jaguar o un Corvette?
—No digas burradas, Jeff. Y pensar que yo creía que te conocía bien, pero esto…
El viento remontó por el aire una flor caída de cerezo silvestre y la depositó sobre los cabellos de la chica. Él tendió la mano para quitársela, y el gesto se convirtió en una caricia. Ella se aflojó toda, y él le pasó los blancos pétalos por la mejilla, los apretó ligeramente contra los labios de la chica y luego contra los suyos.
—Ay, cariño —le susurró ella, acercándose más—. No quiero parecer una regañona. Pero esto que vas a hacer me preocupa mucho y no puedo…
—Chss —le dijo él, cogiéndole la cara con ambas manos—. No hay nada de qué preocuparse. Te lo aseguro.
—Pero no sabes… —La hizo callar con un beso que duró hasta que una mujer de voz ronca los interrumpió gritando:
—¡Toque de queda dentro de cinco minutos!
Unas muchachas pasaron al lado de ellos mientras se dirigían hacia la puerta brillantemente iluminada del dormitorio.
—¿Me acompañarás mañana a comprarme el coche? —le preguntó.
—Oh, Jeff —suspiró ella—. Mañana por la tarde tengo que terminar un trabajo para este trimestre, pero si vienes a recogerme a las siete, te invito a una hamburguesa en Dooley's. Y no te deprimas demasiado cuando pierdas; al menos te servirá de lección.
—Sí, señora —le dijo con una sonrisa—. Procuraré tomar apuntes. Un ayudante con chaqueta roja les aparcó el Jaguar en el restaurante Coach and Six. Jeff deslizó un billete de veinte dólares en la mano del sumiller y nadie le pidió a Judy el carnet de identidad cuando solicitó que les sirvieran una botella de Moet Chandon. Por Chateaugay —brindó Jeff cuando les sirvieron el champán. Judy vaciló con la copa en alto.
—Preferiría brindar por esta noche —dijo.
Entrechocaron las copas y sorbieron el champán. Judy estaba preciosa: lucía el vestido escotado azul oscuro que se había comprado para el baile de primavera, era una mezcla de niña jugando a los disfraces y una mujer absolutamente sexy. En la ocasión anterior se había apresurado demasiado en dejarla de lado buscando una mujer cuya experiencia fuera acorde a la suya. Evidentemente, se trataba de un objetivo imposible. Ahora se deleitaba con la honesta calidez de su ingenuidad, tan diferente del erotismo barato de Sharla o las formas frías y sofisticadas de Diane. Una inocencia como aquélla merecía ser cultivada, no negada. El Coach and Six era un restaurante norteamericano de calidad media, de hecho, su menú no incluía nada arriesgado, pero Judy parecía impresionada, y se esforzó horrores por exhibir su mejor comportamiento adulto. Jeff pidió una langosta para ella, y para él unas chuletas de primera. Ella se fijó en qué tenedores utilizaba Jeff para la ensalada y el aperitivo, y a él le encantó la abierta naturalidad de la chica. Después de la cena, mientras tomaban un Drambuie, Jeff le entregó la cajita azul de la joyería Claude S. Bennett. Ella la abrió, se quedó mirando embobada el anillo con el diamante de dos quilates y luego se echó a llorar.
—No puedo aceptarlo —murmuró, cerrando con cuidado la cajita y depositándola delante de Jeff—. No puedo.
—Creí que habías dicho que me querías.
—Y te quiero —repuso ella—. Diablos, diablos, diablos.
—Entonces ¿qué pasa? Podemos esperar uno o dos años si consideras que todavía eres demasiado joven, pero me gustaría formalizar nuestros planes ahora mismo. Al secarse los ojos con una servilleta, Judy se embadurnó la cara con el maquillaje. Jeff sintió ganas de limpiarle las manchas a besos, de lavarla a lengüetazos como hacen los gatos con sus crías.
—Paula me ha dicho que hace semanas que faltas a clase —le dijo—. Dice que hasta es posible que te echen.
Jeff sonrió y la cogió de la mano.
—¿Eso es todo? Cariño, no tiene importancia. De todos modos voy a dejar la universidad. Acabo de ganar diecisiete mil dólares y para octubre podré… Mira, no tienes por qué preocuparte de nada. Tendremos un montón de dinero; ya me encargaré de eso.
—¿Cómo? —le preguntó amargamente—. ¿Apostando? ¿Así vamos a vivir?
—Invirtiendo —le dijo—. Invirtiendo en negocios perfectamente legales. en grandes empresas como IBM y Xerox…
—Sé realista, Jeff. El que hayas tenido suerte en una carrera de caballos, no significa que puedas hacer fortuna en la bolsa. ¿Y si las acciones bajan qué? ¿Y si hay una depresión o algo así?
—No la habrá —le dijo en voz baja.
—¿Y tú qué sabes? Mi padre dice…
—No me importa lo que diga tu padre. No habrá ninguna… Judy dejó la servilleta y apartó la silla de la mesa.
—Pues a mí sí que me importa lo que dicen mis padres. Y me molesta incluso pensar en cómo reaccionarían si les contara que iba a casarme con un chico de dieciocho años que ha abandonado sus estudios universitarios para hacerse apostador. A Jeff no se le ocurría qué contestarle. Tenía razón, por supuesto. Debía de parecerle un tonto irresponsable. Había sido un terrible error contarle lo que hacía. Volvió a meterse el anillo en el bolsillo de la americana.
—Por el momento, voy a guardármelo —le dijo—. A lo mejor me pienso lo de la universidad. Sus ojos volvieron a humedecerse; el azul intenso de sus pupilas brilló tras las lágrimas.
—Por favor, Jeff, piénsatelo. No quiero perderte, y menos por una locura como ésta. Jeff le apretó la mano.
—Algún día llevarás ese anillo. Estarás orgullosa de él y de mí.
Se casaron en la Primera Iglesia Baptista de Rockwood, Tennessee, en junio de 1968, una semana después de que Jeff acabara la licenciatura. Justo cuatro días antes de la fecha en que había conocido a Linda en dos ocasiones, con resultados drásticamente diferentes en sus otras vidas. Rockwood era la ciudad natal de Judy; sus padres organizaron luego una gran barbacoa informal en su casa de verano, cerca del lago Watts Bar. Jeff se dio cuenta de que la tos de su padre empeoraba; a pesar de ello, no hacía caso a las súplicas de su hijo para que dejara de turnar un Pall Mall tras otro. No dejaría el tabaco hasta que, dentro de unos años, le diagnosticaran un enfisema. La madre de Jeff se mostraba más feliz de lo que había estado en sus anteriores bodas con Linda y Diane, si bien ella no recordaba ninguna de estas dos ocasiones. Su hermana, una quinceañera tímida con aparatos de ortodoncia, había simpatizado de inmediato con Judy. La familia Gordon, por su parte, había recibido a Jeff en su seno con entusiasmo. Se había convertido en la imagen misma de la presa perfecta: veintitrés años, buena educación, industrioso, responsable. Con unos sustanciosos ahorros y un portafolio de acciones puesto a su nombre y de Judy, conservador pero que crecía firmemente. No había resultado fácil. Los cinco años de universidad fueron bastante duros, pues tuvo que obligarse a retomar el largo tiempo abandonado régimen de estudios, trabajos especiales y exámenes; pero lo más difícil había sido pugnar por no ser rico. La última vez que había tenido esta misma edad, había sido un wunderkind financiero, el socio principal de un poderoso conglomerado. Una inyección de capital tan repentina habría desequilibrado a Judy, creando graves problemas entre los dos. Por eso había dejado pasar las carreras de Belmont y la Liga de Béisbol, y con gran dolor por su parte, evitó las muchas inversiones de gran rendimiento con las que podría haber amasado fácilmente una fortuna multimillonaria.
En esta ocasión, él y Frank Maddock se habían separado poco después del derby de Kentucky. El que en la otra vida había sido su socio en la cumbre del éxito empresarial había terminado sus estudios de derecho en Columbia y trabajaba como abogado para un bufete de Pittsburgh.
Jeff y Judy aceptaron la hipoteca de una bonita casa en falso estilo colonial, situada en Cheshire Bridge Road, en Atlanta, y Jeff alquiló un despacho de cuatro habitaciones en un edificio cerca de Five Points, del que había sido ya propietario. Cinco días por semana se ponía traje y corbata, iba en coche a la ciudad, saludaba a su secretaria y a sus socios y se encerraba en su despacho a leer. Sófocles, Shakespeare, Proust, Faulkner…, todas las obras que no había podido disfrutar por falta de tiempo. Al finalizar la jornada, escribía unos cuantos memorándums a sus socios, recomendándoles quizá que no se arriesgasen a invertir en una empresa tan poco fiable como Sony, pero que dejaran el capital que iba creciendo poco a poco invertido en algo seguro como AT&T. Jeff procuró que su pequeña empresa se mantuviera alejada de toda fuente de riqueza repentina, se aseguró de que tanto él como sus socios pudieran continuar cómodamente atrincherados en la clase media alta. Sus socios solían seguir sus consejos, y cuando no lo hacían, las pérdidas tendían a equiilibrar las ganancias, de modo tal que el resultado neto quedaba como Jeff pretendía.