Vivir y morir en Dallas (21 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: Vivir y morir en Dallas
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El auxiliar médico que acabó sacándome del coche era el chico más mono que había visto en mi vida. Según la etiqueta identificativa que llevaba, se llamaba Salazar.

—Salazar —dije sólo para cerciorarme de que era capaz de decirlo. Tuve que pronunciarlo con cuidado.

—Sí, ése soy yo —dijo mientras levantaba mi párpado para comprobar el ojo—. Se ha dado un buen golpe, señorita.

Empecé a decirle que me había hecho alguna de esas heridas antes del accidente de coche, pero entonces escuché que Luna decía:

—Mi agenda salió despedida del salpicadero y le dio en la cara.

—Sería mejor que mantuviera el salpicadero despejado, señora —dijo otra voz, con tono nasal.

—Lo sé, agente.

¿Agente? Traté de girar la cabeza y lo que obtuve fue una reprimenda de Salazar.

—Quédese quieta hasta que termine de examinarla —me advirtió con aspereza.

—Vale —dije al cabo de un momento—. ¿Ha llegado la policía?

—Así es, señorita. Dígame, ¿qué le duele?

Recorrimos toda la lista de preguntas de rigor, a la mayoría de las cuales pude dar respuesta.

—Creo que se pondrá bien, señorita, pero es necesario que la llevemos a usted y a su amiga al hospital para asegurarnos —Salazar y su compañera, una mujer caucásica de complexión grande, no admitirían discusión al respecto.

—Oh —dije ansiosa—. No creo que necesitemos ir al hospital, ¿no crees, Luna?

—Claro que sí—dijo, sorprendida—. Hay que hacerte una radiografía, cariño. Ese pómulo tuyo no tiene muy buena pinta.

—Oh —estaba un poco aturdida por ese giro de los acontecimientos—. Bueno, si tú lo dices.

—Claro que sí.

Así que Luna caminó hacia la ambulancia y a mí me subieron en una camilla con ruedas. Encendieron las sirenas y arrancamos. Lo último que vi antes de que cerraran las puertas fue a Polly y a Sarah hablando con un agente de policía muy alto. Ambas parecían muy molestas. Eso estaba bien.

El hospital era como todos los hospitales. Luna se pegó a mí como una lapa. Nos metieron en el mismo cubículo y una enfermera vino después para recabar aún más detalles. Entonces, Luna dijo:

—Dígale al doctor Josephus que Luna Garza y su hermana están aquí.

La enfermera, una joven afroamericana, miró a Luna, dubitativa.

—Está bien —dijo, antes de marcharse sin perder tiempo.

—¿Cómo has hecho eso? —pregunté.

—¿Conseguir que una enfermera deje de rellenar informes? Pedí que nos trajeran a este hospital adrede. Tenemos gente en cada hospital de la ciudad, pero me consta que nuestro hombre aquí es el mejor.

—¿Nuestro?

—Nosotros. Los de la Doble Estirpe.

—Oh.

Los cambiantes. No veía la hora de contarle a Sam todo aquello.

—Soy el doctor Josephus —dijo una voz tranquila. Alcé la cabeza para ver que un hombre discreto de pelo canoso había accedido al cubículo corriendo las cortinas. Padecía una calvicie incipiente y tenía una nariz afilada, sobre la que reposaban unas gafas de montura metálica. Sus ojos, aumentados por las lentes, eran azules y me parecieron atentos.

—Soy Luna Garza, y ella es mi amiga, Caléndula —dijo Luna, como si fuese una persona diferente. De hecho, la miré para asegurarme de que era la misma Luna—. La mala fortuna nos ha unido esta noche en el cumplimiento de nuestro deber.

El médico me miró con desconfianza.

—Es de fiar —dijo Luna con gran solemnidad. No quería arruinar el momento con una risa tonta, pero no pude evitar morderme un carrillo.

—Necesitas que te hagan una radiografía —dijo el médico después de mirarme la cara y examinar la grotesca hinchazón de la rodilla. Presentaba varias abrasiones y magulladuras, eso era todo.

—Entonces habrá que hacerlas lo antes posible y buscar una forma segura de salir de aquí —dijo Luna con una voz que no admitía discusión.

Ningún servicio hospitalario fue nunca más rápido. Supuse que el doctor Josephus formaba parte del consejo de administración. O quizá fuese el jefe de personal. Trajeron una máquina de radiografías portátil, me hicieron unas cuantas y, a los pocos minutos, el doctor Josephus me dijo que tenía una pequeña fisura en el pómulo que se curaría sola. También me daba la posibilidad de ponerme en manos de un cirujano plástico en cuanto hubiese remitido la inflamación. Me prescribió unos analgésicos, me dio muchos consejos, una bolsa de hielo para ponérmela en la cara y otra para la rodilla que definió como «dislocada».

Al cabo de diez minutos nos dispusimos a abandonar el hospital. Luna empujaba mi silla de ruedas y el doctor Josephus nos guiaba por una especie de túnel de servicio. Nos cruzamos con un par de empleados que entraban en el edificio. Parecía gente de pocos recursos, de esos que tienen trabajos mal pagados, como celadores o cocineros de hospital. Me costaba creer que el altivo doctor Josephus hubiera atravesado antes ese túnel, pero parecía saber adonde iba, y ninguno de los empleados pareció sorprenderse por su presencia. Cuando llegamos al final del túnel, empujó una pesada puerta de metal.

Luna Garza le hizo un regio gesto de cabeza.

—Muchas gracias —dijo y me empujó hacia la noche. Fuera había un gran coche viejo aparcado. Era granate, o quizá marrón oscuro. Mirando un poco más en derredor, deduje que nos encontrábamos en un callejón. Había grandes contenedores de basura alineados contra la pared, y vi un gato saltando sobre algo (no quise saber qué) entre dos contenedores. Cuando la puerta silbó al cerrarse herméticamente detrás de nosotros, el callejón permaneció en silencio. Sentí que el miedo volvía a adueñarse de mí.

Estaba increíblemente cansada de tener miedo.

Luna fue hacia el coche, abrió la puerta trasera y dijo algo a quienquiera que estuviera dentro. Fuese cual fuese la respuesta, la enfadó. Insistió en otro idioma.

Hubo una discusión.

Luna volvió a mí a grandes zancadas.

—Hay que vendarte los ojos —dijo, segura de que aquello me ofendería sobremanera.

—No pasa nada —dije, indicando con un gesto de la mano lo trivial que me parecía el asunto.

—¿No te importa?

—No. Lo comprendo, Luna. A todos nos gusta preservar nuestra intimidad.

—Está bien —volvió rápidamente al coche y regresó con un pañuelo de seda verde y azul brillante en la mano. Me vendó como si fuéramos a jugar a ponerle el rabo al burro y ató cuidadosamente el pañuelo detrás de mi cabeza.

—Escucha —me dijo al oído—. Esos dos son duros, ten cuidado.

Perfecto, me apetecía estar más aterrada.

Me empujó hasta el coche y me ayudó a subirme. Supongo que regresaría a la puerta con la silla para que alguien la recogiera. Al poco tiempo, se metió en el coche por el otro lado.

Había dos presencias en los asientos delanteros. Las palpé mentalmente, con mucha delicadeza, y descubrí que ambas eran cambiantes. Al menos su cerebro emitía ese colorido, el estampado rabioso semiopaco que percibía en Luna y Sam. Sam, mi jefe, a menudo se transforma en collie. Me preguntaba cuáles eran las preferencias de Luna. En cuanto a los otros dos, había una diferencia, una especie de pesadez rítmica. Su perfil mental parecía sutilmente diferente, no del todo humano.

Durante unos minutos reinó un silencio absoluto, mientras el coche salía del callejón y atravesaba la noche.

—El hotel Silent Shore, ¿verdad? —preguntó la conductora con una voz que parecía un gruñido. Entonces me di cuenta de que casi era luna llena. Demonios. Tenían que cambiar en luna llena. Quizá por eso Luna había actuado con esa rebeldía en la Hermandad cuando empezó a anochecer. La salida de la luna la había alterado.

—Sí, por favor —contesté educadamente.

—Comida que habla —apuntó el copiloto. Su voz se parecía más si cabe a un gruñido.

Eso no me gustó nada, pero no se me ocurrió cómo responder. Por lo que se veía, tenía tanto que aprender acerca de los cambiantes como de los vampiros.

—Cerrad el pico vosotros dos —intervino Luna—. Esta es mi invitada.

—No es más que comida para cachorros —insistió el copiloto. Ese tío empezaba a caerme realmente mal.

—A mí me huele más a hamburguesa —dijo la conductora—. Tiene un par de arañazos, ¿verdad, Luna?

—Le estáis dando todo un recital de nuestro grado de civilización —espetó Luna—. Controlaos un poco. Ya ha tenido una noche asquerosa, y, encima, se ha roto un hueso.

Y eso que aún me quedaba noche por delante. Aparté la bolsa de hielo que sostenía en la cara. Hay un límite de frío extremo que una puede soportar en la cavidad nasal.

—¿Por qué demonios tendría que mandar el maldito Josephus a unos hombres lobo? —me dijo Luna al oído entre dientes. Pero yo sabía que lo habían escuchado; Sam lo oía todo, y no era, ni de lejos, tan poderoso como un hombre lobo. Al menos eso era lo que yo pensaba. A decir verdad, hasta ese momento no había estado segura de que existieran los hombres lobo.

—Supongo —dije con tacto y de manera que se me oyera bien— que pensaría que serían ideales para defendernos si nos volvían a atacar.

Sentí cómo las criaturas que viajaban delante aguzaban el oído. Puede que literalmente.

—Nos las estábamos apañando bien —contestó Luna, indignada. Se removía sobre su asiento como si se hubiera tomado una docena de tazas de café.

—Luna, nos golpearon y nuestro coche acabó volcando. Hemos estado en urgencias. ¿A qué te refieres con «apañando bien»?

Entonces me vi obligada a responder a mi propia pregunta:

—Eh, perdóname, Luna. De no haber sido por ti, esa gente me habría matado. No es culpa tuya que nos hayan hecho volcar.

—¿Habéis tenido jaleo esta noche? —preguntó el copiloto con tono más cívico. Estaba deseando meterse en una pelea. No sabía si todos los hombres lobo eran tan enérgicos como ése, o si era una cuestión de carácter.

—Sí, con la jodida Hermandad —dijo Luna, lustrando sus palabras con orgullo—. Tenían a esta chica metida en una celda. En una mazmorra.

—No jodas —dijo la conductora. Mostraba la misma hiperactividad en su... Bueno, yo diría «aura» a falta de un término mejor.

—No jodo —dije con firmeza—. Por cierto, donde vivo, trabajo para un cambiante —añadí, para dar algo más de conversación.

—¿En serio? ¿A qué se dedica?

—Tiene un bar. Es el dueño.

—¿Y estás lejos de casa?

—Demasiado lejos —dije.

—¿Y esta murcielaguilla te ha salvado la vida esta noche de verdad?

—Sí —estaba siendo absolutamente sincera al respecto—. Luna me ha salvado la vida —¿hablarían literalmente? ¿Acaso Luna se transformaba realmente en...? Oh, Dios.

—Vaya, vaya con Luna —al parecer, había un leve grado de respeto añadido en esa voz gruñona.

A Luna le halagó el elogio, como era lógico, y me dio unas palmadas en la mano. Sumidos en un silencio más agradable, avanzamos durante unos cinco minutos más.

—Ya estamos cerca del Silent Shore —dijo entonces la conductora.

Lancé un largo suspiro de alivio.

—Hay un vampiro esperando en la entrada.

Casi me arranqué el pañuelo de los ojos, antes de darme cuenta de que sería algo bastante arriesgado.

—¿Qué aspecto tiene?

—Es muy alto, rubio. Buena mata de pelo. ¿Amigo o enemigo?

Tuve que pensármelo.

—Amigo —dije, tratando de no sonar titubeante.

—Nam, ñam —dijo la conductora—. ¿Saldría conmigo también?

—Ni idea. ¿Quieres preguntárselo?

Luna y el copiloto hicieron sonidos burlones.

—¡No puedes salir con un fiambre! —protestó Luna—. Venga, Deb... ¡Mujer!

—Oh, vale —dijo la conductora—. Algunos de ellos no están tan mal. Me acerco a la acera, bomboncito.

—Se refiere a ti —me dijo Luna al oído.

Nos detuvimos y Luna se inclinó hacia mí y abrió la puerta. Cuando salí con la ayuda de Luna, escuché una exclamación procedente de la acera. En un abrir y cerrar de ojos, Luna cerró de un portazo. El coche lleno de cambiantes se alejó haciendo chirriar las ruedas. Desapareció en la densa noche, arrastrando un aullido tras de sí.

—¿Sookie? —dijo una voz familiar.

—¿Eric?

Andaba a tientas con los ojos vendados, pero Eric agarró el pañuelo por detrás y tiró de él. Me había agenciado así un pañuelo precioso, aunque un poco manchado. La fachada del hotel, con sus sobrias y pesadas puertas, destacaba iluminada en medio de la oscuridad nocturna, dotando a Eric de una notable palidez. Vestía un traje a rayas convencional.

Me alegré de verle. Me cogió del brazo para que dejara de tambalearme y me miró de arriba abajo con una expresión inescrutable. Eso se les daba bien a los vampiros.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó.

—Me... Bueno, es difícil de explicar rápidamente. ¿Dónde está Bill?

—Lo primero que hicimos fue ir a la Hermandad del Sol para sacaros de allí. Pero, mientras estábamos de camino, supimos por uno de los nuestros, que es policía, que estabais implicadas en un accidente y que os habían llevado a un hospital. Así que él se dirigió hacia allí, donde averiguó que habíais salido por cauces poco usuales. Nadie le dijo nada, y tampoco tenía forma de amenazarlos —Eric parecía sumamente frustrado. El hecho de tener que vivir dentro de la legalidad humana era una constante irritación para él, aunque disfrutaba plenamente de sus beneficios—. Y luego perdimos tu rastro por completo. El botones sólo te escuchó una vez mentalmente.

—Pobre Barry. ¿Está bien?

—Es unos cientos de dólares más rico y está bastante contento al respecto —dijo Eric con sequedad—. Ahora sólo necesitamos a Bill. Nos has dado un disgusto, Sookie —se sacó un teléfono móvil del bolsillo y marcó un número. Tras un rato bastante largo, alguien respondió.

—Bill, está aquí. La han traído unos cambiantes —me miró—. Está magullada pero puede caminar —escuchó un poco más—. ¿Tienes tu llave, Sookie? —preguntó. Hurgué en el bolsillo de la falda, donde había metido el rectángulo de plástico hacía un millón de años.

—Sí —dije, apenas capaz de creer que algo había salido bien—. ¡Oh, espera! ¿Han encontrado a Farrell?

Eric alzó la mano indicando que enseguida me atendería.

—Bill, la subiré y empezaré a curarla —sus hombros se pusieron rígidos—. Bill —dijo con un tinte de amenaza en su tono—. Está bien. Adiós —se volvió hacia mí como si no se hubiera producido la interrupción.

—Sí, Farrell está a salvo. Asaltaron la Hermandad.

—Hay... ¿Hay muchos heridos?

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