Viracocha (24 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

BOOK: Viracocha
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—Ese maldito me daba hongos a todas horas… —admitió el marino lanzando un escupitajo a la cara del muerto—. Pero no me curaban; tan sólo me producían mareos y alucinaciones en los que soñaba con el barco, España o Pizarro. También creo recordar que en una ocasión soñé con usted.

—Quizá fue entonces cuando me llamaste. Yo te oía en mis pesadillas.

—¡Quizás…! —admitió el otro de mala gana—. Todo lo que ha ocurrido en estos últimos tiempos me resulta muy confuso… —Hizo una larga pausa como si tratara entender algo que estaba por completo fuera de su capacidad de raciocinio—. De pronto se enfadaron conmigo y todo cambió. Imagino que querían algo de mí, nunca pude averiguar de qué se trataba. Me encerraron en una especie de catacumba y me mataban de hambre. Luego, ayer, me sacaron para traerme aquí.

—Por lo visto en un principio creyeron que eras especie de Mesías o un enviado de los dioses que vez liberarles del yugo de los incas.

—¿Yo? —se asombró el marino con un deje de burla en la voz—. ¿Yo un Mesías…? ¿A quién se le ocurre? Yo lo único que quería era follar y vivir en paz.

—Pero ellos no podían entenderlo. Llevan demasiado tiempo avasallados y se aferran a cualquier esperanza. Aquí todo se mueve a base de supersticiones, predicciones y brujería. Según una de sus leyendas, llegarán unos hombres blancos que serán como dioses y acabarán con el Imperio. Por eso, cuando te vieron debieron suponer que venías a liberarles.

—¿Semidesnudo y muerto de hambre? ¡Cretinos!

—Para ellos es como sí llegáramos de otro mundo… Somos distintos, el arcabuz los aterroriza y mil de los nuestros los pondrían en un aprieto, sobre todo si trajeran caballos. Pero sería una lástima.

—¿Una lástima? —se sorprendió Guzmán Bocanegra—. ¿Por qué una lástima? Son salvajes a los que tenemos la obligación de atraer a la verdadera fe, obligándoles a rendir vasallaje al Emperador porque en el fondo ni siquiera son seres humanos. Lo parecen, pero no tienen alma.

Alonso de Molina no se sentía con ánimos como para discutir sobre tan escabroso tema, y prefirió dar por concluida la charla y descansar unas horas por lo que se limitaron a dejar en libertad al lugareño y echar una corta cabezada convencidos de que, al menos por esa noche, no corrían peligro.

Al día siguiente, Guzmán Bocanegra se encontraba en pésimas condiciones y en especial las llagas de sus piernas presentaban un aspecto terrible y repugnante. Las moscas acudían de continuo a cebarse en ellas, y el marino, que apenas podía caminar, se pasaba el tiempo maldiciendo aquel puerco país y la hora que se le ocurrió quedarse en él.

—Todo este Nuevo Mundo no es más que un espejismo y una mierda —decía—. Me cago en el alma de quien me convenció para que viniera. Debí quedarme en mi tierra, porque para pasar miserias cualquier lugar es bueno.

—Muchos han hecho fortuna aquí —le recordaba el andaluz.

—Y muchos más se han muerto de asco… Calor, salvajes, mosquitos, fiebres, serpientes… ¡Y ahora esto…! ¿Dónde se ha visto que el simple hecho de acostarse con una mujer te pudra en vida…? En el Nuevo Mundo. ¡Sólo en el Nuevo Mundo!

Alonso de Molina no acertaba a responder, ya que era la primera vez que se enfrentaba a los estragos de la extraña y terrible enfermedad, y el hecho de que el acto sexual aniquilara de aquella forma a un ser humano resultaba totalmente nuevo para él.

Chabcha Pusí fue sin embargo mucho más explícito, y aquella misma tarde, apenas clavó la vista en Guzmán Bocanegra tomó plena conciencia del estado en que se hallaba.

—Ese hombre es un peligro —dijo—. «El Mal» se ha adueñado de él y en sus condiciones no le permitirán entrar en el Cuzco. Está en manos de Sopay.

—Dijiste que ciertos hechiceros conseguían curar «El Mal».

—No cuando se encuentra en un estado tan avanzado. Cuanto puede hacer es infectar a quien se le aproxima y el hecho de que un «Viracocha» haya caído de ese modo en poder de Sopay, le dará armas a Yana Puma para acabar contigo. ¡Piensa en ello!

—¿Y qué quieres que haga? Es uno de los míos.

—No. No es como tú —sentenció Naika que asistía a la conversación y se apartaba asqueada del marino como si del mismísimo diablo se tratara—. No sólo está enfermo: se le nota en los ojos que no es bueno. Me espanta cómo mira.

El español ya había advertido en efecto que, desde el, momento mismo en que Guzmán Bocanegra descubrió la muchacha, su expresión había cambiado y la seguía con la vista a todas partes como un lobo dispuesto a lanzarse sobre una presa al menor descuido.

—¡Está buena la salvaje! —fue lo primero que dijo al descubrirla—. ¡Muy buena! ¿Quién es?

—La esposa del «curaca». Un hombre importante… mi amigo.

—¿La mujer de ese viejo? —rió—. ¡No puedo creerlo! Seguro que agradecerá que le haga pasar un buen rato. Todas estas salvajes lo agradecen.

Sentado en el fondo del riachuelo al que había acudido a darse un baño que le librara del polvo del largo viaje, Alonso de Molina tuvo que plantearse a solas el hecho, en apariencia indiscutible, de que había cometido un terrible error al rescatar a Guzmán Bocanegra de manos de sus captores.

Pocos eran los contactos que habían mantenido en el barco, en el que el marinero siempre se mostró huraño y retraído, pero en esta ocasión apenas unas horas le habían bastado para comprender que se trataba de uno de aquellos seres de ínfima calaña que habían atravesado el océano con la esperanza de dar rienda suelta en unas tierras de escasas leyes y mínima represión a cuantas frustraciones llevaban dentro.

No conseguía descubrir en el carácter de Guzmán Bocanegra ni tan siquiera un ápice de aquel amor a la aventura que caracterizaba incluso a los más indeseables de los conquistadores, y en él todo parecía estar regido por los más primitivos impulsos, entre los que destacaba, con gran diferencia, un desbocado e incontenible apetito sexual.

Por dos veces durante el transcurso del día, y pese a su deplorable estado y la fatiga que producía la larga caminata, se había apartado unos metros con la excusa de atender a urgentes necesidades fisiológicas, pero el andaluz había podido comprobar, asombrado, que a lo que en realidad se dedicaba era a masturbarse.

A Calla Huasi tampoco le había pasado inadvertido el hecho, y pese a que era un hombre que raramente demostraba sus emociones, Alonso de Molina no pudo por menos que comprender que también se sentía profundamente confuso y asqueado.

¿Qué hacer con alguien atacado de semejante grado de incontinencia que se estaba pudriendo en vida, no se respetaba a sí mismo, y tendría probablemente vedado el acceso a la capital?

Una y otra vez trataban de hallar una respuesta a tal pregunta, pero no existía ninguna.

E
l viaje a los infiernos debió parecerse mucho al asfixiante viaje de regreso a través del desierto de arenas negras, transportando en andas a un hombre enfermo y maloliente del que incluso los sufridos porteadores se apartaban como si temieran que su simple contacto pudiera transmitirles el terrorífico «Mal de Sopay».

Naika le había cedido su litera, la única que quedaba pero lógicamente se había negado a volver a ocuparla ya que la hediondez, la sangre y el pus parecían haberla contaminado en cuanto Guzmán Bocanegra penetró en ella.

La muchacha marchaba a pie por tanto, diminuta y frágil, pero fuerte y animosa, y aunque se esforzaba por mantener su entereza, no podía negarse que la presencia del marinero le producía un profundo desasosiego y el infantil entusiasmo que le acompañara hasta aquellos momentos se había esfumado en el polvoriento y caliente aire costeño.

—No podemos aparecer con «eso» en el Cuzco… —insistía por su parte Chabcha Pusí marchando pesadamente junto a Alonso de Molina—. Es un peligro.

—¿Y qué hago? ¿Lo dejo aquí a que las moscas le devoren? Si tuviera lepra podría planteárselo claramente. Le diría: «Bocanegra, estás marcado y sabes bien que todos los países imponen el aislamiento obligatorio a los leprosos…». Pero tú mismo dices que ésta es una enfermedad que tan sólo se contagia haciendo el amor. Si no lo hace, no hay peligro.

—¿Y piensas pasarte la vida vigilándole? Observa cómo mira a Naika… Si no estuviéramos aquí se abalanzaría sobre ella porque es un loco capaz de violar a quienquiera que se le ponga por delante. —El «curaca» se detuvo y le aferró por el brazo obligándole a que se volviera a mirarle—. ¡No puedo consentirlo! —exclamó—. Sabes lo mucho que te aprecio, pero no puedo aceptar que esa bestia putrefacta ande suelta por el mundo. Haría mucho daño.

—¡Pero es español…! —se lamentó Molina—. Mi obligación es ayudarle.

—¿Por qué? ¿Por patriotismo, tú que renunciaste a tu patria, o por amistad pese a que jamás fue amigo tuyo? Yo sí me considero tu amigo, y sabes que haría por ti mucho más que por cualquier inca, porque lo que en verdad importan son las personas, no el lugar en que nacen.

—Me necesita. Hoy en día soy su única esperanza.

—Te equivocas. Ya no le queda esperanza alguna.

El andaluz sabía a ciencia cierta que Chabcha Pusí tenía razón, pero pese a ello se consideraba incapaz de abandonar a su suerte a una especie de cadáver ambulante del que por desgracia no sabía si podría sobrevivir un año, un mes o una semana.

El propio Bocanegra parecía haberse dado perfecta cuenta de cuál era su situación, no abrigaba ilusiones con respecto a su futuro, y así lo expresó por tanto abiertamente durante uno de los continuos altos en el camino que tenían que hacer los agotados porteadores.

—Mal negocio hizo viniendo a buscarme, Capitán… —comentó burlón—. Mal negocio para usted, que tiene que cargar con un enfermo, y para mí, que ya me había hecho a la idea de acabar en aquel agujero y ahora tengo que luchar contra la estúpida ilusión de vivir. —Lanzó un largo silbido que podía considerarse tanto de resignación como de entusiasmo—. ¡Si al menos pudiera echar un polvo con esa chiquilla! ¡Rayos! —exclamó—. Morir jodiendo sería un buen fin para un tipo como yo.

—No vuelvas a hablar de Naika… —le recriminó el andaluz refrenando sus deseos de encolerizarse—. Su esposo es mi mejor amigo; le debo la vida.

—¡Pero yo no…! —rió el otro ásperamente—. ¡Vamos Capitán, No se me vuelva moralista…! Al fin y al cabo no son más que salvajes. Usted y yo somos gente civilizada… Ayúdeme a conseguir a esa muñeca y podrá sentirse orgulloso de haber logrado que un español se vaya feliz al otro mundo.

—¡Olvídala! Y olvídate de tocar a una mujer hasta que estés completamente sano. Buscaré quien te cure.

—¿Curarme? —inquirió el marino auténticamente sorprendido—. ¡No me haga reír! Yo puedo ser analfabeto y loco, pero no imbécil. ¿Ve esta llaga? Pronto me llegará al hueso y apesta a carne putrefacta. Nadie conseguirá nunca regenerarla, de esto estoy seguro; yo ya estoy muerto, lo sé.

—En ese caso, ¿por qué no intentas ponerte a bien con Dios y tratar de morir en paz contigo mismo y los demás…?

—Porque he navegado demasiados años como para creer en Dios; en paz conmigo mismo sólo me siento cuando estoy jodiendo, y a los demás jamás les importé una mierda y por tanto ellos tampoco me importan un pepino. Mi madre era un putón de puerto, me crié entre basura y viví siempre en la miseria, pero al menos fui rey durante cuatro meses… No me parece mal que una historia tan absurda concluya de este modo, y lo único que pido es espicharla como siempre soñé: con una hermosa mujer entre las piernas.

—Me temo que eso no va a ser posible.

—Lo veremos.

—Te lo advierto, Bocanegra… —El tono de voz de Alonso de Molina no se prestaba a dudas—. Si te acercas a Naika eres hombres muerto.

El otro le lanzó una burlona mirada cargada de ironía.

—¿Más aún…?

—¡Déjalo aquí…! —rogó Calla Huasi que sin entender una sola palabra de cuanto habían hablado parecía haber captado a la perfección el fondo de una charla a la que habían asistido desde lejos—. Dale agua y comida y vámonos.

—No puedo. —Es como llevar un alacrán en la palma de la mano —Señaló el oficial serenamente—. Cuando menos lo esperas te clava el aguijón… Y rezuma veneno.

—Lo sé, pero aun así no puedo abandonarle. Se me aparecería en sueños suplicando que regresara a salvarle. No he conseguido averiguar cómo lo hace, pero convierte mis noches en pesadillas y no creo que consiguiera soportarlo mucho tiempo.

—Las pesadillas se disipan con la llegada de un nuevo día… —fue la respuesta—. El daño que puede causarte tal vez no se disipe nunca.

—Tendré que correr el riesgo. El otro no dijo nada, porque en su mentalidad no cabía la idea de que un hombre se arriesgase de aquel modo por algo que no merecía la pena, y se limitó a ordenar a los renuentes y malhumorados porteadores que se pusieran de nuevo en marcha ya que deseaba abandonar la agobiante región de las arenas negras a la caída de la tarde.

Un leve murmullo de descontento corrió de boca en boca, pero la autoridad de un oficial inca continuaba siendo indiscutible y a regañadientes alzaron en vilo el palanquín para reanudar la penosísima marcha rumbo al Sur.

Algo tramaban, sin embargo, y cuando al oscurecer acamparon en el mismo punto en que habían sido atacados a pedradas dos noches antes, recogieron leña y encendieron sumisamente el fuego, pero en cuanto las tinieblas se apoderaron del desierto se esfumaron en las sombras como si jamás hubieran existido.

—No puedo culparles… —se resignó el «curaca»—. Temen que el «Mal» pueda propagarse a sus familias porque son gente ignorante a la que cuesta trabajo convencer de que Sopay tan sólo castiga a aquellos que se acuestan con quien ya lo padece… —Señaló a Guzmán Bocanegra que contemplaba absorto las danzantes llamas—. En su estado no conseguirá trepar a pie por esas montañas. Recuerda que incluso a ti te resultó difícil.

Alonso de Molina clavó la vista en la maltrecha figura del marino y se preguntó qué cúmulo de ideas estarían cruzando en aquellos momentos por la mente de un hombre que se sabía lejos de su mundo, enfermo de muerte y rechazado por cuantos le rodeaban, y experimentó una vez más aquella extraña sensación de repulsión y lástima que venía sintiendo desde el momento mismo en que le descubrió en la ciudad abandonada. Todo en él repelía, desde su cuerpo a su olor o su forma de hablar o comportarse, pero al propio tiempo se diría que le rodeaba un aura fatalista, de ser humano resignado desde antes incluso de nacer, a su triste condición de eterno marginado.

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