Viracocha (25 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

BOOK: Viracocha
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De tanto en tanto, Bocanegra bajaba los ojos a observarse las profundas y supurantes llagas de las piernas sin molestarse siquiera en ahuyentar las nubes de insectos que acudían a cebarse en ellas, o extraerse los gusanos que le devoraban en vida, aceptando estoicamente su papel de habitante de un cuerpo que debía en buena lógica encontrarse tiempo atrás bajo tierra, pero acuciado aún a todas horas por aquella obsesiva fijación de poseer a una mujer antes de considerarse definitivamente muerto y enterrado.

—Puede que se trate de la vida menos valiosa que haya existido… —admitió el español casi con un susurro—. Pero tal vez por eso mismo resulta tan difícil disponer de ella. He matado a hombres que merecían mil veces más continuar respirando, pero saberlo no me basta. No sé qué hacer —concluyó convencido.

—No hagas nada —aconsejó Chabcha Pusí con naturalidad—. Mañana, cuando comencemos a trepar por las montañas y advierta que las fuerzas no le responden, él mismo se encargará de tomar una determinación.

Pero Guzmán Bocanegra optó por tornar su decisión muchísimo tiempo antes, porque a los pocos instantes, en el momento en que Alonso de Molina le tendía un plato de comida, se abalanzó súbitamente sobre él derribándole al suelo, y dando un salto se apoderó del arcabuz que montó con notoria habilidad, apuntando al sorprendido andaluz que no había tenido siquiera tiempo de reaccionar.

—¡No haga tonterías, Capitán…! —amenazó roncamente—. No me obligue a matarle.

—¿Qué es lo que pretendes?

—Terminar a mi modo. He visto esas montañas y sé que jamás llegaré arriba. Mi tiempo se ha acabado, pero quiero irme a gusto… —Indicó con un leve ademán de la cabeza a Naika que observaba impresionada la escena aferrada a la mano del «curaca»— No debe tener miedo: no voy a hacerle daño. Tan sólo pretendo pasar una última noche agradable, y luego yo mismo me volaré los sesos. —Sonrió amargamente—. ¿Acaso es pedir mucho? El último deseo de un condenado, eso es todo.

—¿Te has vuelto loco? —replicó Alonso de Molina poniéndose lentamente en pie—. Si la tocas le contagiarás tu enfermedad. Es así como se transmite.

—¡No diga tonterías!

—¡Es cierto! Ellos lo saben. La condenarás para siempre.

—¿Y a mí qué? Me limito a devolverles el regalo… —Se volvió a la muchacha—. ¡Tú! —gritó—. ¡Ven aquí! Daremos un paseo.

—¡No te muevas! —ordenó el andaluz extendiendo la mano imperativamente—. No vas a ninguna parte… ¡Escucha, Bocanegra! —suplicó—. No hagas tonterías. Aunque me mataras, Calla Huasi acabaría contigo. No vas a conseguirlo… ¡Piénsalo!

—Ya lo he pensado —fue la segura respuesta del marino que parecía decidido a seguir adelante hasta sus últimas consecuencias—. Yo no tengo nada que perder, pero usted sí, y no creo que sea tan estúpido como para dejarse matar por una salvaje. Quédese donde está y le prometo que dentro de un rato la tendrá aquí de regreso.

—¡No! —Alonso de Molina había echado mano a la empuñadura de su espada comenzando a desenvainarla con estudiada lentitud—. No vas a ponerle la mano encima ni aun pasando por encima de mi cadáver… ¡Calla Huasi! —llamó—. Prepara tu lanza. El «Tubo de Truenos» no mata más que una sola vez. En cuanto yo haya caído, acaba con él… ¿Me has oído?

—Te he oído —respondió serenamente el inca aferrando con fuerza su arma—. Estoy listo.

—¿Por qué se esfuerza en ponérmelo difícil? —se lamentó Bocanegra amargamente—. Nunca he matado a nadie… ¡Se lo juro! Nunca, y no quisiera asesinar a un compañero mi última noche.

—Baja ese arma entonces.

—¡No!

—¡Por favor…!

—¡He dicho que no!

Alonso de Molina, que había desenvainado por completo su ancha y afilada espada, permaneció con ella firmemente empuñada a poco más de un metro y medio del marino, atento tan sólo a sus ojos en los que sabía que podría leer, con unos instantes de anticipación, el momento en que se decidiera a disparar.

No temía el arcabuz. Conocía bien el arma y sabía que a tan corta distancia el trayecto de la rueda para hacer saltar la chispa que encendía la pólvora le daría tiempo de evitar ser alcanzado, pero temía la reacción de Bocanegra, que consciente ya de que no le quedaba posibilidad alguna de cumplir sus deseos, parecía dispuesto a acabar cuanto antes.

Fue eso lo que leyó en sus ojos: la muda súplica de que tomara una decisión sin obligarle a continuar viviendo en semejantes condiciones, y cuando por fin alzó la espada —abrigó la absoluta certeza de que no tenía la menor intención de defenderse, por lo que de un tajo rápido, fuerte y preciso le cercenó limpiamente la cabeza que tras mantenerse unos segundos como quieta en el aire rodó mansamente hasta el centro de la hoguera donde los escasos cabellos y la rojiza barba comenzaron muy pronto a chamuscarse.

E
l país parecía otro.

Los ejércitos de Huáscar, al mando de Atox, el Zorro, habían sido derrotados por dos veces por las tropas de Atahualpa dirigidas por Rumiñahui, Quisquis y el cruel general Calicuchima, que había dado orden de ejecutar a todo aquel —hombre, mujer, niño o anciano— mínimamente sospechoso de simpatizar con el enemigo.

Mientras el «Inca» trataba de reagrupar a sus fieles en torno a Jauja dejando la mayor parte del norte del Imperio en manos de los rebeldes, su hermanastro celebraba las victorias en Cajamarca y reclutaba nuevas fuerzas a las que prometía el jugoso botín del Cuzco, sus riquezas, y las de cuantos habían permanecido leales al orden establecido, que pasarían a partir del momento de la victoria final al triste rango de esclavos de sus vencedores.

Era por lo tanto aquélla una lucha fratricida y sin cuartel en la que la amenaza de saqueo aterrorizaba a la población civil del Sur ya que continuamente llegaban inquietantes noticias de las atrocidades cometidas por los soldados de Calicuchima durante su incontenible avance.

Las calles de la capital aparecían semidesiertas, puesto que los hombres útiles habían sido llamados a filas, mientras las esposas e hijos de los notables se ocultaban en sus palacios o buscaban refugio en ignotos villorrios a la espera del resultado de la decisiva batalla que se estaba gestando y para la cual la mayoría preveía un nefasto final.

Escaseaban los alimentos, acaparados por miedo al futuro, imperaba el desconcierto, e incluso el desorden amenazaba con adueñarse de una ciudad famosa por su tranquilidad, ya que por primera vez habían hecho su aparición grupos de saqueadores que iban envalentonándose a medida que descubrían que no había nadie que se opusiera abiertamente a sus rapiñas.

—Esto es el fin… —fue lo primero que comentó Chabcha Pusí al dejarse caer agotado en un banco del jardín interior de su palacio—. El fin del «Tihvantinsuyo», porque conozco a Atahualpa y me consta que no será capaz de conseguir que las cosas vuelvan al lugar en que costó tanto tiempo colocarlas. Es como destrozar una hermosa vasija: nadie puede volver a reunir nunca la totalidad de sus pedazos.

—Tal vez aún venza Huáscar —quiso tranquilizarle el español—. Sigue teniendo más hombres.

—No sólo de hombres se forman los ejércitos… —sentenció Calla Huasi, al que se le advertía profundamente desconcertado—. Hace falta disciplina, entusiasmo y generales capaces, y de todo ello, por desgracia, carecemos Quisquis y Rumiñahui son los auténticos cerebros militares de Atahualpa, y Calicuchima su verdugo. Frente a ellos Atox es como un niño.

—Dicen que el propio Huáscar se ha puesto al frente de sus tropas.

—¿Y qué sabe él de batallas? Yo soy soldado y lucho de modo muy distinto cuando confío en quien me manda. Con Rumiñahui o Quisquis iría al fin del mundo; con Huáscar me limitaría a tratar de salvar el pellejo. Ésa es la diferencia.

—¿Qué piensas hacer? —quiso saber el «curaca». El otro se limitó a encogerse de hombros.

—No lo sé. Me siento incapaz de desertar para unirme, a las gentes de Atahualpa, pero acudir junto a Huáscar me antoja un empeño inútil.

—Quédate aquí.

—¿Cuando todos mis compañeros luchan en uno u otro bando…? —se asombró-Sería una cobardía.

—Más vale pasar por cobarde que por estúpido o traidor —señaló el andaluz que había llegado a tomarle un sincero afecto al oficial inca—. Si te vas a matar gente sin estar plenamente convencido de por qué lo haces, te arrepentirás mientras vivas. Lo sé por experiencia.

—¡Pero se trata de una guerra civil…! —Razón de más. ¿Qué te importa quién se siente en el trono? Cuando las cosas vuelvan a su cauce te felicitarás por las vidas salvadas: la tuya, y las de aquellos a quienes no mataste en el combate.

—Si todos pensaran así, nadie lucharía.

—Sólo los dos hermanos… —admitió Alonso de Molina—. Y es lo que deberían haber hecho si realmente amaran a su pueblo: evitar derramamiento de sangre y sufrimientos. Al fin y al cabo, todo esto ha ocurrido porque el viejo Huayna Capac se encoñó con una muchachita del Norte cuando ya ninguna otra conseguía ponérsela gorda. No es justo que miles de inocentes paguen por sus debilidades.

—A menudo planteas las cosas de un modo que desconcierta —comentó Chabcha Pusí alisándose incómodo el borde de su túnica, lo que indicaba que volvía a sentirse profundamente inquieto—. Tienes la extraña capacidad de trastocar los conceptos minimizándolos de una forma ridícula. Transformar la tragedia de todo un pueblo en un simple problema de impotencia se me antoja llevar tu visión del mundo a un extremo indignante.

—Indígnate si quieres —replicó el andaluz con absoluta naturalidad—. Pero si tu adorado Huayna Capac se hubiera limitado a legar el trono a su justo heredero sin dejarse seducir por la ambición de la única mujer que le hacía feliz en la cama, el imperio que levantaron sus antepasados no correría ahora el riesgo de desmembrarse, y miles de sus inocentes súbditos conservarían la vida. Así lo veo yo y no tiene vuelta de hoja. Y ahora me voy a dar un baño, porque tengo polvo del maldito desierto hasta en las orejas.

Allí lo encontró poco después Shungu Sinchi, y la muchacha no se anduvo con rodeos, ya que tomando asiento en el borde del agua, contempló durante unos instantes aquel cuerpo inmenso y velludo que atormentaba sus sueños y señaló roncamente:

—Esta noche iré a tu habitación.

—Pues jugaremos a la «conkana» —replicó el andaluz burlonamente—. En mi país tenemos un juego parecido, que se llama «parchís». A tu edad, yo era un maestro.

—¿Es que nunca vas a tomarme en serio?

—Cuando cumplas veinte años.

—Entonces ya estaré casada. Naika tiene mi misma edad y la tomas en serio. ¿Qué harías si esta noche entrara en tu habitación?

—Seríamos más para jugar a la «conkana»… —señaló en idéntico tono—. Naika es la esposa de mi mejor amigo y tú su hija, y antes de ofenderle me la corto en rodajas.

Shungu Sinchi permaneció unos instantes cabizbaja, y por último alzó de nuevo el rostro, le miró fijamente a los ojos y comentó muy seria:

—Tal vez preferirías que te visitara un sacerdote del templo de Pachacamac.

El español no respondió; se limitó a alargar la mano, atraparla por un tobillo, y tirar de ella atrayéndola al agua, donde le dio la vuelta, le subió la túnica y comenzó a azotarle el trasero hasta que comenzó a gritar como si la estuvieran desollando en vida, lo que provocó que a los pocos instantes hicieran su aparición Naika, Calla Huasi y Chabcha Pusí.

—¿Qué ocurre? —quiso saber este último alarmado.

—Estoy enseñándole educación a tu hija —fue la sencilla respuesta.

—Falta le hace —admitió el «curaca» tomando asiento dispuesto a contemplar el espectáculo—. ¡Sigue, sigue…! ¡Por mí no te detengas…!

Pero el efecto del agua hizo que pronto las nalgas de Shungu Sinchi apareciesen de un rojo violento, e incluso al andaluz comenzara a dolerle la mano, por lo que la dejó en libertad para que corriera a refugiar su vergüenza en el rincón más escondido de la casa.

—¡Eres una bestia! —protestó Naika indignada—. Si así es como tratáis en tu país a las mujeres, no me extraña que no os dejen tener varias.

Salió en pos de su amiga, lo que aprovechó el «curaca» para despojarse de la ropa e introducirse a su vez en la pequeña piscina al tiempo que inquiría dirigiéndose a Calla Huasi:

—¿Por qué no te casas con mi hija?

—¿Para qué?

—Para lo que se casa todo el mundo: para tener una esposa.

—Ya tengo una.

—¿Y te basta?

—Más bien me sobra. Está en mi pueblo, a orillas del Titicaca, y cada vez que voy de permiso se queda embarazada. No necesito recordar los años que llevo en el ejército: me basta con contar cuántos hijos tengo… —Hizo una corta pausa—. Y no están los tiempos como para complicarse más la vida.

—No —admitió el otro—. No están los tiempos para nada. —Se volvió al español—. ¿Por qué no te unes a Huáscar? —inquirió.

—Porque ésta no es mi guerra. Ninguna lo es ya, pero ésta menos aún.

—Puede que, en efecto, no sea tu guerra, pero ¿sabes lo que hará Atahualpa cuando te atrape?

—Me lo has repetido veinte veces, pero para despellejarme vivo primero tendrá que atraparme. —Cambió bruscamente el tono que se hizo más serio—. Quien realmente me preocupa eres tú. Si ese bastardo es tan hijo de puta como dicen, nadie que haya estado al servicio de su hermano volverá a vivir en paz. ¿Qué hay al Sur?

—El lago Titicaca y más allá un territorio hostil poblado por tribus que nos odian.

—¿Y al Este?

—Selvas infinitas, ríos que se precipitan al abismo y «aucas».

—Hermoso panorama con Atahualpa al Norte y los desiertos y un océano sin límites al Oeste… Empiezo a tener la impresión de que me he metido en una trampa. No cabe duda de que éste no es el idílico país del que me habían hablado. En alguna parte equivoqué el rumbo.

Chabcha Pusí no se dignó siquiera responder; permaneció en silencio, meditabundo, y por último, sin dirigirse a nadie en particular, señaló:

—Mandaré hacer un sacrificio. Tal vez los dioses me señalen el camino a seguir.

—¿Qué clase de sacrificio? —se alarmó el español.

—¡Un sacrificio! —fue la evasiva respuesta—. ¿Qué importancia tiene eso?

—Mucha… —replicó de inmediato Alonso de Molina—. Sí se te ha pasado por la cabeza la idea de asesinar a un niño, tendrás que vértelas conmigo.

—Los momentos difíciles exigen soluciones difíciles.

—Pero ésa es la más cruel. Me decepcionas —añadió—. Creí que en este tiempo te había enseñado algo.

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