Vivir y morir en Dallas (16 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: Vivir y morir en Dallas
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—¿Ayres? —intervino la mujer de pelo gris—. Por cierto, soy Polly Blythe, oficial de ceremonias de la Hermandad.

—Oh, Polly, lo siento, me he distraído —dijo Sarah, echando la cabeza hacia atrás con el ceño también fruncido. Luego se relajó y miró a su marido—. ¿No era Ayres el abogado que representaba a los vampiros en University Park?

—Así es —dijo Steve, recostándose sobre su silla y cruzando sus largas piernas. Hizo un gesto a alguien que pasaba por el pasillo y entrelazó los dedos sobre su rodilla—. Vaya, qué interesante que nos haga una visita, Hugo. ¿Ha visto la otra cara de la moneda en el tema de los vampiros, quizá? —Steve Newlin emanaba satisfacción del mismo modo que las mofetas su hedor.

—No va mal encaminado —empezó Hugo, pero la voz de Steve siguió ocupando el aire.

—¿El aspecto de los chupasangres, el lado oscuro de la existencia de los vampiros? ¿Ha descubierto que nos quieren matar a todos, dominarnos con sus modos impíos y sus promesas vacuas?

Sabía que mis ojos estaban redondos como platos. Sarah asentía atentamente, sin perder la dulzura y la textura de un pastel de vainilla. Polly parecía estar experimentando algún tipo de orgasmo malsano. Steve siguió hablando con una sonrisa prendida a los labios:

—La vida eterna en este mundo puede sonar tentadora, pero perderás el alma por el camino y, con el tiempo, cuando os alcancemos (puede que yo no, pero quizá sí mi hijo o mi nieto), os clavaremos estacas y os quemaremos, y entonces conoceréis el verdadero infierno. Y la muerte no supondrá un alivio. Dios cuenta con un rincón especial para los vampiros que han usado a humanos como papel higiénico y luego los han tirado por el retrete...

Pues qué asco. La situación se precipitaba como una montaña rusa. Y lo único que captaba de Steve era aquella interminable y maliciosa satisfacción, junto con un enorme arranque de astucia. No había nada concreto ni que nos sirviera como información.

—Disculpa, Steve —dijo una voz profunda. Me giré sobre la silla para ver a un hombre guapo de pelo negro. Era musculoso y lucía un corte de pelo de estilo militar. Sonrió a todos los que estábamos en la habitación con la misma buena voluntad que mostraban todos. Ya me había dejado impresionar. Ahora simplemente me ponía los pelos de punta—. Nuestro invitado pregunta por ti.

—¿De veras? Estaré allí en un minuto.

—Preferiría que vinieses ahora. Estoy seguro de que a nuestros amigos no les importará esperar —el del corte militar nos miró con aire suplicante. Hugo estaba pensando en un lugar profundo, un destello mental que me pareció peculiar.

—Gabe, iré cuando haya terminado con nuestros visitantes —dijo Steve con firmeza.

—Bueno, Steve... —Gabe no estaba dispuesto a ceder tan fácilmente, pero recibió el mensaje cuando Steve le clavó la mirada y se incorporó, descruzando las piernas. Le devolvió una mirada a Steve que era de todo menos devota, y se marchó.

Aquel intercambio era de lo más prometedor. Me preguntaba si Farrell estaba tras alguna puerta cerrada con llave y me imaginé regresando al redil de Dallas para decir a Stan dónde mantenían atrapado a su hermano. Y entonces...

Ay, ay. Y entonces Stan atacaría a la Hermandad del Sol y mataría a sus miembros antes de liberar a Farrell. Y luego...

Oh, Dios.

—Sólo queríamos saber si hay algún evento a la vista al que pudiésemos asistir, algo que nos pudiera dar una idea del ámbito de los programas que se llevan a cabo aquí —la voz de Hugo sonaba levemente inquisitiva, poco más—. Dado que la señora Blythe está aquí, quizá pudiera darnos alguna respuesta.

Me percaté de que Polly Blythe ya enfilaba a Steve antes de que éste abriera la boca, y me di cuenta de que su cara permanecía hermética. Polly Blythe estaba encantada con la oportunidad de informar, así como con nuestra presencia en la Hermandad.

—Sí que hay algún evento a la vista —dijo la mujer del pelo gris—. Esta noche tendremos una noche blanca especial. A continuación el ritual del amanecer dominical.

—Eso suena interesante —dije—. ¿Será literalmente al amanecer?

—Oh, sí, justo al amanecer. Incluso llamamos al servicio meteorológico —nos informó Sarah, riéndose.

—Nunca olvidarán uno de nuestros rituales del amanecer. Es increíblemente inspirador —intervino Steve.

—¿Qué tipo de...? Bueno ¿qué ocurre exactamente? —preguntó Hugo.

—Se manifiesta la prueba del poder de Dios ante tus propios ojos —dijo Steve con una sonrisa.

Aquello sonó muy, muy escalofriante.

—Oh, Hugo —dije—, ¿no te parece emocionante?

—Claro que sí. ¿A qué hora empieza la noche blanca?

—A las seis y media. Queremos que nuestros miembros vengan antes de que se levanten.

Por un momento me imaginé una bandeja llena de bollitos recién hechos, pero luego me di cuenta de que Steve se refería a que quería que los miembros estuviesen allí antes de que los vampiros se despertasen.

—¿Y qué pasa cuando su congregación se va a casa? —no pude evitar preguntar.

—¡Oh, usted no ha debido de asistir a una reunión de este tipo cuando era adolescente! —dijo Sarah—. Son de lo más divertidas. Todo el mundo viene con sus sacos de dormir y comemos, jugamos y leemos la Biblia. Hay sermones y la gente se pasa la noche en la iglesia —vi que la Hermandad era verdaderamente una iglesia a ojos de Sarah, y estaba convencida de que reflejaba la convicción del resto de sus integrantes. Si tenía el aspecto de una iglesia y funcionaba como tal, entonces era una iglesia, independientemente de su estatus tributario.

Había estado en un par de noches blancas cuando era adolescente, y apenas fui capaz de aguantar la experiencia. Un puñado de crios encerrados en un edificio toda la noche y vigilados de cerca, con un interminable suministro de películas y comida basura, actividades y refrescos. Había sufrido el bombardeo mental de las ideas y los impulsos alimentados de hormonas adolescentes, los gritos y las pataletas.

Me dije que aquello sería diferente. Esos eran adultos, adultos con sentido, ya puestos. Probablemente no habría un millón de bolsas de patatas y las instalaciones para dormir serían decentes. Si Hugo y yo nos apuntábamos, quizá tuviéramos la oportunidad de registrar el edificio y rescatar a Farrell, pues estaba segura de que él era quien tenía programado un encuentro con el amanecer dominical, quisiera o no.

—Serán bienvenidos —dijo Polly—. Tenemos mucha comida y suficientes catres.

Hugo y yo intercambiamos miradas de incertidumbre.

—¿Qué les parece si damos una vuelta por el edificio y echan un ojo? Luego podrán decidirse —sugirió Sarah. Cogí la mano de Hugo y recibí un azote de ambigüedad. Sus contradictorias emociones me agotaban. «Vamonos de aquí», pensó.

Deseché mis anteriores planes. Si Hugo estaba sumido en tamaña confusión, no nos vendría bien quedarnos. Las preguntas podían aguardar a más tarde.

—Deberíamos volver a casa y traer nuestros sacos de dormir y las almohadas —dije con tono lúcido—. ¿No es así, cariño?

—Y tengo que dar de comer al gato —dijo Hugo—. Pero estaremos de vuelta a las... seis y media, ¿verdad?

—Caray, Steve, ¿no tenemos sacos de sobra en el almacén? Esos de la otra pareja que estuvo con nosotros un tiempo.

—Nos encantaría que se quedaran hasta que lleguen los demás —nos urgió Steve con una sonrisa radiante. Sabía que estábamos amenazados y que teníamos que salir de allí, pero todo lo que recibía de la mente de Newlin era un muro de determinación. Polly Blythe parecía revolcarse en un lecho de maliciosa satisfacción. Detestaba seguir con la indagación ahora que sabía que sospechaban de nosotros. Si conseguíamos salir de allí en ese momento, me prometí que no volvería a poner el pie dentro. Me olvidaría de todo ese rollo de investigar para los vampiros. Me limitaría a atender en el bar y a acostarme con Bill.

—De verdad tenemos que irnos —dije con firme cortesía—. Estamos muy impresionados con todo esto y queremos venir a la noche blanca, pero aún queda bastante tiempo para que podamos terminar de hacer algunos recados. Ya saben cómo es trabajar durante toda la semana. Todo se amontona.

—Pero ¡seguirán ahí, y la noche termina mañana! —dijo Steve—. Tienen que quedarse.

No había forma de salir de allí sin que todo saliera a la luz. Y no iba a ser yo la primera en romper la baraja, no mientras aún quedase una mínima esperanza de salir. Había mucha gente alrededor. Giramos a la izquierda al salir del despacho de Steve Newlin. Con él caminando apresuradamente detrás de nosotros, Polly a nuestra derecha y Sarah abriendo el camino, recorrimos el pasillo. Cada vez que pasábamos ante una puerta abierta, alguien decía: «Steve, ¿puedo hablar contigo un momento?», o «¡Steve, Ed dice que tenemos que cambiar la redacción de esto!». Pero, aparte de un guiño o un leve temblor en su sonrisa, no era capaz de captar ninguna reacción en Steve Newlin ante esas constantes solicitudes.

Me preguntaba cuánto duraría ese movimiento si quitábamos de en medio a Steve. Casi de inmediato me avergoncé de haberlo pensado, pues de verdad se me había pasado por la cabeza su muerte. Empezaba a pensar que Sarah o Polly podrían ocupar su puesto si se les permitía. Ambas parecían estar hechas de acero.

Todos los despachos estaban abiertos de par en par y proyectaban un aspecto inocente, si es que podía juzgarse como tal la premisa sobre la que se había fundado la organización. Todos ellos parecían estadounidenses normales, aunque puede que más estereotipados de lo normal, e incluso había unos cuantos que no eran caucásicos.

Y había uno que no era humano.

Pasamos junto a una diminuta y delgada mujer hispana por el pasillo, y sus ojos destellaron cuando cruzamos las miradas. Capté una firma mental que sólo había sentido una vez. La otra ocasión fue con Sam Merlotte. Aquella mujer, al igual que Sam, era una cambiante, y sus grandes ojos se abrieron como platos cuando notó la ráfaga de «diferencia» que emanaba de mi ser. Traté de retener su mirada y, por un momento, nos miramos mutuamente, yo tratando de enviarle un mensaje y ella tratando de no recibirlo.

—¿Les he dicho que la primera iglesia que ocupó este lugar se construyó a principio de los años sesenta? —estaba diciendo Sarah, mientras la pequeña mujer seguía su recorrido por el pasillo a paso ligero. Miró hacia atrás por encima del hombro y volví a toparme con sus ojos. Los suyos estaban asustados. Los míos lanzaban un grito de auxilio.

—No —dije, sorprendida por el súbito giro de la conversación.

—Sólo un poco más —nos guió Sarah— y habremos visto toda la iglesia.

Llegamos a la última puerta del pasillo. La correspondiente al ala opuesta que conducía al exterior. Desde fuera, parecía que ambas alas eran exactamente iguales. Evidentemente, mis observaciones eran erróneas. Pero aun así...

—Sin duda es un lugar muy grande —dijo Hugo de forma agradable. La ambigüedad de sus emociones parecía reducirse. De hecho, ya no daba la impresión de estar en absoluto preocupado. Sólo alguien sin ningún sentido psíquico podría no sentirse preocupado por aquello.

Ése era Hugo. Ni el más mínimo sentido psíquico. Parecía bastante interesado cuando Polly abrió la última puerta, la que estaba al fondo del pasillo. Debía conducir al exterior.

Pero, en vez de ello, conducía hacia abajo.

6

—¿Saben? Tengo un poco de claustrofobia —dije al instante—. No sabía que tantos edificios de Dallas contaban con sótano, pero he de decir que no me apetece mucho verlo —me aferré al brazo de Hugo y traté de esbozar una sonrisa encantadora y humilde.

El corazón de Hugo latía como un tambor de lo asustado que estaba. Juro que estaba aterrado. La visión de esas escaleras había vuelto a erosionar de alguna manera su calma. ¿Qué le ocurría? A pesar del miedo, no paraba de darme golpecitos suaves en el hombro mientras sonreía con aire de disculpa hacia nuestros anfitriones.

—Creo que tenemos que irnos —murmuró.

—Sin embargo, creo que deberían ver lo que tenemos en el sótano. Lo cierto es que tenemos un refugio antiaéreo —dijo Sarah, a punto de estallar en risas—. Y está totalmente equipado, ¿no es así, Steve?

—Sí, hay todo tipo de cosas ahí abajo —convino Steve. Aún parecía relajado, afable y asistido de autoridad, aunque yo había dejado de ver nada benigno en esas cualidades. Dio un paso adelante y, como estaba detrás de mí, tuve que hacer lo propio para evitar que me tocara, lo cual no me apetecía en absoluto.

—Vamos —dijo Sarah, entusiasmada—. Apuesto a que Gabe está ahí. Steve puede bajar para ver qué es lo que quería mientras nosotros visitamos el resto de la instalación —bajó por las escaleras tan rápidamente como había recorrido el pasillo, meneando el trasero de una forma que hubiera hallado encantadora de no haberme encontrado al borde del horror.

Polly nos hizo un gesto para que pasáramos delante de ella, así que le hicimos caso. Yo seguía adelante con la farsa porque Hugo parecía absolutamente convencido de que no le harían ningún daño. Lo captaba con toda claridad. El temor que había sentido antes se había desvanecido. Era como si se hubiera resignado a algún programa preestablecido y su ambigüedad se hubiese evaporado. En vano deseé que fuera más fácil de leer. Me centré en Steve Newlin, pero lo que me encontré en él fue un denso muro de autocomplacencia.

Continuamos bajando por las escaleras a pesar de que había reducido mi ritmo peldaño a peldaño. Sabía que Hugo estaba convencido de que él volvería a subir por esas escaleras: después de todo era una persona civilizada. Todas ellas eran personas civilizadas.

Hugo era incapaz de imaginarse que le pudiera ocurrir algo irreparable porque era un estadounidense blanco de clase media con educación universitaria, como todos los que nos acompañaban escaleras abajo.

Yo no compartía tal convicción. Yo no era una persona completamente civilizada.

Aquél fue un pensamiento nuevo e interesante, pero, al igual que muchas de mis ideas de esa tarde, tuve que apartarlo para explorarlo en mi tiempo libre. Si es que volvía a disfrutar de tiempo libre.

En la base de las escaleras había otra puerta, a la que Sarah llamó siguiendo un código. Tres golpes rápidos, espacio, dos rápidos, memoricé. A continuación se escuchó ruido de cerrojos.

Gabe, el del corte militar, abrió la puerta.

—Eh, habéis traído visita —dijo alegremente—. ¡ Qué bien lo vamos a pasar!

Llevaba el polo perfectamente metido bajo sus Dockers, las zapatillas Nike nuevas e impolutas, y estaba muy bien afeitado. Apostaría a que hacía cincuenta abdominales todas las mañanas. Había una corriente subyacente de excitación en cada uno de sus movimientos y gestos. Por algún motivo, Gabe estaba realmente entusiasmado.

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