Read Vivir y morir en Dallas Online
Authors: Charlaine Harris
Con mucha ayuda de Godfrey conseguí salvar el empinado obstáculo. Usó su mano libre para introducir la combinación de la puerta y abrirla.
—Hace tiempo que estoy aquí, en la celda del fondo —explicó con una voz que apenas se podría calificar de perturbación del aire.
El pasillo estaba despejado, pero en cualquier momento podía asomar alguien de uno de los despachos. A Godfrey eso no parecía quitarle el sueño, pero a mí sí, y era mi libertad lo que estaba en juego. No oí a nadie. Al parecer, todo el mundo se había marchado a sus casas para prepararse para la noche blanca, y los invitados aún no habían empezado a llegar. Algunas de las puertas de los despachos estaban cerradas, y sus ventanas eran la única forma que tenía la luz del sol de penetrar en el pasillo. Debía de estar lo suficientemente oscuro como para que Godfrey se sintiera a gusto, pensé, pues ni siquiera se sobresaltó. Una brillante luz artificial se escapaba por debajo de la puerta del despacho principal.
Nos dimos prisa, o al menos yo lo intenté, pero mi pierna izquierda no me estaba ayudando mucho. No estaba segura de hacia qué puerta se estaba dirigiendo Godfrey. Quizá iba hacia las puertas dobles que había visto antes en la parte posterior del santuario. Si podía llegar sin problemas hasta allí, no tendría que atravesar el ala opuesta del edificio. No sabía lo que haría una vez estuviese en el exterior, pero estar fuera sin duda sería mucho mejor que seguir dentro. Justo al llegar a la penúltima puerta de despacho a la izquierda, desde donde había salido la pequeña mujer hispana, se abrió la puerta del despacho de Steve. Nos quedamos paralizados. El brazo de Godfrey parecía una banda de hierro rodeándome la cintura. Polly salió, aún encarada hacia el despacho. Apenas nos encontrábamos a un par de metros.
—... hoguera —estaba diciendo.
—Oh, creo que ya he tenido suficiente —dijo la dulce voz de Sarah—. Si todo el mundo respondiera a las invitaciones, lo sabríamos seguro. No me puedo creer que a la gente le cueste tanto contestar. ¡Es tan desconsiderado después de que se lo hayamos puesto tan fácil para decir si iban a asistir o no!
Un debate sobre la etiqueta. Dios, ojalá pudiera escribir a la señora Buenos Modales para que me aconsejara en una de sus columnas sobre esta peculiar situación.
Me he colado sin invitación en la fiesta de una pequeña iglesia y me marché sin despedirme. ¿Estoy obligada a escribir una nota de agradecimiento o bastaría con enviar unas flores?
Polly empezó a girar la cabeza. Sabía que de un momento a otro se percataría de nuestra presencia. Apenas se estaba gestando ese pensamiento, cuando Godfrey me empujó hacia las sombras de un despacho vacío.
—¡Godfrey! ¿Qué haces aquí arriba? —Polly no parecía asustada, aunque tampoco muy contenta. Era más bien como si se hubiese topado con el jardinero en el salón de casa poniéndose cómodo.
—He venido para ver si tengo que hacer algo más.
—¿No es terriblemente temprano para que estés despierto?
—Soy muy antiguo —dijo educadamente—. Los antiguos no necesitamos dormir tanto como los jóvenes.
Polly se rió.
—Sarah —dijo alegremente—, ¡Godfrey se ha despertado!
La voz de Sarah sonó más cercana cuando habló:
—¡Hola, Godfrey! —dijo con un tono igual de alegre—. ¿Estás emocionado? ¡Seguro que sí!
Estaban hablando con un vampiro de mil años como si fuese un crío en vísperas de su cumpleaños.
—Tu túnica está lista —dijo Sarah—. ¡Todo viento en popa!
—¿Qué pasaría si hubiera cambiado de idea? —preguntó Godfrey.
Hubo un largo silencio. Traté de respirar muy lenta y silenciosamente. Cuanto más se acercara la hora del anochecer, más probabilidades imaginaba que tendría de salir de aquélla.
Ojalá pudiese hacer una llamada... Eché un vistazo al escritorio del despacho. Había un teléfono. Me preguntaba si su uso me delataría al encenderse la luz de la línea correspondiente en los demás aparatos. Además, concluí, haría demasiado ruido.
—¿Has cambiado de opinión? ¿Será posible? —preguntó Polly. Estaba claramente exasperada—. Fuiste tú quien acudió a nosotros, ¿recuerdas? Tú nos hablaste de tu vida de pecado, de la vergüenza que sentías al matar niños y... todo lo demás. ¿Ha cambiado algo de eso?
—No —dijo Godfrey, con aire meditabundo—. Nada de eso ha cambiado. Pero no veo la necesidad de incluir a ningún humano en mi sacrificio. De hecho, creo que habría que dejar que Farrell hallara su propia paz con Dios. No deberíamos obligarlo a inmolarse.
—Esto tenemos que hablarlo con Steve —le dijo Polly a Sarah en tono bajo.
Después sólo escuché a Polly, por lo que deduje que Sarah había vuelto al despacho para llamar a Steve.
Una de las luces del teléfono se encendió. Así que, efectivamente, estaban conectados. Se habrían enterado si hubiese usado alguna de las otras líneas. Puede que en un segundo.
Polly trataba de hacer entrar en razón a Godfrey. Godfrey, a su vez, no hablaba demasiado, y no tenía la menor idea de lo que se le estaba pasando por la cabeza. Me mantuve apretada contra la pared del despacho, impotente, esperando que a nadie se le ocurriese pasar, que nadie bajara al sótano y diera la alarma, que Godfrey no volviese a cambiar de parecer.
«Socorro», me dije a mí misma. ¡Ojalá pudiera pedir socorro de esa manera, a través de mi otro sentido!
El destello de una idea prendió en mi mente. Traté de permanecer tranquila, si bien las piernas aún me temblaban por el shock, y la cara y la rodilla me dolían horrores. Quizá sí podía llamar a alguien: a Barry, el botones. Era un telépata, como yo. Él podría oírme. O eso esperaba, puesto que nunca había intentado algo así —bueno, en realidad, nunca había conocido a otro telépata—. Traté desesperadamente de ubicarme con respecto a Barry, dando por sentado que estaba en el trabajo. Era más o menos la misma hora a la que habíamos llegado desde Shreveport, así que quizá tuviese una oportunidad. Visualicé mi situación en el mapa, la cual ya conocía por haberla consultado con Hugo (si bien ahora ya sabía que sólo estaba fingiendo no saber dónde se encontraba el Centro de la Hermandad), y asumí que nos encontrábamos al suroeste del hotel Silent Shore.
Me encontraba en un nuevo terreno de la mente. Auné toda la energía de la que pude echar mano y traté de juntarla mentalmente, en una especie de bola. Por un momento me sentí completamente ridícula, pero cuando pensé en liberarme de ese sitio y esa gente, comprendí que tenía muy poco que perder sintiéndome así. Proyecté mis pensamientos hacia Barry. No resulta fácil explicar cómo lo hice exactamente, pero lo conseguí. Sabía que conocer su nombre y el sitio donde se encontraba ayudaría.
Decidí empezar tranquila. «Barry, Barry, Barry, Barry, Barry...»
—«¿Qué quieres?» —estaba aterrado. No le había pasado nada parecido antes.
—«Yo tampoco había hecho esto antes» —le dije, con la esperanza de que sonara reconfortante—. «Necesito ayuda, estoy en un gran aprieto.»
—«¿Quién eres?»
Vale, eso ayudaría, tonta de mí.
—«Soy Sookie, la rubia que llegó anoche con el vampiro castaño. La suite de la tercera planta.»
—«¿La de las tetas grandes? Oh, disculpa.»
Al menos se había disculpado.
—«Sí, la de las tetas grandes y el novio.»
—«Bueno, ¿y qué pasa?»
Ahora todo esto suena muy claro y organizado, pero no eran palabras. Era como si ambos nos estuviéramos enviando telegramas e imágenes emocionales.
Traté de pensar cómo explicar mi problema.
—«Ve a ver a mi vampiro en cuanto se despierte.»
—«¿Y luego?»
—«Dile que estoy en peligro. Peligropeligropeligropeligro...»
—«Vale, lo cojo. ¿Dónde?»
—«Iglesia» —supuse que aquello sería un buen atajo para referirme al Centro de la Hermandad. No se me ocurría ninguna forma de dárselo a entender a Barry.
—«¿Sabe dónde?»
—«Sabe dónde. Dile que baje las escaleras.»
—«¿Eres de verdad? No sabía que hubiera nadie más.»
—«Soy de verdad. Ayúdame, por favor.»
Podía sentir un confuso manojo de emociones recorriendo la mente de Barry a toda velocidad. Tenía miedo de hablar con un vampiro, le asustaba que sus jefes descubrieran que tenía «una cosa rara en el cerebro» y le emocionaba que hubiese alguien más como él. Pero, sobre todo, le preocupaba esa parte de él que llevaba tanto tiempo asombrándolo y asustándolo a la par.
Todas esas sensaciones me eran familiares.
—«Está bien, comprendo» —le dije—. «No te lo pediría si no me fueran a matar.»
El miedo volvió a atenazarle. Miedo por su responsabilidad en todo aquello. Nunca debí de haber añadido esa frase.
Y luego, de alguna manera, erigí una frágil barrera entre los dos, insegura de lo que Barry iba a hacer.
Mientras estuve concentrada en Barry, habían seguido pasando cosas en el pasillo. Cuando volví a escuchar de nuevo, Steve ya había regresado. El también trataba de ser razonable y positivo con Godfrey.
—Bien, Godfrey —estaba diciendo—, si no querías hacerlo sólo tenías que decirlo. Te comprometiste, todos lo hicimos, y todos hemos seguido adelante con la expectativa de que mantuvieras tu palabra. Va a haber mucha gente decepcionada si no cumples con tu compromiso en la ceremonia.
—¿Qué haréis con Farrell? ¿Y con Hugo y la rubia?
—Farrell es un vampiro —dijo Steve, en un tono de voz dulce y razonable—. Hugo y la mujer son criaturas de los vampiros. Ellos también deberían perecer bajo el sol, atados a un vampiro. Es la suerte que han escogido en la vida, y deberían ser consecuentes con ella hasta la muerte.
—Soy un pecador, y soy consciente de ello, así que cuando muera mi alma irá con Dios —dijo Godfrey—. Pero Farrell no lo sabe. Cuando muera, no tendrá la misma oportunidad. Del mismo modo, el hombre y la mujer no han tenido la oportunidad de arrepentirse por sus pecados. ¿Acaso es justo matarlos y condenarlos al infierno?
—Tenemos que ir a mi despacho —dijo Steve con determinación.
Me di cuenta de que eso era precisamente lo que Godfrey había estado buscando desde el principio. Oí ruidos de pasos.
—Después de ti —murmuró Godfrey con gran cortesía.
Quería ser el último para poder cerrar la puerta trasde sí.
Al fin pude sentir el pelo seco, liberada del peso del sudor que lo había empapado. Me colgaba sobre los hombros a mechones separados, pues me lo había estado desenredando en silencio durante la conversación. Era una curiosa actividad que emprender mientras se estaba debatiendo mi destino, pero debía mantenerme ocupada. Entonces me metí cuidadosamente en el bolsillo las horquillas, recorrí con los dedos el desastre enmarañado y me dispuse a deslizarme fuera de la iglesia.
Me asomé con cuidado por la puerta. Sí, el despacho de Steve estaba cerrado. Salí de puntillas del oscuro despacho, giré a la izquierda y me dirigí hacia la puerta que daba al santuario. Giré el pomo con mucho cuidado y la puerta se abrió. El santuario estaba sumido en la penumbra. Apenas entraba luz por las enormes vidrieras para permitirme recorrer el lateral sin tropezarme con las hileras de bancos.
Entonces escuché voces, cada vez más fuertes, procedentes del ala opuesta. Las luces del santuario se encendieron. Me eché al suelo y me deslicé bajo uno de los bancos. Entró un grupo familiar, con todos sus miembros hablando en voz alta. La cría estaba sollozando porque se estaba perdiendo algún programa de televisión por tener que asistir a la asquerosa noche blanca.
Eso le valió un azote en el trasero, o a eso sonó. Su padre le dijo que debía sentirse afortunada por tener la oportunidad de presenciar una magnífica demostración del poder de Dios. Iba a contemplar la salvación en directo.
Incluso dadas mis circunstancias, me puse a discrepar en silencio. Me preguntaba si el padre comprendería realmente que su líder planeaba que la congregación presenciara la calcinación a muerte de dos vampiros, mientras al menos uno de ellos estaba atado a una humana que también acabaría quemada viva. Me preguntaba qué impacto tendría aquella «magnífica demostración del poder de Dios» en la salud mental de la cría.
Para mi desgracia, empezaron a apilar sus sacos de dormir contra la pared del lado opuesto del santuario mientras seguían hablando. Al menos esa familia se comunicaba. Además de la niña llorona había dos niños mayores, un chico y una chica, y, como buenos hermanos que eran, se estaban peleando como perros y gatos.
Un par de zapatos planos rojos trotaron junto el extremo de mi fila de bancos y desapareció por la puerta que conducía al ala de Steve. Me preguntaba si el grupo del despacho seguía debatiendo.
Los pies volvieron a aparecer al cabo de unos segundos, esta vez a un ritmo más acelerado. También me hice preguntas acerca de eso.
Aguardé unos cinco minutos más, pero no ocurrió nada.
En adelante, habría cada vez más gente. Era ahora o nunca. Rodé fuera del banco y me levanté. Por suerte, todos estaban distraídos con sus tareas cuando me incorporé. Anduve a paso ligero hacia las puertas dobles de la parte posterior de la iglesia. Por su repentino silencio supe que me habían visto.
—Hola —gritó la madre, incorporándose junto a su saco de dormir de intenso azul. Su expresión reflejaba mucha curiosidad—. Debes de ser nueva en la Hermandad. Me llamo Francie Polk.
—Sí —grité, tratando de sonar alegre—. ¡Tengo prisa! ¡Nos vemos luego!
Empezó a acercarse.
—¿Te has hecho daño? —preguntó—. Disculpa, pero tienes un aspecto horrible. ¿Eso es sangre?
Me miré la blusa. Tenía unas pocas manchas a la altura del pecho.
—Me he caído —dije, tratando de sonar dolida—. Necesito ir a casa para curarme esto y cambiarme de ropa. ¡Enseguida vuelvo!
Pude ver la duda en la cara de Francie Polk.
—Hay un botiquín en el despacho. ¿Por qué no me dejas que vaya y te lo traiga? —preguntó.
«Porque no quiero que lo hagas.»
—Mira, es que también tengo que ponerme otra blusa —alegué. Arrugué la nariz para mostrar lo poco apropiado que me parecía llevar una blusa manchada durante toda la noche.
Otra mujer apareció por las mismas puertas a las que yo tan desesperadamente quería llegar y se quedó parada, escuchando la conversación. Sus ojos negros no paraban de ir de mí a la determinada Francie.
—¡Hola, guapa! —dijo con un fuerte acento, y la pequeña mujer hispana, la cambiante, me dio un abrazo. Yo procedo de una cultura del abrazo, y se lo devolví automáticamente. Mientras estábamos abrazadas, me propinó un significativo pellizco.