Read Vivir y morir en Dallas Online
Authors: Charlaine Harris
Stan alzó sus finas cejas ante mi temeridad.
—¿Sí? Enviaremos tu cheque a tu representante en Shreveport, en cumplimiento con nuestro acuerdo. Por favor, quedaos con nosotros esta noche mientras celebramos el regreso de Farrell.
—Nuestro acuerdo estipulaba que si mis descubrimientos implicaban a un humano, éste no sería castigado por vampiros, sino que sería entregado a la policía. Para que lo juzgue un tribunal. ¿Dónde está Hugo?
Los ojos de Stan saltaron de mi rostro para centrarse en Bill, que seguía detrás de mí. Parecía preguntarle silenciosamente por qué no controlaba mejor a su humana.
—Hugo e Isabel están juntos —dijo Stan crípticamente.
No quería ni imaginarme qué quiso decir. Pero sentía que el honor me obligaba a llegar hasta el fondo.
—¿Eso quiere decir que no va a cumplir con el acuerdo? —dije a sabiendas de que era todo un desafío a Stan.
Debería existir la expresión «Orgulloso como un vampiro». Todos lo son, y yo había pellizcado a Stan en su parcelita de orgullo. La insinuación de su falta de honor lo enfureció. Su expresión se volvió tan temible que casi me encogí. Al cabo de unos segundos, parecía haberse despojado de lo poco de humano que le quedaba. Sus labios se retrajeron para mostrar los dientes, los colmillos se extendieron y su cuerpo se encorvó y pareció alargarse.
Se incorporó al cabo de un momento y, con un gesto seco de la mano, me indicó que lo acompañara. Bill me ayudó a levantarme y seguí a Stan mientras nos adentrábamos más en la casa. Debía de haber unos seis dormitorios, y todos con la puerta cerrada. De una de las habitaciones manaba el inconfundible sonido del sexo. Me sentí aliviada cuando la pasamos de largo. Subimos por unas escaleras, lo cual me resultó bastante tortuoso. Stan no miraba atrás ni reducía el paso. Subía los peldaños a la misma velocidad que caminaba. Se detuvo ante una puerta que se parecía a las demás. La abrió, se apartó y me indicó con un gesto que pasara.
No quería hacerlo, ni por asomo. Pero era necesario. Avancé y miré dentro.
Aparte de la moqueta azul que cubría todo el suelo, el lugar estaba vacío de todo complemento. Isabel estaba encadenada a un lado de la habitación, con plata, por supuesto. Hugo, también encadenado, estaba en el otro extremo. Ambos estaban despiertos y miraron hacia la puerta.
Isabel me hizo un gesto con la cabeza, como si nos hubiéramos encontrado en un centro comercial, aunque estaba totalmente desnuda. Vi que tenía las muñecas y los tobillos vendados para evitar que la plata la quemara, si bien las cadenas la mantendrían debilitada.
Hugo también estaba desnudo. Era incapaz de apartar los ojos de Isabel. Apenas me miró para ver quién era antes de devolver la mirada a Isabel. Procuré no sentirme abochornada, tan nimia me parecía tal consideración, pero creo que era la primera vez en mi vida que veía a otros adultos desnudos, aparte de Bill.
—Ella no puede alimentarse con él a pesar de estar hambrienta —dijo Stan—. El no puede tener sexo con ella, a pesar de ser adicto. Éste será su castigo durante meses. ¿Qué harían con Hugo en un tribunal humano?
Lo pensé. ¿Qué había hecho Hugo que pudiera considerarse realmente imputable?
Había engañado a los vampiros de Dallas permaneciendo en su redil durante meses bajo falsas pretensiones. O sea, que prácticamente se había enamorado de Isabel pero había traicionado a sus compañeros. Hmmm, no había ley que castigara eso.
—Puso un micrófono en el comedor —dije. Eso era ilegal. Al menos eso pensaba yo.
—¿Cuánto tiempo podría pasar en la cárcel por eso? —preguntó Stan.
Buena pregunta. Suponía que no mucho. Algunos jurados podrían llegar incluso a pensar que poner escuchas en el escondite de un vampiro estaría hasta justificado. Mi suspiro fue respuesta suficiente para Stan.
—¿Por qué otra cosa se podría castigar a Hugo? —preguntó.
—Me llevó a la Hermandad, engañada... No es ilegal. Me... Bueno, él...
—Exacto.
La enamorada mirada de Hugo nunca se apartaba de Isabel.
Hugo había causado y apoyado un acto maligno, del mismo modo que Godfrey los había perpetrado.
—¿Durante cuánto tiempo los mantendrán aquí? —pregunté.
Stan se encogió de hombros.
—Tres o cuatro meses —dijo—. Alimentaremos a Hugo, por supuesto, pero no a Isabel.
—¿Y entonces?
—Lo desencadenaremos a él primero. Tendrá un día de ventaja.
Bill apretó su mano en mi cintura. No quería que hiciera más preguntas.
Isabel me miró e hizo un gesto con la cabeza, como si con ello pretendiera decir que le parecía adecuado.
—Está bien —dije, alzando las palmas en el aire—. Está bien —y me di la vuelta para bajar lenta y cuidadosamente por las escaleras.
Quizá yo había perdido cierta integridad, pero juro por mi vida que no se me ocurría ninguna otra forma de solucionarlo. Cuanto más pensaba en ello, más confusa me sentía. No estoy acostumbrada a enfrentarme a encrucijadas morales. Algunas cosas pueden hacerse, y otras no se deben hacer.
Pues, al parecer, había una zona gris. Ahí caían algunas cosas, como acostarme con Bill aunque no estuviéramos casados, o decirle a Arlene que le sentaba bien un vestido, cuando en realidad le sentaba fatal. Lo cierto es que no podía casarme con Bill. Era ilegal. Pero tampoco es que me lo hubiera pedido.
Mis pensamientos vagaron alrededor de la miserable pareja que seguía en el dormitorio del piso superior. Para mi asombro, sentía más lástima por Isabel que por Hugo. Hugo, al fin y al cabo, era quien había cometido la acción. A Isabel sólo se le podía culpar de negligencia.
Tuve mucho tiempo para recorrer callejones mentales sin salida de ese tipo, pues Bill se lo estaba pasando de miedo en la fiesta. Yo sólo había estado una o dos veces en una fiesta mixta de vampiros y humanos, y seguía resultando una mezcla incómoda, aun después de dos años de vampirismo reconocido legalmente. Beber abiertamente, o sea, chupar sangre de humanos es del todo ilegal, y por lo que yo presencié en el cuartel general de los vampiros de Dallas esa ley se acataba estrictamente. De vez en cuando veía alguna pareja desaparecer en el piso de arriba, pero todos los humanos parecían regresar intactos. Lo sé porque los conté.
Bill llevaba tantos meses integrado que para él resultaba todo un regalo poder congeniar con otros vampiros. Así se pasó el rato, hablando con uno u otro sobre los recuerdos del Chicago de los años veinte, o sobre las oportunidades de inversión en diversos grupos empresariales vampíricos por todo el mundo. Yo estaba tan débil físicamente que me resultaba un alivio poder sentarme en un mullido sofá, observando todo mientras daba esporádicos sorbos a mi cóctel. El camarero era un joven agradable, y nos pasamos un buen rato hablando de bares. Aunque debería estar disfrutando mejor de mi tiempo de ocio para un día que no tenía que atender mesas en el Merlotte's, en realidad no me habría importado en absoluto ponerme el uniforme y servir unas copas. No estaba acostumbrada a los grandes cambios en mi rutina.
Entonces, una chica, puede que algo más joven que yo, se sentó junto a mí. Resultó ser la que salía con el vampiro que hizo las veces de jefe de seguridad, Joseph Velasquez, quien había acompañado a Bill hasta el Centro de la Hermandad la noche anterior. Su nombre era Trudi Pfeiffer. Trudi tenía el pelo dispuesto en púas de intenso rojo, piercings en la nariz y la lengua y lucía un maquillaje macabro, que incluía unos labios pintados de negro. Me dijo, orgullosa, que el color exacto era Putrefacción de Sepulcro. Sus vaqueros eran de un talle tan bajo que me pregunté cómo sería capaz de levantarse y sentarse. Quizá los llevase así para mostrar el anillo que le atravesaba el ombligo. El top era también muy corto. Era la misma vestimenta que me había puesto yo la noche en que la ménade me había hecho parecer incluso más pálida que ella. Había mucho de Trudi a la vista.
Al hablar con ella, no resultaba tan extravagante como su apariencia daba a entender. Trudi estudiaba en la universidad. Descubrí, escuchando de forma legítima, que consideraba que salir con Joseph era tentar a la bicha. Por bicha, supuse, se referiría a sus padres.
—Hasta preferirían que saliese con un negro —me dijo, orgullosa.
Traté de parecer apropiadamente impresionada.
—Detestan a los muertos que siguen caminando, ¿eh?
—Oh, no sabes cómo —dijo varias veces, acompañando la frase con un extravagante meneo de las uñas pintadas de negro. Bebía Dos Equis—. Mi madre siempre dice que por qué no podré salir con alguien que respire —ambas nos reímos.
—¿Y cómo lo lleváis tú y Bill? —agitó las pestañas de arriba abajo rápidamente para denotar la importancia de la pregunta.
—¿Te refieres a...?
—¿Cómo es en la cama? Joseph es jodidamente increíble.
No puedo decir que me sorprendiera, pero sí que me supuso cierta desilusión. Me encerré en mi mente durante un momento.
—Me alegro por ti —dije finalmente. De haberse tratado de mi buena amiga Arlene, quizá lo habría acompañado de un guiño y una sonrisa, pero no me apetecía hablar de mi vida sexual con una completa desconocida, y menos aún me apetecía conocer los detalles de su Joseph.
Trudi se levantó para buscar otra cerveza y se quedó de charla con el barman. Cerré los ojos, al tiempo aliviada y preocupada. Una vez más, el sofá se hundía a mi lado. Miré a la derecha para ver quién era mi nuevo compañero. Eric. Genial.
—¿Cómo estás? —preguntó.
—Mejor de lo que aparento —mentí.
—¿Has visto a Hugo e Isabel?
—Sí —dije, mirando mis manos replegadas sobre el regazo.
—Es apropiado, ¿no crees?
Pensé que Eric pretendía provocarme.
—Sí, en cierto modo —dije—. Siempre que Stan mantenga su palabra.
—Espero que no le dijeras eso —Eric parecía divertirse.
—No. No con tantas palabras. Sois todos tan condenadamente orgullosos.
Pareció sorprendido.
—Sí, supongo que es verdad.
—¿Has venido sólo para controlarme?
—¿Hasta Dallas?
Asentí.
—Sí —se encogió de hombros. Vestía una camisa de bonitos motivos azules y tonos café, y el gesto hizo que los hombros parecieran enormes—. Es la primera vez que te alquilamos. Quería asegurarme de que las cosas iban bien sin necesidad de recurrir a la oficialidad.
—¿Piensas que Stan sabe quién eres?
La idea pareció interesarle.
—No es descabellado —dijo al fin—. Probablemente él habría hecho lo mismo en mi lugar.
—¿Crees que será posible que, de ahora en adelante, me dejes tranquila en mi casa con Bill? —pregunté.
—No. Eres demasiado útil —dijo—. Además, espero que cuanto más nos veamos mejor sea la impresión que tengas de mí.
—¿Crees en los milagros?
Se rió, pero sus ojos estaban clavados en mí insinuando un nuevo trabajo. Demonios.
—Estás especialmente apetecible con ese diminuto vestido y nada debajo —dijo Eric—. Si dejaras a Bill y vinieras a mí por tu propia voluntad, él lo aceptaría.
—Pero eso no ocurrirá —dije, y entonces algo se asomó al borde de mi consciencia.
Eric empezó a decirme algo, pero le puse la mano sobre la boca. Moví la cabeza de lado a lado, tratando de aguzar la recepción; es la mejor forma que tengo de explicarlo.
—Ayúdame a levantarme —dije.
Sin decir una palabra, Eric se levantó y me ayudó a incorporarme con suavidad. Fruncí el ceño.
Estaban por todas partes. Rodeaban la casa.
Sus mentes estaban exaltadas. Si Trudi no hubiera estado cacareando hasta hacía un momento, me habría percatado de ellos mientras rodeaban la casa.
—¡Eric! —dije, tratando de captar todos los pensamientos posibles, escuchando una cuenta atrás. ¡Oh, Dios!—. ¡Al suelo! —grité con todas mis fuerzas.
Todos los vampiros obedecieron.
Fue entonces cuando la Hermandad abrió fuego y cuando murieron los humanos.
Trudi estaba a un metro de mí. Un tiro de escopeta la había partido por la mitad.
Su pelo teñido de rojo adquirió una tonalidad más intensa. Sus ojos, abiertos pero ya ciegos, me miraban fijamente. Chuck, el barman, sólo estaba herido, pues la propia barra le había protegido de los proyectiles.
Eric estaba echado encima de mí. Dada mi lamentable condición, aquello era de lo más doloroso, así que empecé a empujarle. Luego pensé que si le había alcanzado alguna bala, lo más probable era que sobreviviera. Sin embargo, no sería ése mi caso. Así que acepté su protección, agradecida, durante los horribles minutos que duró la primera oleada del ataque, cuando rifles, escopetas y pistolas descargaban plomo una y otra vez sobre la mansión.
Cerré los ojos instintivamente mientras duró el estallido. Se rompieron cristales, los vampiros rugieron y los humanos gritaron. El sonido me asedió al tiempo que las ondas cerebrales desbocadas impactaban en mí. Cuando empezó a calmarse, miré a los ojos de Eric. Aunque pareciera mentira, estaba excitado. Me sonrió.
—Sabía que, de alguna manera, acabaría teniéndote debajo —dijo.
—¿Es que quieres que me enfade para olvidar lo aterrada que estoy?
—No, simplemente aprovecho la oportunidad.
Me removí para tratar de salir de debajo de él.
—Oh, repite eso, me ha encantado —me dijo.
—Eric, la chica con la que estaba hablando hace un momento está a menos de un metro y le falta parte de la cabeza.
—Sookie —dijo, repentinamente serio—, llevo varios siglos muerto. Estoy acostumbrado. Ella no se ha ido del todo. Aún queda una chispa. ¿Quieres que la traiga de vuelta?
Estaba conmocionada, muda. ¿Cómo iba a tomar yo una decisión así?
Y, mientras pensaba en ello, dijo:
—Se ha ido.
Mientras lo contemplaba, el silencio se hizo absoluto. El único ruido de la casa provenía de los sollozos del novio de Farrell, que presionaba con las dos manos sobre su muslo enrojecido. Desde fuera nos llegaron los sonidos de coches partiendo a la carrera por la calle. El ataque había terminado. Me costaba tanto respirar como determinar qué hacer a continuación. Estaba convencida de que había algo que debía hacer.
Aquello fue lo más cercano a la guerra que había conocido jamás.
La estancia estaba inundada con los gritos de los supervivientes y los aullidos de rabia de los vampiros. Trozos de relleno de los sofás y las sillas flotaban en el aire como la nieve. Los cristales rotos lo cubrían todo, y el calor de la noche se fue adueñando de la casa. Muchos de los vampiros ya estaban de pie y disponiéndose a la persecución, Joseph Velasquez entre ellos.