Viracocha (28 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

BOOK: Viracocha
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Con las primeras sombras iniciaron el peligrosísimo descenso por la dantesca escalinata tallada en la roca, y era ya noche cerrada cuando se tumbaron a descansar al pie de los inmensos pilares del puente escuchando el bronco rumor de la corriente y los chirridos de la majestuosa obra de ingeniería estremecida por el viento.

—¡Será una lástima! —musitó Alonso de Molina antes de arrebujarse en el poncho dispuesto a quedarse dormido—. Será una verdadera lástima, ya que se trata de uno de los más hermosos monumentos al esfuerzo y al talento humano que conozco.

Con el alba —un sereno y espléndido amanecer inolvidable— prepararon las cargas de destrucción ya que los cables de retorcida cabuya sobrepasaban a menudo el medio metro de diámetro y cortarlos hubiera requerido horas e incluso días de intensísimo trabajo por lo que decidieron minar los soportes de roca de modo que con su deslizamiento desnivelaran la pesadísima estructura de madera y cuerdas que acabaría por arrastrarlos al fondo del cañón. Probablemente no conseguirían con ello destruirlo por completo, pero sí inutilizarlo durante un largo período de tiempo y resultaba evidente que era lo único que estaba en aquellos momentos al alcance de dos hombres que no contaban con más ayuda que un saco de pólvora de escasa calidad.

Cuando el andaluz se sintió satisfecho de su tarea, lanzó un hondo suspiro y tomó asiento dispuesto a esperar.

—La suerte está echada que fue lo que dijo Julio César al atravesar el Rubicón. Ahora que sea lo que Dios quiera.

—¿Quién es Julio César? —quiso saber el inca. —Un general romano. Murió hace más de mil años, pero dejó escritas algunas de las cosas más importantes de la Historia. —Señaló el puente—. Mi abuelo aseguraba que todo lo que significaba algo para los seres humanos está en los libros, pero ahora veo que se equivocaba. A veces me pregunto cómo es posible que un pueblo que no conoce la escritura y carece por tanto de una memoria fiel, puede haber conseguido lo que habéis conseguido vosotros. Resulta ilógico.

—Conocí un «Quipu Kamayoc» que podía recitar durante cincuenta días y cincuenta noches todos los acontecimientos, hasta los más nimios, de cuanto ha ocurrido en el «Tihvantinsuyo», desde que Manco Capac lo fundó. Ésa es nuestra memoria.

—Pero los hombres mueren. Los libros no.

—Nacen nuevos hombres. Y seguirán naciendo hasta que no nazca ninguno y ya no haga falta por lo tanto memoria.

Quedaron en silencio, esperando con la vista clavada en la cima de la otra orilla del cañón, allí donde en cualquier momento podían hacer su aparición feroces soldados que se precipitarían dando alaridos hacia el Huaca-Chaca conscientes de que aquél constituía el último obstáculo en su camino hacia el Cuzco y su baño de sangre.

El sol ganó altura y penetró, vertical, hasta el fondo de las aguas violando las penumbras de una profunda garganta que no recibía luz más que media hora diaria y cambió el paisaje e incluso el rumor del agua entre las rocas como si el sol aplacase su turbulencia y la impulsara a refrenar sus prisas para buscar calentarse amansándose entre las piedras o los diminutos playones de gruesos callados.

Fueron unas horas dulcemente agradables, tumbados sobre la hierba sin otra cosa que hacer que observar el paisaje o las miríadas de diminutos colibríes de inmenso pico que anidaban en las oquedades de la pared acudiendo a libar en las amarillentas flores que crecían al borde del estrecho sendero.

Luego, allá arriba en la cima del farallón vecino, surgió la figura de un hombre.

Venía solo, corría como desalentado, y se lanzó por la escalinata de piedra con tanta furia que podría pensarse que de un momento a otro perdería pie y se precipitaría de cabeza al abismo.

Era un «chasqui» que lucía ropas multicolores y danzantes cintas que no dejaban lugar a dudas sobre el carácter, casi sagrado, de su oficio.

Alonso de Molina y Calla Huasi se irguieron. Observaron atentamente la cumbre aguardando la presencia de soldados, pero nadie más hizo su aparición más allá de las altas rocas mientras el velocísimo «chasqui» continuaba su precipitado descenso saltando de tres en tres los escalones como una enloquecida cabra montés.

Por fin encaró el puente y comenzó a cruzarlo pero las fuerzas le fallaron, buscó apoyo para que las piernas volvieran a sostenerle, y fue en ese momento cuando descubrió a quienes le aguardaban al otro lado.

Respiró hondamente por tres veces, se echó hacia atrás las cintas de su tocado, y reanudó su carrera cruzando el peligroso puente como si no existiera el profundo abismo dispuesto a devorarle.

Por último se detuvo a menos de cuatro metros de distancia de los dos hombres, tomó aire de nuevo y casi en el límite de sus fuerzas exclamó:

—¡¡VICTORIA…!!

Alonso de Molina y Calla Huasi le observaron atónitos, se miraron y se volvieron de nuevo al «chasqui» inquiriendo incrédulos:

—¿Cómo has dicho?

—¡He dicho victoria…! El astuto Atox se ocultó, atacó sorpresivamente, y tras todo un día de dura batalla consiguió que al anochecer los traidores tiraran sus armas y huyeran en desbandada.

—¿Y Atahualpa? ¿Ha muerto?

—Nadie lo sabe. Hay miles de cadáveres y cayó la noche antes de que fuera posible examinarlos todos, pero ya es sólo cuestión de perseguirle. De sus ejércitos no queda nada; absolutamente nada… —Respiró de nuevo, se diría que el corto descanso y el anuncio de la buena noticia le había dado nuevas fuerzas, y se dispuso a reanudar su carrera encarando la empinada escalinata hasta la cinta—. He de irme… —dijo—. Huáscar ha ordenado tres días de fiesta y sacrificios a los dioses para celebrar la victoria… Cuzco necesita saberlo cuanto antes.

Partió de nuevo saltando de dos en dos los escalones, y Alonso de Molina no pudo por menos que preguntarse de dónde sacaba fuerzas para trepar por aquella pared, cuando unos minutos antes se le diría a punto de derrumbarse presa de un síncope.

Cuando al fin desapareció por completo de su vista, se miraron.

—¿Y bien?

—Los dioses escucharon las plegarias… —replicó Calla Huasi—. No podía ser de otro modo cuando es todo un pueblo el que ruega con fe.

Recuperaron la pólvora y reemprendieron sin prisas el camino de regreso. A su paso, conocida ya la noticia que el «chasqui» había ido pregonando a los cuatro vientos, el país renacía a la vida, los campesinos abandonaban sus escondites, los rebaños volvían a pastar en las colinas, e incluso las caravanas de llamas cargadas de sal resurgían de nadie sabía dónde para encaminarse con su cansino paso de siempre hacia el «Ombligo del Mundo».

Llegaron de noche abriéndose paso por entre los campesinos borrachos, parejas que hacían el amor en los jardines e incluso chiquillos que parecían haber nacido de la nada inundando las calles, y ni tan siquiera el eternamente circunspecto Chabcha Pusí pudo ocultar su alegría cuando acudió a recibirles abrazándoles en un gesto impensable en él bajo cualquier otra circunstancia.

—¡Dichosos los ojos que vuelven a veros! —exclamó alborozado—. Os creíamos perdidos… ¿Dónde estabais?

—Intentando cortar el Huaca-Chaca… —replicó el español incapaz de mentirle—. Pero no hizo falta; seguirá en pie diez siglos más.

—¡Debí imaginarlo! —admitió—. Pero bueno…: ahora todo ha pasado. El «Inca» ha ordenado que seamos felices y debemos serlo: estamos preparando un gran fiesta.

Fue en efecto una gran fiesta en la que no faltó de nada, ya que la noticia de la victoria había conseguido que como por arte de magia los alimentos que habían comenzado a escasear hicieran de nuevo su aparición surgiendo de los oscuros sótanos en que habían sido atesorados, y la «chicha» corriera alegrando los corazones y nublando las mentes.

Naika se mostró más hermosa que nunca, feliz, radiante y divertida, y a los postres comenzó a entonar una dulce canción que relataba los tristes amores del valiente general Ollantay con la hermosa hija del «Inca» Pachacutec. Sabedor de que un simple mortal jamás podría aspirar a ser el esposo legítimo de una descendiente del Sol, decidió desposarla en secreto, lo cual trajo aparejada su caída en desgracia, el destierro, la separación de su amada y por último la rebelión de todo un pueblo contra unas leyes injustas e inhumanas.

—Porque nada existe más inhumano e injusto —concluyó— que el hecho de que dos seres que se aman se vean separados por no pertenecer a la misma estirpe, raza o religión…

—El único problema —añadió el «curaca» con el leve sentido del humor que le proporcionaba el alcohol— es que el amor suele pasar, mientras que las estirpes, las religiones y las razas permanecen. Y la historia no cuenta que cuando la princesa envejeció, Ollantay se buscó otra esposa, plebeya, pero mucho más joven.

—Eso no tiene gracia… —le recriminó la muchacha—. Y acabas de inventártelo.

—¡Es posible! —admitió su esposo divertido—. Pero estoy convencido de que es cierto. ¿Tú qué opinas Molina?

El andaluz, al que también empezaba a hacerte un cierto efecto la bebida, optó por encogerse de hombros:

—Las mujeres nunca fueron mi fuerte —admitió—. Un soldado no dispone de mucho tiempo para ocuparse de ellas…

—Pero ya no eres soldado… —intervino Shungu Sinchi que no había abierto la boca en toda la noche—. Y si es cierto que piensas quedarte a vivir entre nosotros, deberías buscar una esposa. Como dice Yana Puma: «El Imperio necesita todo el semen de sus hombres».

—El «Inca» puede continuar reinando sin mi semen —fue la rápida respuesta del español—. Y no pienso darle hijos para que los esclavice. Si aprendí a ser libre es para que el día de mañana mis hijos lo sean también, y si éste no es el lugar apropiado, algún otro existirá y yo lo encontraré. De eso puedes estar segura.

—Si te oyen hablar así pueden enviarte al «zancay» —señaló Calla Huasi.

—¿Qué es el «zancay»?

—Una cueva profunda y tenebrosa a la que arrojan a los agitadores. Está habitada por serpientes, alacranes, pumas, jaguares, águilas, buitres y cóndores. Se mantiene, allí a los reos una semana, y si al cabo de ese tiempo no lo han devorado las bestias o no se ha vuelto completamente loco, se le concede la libertad. Tan sólo dos hombres han sobrevivido al «zancay» en estos últimos cuarenta años. Uno de ellos fue mi abuelo.

—¿Te refieres a Huamán Huasí? —quiso saber Chabcha Pusí interesado—. ¿El general que se enfrentó a Huayna Capac a causa de la matanza de los «chibchas»?

—El mismo —admitió el otro—. Aún le recuerdo despertándose en mitad de la noche porque creía sentir sobre la piel el paso de las fieras. Tuvo el coraje de desnudarse, tumbarse en el suelo y no mover un solo músculo durante los siete días a pesar de que una serpiente le anidó en el sobaco. Entró siendo un hombre joven y fuerte, y salió siendo un anciano de cabellos completamente blancos.

—Recuerdo a Huamán Huasi… —señaló el «curaca»—. Le admiraba de niño porque jamás existió guerrero más valiente de un extremo a otro del Imperio. ¡Lástima que fuera tan rebelde!

—Tan sólo los rebeldes son realmente valientes… —Sentenció Calla Huasi convencido—. Aquel que obedece las órdenes injustas no es un valiente, es un borrego…

Amanecía.

Había sido una noche hermosa y larga; noche en la que la luna se mostró más amable que nunca sobre una ciudad que celebraba la más gloriosa jornada de su gloriosa historia; noche de amor y risas en la que todos sus habitantes se sentían orgullosos de vivir en el «Ombligo del Mundo», indiscutible corazón del Universo.

Y el amanecer se anunció igualmente armonioso, con un sol que hacia su aparición justamente tras uno de los altos pilares que dominaban la ciudad por las colinas del Este, y que señalaban con matemática exactitud los doce meses del año a que correspondía su salida o su ocaso.

Cantaron las alondras, afloraron los primeros bostezos, un colibrí madrugador violó a una flor que comenzaba a abrirse, y el fiel
Punchayana
acudió a mordisquear los dedos de los pies de su joven dueña.

Se escuchó un rumor lejano; como un trueno apagado; como el aullar del viento en noche de tormenta, o como el llanto de miles de gargantas que clamaran al cielo.

—¿Qué ha sido eso? —inquirió Shungu Sinchi.

Casi al instante un eunuco fofo y grasiento hizo una enloquecida entrada agitando sus fláccidas carnes para sollozar presa de un ataque de histeria:

—¡Quisquis…! ¡Viene Quisquis!

—¿Quisquis…? —se horrorizó Chabcha Pusí—. ¡No es posible!

—¡Lo es, mi amo! Anoche atravesó el Huaca-Chaca y viene hacia aquí con más de diez mil hombres.

—¡Pero si los ejércitos de Atahualpa han sido derrotados! La victoria de Huáscar fue total.

—¡No, mi amo…! No lo fue. Huáscar desoyó los consejos de Atox y en lugar perseguir a los fugitivos, prefirió celebrar una gran fiesta dando tiempo a Rumiñahui a reagrupar sus huestes y atacar por sorpresa. Ahora lo conduce preso ante Atahualpa mientras Quisquis avanza asesinando a todos sus partidarios.

Se hizo un largo silencio roto tan sólo por el piar de los pájaros y el lejano rumor que aumentaba de intensidad, porque la ciudad despertaba amargamente de sus sueños de gloria, y miles de seres humanos se preguntaban angustiados cuál sería su destino a partir del momento en que los hombres de Quisquis hicieran su aparición por el camino de Abancay.

—¿Cuánto tardarán? —quiso saber Chabcha Pusí extrañamente tranquilo.

—No lo sé. Vienen cansados después de la batalla y la larga caminata pero probablemente estarán aquí al atardecer.

—¿Y de Calicuchima? —añadió el otro—. ¿Se sabe algo?

—Nada, mi amo, pero es posible que le siga de cerca.

El «curaca» de Acomayo se encogió de hombros con gesto fatalista:

—Al fin y al cabo… —dijo—. ¿Qué más da Quisquis o Calicuchima…? Todos saben que siempre he sido fiel a Huáscar y tanto yo como mi familia y mis siervos estamos condenados… —Lanzó una entristecida mirada a su alrededor—. Prenderán fuego al palacio y no dejarán piedra sobre piedra.

—Tienes que irte… —señaló Alonso de Molina decidido por primera vez a intervenir—. En realidad «todos» tenemos que irnos porque no creo que ese bastardo me tenga muchas simpatías. —Se volvió a Calla Huasi—. Ni a ti tampoco…

—¿Irnos adónde? —quiso saber Chabcha Pusí desalentado—. Huir nunca fue mi estilo.

—Cuando huir se convierte en la única salida, no cabe, siquiera planteárselo. Tienes una mujer, una hija y unos siervos que dependen de ti. ¡Vámonos! —insistió el español—. Algún lugar existirá donde buscar refugio.

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