«¡Me voy a matar!», me avisaba, cuando su pena le parecía demasiado grande. Y después conseguía avanzar un poco más, de todos modos, con su pena, como una carga demasiado pesada para él, infinitamente inútil, por un camino en el que no encontraba a nadie a quien hablar de ella, de tan enorme y múltiple que era. No habría sabido explicarla, era una pena que superaba su instrucción.
Cobarde como era, yo lo sabía, y él también, por naturaleza, aún abrigaba la esperanza de que lo salvaran de la verdad, pero, por otro lado, yo empezaba a preguntarme si existía en alguna parte gente cobarde de verdad… Parece que siempre se puede encontrar, para cualquier hombre, un tipo de cosas por las que está dispuesto a morir y al instante y bien contento, además. Sólo, que no siempre se presenta su ocasión, de morir tan ricamente, la ocasión a su gusto. Entonces se va a morir como puede, en alguna parte… Se queda ahí, el hombre, en la tierra con aspecto de alelado, además, y de cobarde para todo el mundo, pero sin convencimiento, y se acabó. Es sólo apariencia, la cobardía.
Robinson no estaba dispuesto a morir en la ocasión que se le presentaba. Tal vez presentada de otro modo le hubiera gustado mucho más.
En resumen, la muerte es algo así como una boda.
Esa muerte no le gustaba en absoluto y se acabó. No había más que hablar.
Conque iba a tener que resignarse a aceptar su hundimiento y desamparo. Pero de momento estaba del todo ocupado, del todo apasionado, embadurnándose el alma de modo repulsivo con su desgracia y su desamparo. Más adelante, pondría orden en su desgracia y entonces empezaría una nueva vida de verdad. Qué remedio.
«Créeme, si quieres —me recordaba, zurciendo retazos de memoria así, por la noche, después de cenar—, pero, mira, en inglés, aunque nunca he tenido demasiada facilidad para las lenguas, había llegado, de todos modos, a poder sostener una pequeña conversación, al final, en Detroit… Bueno, pues, ahora ya casi he olvidado todo, todo salvo una cosa… Dos palabras… Que me vienen a la cabeza todo el tiempo desde que me ocurrió esto en los ojos:
Gentlemen first!
Es casi lo único que puedo decir ahora de inglés, no sé por qué… Desde luego, es fácil de recordar…
Gentlemen first!
Y, para intentar hacerlo cambiar de ideas, nos divertíamos hablando juntos inglés de nuevo. Entonces repetíamos, pero a menudo:
Gentlemen first!
a tontas y a locas, como idiotas. Un chiste exclusivo para nosotros. Acabamos enseñándoselo al propio Henrouille, que subía de vez en cuando a vigilarnos.
Al remover los recuerdos, nos preguntábamos qué quedaría aún de todo aquello… Lo que habíamos conocido juntos… Nos preguntábamos qué habría sido de Molly, nuestra buena Molly… A Lola, en cambio, quería olvidarla, pero, a fin de cuentas, me habría gustado tener noticias de todas, aun así, de la pequeña Musyne también, de paso… Que no debía de vivir demasiado lejos, en París, ahora. Al lado, vamos… Pero habría tenido que emprender auténticas expediciones, de todos modos, para tener noticias de Musyne… Entre tanta gente, cuyos nombres, trajes, costumbres, direcciones había olvidado y cuyas amabilidades y sonrisas incluso, después de tantos años de preocupaciones, de ansias de comida, debían de haberse vuelto como quesos viejos a fuerza de muecas penosas… Los propios recuerdos tienen su juventud… Se convierten, cuando los dejas enmohecer, en fantasmas repulsivos, que no rezuman sino egoísmo, vanidades y mentiras… Se pudren como manzanas… Conque nos hablábamos de nuestra juventud, la saboreábamos y volvíamos a saborear. Desconfiábamos. A mi madre, por cierto, llevaba mucho sin ir a verla… Y esas visitas no me sentaban nada bien en el sistema nervioso… Era peor que yo, para la tristeza, mi madre… Siempre en el cuchitril de su tienda, parecía acumular todas las decepciones que podía a su alrededor después de tantos y tantos años… Cuando iba a verla, me contaba: «Mira, la tía Hortense murió hace dos meses en Coutances… Ya podrías haber ido… Y Clémentin, ¿sabes quién digo?… ¿El encerador que jugaba contigo, cuando eras pequeño?… Bueno, pues, a ése lo recogieron antes de ayer en la Rue d’Aboukir… No había comido desde hacía tres días…»
La infancia, la suya, no sabía Robinson por dónde cogerla, cuando pensaba en ella, pues menos alegre era difícil de imaginar. Aparte del episodio con la clienta, no encontraba en ella nada que no lo desesperara hasta vomitar en los rincones, como en una casa donde no hubiera sino cosas repugnantes y que apestasen, escobas, cubos, adefesios, bofetadas… El señor Henrouille no tenía nada que contar de la suya hasta la mili, salvo que en aquella época le habían hecho la foto de chorchi con borla y que seguía aún ahora, esa foto, justo encima del armario de luna.
Cuando Henrouille había vuelto a bajar, Robinson me comunicaba su miedo a no cobrar ahora sus diez mil francos prometidos… «En efecto, ¡no cuentes demasiado con ellos!», le decía yo mismo. Prefería prepararlo para esa otra decepción.
Trocitos de plomo, lo que quedaba de la descarga, afloraban en los bordes de las heridas. Yo se los quitaba por etapas, unos pocos cada día. Le hacía mucho daño, cuando le hurgaba así justo por encima de las conjuntivas.
En vano habíamos tomado toda clase de precauciones, la gente del barrio se había puesto a hablar, de todos modos, con ganas. Por fortuna, Robinson no tenía idea de esas habladurías, se habría puesto aún más enfermo. Estábamos, ni que decir tiene, envueltos en sospechas. Henrouille hija hacía cada vez menos ruido al recorrer la casa en zapatillas. No contabas con ella y te la encontrabas a tu lado.
Ahora que estábamos en medio de los arrecifes, la menor duda bastaría ahora para hacernos zozobrar a todos. Todo iría entonces a reventar, resquebrajarse, chocar, deshacerse y desparramarse por la orilla. Robinson, la abuela, el petardo, el conejo, los ojos, el hijo inverosímil, la nuera asesina, quedaríamos desplegados ahí, entre todas nuestras basuras y nuestros cochinos pudores, ante los curiosos estremecidos. Yo no las tenía todas conmigo. No es que hubiera hecho nada, yo, verdaderamente criminal. Era sobre todo culpable por desear en el fondo que todo aquello continuara. E incluso no veía ya inconveniente en que nos fuéramos todos juntos a pasear cada vez más lejos en la noche.
Pero es que no había necesidad siquiera de desear, la cosa seguía sola, ¡y a escape, además!
Los ricos no necesitan matar en persona para jalar. Dan trabajo a los demás, como ellos dicen. No hacen el mal en persona, los ricos. Pagan. Se hace todo lo posible para complacerlos y todo el mundo muy contento. Mientras que sus mujeres son bellas, las de los pobres son feas. Es así desde hace siglos, aparte de los vestidos elegantes. Preciosas, bien alimentadas, bien lavadas. Desde que el mundo es mundo, no se ha llegado a otra cosa.
En cuanto al resto, en vano te esfuerzas, resbalas, patinas, vuelves a caer en el alcohol, que conserva a los vivos y a los muertos, no llegas a nada. Está más que demostrado. Y desde hace tantos siglos que podemos observar nuestros animales nacer, penar y cascar ante nosotros, sin que les haya ocurrido, tampoco a ellos, nada extraordinario nunca, salvo reanudar sin cesar el mismo fracaso insípido donde tantos otros animales lo habían dejado. Sin embargo, deberíamos haber comprendido lo que ocurría. Oleadas incesantes de seres inútiles vienen desde el fondo de los tiempos a morir sin cesar ante nosotros y, sin embargo, seguimos ahí, esperando cosas… Ni siquiera para pensar la muerte servimos.
Las mujeres de los ricos, bien alimentadas, bien engañadas, bien descansadas, ésas, se vuelven bonitas. Eso es cierto. Al fin y al cabo, tal vez eso baste. No se sabe. Sería al menos una razón para existir.
«Las mujeres en América, ¿no te parece que eran más bellas que las de aquí?» Cosas así me preguntaba, Robinson, desde que daba vueltas a los recuerdos de los viajes. Sentía curiosidades, se ponía a hablar incluso de las mujeres.
Ahora yo iba a verlo un poco menos a menudo, porque fue por aquella época cuando me destinaron a la consulta de un pequeño dispensario para tuberculosos de la vecindad. Hay que llamar las cosas por su nombre, con eso me ganaba ochocientos francos al mes. Los enfermos eran sobre todo gente de las chabolas, esa como aldea que nunca consigue desprenderse del todo del barro, encajonada entre las basuras y bordeada de senderos donde las chavalas demasiado despiertas y mocosas hacen novillos para pescar, junto a las vallas, de un sátiro a otro, un franco, patatas fritas y la blenorragia. País de cine de vanguardia, donde la ropa sucia infesta los árboles y todas las ensaladas chorrean orina los sábados por la noche. En mi terreno, no hice, durante aquellos meses de práctica especializada, ningún milagro. Y, sin embargo, había gran necesidad de milagros. Pero a mis clientes no les interesaba que yo hiciera milagros; contaban, al contrario, con su tuberculosis para que los pasaran del estado de miseria absoluta en que se asfixiaban desde siempre al de miseria relativa que confieren las minúsculas pensiones del Estado. Arrastraban sus esputos más o menos positivos de licencia en licencia desde la guerra. Adelgazaban a fuerza de fiebre mantenida por la poca comida, los muchos vómitos, la enormidad de vino y el trabajo, de todos modos, un día de cada tres, a decir verdad.
La esperanza de la pensión los poseía en cuerpo y alma. Les llegaría un día, como la gracia, la pensión, con tal de que tuvieran fuerza para esperar un poco aún, antes de cascarla del todo. No se sabe lo que es volver y esperar algo hasta que no se ha observado lo que pueden llegar a esperar y volver los pobres que esperan una pensión.
Pasaban tardes y semanas enteras esperando, en la entrada y en el umbral de mi miserable dispensario, mientras fuera llovía, y removiendo sus esperanzas de porcentajes, sus deseos de esputos francamente bacilares, esputos de verdad, esputos tuberculosos «ciento por ciento». La curación venía mucho después que la pensión en sus esperanzas; también pensaban, desde luego, en la curación, pero apenas, hasta tal punto los embelesaba el deseo de ser rentistas, un poquito rentistas, en cualesquiera condiciones. Ya no podían existir en ellos, aparte de ese deseo intransigente, definitivo, sino pequeños deseos subalternos y su propia muerte se volvía, en comparación, algo bastante accesorio, un riesgo deportivo como máximo. La muerte, al fin y al cabo, no es sino cuestión de unas horas, de minutos incluso, mientras que una renta es como la miseria, algo que dura toda la vida. Los ricos se emborrachan de otro modo y no pueden llegar a comprender esos frenesíes por la seguridad. Ser rico es otra embriaguez, es olvidar. Para eso incluso es para lo que se llega a rico, para olvidar.
Poco a poco había perdido yo la costumbre de prometerles la salud, a mis enfermos. No podía alegrarlos demasiado, la perspectiva de estar bien de salud. Al fin y al cabo, estar bien de salud no es sino un apaño. Sirve para trabajar, la salud, ¿y qué más? Mientras que una pensión del Estado, aun ínfima, es algo divino, pura y simplemente.
Cuando no se tiene dinero para ofrecer a los pobres, más vale callarse. Cuando se les habla de otra cosa, y no de dinero, se los engaña, se miente, casi siempre. Los ricos son fáciles de divertir, con simples espejos, por ejemplo, para que en ellos se contemplen, ya que no hay nada mejor en el mundo para mirar que los ricos. Para reanimarlos, se los eleva, a los ricos, cada diez años, a un grado más de la Legión de Honor, como una teta vieja, y ya los tenemos ocupados durante otros diez años. Y listo. Mis clientes, en cambio, eran unos egoístas, pobres, materialistas encerrados en sus cochinos proyectos de retiro, mediante el esputo sangrante y positivo. El resto les daba por completo igual. Hasta las estaciones les daban igual. De las estaciones sólo sentían y querían saber lo relativo a la tos y la enfermedad, que en invierno, por ejemplo, te acatarras mucho más que en verano, pero que en primavera, en cambio, escupes sangre con facilidad y que durante los calores puedes llegar a perder tres kilos por semana… A veces los oía hablarse entre ellos, cuando creían que yo no estaba, mientras esperaban su turno. Contaban sobre mí horrores sin fin y mentiras como para quedarse turulato. Criticarme así debía de animarlos, infundirles qué sé yo qué valor misterioso, que necesitaban para ser cada vez más implacables, resistentes y malvados pero bien, para durar, para resistir. Hablar mal así, maldecir, menospreciar, amenazar, les sentaba bien, era como para pensarlo. Y, sin embargo, había hecho todo lo posible, yo, para serles agradable, por todos los medios; estaba de su parte e intentaba serles útil, les daba mucho yoduro para hacerles escupir sus cochinos bacilos y todo ello sin conseguir nunca neutralizar su mala leche…
Se quedaban ahí delante de mí, sonrientes como criados, cuando les hacía preguntas, pero no me querían, en primer lugar porque los ayudaba, y también porque no era rico y recibir mis cuidados quería decir recibirlos gratis y eso nunca es halagador para un enfermo, ni siquiera para el que está pendiente de conseguir una pensión. Por detrás no había, pues, perrerías que no hubiesen propagado sobre mí. Tampoco tenía auto yo, al contrario que la mayoría de los demás médicos de los alrededores, y era también como una invalidez, en su opinión, que fuese a pie. En cuanto los excitaban un poco, a mis enfermos, y los colegas no perdían ocasión de hacerlo, se vengaban, parecía, de toda mi amabilidad, de que fuera tan servicial, tan solícito. Todo eso es normal. El tiempo pasaba, de todos modos.
Una noche, cuando mi sala de espera estaba casi vacía, entró un sacerdote a hablar conmigo. Yo no lo conocía, a aquel cura, estuve a punto de ponerlo de patitas en la calle. No me gustaban los curas, tenía mis razones, sobre todo desde que me habían hecho la faena del embarque en San Tapeta. Pero aquél, en vano me esforzaba por reconocerlo, para darle un rapapolvo a ciencia cierta, la verdad es que no lo había visto nunca. Y, sin embargo, de noche debía de circular con frecuencia por Rancy, pues era de la vecindad. ¿Sería que me evitaba cuando salía? Lo pensé. En fin, debían de haberle avisado de que a mí no me gustaban los curas. Se notaba por el modo furtivo como inició el palique. Conque nunca nos habíamos tropezado en torno a los mismos enfermos. Servía en una iglesia de allí al lado, desde hacía veinte años, según me dijo. Fieles había a montones, pero no muchos que le pagaran. Pordiosero, más que nada, en una palabra. Eso nos aproximaba. La sotana que lo cubría me pareció un ropaje muy incómodo para deambular en el fango de las chabolas. Se lo comenté. Insistí incluso en la extravagante incomodidad de semejante atuendo.