Viracocha (21 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

BOOK: Viracocha
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Los atemorizados hombrecillos no se hicieron repetir la orden, y antes de que las rápidas sombras de la noche hubiesen borrado por completo las tristes formas del desolado paisaje, ya se encontraban acuclillados en torno a un brillante fuego que aumentaba, por contraste, la intensidad de las tinieblas que se apoderaban del resto del desierto.

Casi al instante, y sin aparente solución de continuidad, el bochornoso calor dio paso a un húmedo frío que se metía en los huesos, y una vez más el andaluz comenzó a lanzar denuestos contra las veleidades de una climatología peligrosamente desequilibrada, mientras Naika, envuelta en su hermoso poncho blanco y con el «cuí» en el regazo, parecía haberse convertido en la criatura más feliz de este mundo, ajena por completo al frío, las nubes de insectos que empezaban a agredirle, o el peligro que pudiese significar la invisible presencia de los esquivos lugareños.

—No hay estrellas… —musitó alzando el rostro hacia un cielo en el que el viento había depositado millones de diminutas partículas que conformaban una especia de grisáceo puré apenas traslúcido—. Mi padre aquí se sentiría profundamente desgraciado… —Se volvió a Alonso de Molina—. ¿Sabías que vive en una ciudad secreta en la que la mayoría de los habitantes no tienen más obligación que estudiar? Mi padre es el más sabio de todos ellos.

—¿Por qué secreta?

—Porque en ella se guardan todos los conocimientos de nuestra cultura… —señaló la muchacha—. Cuando los «chancas» se rebelaron cruzando el puente sobre el Apurímac y saqueando el Cuzco, destruyeron muchos de los «quipus» que conservaban nuestra historia y nuestras tradiciones. Se apoderaron de los más preciados tesoros del Imperio y asesinaron a los más sabios «amautas». A la vista de ello, el «Inca» Pachacutec ordenó construir una ciudad en el corazón de una región agreste, en lo alto de una montaña desde la que se pudieran estudiar cómodamente los movimientos del sol y las estrellas. En ella se conservan nuestros tesoros y habitan los «amautas» y aquellos que poseen una memoria privilegiada para ir transmitiendo la historia de generación en generación… ¿No tenéis vosotros nada semejante? —inquirió por último.

—¿Ciudades secretas…? —repitió el español—. No exactamente. Existen monasterios perdidos en lugares remotos en cuyas bibliotecas se conservan documentos importantes, pero no necesitamos hombres de increíble memoria que transmitan conocimientos. Para eso están los libros.

—¿Cómo puede un objeto contar algo? —se asombró Naika—. ¿Cómo habla?

—Por medio de signos que forman letras, las letras forman palabras, y las palabras ideas… —Alisó la arena ante él, y con el dedo escribió una corta frase—. Esto es una letra… —señaló—. Y esas cinco letras, combinadas, forman tu nombre: «Naika». Aquí dice: «Naika es hermosa…». Cualquiera que sepa interpretar estos signos y pase por aquí aunque sea dentro de mil años podrá leer lo mismo: «Naika es hermosa…»

—Pero mañana lo habrá borrado el viento… Aquí sí, pero en un libro, no… —Extrajo su manoseada carta y la mostró a la luz—. ¿Ves? Estos signos fueron hechos hace cinco años, pero aún se conservan intactos. Muchas páginas como ésta forman un libro que cuenta miles de cosas…

Ella observó atentamente la carta y luego se volvió a contemplar el dibujo de la arena pasando cuidadosamente el dedo por cada uno de sus trazos como si estuviera tratando de grabárselos en la mente.

—«Naika es hermosa…» —musitó quedamente—. ¿De veras lo crees?

—La criatura más hermosa que haya existido jamás sobre la tierra.

Ella le dirigió una larga mirada repleta de intención, y señaló la arena:

—Dibuja…: «Alonso es hermoso». El andaluz sonrió divertido. —Eso no puedo escribirlo. No es verdad.

—¿Es que únicamente puede escribirse la verdad?

—No. Por desgracia también las mentiras se escriben y perduran, pero yo prefiero escribir únicamente aquello en lo que creo.

—Eso es bonito… ¿Me enseñarás a dibujar esos signos? Alonso de Molina señaló con un gesto la figura del «curaca» que surgía de las sombras de la noche viniendo hacia ellos.

—Si Chabcha Pusí me lo permite, sí.

—Él es mi esposo, no mi dueño.

—Aun así, jamás haré nada sin su consentimiento —fue la intencionada respuesta—. Es mi amigo.

El «curaca», que había llegado a su altura, se detuvo un instante junto al fuego buscando calentarse las manos que se frotó con fuerza, y luego, señalando con un gesto hacia las tinieblas, comentó: —Tenías razón; hay gente ahí fuera pero se ocultan corno fantasmas.

—Sería cuestión de echarle mano a alguno y averiguar sus intenciones —señaló el español.

—Me contaron que se entierran en la arena y se colocan un matojo en la cabeza, con lo cual se protegen del frío de la noche y se convierten poco menos que en invisibles… —Acudió a tomar asiento junto a ellos—. Lo más probable es que se limiten a observarnos…

Su vista recayó en lo que Molina había escrito y lo estudió desconcertado.

—¿Qué significa eso? —quiso saber.

—«Naika es hermosa…» —replicó orgullosamente la muchacha sin sombra de malicia—. Alonso quiere pedirte permiso para enseñarme a dibujar esas cosas.

—¿De qué te serviría?

Ella fue a decir algo, pero el andaluz extendió la mano indicando que permaneciera en silencio y prestó atención a un extraño chillido que había llegado de las tinieblas.

Cuando se repitió, el «curaca» pareció intentar tranquilizarle:

—Sólo es una lechuza de las arenas. Hay muchas por aquí.

El otro negó convencido.

—No. Eso no es ninguna lechuza, y apuesto a que muy pronto le responderán a nuestra espalda…

Se mantuvieron a la expectativa, y, efectivamente, al cabo de un instante el grito se repitió en el punto exacto que el español había indicado, lo que le obligó a fruncir el ceño preocupado.

—Conozco esos trucos… —comentó—. Los salvajes de Tierra Firme solían emplearlos cuando preparaban un ataque. —Se cercioró de que su arcabuz se encontraba dispuesto, y extrayendo la espada de su funda la clavó en la arena entregando su afilado puñal al «curaca»—. Tú cuida de Naika —dijo—. Yo impediré que se acerquen…

Permanecieron de nuevo muy quietos, con el oído atento al menor rumor que llegara de las tinieblas, mientras los aterrorizados porteadores se acurrucaban arrebujándose en sus ponchos y mostrando únicamente los negros y brillantes ojos, dispuestos a dar un salto y perderse en las sombras a la menor señal de peligro.

Se dejaron sentir nuevas llamadas desde tres puntos diferentes, el fuego comenzó a perder fuerza, y cuando el español se puso en pie para apoderarse de un nuevo matojo y alimentar con él la hoguera, se escuchó una especie de agudo silbido y una gruesa piedra surgió del cielo para ir a caer justamente en mitad de las brasas que se esparcieron en todas direcciones.

Como si ésa hubiera sido la señal esperada, docenas de pedruscos semejantes llovieron desde los cuatro puntos cardinales, y varios porteadores se llevaron las manos a la cabeza aullando de dolor.

Molina tardó tan sólo unos segundos en comprender lo que sucedía, y precipitándose sobre Naika la alzó en vilo como si se tratara de un chiquillo y corrió, hacia las literas lanzándola bajo una de ellas.

—¡No te muevas! —ordenó—. ¡No asomes la cabeza! Corrió de nuevo hacia el punto en que había dejado sus armas, pero a los pocos metros sintió un violento golpe en la pierna izquierda y rodó por el suelo lanzando un reniego.

—¡Malditos hijos de Sopay y de la gran puta! —exclamó—. ¡Nos van a descalabrar…!

Así parecía, en efecto, porque resultaba evidente que los sucios habitantes de las arenas manejaban la honda con diabólica habilidad lanzando sus pesados proyectiles incluso por encima de la alta duna, y haciéndolos caer con matemática precisión sobre los porteadores que correteaban desalentados sin hallar donde esconderse.

A duras penas el español consiguió arrastrarse hasta el arcabuz, y apoderándose de él se apartó del radio de luz de la hoguera para trazar un amplio semicírculo y adentrarse en la oscuridad en dirección al lugar en que presumiblemente debían encontrarse los invisibles agresores.

Se movió muy despacio, en parte porque le molestaba la pierna, en parte por la casi impenetrable oscuridad, y en parte porque se esforzaba por pegarse al suelo intentando no delatar su presencia antes de tiempo.

Tuvo que recorrer de ese modo poco más de doscientos metros, obligado de tanto en tanto a detenerse por el dolor y mordiéndose los labios para no soltar un lamento, pero al fin el zumbido de las hondas al girar fue ganando intensidad y al superar una pequeña hilera de rocas distinguió la mancha oscura de una figura humana que, con las piernas muy abiertas y firmemente asentadas sobre la arena, giraba una y otra vez el brazo cada vez más aprisa listo para abrir la mano, dejar escapar la tira de enviar la piedra hacia la noche.

El español se encaró pacientemente el arma, y cuando abrigó la absoluta seguridad de que no podía errar un blanco casi a bocajarro, disparó.

Al estampido que por unos instantes se hizo dueño absoluto de la noche siguió de inmediato el alarido de sorpresa y dolor del herido que cayó de espaldas y comenzó a chillar como un cerdo a punto de ser degollado, revolcándose por el suelo y emitiendo sonidos guturales e incomprensibles llamadas de auxilio.

A la luz del fogonazo Alonso de Molina pudo distinguir media docena más de sombras agresoras, pero el espanto que debió producirles la súbita explosión y la caída de su compañero duró tan sólo el instante en que permanecieron petrificados por el terror para escapar de inmediato lanzando aullidos y arrojando al suelo sus peligrosas hondas.

Pese a ello, el andaluz permaneció inmóvil, recargó cuidadosamente su arma procurando no derramar ni un gramo de pólvora y se mantuvo a la expectativa tratando de percibir algún sonido que no fueran los lamentos y sollozos del herido.

Luego escuchó voces a su espalda y distinguió las figuras de Naika, Chabcha Pusí y tres porteadores que se aproximaban alzando improvisadas antorchas.

—¡Alonso…! —llamó el «curaca»— ¿Te encuentras bien, Alonso?

—¡Muy bien…! —respondió tratando de ponerse en pie con ayuda del arma—. El que no lo está es ese hijo de perra…

Le observaron a la luz. Era una especie de desecho humano, sucio, harapiento y ensangrentado, que se retorcía apretándose el estómago con ambas manos y contemplando a sus enemigos absolutamente horrorizado.

—Lo va a pasar muy mal con una bala en las tripas… —señaló el español sin inflexión alguna en la voz—. Llevémoslo junto al fuego porque no creo que dure mucho.

No duró, en efecto, y aunque trataron por todos los medios de hacerle hablar, se limitó a lanzar gritos, lamentos y sollozos para acabar exhalando un último y sonoro suspiro en el momento mismo en que la primera claridad del día comenzaba a apoderarse del repelente paisaje.

—¡Y bien…! —fue el cansino comentario de Chabcha Pusí—. ¿Qué hacernos ahora?

—Vosotros regresad al Cuzco —replicó el español. Yo sigo adelante.

—¿Solo y herido…? —se asombró el inca—. ¡Tú estás loco! O volvemos todos o no vuelve ninguno.

—Bocanegra es mi problema —le hizo notar Molina—. No quiero sentirme responsable por arrastraros a nuevos peligros por una chifladura sin sentido.

—Ya que admites que se trata de una chifladura sin sentido, lo más lógico es que demos la vuelta… —insistió Chabcha Pusí—. Lo que no puedes pretender, es que te abandone en medio del desierto en estas condiciones. Huáscar me desollaría vivo si te pasara algo.

—Lo que tenía que haber hecho Huáscar es proporcionarme una escolta.

—Yana Puma se opuso. Alegó que ya que parecías ser el dueño del trueno y de la muerte, no necesitabas que nadie te protegiera de unas cuantas ratas de arena muertas de hambre…

—¡Simpático el viejito…!

—Te odia.

—Lo sé… Pero en estos momentos no puedo pensar en nada. Estoy cansado y esta maldita pierna me duele a rabiar. Dormiré un rato… Que los hombres monten guardia y a la menor señal de peligro me despierten.

Descansó bajo el toldo de un palanquín hasta bien entrada la mañana, momento en que uno de los porteadores descendió por la duna precipitadamente gritando que un grupo de hombres se aproximaba desde el Norte.

Se tranquilizaron al descubrir que se trataba de un puñado de soldados al mando de un oficial que se encaminaban al Cuzco para ponerse a las órdenes de Huáscar.

—La mayoría de mis hombres desertaron para unirse a Atahualpa… —se lamentó el oficial—. Y estas malditas «ucucha anchi runa» —ratas degeneradas— están aprovechando la situación para amotinarse. Son gente traidora, de la peor especie, y con las fuerzas que me quedan no podía contenerlos… Cuando todo esto pase regresaremos a darles un buen escarmiento… —No podía apartar la vista de Alonso de Molina, aunque no se le advertía en absoluto impresionado y por último inquirió—: ¿eres uno de los «Viracochas» que desembarcaron en Túmbez?

—Lo soy. Y busco a otro «Viracocha» que al parecer está por estas tierras… ¿Sabes algo de él?

El oficial que tenía todo el aspecto de ser un hombre inteligente y decidido, meditó unos instantes y concluyó por hacer un indeterminado ademán que parecía indicar que no deseaba comprometerse a nada.

—Rumores… —replicó—. Sólo he oído rumores. En realidad esta gente nos odia y aún nos consideran invasores. Se mantienen alejados, siempre al acecho y conservan casi intactas sus viejas supersticiones y el culto a sus ídolos. Hace tiempo se oyó hablar de un «hombre-dios» nacido de las aguas que venía a devolverles la fuerza convirtiéndoles de nuevo en un gran pueblo que nos arrojaría al otro lado de las montañas. Luego no se mencionó más el asunto, pero hace un par de meses maté a un salvaje que intentó asesinarme… —Sacó un objeto de su bolsa de cuero y lo depositó sobre la arena—. Le quité este amuleto.

Una pequeña medalla de plata lanzó destellos, y el andaluz la tomó observándola con sumo detenimiento al tiempo que el oficial añadía:

—No es de por aquí, y la llevo al Cuzco para entregársela al «Inca».

Alonso de Molina permaneció un largo rato dándole vueltas a la medalla, y por último señaló roncamente:

—Creo que se trata de la Virgen de Covadonga…

S
e adentraron en una muerta región de arenas, rocas y gravillas negras, guiados ahora por el activo Calla Huasi, que así dijo llamarse el eficiente oficial inca, y que a instancias de Chabcha Pusí había tornado la decisión de enviar a la mayor parte de su gente y los peor parados de los porteadores al Cuzco, y quedarse en compañía de tres soldados par servir de escolta al «Viracocha».

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