Vivir y morir en Dallas (9 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: Vivir y morir en Dallas
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—Hablaremos de ello en un lugar más privado —dijo mi vampiro, mirando de reojo a los hombres y mujeres que se habían reunido alrededor del avión para ver a qué se debía tanto ajetreo. Se dirigió hacia los empleados con el uniforme de Anubis y, en voz baja, les reprendió por no acudir en mi ayuda. Al menos eso pensaba yo a tenor de lo pálidos que se ponían y de cómo empezaban a balbucear. Bill deslizó un brazo alrededor de mi cintura y comenzamos a caminar hacia la terminal.

—Lleven el ataúd a la dirección que figura en la tapa —dijo Bill por encima del hombro—. Es el hotel Silent Shore.

El Silent Shore era el único hotel de Dallas que había llevado a cabo las reformas necesarias para acomodar a clientes vampiros. Era uno de los grandes hoteles antiguos del centro, según el folleto. No es que yo haya visto nunca el centro de Dallas ni ninguno de sus grandes hoteles antiguos.

Nos detuvimos en las escaleras que conducían a la terminal de pasajeros.

—Vamos, cuéntamelo —pidió. Lo miré mientras le relataba los hechos del incidente de principio a fin. Estaba muy pálido. Sabía que debía de tener mucha hambre. Sus cejas se antojaban negras contra la palidez de su piel, así como sus ojos, que parecían de un castaño incluso más oscuro de lo que ya eran.

Mantuvo abierta la puerta y accedí al bullicio y la confusión de uno de los mayores aeropuertos del mundo.

—¿No le escuchaste? —sabía que Bill no se refería a mi oído.

—Aún mantenía muy alta mi barrera de protección debido al viaje —dije—, y para cuando me di cuenta, y empecé a intentarlo, tú saliste del ataúd y él se fue corriendo. Tuve una sensación de lo más extraña antes de que huyera... —dudé, a sabiendas de que aquello era poco lógico.

Bill se limitó a esperar. No es de los que malgastan palabras. Siempre deja que acabe lo que estoy diciendo. Dejamos de caminar un momento, apartados contra una pared.

—Sentí como si estuviera allí para raptarme —dije—. Ya sé que suena a locura. ¿Quién iba a conocerme aquí en Dallas? ¿Quién iba a saber que llegaba en este avión? Pero ésa es la impresión que me dio —Bill tomó mis manos calientes entre las suyas, heladas como siempre.

Miré a Bill a los ojos. No soy tan baja y él no es tan alto, pero aun así tengo que levantar la mirada. Y me enorgullece el hecho de ser capaz de hacerlo sin que él pueda usar su glamour conmigo. Sin embargo, a veces desearía que Bill pudiera cambiarme también a mí los recuerdos —no me importaría, por ejemplo, olvidar a la ménade—, pero el caso es que no puede.

Bill estaba sopesando lo que le acababa de decir, archivándolo para una futura referencia.

—Entonces ¿el vuelo en sí fue aburrido? —preguntó.

—Lo cierto es que fue bastante emocionante —admití—. Cuando me aseguré de que los de Anubis te habían guardado en tu avión y yo había embarcado en el mío, una mujer nos enseñó lo que debíamos hacer si nos estrellábamos. Yo estaba sentada junto a la salida de emergencia. Dijo que podíamos cambiarnos los sitios si quienes estábamos en esos lugares no nos veíamos capaces de actuar rápido en caso de accidente. Pero yo pensé que sí que sabría, ¿no crees? ¿Te parece que podría arreglármelas en caso de emergencia? Luego me trajo una bebida y una revista —rara vez era a mí a quien servían, siendo mi profesión la que era, por lo que disfruté de lo lindo.

—Estoy seguro de que podrías arreglártelas en cualquier tipo de situación, Sookie. ¿Te asustaste cuando el avión despegó?

—No. Tan sólo me preocupaba un poco lo de esta noche. Aparte de eso, todo fue bien.

—Lamento no haberte acompañado —murmuró, dejando flotar una voz fría y líquida a mi alrededor. Me presionó contra su pecho.

—No te preocupes —le dije a su camisa, casi creyéndomelo—. Ya sabes, la primera vez que vuelas siempre te pones nervioso. Pero todo fue bien. Hasta que aterrizamos.

Puedo quejarme y puedo lloriquear, pero me alegré de veras de que Bill se hubiera despertado a tiempo para guiarme por el aeropuerto. Cada vez me sentía más como la prima paleta del pueblo.

Ya no hablamos más sobre el sacerdote, pero estaba segura de que Bill no se había olvidado del tema. Me acompañó a recoger el equipaje y a buscar un medio de transporte. Lo normal es que me hubiera dejado esperando en cualquier parte y que se hubiese encargado él de todo, pero, como solía recordarme con frecuencia, algunas veces tendría que hacerlo por mi cuenta si nuestros asuntos exigían que aterrizáramos en alguna parte a plena luz del día.

Aparte del hecho de que el aeropuerto parecía abarrotado, repleto de gente con aspecto ocupado e infeliz, logré seguir las señales con pequeños codazos por parte de Bill después de reforzar mi escudo mental. Ya me empapaba bastante de la triste miseria de los viajeros sin necesidad de escuchar sus lamentos concretos. Empujé el carro con nuestro equipaje (que Bill podría haber llevado tranquilamente debajo del brazo) hasta la fila de taxis y Bill y yo pusimos rumbo hacia el hotel al cabo de cuarenta minutos de su despertar. La gente de Anubis juró por activa y por pasiva que su ataúd llegaría dentro de las siguientes tres horas.

Ya veríamos. Si no cumplían el plazo, nos indemnizarían con un vuelo gratis.

En apenas siete años desde que me gradué en el instituto, me había olvidado de la extensión que tenía Dallas. Eran tan asombrosas las luces de la ciudad como su congestión. Contemplaba por la ventanilla todo lo que pasaba por delante de mí mientras Bill me sonreía con una indulgencia irritante.

—Estás muy guapa, Sookie. Te sienta muy bien esa ropa.

—Gracias —dije, aliviada y complacida. Bill había insistido en que debía tener un aspecto «profesional», y cuando le pregunté «¿Profesional de qué?» me propinó una de esas miradas suyas. Así que me puse un traje gris sobre una blusa blanca, con unos pendientes de perla, y un bolso y unos zapatos de tacón negros. Incluso me había recogido el pelo en un intrincado moño con uno de esos postizos Hairagami que había encargado a la teletienda. Mi amiga Arlene me había ayudado. Para mi gusto, tenía todo el aspecto de una profesional (una asistente funeraria profesional, quizá), y a Bill parecía agradarle. Adquirí todo el vestuario en Prendas Tara, pues se trataba de gastos de trabajo justificados. Así que tampoco podía quejarme del precio.

Me habría sentido más cómoda en mi uniforme de camarera. Prefiero mil veces unos shorts y una camiseta que un vestido y unas medias. Podría haber llevado mis Adidas y mi uniforme de camarera en lugar de aquellos malditos tacones. Suspiré.

El taxi se detuvo frente al hotel y el conductor se apeó para sacar el equipaje. Teníamos suficiente para tres días. Si los vampiros de Dallas seguían mis indicaciones, podríamos acabar con aquello y volver a Bon Temps mañana por la noche, para vivir allí sin ser molestados y ajenos a la política vampírica, al menos hasta la próxima vez que Bill recibiera una llamada telefónica. Pero era mejor llevar ropa extra que contar con esa posibilidad.

Me arrastré sobre el asiento para salir detrás de Bill, que ya estaba pagando al conductor. Un botones del hotel estaba cargando el equipaje en un carro. Volvió su delgada cara hacia Bill y le dijo:

—¡Bienvenido al hotel Silent Shore, señor! Mi nombre es Barry y... —Bill dio un paso al frente, dejando que la luz del vestíbulo se derramara sobre su rostro—, seré su mozo de equipajes —acabó de decir Barry con un hilo de voz.

—Gracias —le dije al muchacho, que no debía de tener más de dieciocho años, dándole un segundo para recomponerse. Le temblaban un poco las manos. Proyecté mi red mental para averiguar cuál era la causa de su nerviosismo.

Para mi asombrado deleite, al cabo de un fugaz asedio a la mente de Barry me di cuenta de que... ¡era un telépata como yo! Pero él se encontraba en la fase de organización y desarrollo por la que pasé yo a los doce años. Era un desastre de chico. Era incapaz de controlarse, y sus escudos eran una ruina. Estaba sumido en plena fase de negación. No sabía si agarrarlo y abrazarlo o darle una colleja. Entonces me di cuenta de que no me correspondía a mí revelar su secreto. Dirigí la mirada hacia otra parte y empecé a balancearme sobre los pies, como si estuviese aburrida.

—Les seguiré con el equipaje —farfulló Barry, y Bill le sonrió amablemente. Barry devolvió una sonrisa indecisa y se concentró en empujar el carro. Seguramente era la apariencia de Bill la que ponía nervioso a Barry, puesto que no podía leer su mente (lo que constituía el gran atractivo de los no muertos para la gente como yo). Barry tendría que aprender a relajarse en presencia de vampiros, ya que trabajaba en un hotel que los atendía.

Algunas personas creen que todos los vampiros son terroríficos. Para mí, depende de cuáles. Recuerdo que la primera vez que vi a Bill pensé que tenía un aspecto completamente diferente, pero no me asustaba.

Pero la que nos aguardaba en el vestíbulo del Silent Shore, ésa sí que ponía los pelos de punta. Apuesto a que conseguiría que el pobre Barry se meara en los pantalones. Se nos acercó después de que nos registráramos, mientras Bill volvía a guardarse la tarjeta de crédito en la cartera (seguir solicitando tarjetas de crédito a los ciento sesenta años, eso sí que es aguantar carros y carretas). Me apreté a él mientras le daba una propina a Barry con la esperanza de que no reparara en mí.

—¿Bill Compton? ¿El detective de Luisiana? —su voz era tan tranquila y fría como la de Bill, aunque con una inflexión considerablemente inferior. Llevaba mucho tiempo muerta. Estaba tan blanca como una hoja de papel, era tan delgada como una tabla y su fino vestido azul y dorado, que le llegaba hasta los tobillos, no le favorecía más que para acentuar su palidez y la flaqueza de su cuerpo. Tenía el pelo castaño claro, trenzado y largo hasta el trasero, y unos brillantes ojos verdes enfatizaban su macabro exotismo.

—Sí —los vampiros no se estrechan la mano, pero los dos hicieron contacto visual y se dedicaron un brusco asentimiento.

—¿Es ésta la mujer? —preguntó señalándome, probablemente con uno de esos gestos acelerados, pues alcancé a ver un movimiento desenfocado por el rabillo del ojo.

—Es mi compañera y colega, Sookie Stackhouse —dijo Bill.

Tras un instante, asintió para denotar que había cogido la indirecta.

—Me llamo Isabel Beaumont —se presentó—. Yo os acompañaré en cuanto deshagáis vuestro equipaje y estéis preparados.

—Tengo que alimentarme —dijo Bill.

Isabel me dedicó una mirada pensativa, sin duda preguntándose por qué no suministraba alimento a mi compañero, pero no era asunto suyo. Se limitó a decir:

—Sólo tienes que pulsar el botón del teléfono para que te atienda el servicio de habitaciones.

Una insignificante mortal como yo tendría que pedir del menú. Pero viendo la agenda que me esperaba, concluí que sería preferible comer después de atender los asuntos que nos aguardaban esa noche.

Cuando nos subieron las cosas a la habitación, que era lo bastante grande como para albergar un ataúd y una cama, el silencio que se adueñó de la pequeña sala de estar se volvió incómodo. Había una pequeña nevera bien surtida de TrueBlood, pero esta noche Bill sólo se contentaría con sangre de verdad.

—Tengo que hacer una llamada, Sookie —dijo Bill. Ya habíamos hablado de ello antes del viaje.

—Por supuesto —sin mirarle, me retiré al dormitorio y cerré la puerta. Podía alimentarse de cualquier otro para que yo conservara las fuerzas de cara a los acontecimientos venideros, pero yo no estaba obligada a mirar o a que me agradara. Al cabo de unos minutos escuché que llamaban a la puerta de la habitación y que Bill admitía a alguien; su cena. Hubo un murmullo de voces seguido de un leve quejido.

Por desgracia para mi nivel de tensión, tenía demasiado sentido común como para hacer algo del estilo de lanzar por la habitación mi cepillo del pelo o uno de mis malditos zapatos de tacón. Quizá también contribuía a ello mi intención de mantener algo de dignidad y el mal humor que un gesto como ése provocaría en Bill. Así que me conformé con deshacer la maleta y poner mi maquillaje en el cuarto de baño, usando el retrete a pesar de no sentir verdaderas ganas de hacerlo. Los servicios eran opcionales en el mundo de los vampiros, algo que aprendí con el tiempo, y aunque estuviesen disponibles en las casas ocupadas por ellos, muchas veces se olvidaban de reponer el papel higiénico.

No tardé en escuchar cómo se volvía a abrir y cerrar la puerta de la habitación y cómo Bill llamaba levemente a la del cuarto de baño antes de entrar. Tenía más color en la cara y su expresión parecía más viva.

—¿Estás lista? —preguntó. De repente me di cuenta de que me disponía a realizar mi primer trabajo para los vampiros y volví a sentir miedo. Si no salía bien, mi vida se convertiría en un calvario, y hasta puede que Bill acabase más muerto de lo que ya estaba. Asentí, con la garganta seca de miedo—. No te lleves el bolso.

—¿Por qué no? —pregunté, mirándolo perpleja. ¿A quién le podía molestar?

—Se pueden esconder cosas en los bolsos —cosas como estacas, asumí—. Llévate tan sólo la llave de la habitación en... ¿Esa falda tiene bolsillos?

—No.

—Bien, pues guárdatela en la ropa interior.

Alcé el dobladillo para que Bill pudiera ver en qué ropa interior me podía guardar las cosas. Disfruté la expresión de su cara más de lo que se puede expresar con palabras.

—¿Eso es..., no llevarás... un tanga? —Bill parecía un poco preocupado de repente.

—Así es. No vi la necesidad de parecer profesional tan a flor de piel.

—Y qué piel —murmuró Bill—. Tan morena... Tan suave.

—Sí, supuse que no sería necesario que llevara medias —sujeté el rectángulo de plástico (la llave) bajo una de las gomas.

—Oh, no creo que vaya a mantenerse fija ahí —dijo con los ojos encendidos—. Podríamos separarnos y es fundamental que la conserves. Prueba en otro sitio.

Y eso hice.

—Oh, Sookie, no creo que sea fácil sacarla de ahí si tienes prisa. Tenemos... Eh, tenemos que irnos —dijo Bill, arrancándose de su propio trance.

—Vale, si insistes —dije, volviendo a cubrir mi «ropa interior» con la falda.

Me dedicó una oscura mirada, se palpó los bolsillos como suelen hacer los hombres para comprobar que lo llevaba todo. Era un gesto extrañamente humano, y me emocionó de una forma que ni siquiera era capaz de describirme a mí misma. Nos hicimos un mutuo y escueto gesto de asentimiento y recorrimos el pasillo hacia el ascensor. Isabel Beaumont ya estaría esperando por nosotros, y tenía la diáfana sensación de que no estaba muy acostumbrada a hacerlo.

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