Volver a empezar (16 page)

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Authors: Ken Grimwood

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Volver a empezar
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—¡Maldito seas! ¿Por qué me estás haciendo esto a mí?

Capítulo 8

Después de aquello, a Jeff ya nada le importó un comino. Había hecho lo imposible, había alcanzado cuanto podía esperar un hombre en lo material, en lo sentimental y en lo paternal, y aun así, todo acababa siempre en nada, él se quedaba solo e indefenso, con las manos y el corazón vacíos. Vuelta a empezar; ¿y para qué comenzar otra vez, si sus mejores esfuerzos acabarían siendo inútiles?

No podía de ningún modo volver a ver a Judy. Esa adolescente de rostro dulce no era la mujer que él había amado, sino una hoja en blanco con potencial para convertirse en esa mujer. Habría carecido de sentido, habría sido incluso masoquista que repitiera de memoria aquel proceso de realización mutua cuando sabía demasiado bien la muerte emocional y espiritual a la que estaría abocado.

Regresó a aquel bar anónimo que había encontrado hacía tanto tiempo en North Druid Hills Road y se puso a beber. Cuando llegó el momento, repitió la farsa de convencer a Frank Maddock para que apostara en el derby de Kentucky. En cuanto recibió el dinero, tomó un avión y se fue solo a Las Vegas. Después de vagar tres días por hoteles y casinos, al final la encontró, en el Sands, sentada a una mesa de blackjack con apuestas mínimas de un dólar. El mismo cabello negro, el mismo cuerpo perfecto, incluso el mismo vestido rojo que le había roto una vez en un momento de lujuria impaciente compartido con ella en el sofá del salón de su pequeño dúplex.

—Hola —la saludó—. Me llamo Jeff Winston. Ella le sonrió con aquella conocida y seductora sonrisa.

—Sharla Baker.

—¿Te gustaría ir a París? —Sharla le lanzó una mirada divertida y le preguntó:

—¿Te importa si antes termino esta mano?

—Dentro de tres horas sale un avión para Nueva York que tiene conexión directa con Air France. Te dará tiempo a preparar las maletas.

Apostó al dieciséis y perdió.

—¿Lo dices en serio? —inquirió.

—Lo digo en serio. ¿Lista para marcharte? —Sharla se encogió de hombros, recogió las pocas fichas que le quedaban y las metió en el bolso.

—Bueno, ¿por qué no?

—Eso mismo digo yo. ¿Por qué no?

El aroma dulzón y penetrante de cien cigarrillos Gauloises y Gitanes flotaba en el aire del club como una niebla rancia. A través de la neblina, Jeff alcanzó a ver a Sharla bailando sola en un rincón, con los ojos cerrados, borracha. Tuvo la impresión de que esta vez bebía más de lo que recordaba, o quizá fuera que lo hacía para seguirle el ritmo, porque estaba bebiendo más que nunca. Al menos el alcohol lo volvía sociable; esa noche, en su mesa había una docena de personas, la mayoría de ellas con aspecto de estudiantes de algo, pero con un interés más marcado por la inacabable vida nocturna de la ciudad que por sus libros.

—En Estados Unidos tenéis clubs así, heinl —le preguntó Jean-Claude. Jeff negó con la cabeza. El Caveau de la Huchette era una cueva parisina de jazz que respondía a los cánones clásicos; era una mazmorra con paredes de piedra, llena de música, tan acre y llena de humo como los cigarrillos de los que todo el mundo parecía alimentarse. A diferencia de las discotecas más nuevas, era un estilo que en Estados Unidos jamás llegaría a implantarse. Mireille, la muchacha menuda y pelirroja que salía con Jean-Claude, lanzó una sonrisa entre perezosa e irónica.

—C'est dommage —le dijo—. A los negros no los quieren en su país, así que se tienen que venir aquí a tocar su música.

Jeff hizo un gesto evasivo y se sirvió otra copa de tinto. En esos momentos, los problemas raciales de Estados Unidos constituían uno de los principales temas de conversación en Francia, pero a él no le interesaba meterse en esas discusiones. Para él, las cosas serias, las que le hacían pensar y recordar, carecían de interés.

—Tienes que visitar l'Afrique —le sugirió Mireille—. Hay mucha belleza, mucho que entender. Ella y Jean-Claude acababan de pasar un mes en Marruecos. Jeff tuvo la cortesía de no comentar nada sobre la reciente derrota de Francia en Argelia.

—Attention, attention, s'il vom plaít!

El propietario del local subió al pequeño escenario y se inclinó hacia el micrófono.

—Mesdames et messieurs, copains et copines…, le Caveau de la Huchette a leplaisir extraordinaire de vous présenter le blues… avec le maitre du blues, personne d'autre que Monsieur Sidney… Bechet!

Un ruidoso aplauso recibió al viejo músico expatriado cuando subió al escenario empuñando su clarinete. Abrió la velada con un tema estimulante, Blues in the Cave, al que siguió una versión sentimentalmente sexy de Frankie and Johnny. Sharla seguía bailando sola en un rincón; su cuerpo se ondulaba al ritmo visceral de la música. Jeff se terminó la botella de vino y pidió otra.

El viejo intérprete de blues sonrió y movió afirmativamente la cabeza al acabar la segunda pieza, y la joven multitud rugió para demostrarle que apreciaba aquella forma extraña de arte.

—Merci, merci, merci!—exclamó Bechet—. Mon franjáis n'estpas tres bon —prosiguió con un fuerte acento negro americano—, así que lo único que puedo deciros es que me doy cuenta de que conocéis el blues. ¿Me habéis oído?

Al menos la mitad del público entendía inglés lo suficiente como para contestar con entusiasmo:

—Mais oui! Bien sur!

Jeff se bebió de golpe una nueva copa de vino y esperó a que la música volviera a transportarlo ayudándole a borrar sus recuerdos.

—¡Pues muy bien! —exclamó Bechet desde el escenario al tiempo que limpiaba la boquilla de su clarinete—. Esto que voy a tocar ahora es lo más representativo del blues. Porque hay blues para la gente que nunca ha tenido nada, y entonces es un blues triste…, pero el blues más triste de todos es para aquellos que han tenido todo lo que han querido y lo han perdido, y saben que nunca van a volver a recuperarlo. En este mundo no hay sufrimiento peor; ese blues se titula "Had it but it's all gone now". Comenzó la música, unos sonidos profundos, evanescentes y apenados en un tono menor. Irresistible, insoportable. Jeff se hundió en su asiento tratando de acallar aquel sonido. Trató de coger la copa y derramó el vino.

—¿Pasa algo? —le preguntó Mireille, tocándole el hombro. Jeff intentó contestarle, pero no pudo.

—Allonsy —le dijo, ayudándolo a ponerse en pie en medio del humo—. Iremos fuera a tomar un poco el aire.

Cuando salieron a la rué de la Huchette caía una leve llovizna. Jeff volvió el rostro hacia la fría lluvia y dejó que le mojara la frente. Mireille le tocó la mejilla con su mano delgada.

—La música puede hacer daño —le dijo en voz baja.

—Ajá.

—No es bueno. Mejor… comment diton «oublier»?

—Olvidar.

—Oui, c'est ca. Mejor olvidar.

—Sí.

—Por un rato.

—Por un rato —convino él, y echaron a andar hacia el bulevar Saint Michel a buscar un taxi.

De vuelta en la sala del apartamento que Jeff tenía en la avenida Foch, Mireille llenó una pipa pequeña con hebras crujientes y doradas de hachís y una dosis igual de opio. Se sentó a su lado sobre una alfombra oriental, encendió la potente mezcla y le pasó la pipa. Jeff inhaló con fuerza y volvió a encenderla cuando se apagó. Jeff se había fumado uno que otro porro, sobre todo en su primera existencia, pero nunca había sentido una oleada de calma tan dichosa como aquélla. Tal como Malraux había dicho al describir un viaje de opio, era «como ser transportado en unas enormes alas estáticas»; sin embargo, el hachís le mantuvo la mente despierta y activa impidiéndole entregarse por completo a los sueños. Mireille se tumbó en la alfombra y el vestido de seda verde se le subió dejando los muslos al descubierto. La lluvia golpeaba la ventana marcando un ritmo insistente; ella movió la cabeza en círculos siguiendo el ritmo de la lluvia y el cabello rojizo y brillante le cubría unas veces la cara, otras, los hombros desnudos. Jeff le acarició la pantorrilla, luego la parte interior del muslo y la chica lanzó un leve gemido de conformidad y deseo. Él se inclinó hacia adelante, le desabrochó el vestido y apartó la suave tela de sus pechos de niña.

Y así, en el suelo, unieron sus cuerpos sin pronunciar palabra, casi con furia. Cuando hubieron terminado, Mireille preparó otra pipa con la mezcla de hachís y opio y la fumaron en el dormitorio. Esta vez se unieron lánguidamente debajo del cobertor de plumas: sus piernas y sus brazos se entrelazaron con una facilidad familiar; más tarde, cuando las campanas de Saint-Honoré d'Eylau llamaban a la primera misa, Mireille se volvió a montar encima de él y, embargada por una alegría juguetona, con sus estrechas caderas cabalgó sobre las de Jeff. Sharla regresó al apartamento al despuntar el gris amanecer.

—Buenos días —dijo con aire apagado al abrir la puerta del dormitorio—. ¿Queréis café?

Mireille se sentó en la cama y se sacudió la alborotada cabellera.

—¿Puede ser con un poco de coñac?

Sharla se quitó el vestido arrugado y buscó una bata en el armario.

—Debe de estar bueno —dijo—. ¿Tú quieres lo mismo, Jeff?

Parpadeó, se frotó los ojos para quitarse la bruma provocada por la droga.

—Supongo que sí.

Mireille se levantó y, despacio, se fue descalza hasta el baño para darse una ducha. Cuando Sharla regresó con la bandeja del desayuno, se encontró a la pequeña pelirroja sentada en el borde de la cama, todavía desnuda, secándose el pelo. Mientras se iban bebiendo despacio el café con coñac, las dos mujeres hablaron agradablemente sobre una nueva tienda de lencería de la rué de Rivoli.

Poco después de las nueve, Mireille anunció que debía marcharse a su casa para cambiarse de ropa; a media mañana debía reunirse a desayunar con una amiga y no quería presentarse en el café con el mismo vestido de seda de la noche anterior. Se despidió de Jeff con un beso, abrazó rápidamente a Sharla y se marchó.

En cuanto Mireille se hubo ido, Sharla retiró las tazas del café de la cama, apartó las sábanas y con su lengua cálida le fue lamiendo el vientre a Jeff. La tenía floja cuando ella se la metió en la boca, pero no tardó en volver a endurecérsele. Jeff nunca le preguntó a Sharla dónde había pasado la noche, en realidad no le importaba. Las aguas del Mediterráneo lamían suavemente la playa de guijarros; sus olas tranquilas eran un susurro eterno e invariable. De un café cercano les llegó el olor de la bullabesa. Jeff empezaba a tener hambre; en cuanto las chicas acabaran de nadar, sugeriría que comieran.

A principios de julio, el tiempo había mejorado, y después de una semana soleada decidieron con Jean-Claude, Mireille y el resto de la pandilla coger el tren Le Mistral hacia el sur. Cuando el tren llegó a Toulon, estaban todos borrachos; los ocho se apretujaron ruidosamente en dos taxis para cubrir el trayecto de sesenta kilómetros hasta St. Tropez.

En los últimos seis años, el pueblecito de pescadores había experimentado un gran alboroto, desde que Vadim y la Bardot lo descubrieran y lo popularizaran como una alternativa juvenil de Antibes y Mentón, centros turísticos más tranquilos y adinerados de la Cote d'Azur; no obstante, por animado que fuera el pueblo, distaba mucho de estar invadido por las sofocantes hordas de turistas que, en las décadas siguientes, lo convertirían en un lugar donde iba a ser imposible vivir.

Una sombra cruzó los ojos entrecerrados de Jeff; un par de suaves muslos femeninos lo aplastaron contra la arena; alguien se le había sentado encima del trasero. ¿Sería Sharla? ¿Mireille, quizá? Acto seguido, los pechos desnudos de la mujer le rozaron la espalda, acariciándolo con los pezones tiesos por la brisa marina.

—¿Chicca? —adivinó, levantando una mano para tocar el pelo de la muchacha y saber cuan largo y grueso era. —La chica apartó la cabeza y se echó a reír.

—Tes fou—lo provocó ella.

Apretó más sus muslos contra los de él y apoyó los pechos contra su espalda; eran más pequeños que los de Sharla y más turgentes que los de Chicca.

—No puede ser Mireille —dijo, estiró la mano y le palpó el duro trasero—. Demasiado gordo.

Mireille lanzó una retahila de palabrotas en francés y para recalcarlas, le separó el bañador de la cintura y le echó dentro un vaso de limonada helada. Él rodó hacia un costado, se la quitó de encima y lanzando un aullido la tumbó de espaldas sobre la arena mientras ella luchaba traviesamente para zafarse.

—Sadique —le espetó con una sonrisa.

Jeff liberó una mano lo suficiente como para quitarse el hielo del bañador; ella aprovechó para agarrarle la polla a través de la fina tela.

—¿Lo ves? —le dijo—. Te encanta.

Quiso tomarla allí mismo, con el cabello suelto y enmarañado, los pechos y el vientre brillantes al sol, la ligera curvatura de su sexo resaltada por el biquini blanco. Mireille metió los dedos dentro del bañador de Jeff y lo apretó con más fuerza. Él inspiró hondo.

—Hay gente —le dijo con voz entrecortada.

Mireille se encogió de hombros, sin dejar de masajearle el pene. Él miró a su alrededor y vio la playa llena de gente, y a Sharla que se dirigía hacia ellos, con los pechos bamboleantes al aire, cogida de la cintura de Jean-Claude.

—Mireille —le susurró con urgencia.

Ella restregó sus caderas cubiertas de arena contra las de él y siguió acariciándolo con más fuerza y más deprisa. Él ya no podía contenerse. Cerró los ojos y gimió, notó que unos labios se posaban sobre los suyos, una lengua intentaba abrirse paso por su boca, un par de pezones se restregaban contra su pecho mientras otros se apretaban contra su hombro, pelo y pechos y bocas y manos… Se corrió mientras Sharla lo besaba y Mireille le provocaba el orgasmo; ¿o fue al revés? ¿Qué importancia tenía, al fin y al cabo?

—Abriendo el apetito, hein? —dijo Jean-Claude, riéndose.

Esa noche, en el jardín del hotel, después de haber compartido varias pipas de hachís mezclado con opio, y de que Sharla se marchara a una de las habitaciones en compañía de Jean-Claude, Chicca y otra pareja, Jeff se lo contó a Mireille. Las drogas le aflojaban la lengua, y el secreto que le había quemado dentro durante tantos años, salió sin más y dio la casualidad de que cuando ocurrió, Mireille estaba presente.

—Ya he vivido esta vida en otra ocasión —le dijo, sin apartar la mirada del sol que se ponía tras los pinos de la Résidence de la Pinéde.

Mireille cruzó las piernas desnudas en la posición del loto y su vestido blanco de algodón se infló a su alrededor sobre la hierba.

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