Mientras no mate, el militar es como un niño. Resulta fácil divertirlo. Como no está acostumbrado a pensar, en cuanto le hablas, se ve obligado, para intentar comprenderte, a hacer esfuerzos extenuantes. El capitán Frémizon no me mataba, no estaba bebiendo tampoco, no hacía nada con las manos, ni con los pies, tan sólo intentaba pensar. Eso era superior a sus posibilidades. En el fondo, yo lo tenía sujeto de la cabeza.
Gradualmente, mientras duraba aquella prueba de humillación, yo notaba que mi amor propio estaba listo para dejarme, esfumarse aún más y después soltarme, abandonarme del todo, por así decir, oficialmente. Digan lo que digan, es un momento muy agradable. Después de ese incidente, me volví para siempre infinitamente libre y ligero, moralmente, claro está. Tal vez lo que más se necesite para salir de un apuro en la vida sea el miedo. Por mi parte, desde aquel día nunca he deseado otras armas ni otras virtudes.
Los compañeros del militar indeciso, que habían acudido también a propósito para enjugarme la sangre y jugar a las tabas con mis dientes desparramados, iban a contentarse con el único triunfo de atrapar las palabras en el aire. Los civiles, que habían acudido temblorosos ante el anuncio de una ejecución, tenían cara de pocos amigos. Como yo no sabía exactamente lo que decía, salvo que debía mantenerme a toda costa en el tono lírico, sin soltar las manos del capitán, miré fijamente a un punto ideal en la bruma esponjosa entre la que avanzaba el
Amiral-Bragueton
resoplando y escupiendo a cada impulso de la hélice. Por fin, me arriesgué, para concluir, a hacer girar uno de mis brazos por encima de mi cabeza y soltando una de las manos del capitán, una sola, me lancé a la perorata: «Entre bravos, señores oficiales, ¿no es lógico que acabemos entendiéndonos? ¡Viva Francia, entonces, qué hostia! ¡Viva Francia!» Era el truco del sargento Branledore. También en aquella ocasión dio resultado. Fue el único caso en que Francia me salvó la vida, hasta entonces había sido más bien lo contrario. Observé entre los oyentes un momentito de vacilación, pero, de todos modos, a un oficial, por poco predispuesto que esté, le resulta muy difícil abofetear a un civil, en público, en el momento en que grita tan fuerte como yo acababa de hacerlo: «¡Viva Francia!» Aquella vacilación me salvó.
Cogí dos brazos al azar en el grupo de oficiales e invité a todo el mundo a venir a ponerse las botas en el bar a mi salud y por nuestra reconciliación. Aquellos valientes no resistieron más de un minuto y a continuación bebimos durante dos horas. Sólo las hembras de a bordo nos seguían con los ojos, silenciosas y gradualmente decepcionadas. Por las ventanillas del bar, distinguía yo, entre otras, a la pianista, institutriz testaruda, que pasaba, la hiena, y volvía a pasar en medio de un círculo de pasajeras. Sospechaban, por supuesto, aquellos bichos, que me había escapado de la celada con astucia y se prometían atraparme con algún subterfugio. Entretanto, bebíamos sin cesar entre hombres bajo el inútil pero cansino ventilador, que desde las Canarias intentaba en vano desmigajar el tibio algodón atmosférico. Sin embargo, aún necesitaba yo hacer acopio de inspiración, facundia que pudiera agradar a mis nuevos amigos, la fácil. No cesaba, por miedo a equivocarme, en mi admiración patriótica y pedía una y mil veces a aquellos héroes, por turno, historias y más historias de bravura colonial. Son como los chistes verdes, las historias de bravura, siempre gustan a todos los militares de todos los países. Lo que hace falta, en el fondo, para llegar a una especie de paz con los hombres, oficiales o no, armisticios frágiles, desde luego, pero aun así preciosos, es permitirles en todas las circunstancias tenderse, repantigarse entre las jactancias necias. No hay vanidad inteligente. Es un instinto. Tampoco hay hombre que no sea ante todo vanidoso. El papel de panoli admirativo es prácticamente el único en que se toleran con algo de gusto los humanos. Con aquellos soldados no tenía que hacer excesos de imaginación. Bastaba con que no cesara de mostrarme maravillado. Es fácil pedir una y mil veces historias de guerra. Aquellos compañeros tenían historias a porrillo que contar. Parecía que estuviera de vuelta en los mejores momentos del hospital. Después de cada uno de sus relatos, no olvidaba de indicar mi aprobación, como me había enseñado Branledore, con una frase contundente: «¡Eso es lo que se llama una hermosa página de Historia!» No hay mejor fórmula. El círculo a que acababa de incorporarme tan furtivamente consideró que poco a poco me volvía interesante. Aquellos hombres se pusieron a contar, a propósito de la guerra, tantas trolas como las que en otro tiempo había escuchado yo y, más adelante, había contado, a mi vez, estando en competencia imaginativa con los compañeros del hospital. Sólo, que su ambiente era diferente y sus trolas se agitaban a través de las selvas congoleñas en lugar de en los Vosgos o en Flandes.
Mi capitán Frémizon, el que un instante antes se ofrecía para purificar el barco de mi pútrida presencia, después de haber probado mi forma de escuchar más atento que nadie, empezó a descubrir en mí mil cualidades excelentes. El flujo de sus arterias se veía como aligerado por el efecto de mis originales elogios, su visión se aclaraba, sus ojos estriados y sanguinolentos de alcohólico tenaz acabaron centelleando incluso a través de su embrutecimiento y las pocas dudas profundas que podía haber concebido sobre su propio valor, y que le pasaban por la cabeza aun en los momentos de profunda depresión, se esfumaron por un tiempo, adorablemente, por efecto maravilloso de mis inteligentes y oportunos comentarios.
Evidentemente, ¡yo era un creador de euforia! ¡Se daban palmadas con fuerza en los muslos de gusto! ¡No había nadie como yo para volver agradable la vida, pese a aquella humedad de agonía! Además, ¿es que no escuchaba de maravilla?
Mientras divagábamos así, el
Amiral-Bragueton
reducía aún más la marcha, se retrasaba en su propia salsa; ya no había ni un átomo de aire móvil a nuestro alrededor, debíamos costear y tan despacio, que parecíamos avanzar entre melaza. Melaza también el cielo por encima del barco, reducido ya a un emplasto negro y derretido que yo miraba de reojo y con envidia. Regresar a la noche era mi gran preferencia, aun sudando y gimiendo y, en fin, ¡en cualquier estado! Frémizon no acababa de contar sus historias. La tierra me parecía muy próxima, pero mi plan de escape me inspiraba mil inquietudes… Poco a poco, nuestro tema de conversación dejó de ser militar para volverse verde y después francamente marrano y, por último, tan deshilvanado, que ya no sabíamos cómo continuar; mis convidados renunciaron, uno tras otro, y se quedaron dormidos y roncando, sueño asqueroso que les raspaba las profundidades de la nariz. Aquél era el momento, o nunca, de desaparecer. No hay que dejar pasar esas treguas de crueldad que impone, pese a todo, la naturaleza a los organismos más viciosos y agresivos de este mundo.
En aquel momento estábamos anclados a muy poca distancia de la costa. Sólo se distinguían algunas luces oscilantes a lo largo de la orilla.
Alrededor del barco vinieron a apretujarse en seguida cien piraguas temblorosas de negros chillones. Aquellos negros asaltaron todos los puentes para ofrecer sus servicios. En pocos segundos llevé hasta la escalera de desembarco mi equipaje preparado furtivamente y me lancé detrás de uno de aquellos barqueros, cuya obscuridad me ocultaba casi enteramente sus facciones y movimientos. Debajo de la pasarela y a ras del agua chapoteante, pregunté, inquieto, por nuestro destino.
«¿Dónde estamos?», le pregunté.
«¡En Bambola-Fort-Gono!», me respondió aquella sombra.
Empezamos a flotar libremente a grandes impulsos de remo. Lo ayudé para avanzar más rápido.
Aún tuve tiempo de distinguir una vez más, al escapar, a mis peligrosos compañeros de a bordo. A la luz de los faroles del entrepuente, vencidos al fin por el agotamiento y la gastritis, seguían fermentando y mascullando en sueños. Ahora, ahítos, tirados, se parecían todos, oficiales, funcionarios, ingenieros y tratantes, granulosos, barrigudos, oliváceos, revueltos, casi idénticos. Los perros, cuando duermen, se parecen a los lobos.
Toqué tierra pocos instantes después y me reuní con la noche, más densa aún bajo los árboles, y, detrás de ella, todas las complicidades del silencio.
En aquella colonia de la Bambola-Bragamance, por encima de todo el mundo sobresalía el gobernador. Sus militares y sus funcionarios apenas osaban respirar, cuando se dignaba mirar bajo el hombro a sus personas.
Muy por debajo aún de aquellos notables, los comerciantes instalados parecían robar y prosperar con mayor facilidad que en Europa. No había nuez de coco ni cacahuete, en todo el territorio, que escapara a su rapiña. Los funcionarios comprendían, a medida que llegaban a estar más cansados y enfermos, que se habían burlado de ellos bien, al mandarlos allí, para no darles otra cosa que galones y formularios que rellenar y casi nada de pasta con ellos. Así se les iban los ojos de envidia tras los comerciantes. El elemento militar, todavía más embrutecido que los otros dos, se alimentaba de gloria colonial y, para mejor tragarla, mucha quinina y kilómetros de reglamentos.
Todo el mundo se volvía, como es fácil de comprender, a fuerza de esperar que el termómetro bajara, cada vez más cabrón. Y las hostilidades particulares y colectivas, interminables y descabelladas, se eternizaban entre los militares y la administración, entre ésta y los comerciantes, entre éstos, aliados momentáneos, y aquéllos y también de todos contra el negro y, por último, entre negros. Así, las escasas energías que escapaban al paludismo, a la sed, al sol, se consumían en odios tan feroces, tan insistentes, que muchos colonos acababan muriéndose allí a consecuencia de ellos, autoenvenenados, como escorpiones.
No obstante, aquella anarquía muy virulenta se encontraba encerrada en un marco de policía hermético, como los cangrejos dentro de un cesto. Se jodían pero bien, y en vano, los funcionarios; el gobernador encontraba para reclutar, a fin de mantener la obediencia en su colonia, a todos los milicianos míseros que necesitaba, negros endeudados a quienes la miseria expulsaba por millares hacia la costa, vencidos por el comercio, en busca de un rancho. A aquellos reclutas les enseñaban el derecho y la forma de admirar al gobernador. Éste parecía pasear sobre su uniforme todo el oro de sus finanzas y, con el sol encima, era como para verlo y no creerlo, sin contar las plumas.
Todos los años se marcaba un viajecito a Vichy, el gobernador, y sólo leía el
Boletín Oficial del Estado.
Numerosos funcionarios habían vivido con la esperanza de que un día se acostara con su mujer, pero al gobernador no le gustaban las mujeres. No le gustaba nada. Sobrevivía a cada nueva epidemia de fiebre amarilla como por encanto, mientras que tantas de las gentes que deseaban enterrarlo la diñaban como moscas a la primera pestilencia.
Recordaban que cierto «Catorce de Julio», cuando pasaba revista a las tropas de la Residencia, caracoleando entre los espahíes de su guardia, en solitario delante de una bandera así de grande, cierto sargento, seguramente exaltado por la fiebre, se arrojó delante de su caballo para gritarle: «¡Atrás, cornudo!» Al parecer, quedó muy afectado, el gobernador, por aquella especie de atentado, que, por cierto, quedó sin explicación.
Resulta difícil mirar en conciencia a la gente y las cosas de los trópicos por los colores que de ellas emanan. Están en embullición, los colores y las cosas. Una latita de sardinas abierta en pleno mediodía sobre la calzada proyecta tantos reflejos diversos, que adquiere ante los ojos la importancia de un accidente. Hay que tener cuidado. No sólo son histéricos los hombres allí, las cosas también. La vida no llega a ser tolerable apenas hasta la caída de la noche, pero, aun así, la obscuridad se ve acaparada casi al instante por los mosquitos en enjambres. No uno, dos, ni cien, sino billones. Salir adelante en esas condiciones llega a ser una auténtica obra de preservación. Carnaval de día, espumadera de noche, la guerra a la chita callando.
Cuando en la cabaña a la que te retiras, y que parece casi propicia, reina por fin el silencio, las termitas vienen a asediarla, ocupadas como están eternamente, las muy inmundas, en comerte los montantes de la cabaña. Como el tornado embista entonces ese encaje traicionero, las calles enteras quedan vaporizadas.
La ciudad de Fort-Gono, donde yo había ido a parar, aparecía así, precaria capital de Bragamance, entre el mar y la selva, pero provista, adornada, sin embargo, con todos los bancos, burdeles, cafés, terrazas que hacen falta e incluso un banderín de enganche, para constituir una pequeña metrópoli, sin olvidar la Place Faidherbe y el Boulevard Bugeaud, para el paseo, conjunto de caserones rutilantes en medio de acantilados rugosos, rellenos de larvas y pateados por generaciones de cabritos de la guarnición y administradores espabilados.
El elemento militar, hacia las cinco, refunfuñaba en torno a los aperitivos, licores cuyo precio, en el momento en que yo llegaba, acababan de aumentar precisamente. Una delegación de clientes iba a solicitar al gobernador una disposición oficial que prohibiera a las tabernas hacer de su capa un sayo con los precios corrientes del ajenjo y el casis. De creer a algunos parroquianos, nuestra colonización se volvía cada vez más ardua por culpa del hielo. La introducción del hielo en las colonias, está demostrado, había sido la señal de la desvirilización del colonizador. En adelante, soldado a su helado aperitivo por la costumbre, iba a renunciar, el colonizador, a dominar el clima mediante su estoicismo exclusivamente. Los Faidherbe, los Stanley, los Marchand, observémoslo de pasada, no se quejaron nunca de la cerveza, el vino y el agua tibia y cenagosa que bebieron durante años. No hay otra explicación. Así se pierden las colonias.
Me enteré de muchas otras cosas al abrigo de las palmeras que, en cambio, prosperaban con savia provocante a lo largo de aquellas calles de viviendas frágiles. Sólo aquella crudeza de verdor inusitado impedía al lugar parecerse enteramente a la Garenne-Bezons.
Al llegar la noche, se producía un hervidero de indígenas que hacían la carrera entre las nubéculas de mosquitos miserables y atiborrados de fiebre amarilla. Un refuerzo de elementos sudaneses ofrecía al paseante todo lo mejor que guardaban bajo los taparrabos. Por precios muy razonables te podías cepillar a una familia entera durante una hora o dos. A mí me habría gustado andar de sexo en sexo, pero por fuerza tuve que decidirme a buscar un lugar donde me dieran currelo.