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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

Viracocha (20 page)

BOOK: Viracocha
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Más tarde hacía su aparición un Chabcha Pusí que parecía haber decidido concederles media hora diaria para que permaneciesen a solas, y resultaba evidente que jamás había cruzado por su mente una sombra de sospecha, como si no le resultase concebible que su joven esposa y su fiel amigo tuvieran la más mínima intención de traicionar la total confianza que tan generosamente depositaba en ellos.

El «cuí» se había convertido por tanto en el único testigo de la desconcertante relación a tres que se había establecido entre el «curaca», su esposa y el español, y sus inquietos y relucientes ojillos parecían estar preguntándose de continuo en qué iba a acabar tan complejo problema moral.

También Alonso de Molina se lo preguntaba durante las largas horas en que se veía obligado a permanecer inmóvil en el interior del cerrado palanquín, sin encontrar jamás respuestas que consiguieran satisfacerle, pues cierto era que tan incapaz se sentía de traicionar la confianza del inca, como de renunciar a lo que sentía por su esposa.

Salvo el corto paréntesis de su inconcreta atracción hacia Beatriz de Aguirre, sus relaciones amorosas se habían limitado a esporádicas aventuras con barraganas, mozas de taberna o primitivas «salvajes» de Nueva Granada y Tierra Firme, sin que ninguna de ellas dejara jamás siquiera un asomo de huella en su pensamiento. Si ni sus nombres ni sus rostros recordaba, menos aún, su forma de hablar o la gracia de su sonrisa y de sus gestos, y sin embargo, todo lo relativo a Naika parecía grabado a fuego en su cerebro, y podía repetir, palabra por palabra, cuanto le había oído decir desde el momento mismo en que se conocieron; evocando el más mínimo de sus ademanes, o la forma en que le había mirado en cada instante.

Empezaba a comprender por tanto, que la misteriosa fuerza que un día le impulsó a romper con su vida, su país y su pasado para decidir quedarse en el más remoto y desconocido de los paisajes, no era otra que aquel destino que ahora se le aparecía claramente manifiesto de tropezarse al fin, en el mismísimo «Tihvantinsuyo» o «Corazón Mundo» con la delicada y exquisita criatura que le ha estado destinada desde el día en que el dios «Viracocha» decidió poner manos a la obra de crear el Universo.

Había llegado mucho más lejos de lo que Marco Polo o cualquier otro ser humano estuviera nunca de su patria para descubrir que amaba y era a su vez amado por la mujer más adorable que pisaba la tierra, pero para descubrir también que se enfrentaba a un confuso sentimiento de amistad y honradez que le impedía concretar sus más íntimos deseos.

—¡Es idiota! —se repetía furioso consigo mismo—. ¡Completamente idiota que ande paseado a hombros por la cima del mundo en busca de un difunto marinero al que sólo veo en sueños, en compañía de la mujer que amo y su marido…! No cabe duda que la coca o el «soroche» deben haberme derretido el cerebro.

Pero no era cuestión de echarle la culpa a la coca, que tan sólo probaba en contados momentos de fatiga, ni al «soroche» que ya raramente le atacaba, puesto que su férrea fortaleza parecía haberse adaptado con notable rapidez a la tremenda altura y el aire enrarecido de aquellas altas montañas que empezaba a considerar como su propia casa.

Úbeda y sus llanuras habían quedado muy lejos en el espacio y en el tiempo, al igual que habían quedado atrás las islas caribeñas o las espesas selvas del Continente, y a menudo Alonso de Molina abrigaba la sensación de que no concebía más paisaje que aquellos dilatados páramos de aire limpio, cuyos ilimitados horizontes tan sólo aparecían interrumpidos por las majestuosas cadenas de nevados picachos sobre los que únicamente los cóndores y algunas nubes conseguían elevarse.

Sin siquiera darse cuenta, el español se estaba convirtiendo en un habitante más de las altas planicies, los transparentes lagos y los profundos valles de impetuosos riachuelos, y a tal punto llegaba su amor por aquellos agrestes lugares, que cuando al coronar un paso hizo al fin su aparición en el horizonte la desdibujada línea del mar y el polvoriento desierto, experimentó una desagradable sensación de vacío en la boca del estómago.

—¡Mierda! —exclamó—. Ya no recordaba qué fea llega a ser esta costa.

—Tierra de Sopay… —aseguró Chabcha Pusí que había saltado de su litera y observaba el sucio paisaje—. Allá al Sur, en Nazca, sus antiguos habitantes rendían culto a extraños diablos que según ellos llegaban del cielo en inmensas naves de fuego. Trazaban gigantescos dibujos en sus llanuras para pedirles que regresaran, y a menudo nuestros soldados tienen que intervenir para que sus descendientes no continúen haciéndolo. Toda esta costa se encuentra poblada por gente diabólica, cruel, hedionda y maligna, peor aún que la del desierto de Sechura, al sur de Túmbez, y puedes estar seguro de que lo pasaremos mal.

Naika, que se les había reunido a tiempo de captar las últimas palabras de su esposo, sonrió mientras rascaba la cabeza a su inseparable
Punchayana
.

—No conseguirás asustarnos —dijo—. Para ti, todo lo que no sean tus montañas es tierra maldita, pero bajaremos ahí, veremos cosas maravillosas, y encontraremos al «Viracocha» amigo de Molina.

—A menudo me sorprende tu inconsciencia… —replicó fastidiado el «curaca»— Y la mía por consentir que vinieras, pero confío en que al regreso puedas aceptar que «Viracocha» creó los mares, los desiertos y las selvas con el único fin de que sirvieran de base a su auténtica gran obra, que son las altas montañas, los ríos y los lagos profundos. Bajo el océano dejó a las abominables bestias de los abismos, en las costas y bosques a los semihombres de las tribus malditas, y aquí arriba, cerca del dios Sol, a nosotros, los incas creados a su imagen y semejanza…

Por desgracia, las aseveraciones del «curaca» parecieron pretender confirmarse de inmediato, pues apenas comenzaron a descender de las montañas hicieron su aparición los primeros representantes de «aquella sucia raza aliada de Sopay» de mirada turbia e intenciones aviesas, y al penetrar en el último «tambo» que defendía el acceso a la serranía, el oficial al mando contribuyó a aumentar notablemente aquella primera impresión desagradable y a inquietar profundamente su ánimo.

—Temo que empiecen a rebelarse en cuanto se enteren de que Atahualpa ha escapado de Tunipampa —fue lo primero que dijo—. Un grupo de traidores encabezados por Chili Rimac consiguió liberarle y en estos momentos se encuentra reuniendo a los ejércitos del Norte para marchar sobre el Cuzco.

La primera intención de Chabcha Pusí fue regresar de inmediato a la capital para ponerse a las órdenes de Huáscar, pero entre Naika y Alonso de Molina consiguieron hacerle comprender que de poca ayuda podría servir en unos momentos en los que los destinos del Imperio dependían únicamente de la fuerza de las armas.

—Tú no eres militar… —argumentó el español—. Y regresamos al Cuzco seré yo quien se vea en la obligación de tomar partido. Dejemos que se arreglen entre ellos.

—¿Y si vence Atahualpa?

—Razón de más para no haberse inclinado por Huáscar.

—Le debo fidelidad.

—Lo sé, y eso te honra, pero a quien en realidad debes fidelidad es al «Inca», y son ellos los que tienen que dilucidar quién es el «Inca». Olvídate de Huáscar y limítate a cumplir con tu obligación de estos momentos: acompañarme a buscar a Guzmán Bocanegra.

—¡Es un empeño estúpido!

—No más estúpido que acudir junto a un pusilánime a intentar ayudarle a ganar una guerra. Alguien que tiene a su enemigo entre las manos y permite que se le escape poniendo en juego un Imperio merece lo que le está ocurriendo y que le arrebaten el poder.

—¿Qué querías que hiciese? —protestó el «curaca» a quien los nervios habían hecho recuperar su vieja costumbre de alisarse el borde de la túnica, ¿Asesinar a su hermano?

—¿Crees que Atahualpa lo hubiera dudado? Gobernar no significa sentarse en un trono a recibir halagos. Para eso sirve cualquiera. Gobernar exige tomar decisiones que pueden ir incluso contra las propias convicciones. Si estalla una guerra la culpa será de Huáscar que no supo aceptar que la sangre de un solo hombre, aunque sea su hermanastro, vale mucho menos que la de miles de inocentes.

—La mitad de esa sangre proviene directamente del dios Sol.

—¡Pamplinas! El problema estriba en que los «Incas» se han casado entre hermanos a lo largo de doce generaciones, lo cual ha acabado por producir individuos tan débiles como Huáscar. Atahualpa recibió sin embargo savia fresca, de gente activa y belicosa, y es la sangre de su madre la que le permite llevar ventaja.

—Oyéndote se diría que crees que va a ganar la guerra… —intervino Naika que había asistido en silencio a la conversación—. Olvidas que Huáscar tiene de su lado la razón y a la mayor parte del pueblo.

—En una guerra la razón suele valer bastante menos que la mitad de un regimiento… —fue la áspera respuesta—. En cuanto al pueblo, aceptará lo que le impongan… Puede que yo no sea más que un pobre soldado de fortuna, pero de mi oficio entiendo algo y en todas las guerras en las que he tomado parte ha ocurrido siempre lo mismo: el más osado ha vencido tuviera o no razón.

Al día siguiente reemprendieron el camino hacia la ya cercana costa, a través de un árido paisaje de cielo siempre turbio, y a Naika le decepcionó profundamente el descubrimiento de un mar gris, frío y sin alma, al que tan sólo resultaba posible aproximarse sorteando toneladas de detritos producidos por millones de aves marinas que revoloteaban a poca altura chillando y lanzando excrementos sin el más mínimo asomo de consideración hacia sus visitantes.

Al igual que en el desierto de Sechura, la influencia de las frías aguas de la corriente de Humboldt producía un curioso fenómeno de neblinas que filtraban las luces y conferían a los contornos una tonalidad lúgubre, pardusca y repelente, mientras dunas de arena —algunas tan altas como montañas— se extendían a lo largo de la orilla, para perderse de vista en la distancia, eternamente empujadas por un viento irreductible que parecía ir moldeándolas en caprichosas formas u obligarlas a avanzar en una inútil carrera sin destino aparente.

El calor se volvió pronto irresistible, y los primeros en acusarlo fueron lógicamente los porteadores, por lo que tanto Alonso de Molina como Chabcha Pusí decidieron seguir a pie y concederles un merecido descanso, ya que aquellos férreos hombrecillos, aparentemente incansables en las alturas por las que podían trotar durante horas con sus pesadas cargas a cuestas, sucumbían fácilmente ante la extrema sequedad del ambiente a la par que las piernas parecían agarrotárseles al dejar de sentir ellos suelo firme para hundirse hasta los tobillos en arena suelta y pesada que jugaba a aprisionarles.

De tanto en tanto hacían su aparición aisladas manchas de una vegetación rala y enfermiza en anchas extensiones de terreno libre de arena que los nativos llamaban «lomas» pese a que con frecuencia se encontraban en hondonadas, o resecos cauces de cortos ríos que antaño debieron canalizar el agua de los deshielos de la serranía.

A media tarde descubrieron a orillas de uno de esos cauces lo que debió constituir siglos atrás una importantísima obra de ingeniería destinada a la irrigación de enormes extensiones de terreno ahora abandonadas, muy a lo lejos distinguieron luego las ruinas de lo que tal vez fuera una ciudad de una cierta importancia, y casi al oscurecer cruzaron junto a una nutrida necrópolis meticulosamente saqueada.

—Si ni siquiera respetan a sus muertos, ¿cómo pretendemos que respeten a los vivos…? —señaló Chabcha Pusí—. ¿Comprendes ahora lo que te decía sobre estas tierras y estas gentes?

Pese a que la visión del mar le hubiese decepcionado en un principio, Naika se mostraba sin embargo continuamente fascinada por el extraño mundo que estaba descubriendo, y ni el calor, la sequedad del ambiente o las infinitas incomodidades del viaje disminuían un ápice su interés por cuanto ofrecía de novedoso aquel dantesco paisaje.

—¿Cómo es posible —decía— que «Viracocha» se entretuviera en crear lugares tan diferentes como la sierra, estos desiertos o las selvas en que nació mi madre?

—Lo fue haciendo poco a poco… —replicó su marido absolutamente convencido—. El mar constituyó una prueba de lo que serían los desiertos, como éstos no le convencieron creó las selvas, y cuando se sintió seguro de lo que en realidad quería creó las montañas. Lo mismo le ocurrió con los hombres hasta llegar a nosotros.

—¡Me encanta tu modestia…! —comentó divertido el español—. Pero lo que ahora me preocupa es que está oscureciendo, no veo que exista lugar alguno en el que podamos pasar la noche, y tengo la desagradable sensación de que nos vigilan desde la mayoría de esas dunas…

Alonso de Molina contaba con la suficiente experiencia como hombre de armas, como para no arriesgarse a lanzar semejante afirmación sin haberse cerciorado previamente de que estaba en lo cierto. A todo lo largo de la jornada no había conseguido divisar ni siquiera un villorrio o un aislado caserío que permitiese presumir que aquel tórrido lugar pudiera dar cobijo a algo más que alacranes y lagartos, pero aun sin conseguir averiguar de qué ocultas cuevas habrían surgido, lo cierto era que su atenta mirada se había percatado de que poco más de dos docenas de harapientas figuras de inquietante aspecto se movían sigilosamente acechando sus movimientos.

—¡Hijos de Sopay…!

—Hijos de quienquiera que sea no me gusta que me ronden en la noche… —Buscó a su alrededor hasta distinguir el amplio semicírculo protegido del viento que había formado una alta duna petrificada y la señaló con un gesto—. Lo mejor será que recojamos matojos que ardan bien y montemos allí un campamento. Por lo menos tendremos cubiertas las espaldas.

—Estos miserables jamás se atreverían a alzar la mano contra un inca… —sentenció Chabcha Pusí—. Nuestros soldados los aniquilarían.

—Tus soldados no están ahora aquí… —le hizo notar el andaluz—. Y si son ciertas las noticias, tardarán mucho en venir en nuestra ayuda. No contamos más que con esos pobres porteadores que echarán a correr a la menor señal de peligro, mi espada y mi arcabuz… —Señaló a Naika—. Insisto en que fue un error traerla.

—Si lamentarse consigue devolverla al Cuzco, prometo llorar toda la noche —fue la irónica respuesta—. Pero como dudo que dé resultado, lo más práctico se hacerte caso… —Indicó a sus hombres las desparramadas y resecas matas que se distinguían por la proximidades—. ¡Traed todas las que podáis! —exclamó—. ¡Aprisa!

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