El director de la Compañía Porduriére del Pequeño Congo buscaba, según me aseguraron, a un empleado principiante para regentar una de sus factorías en la selva. Acudí sin tardar a ofrecerle mis incompetentes pero solícitos servicios. No fue una recepción calurosa la que me reservó el director. Aquel maníaco —hay que llamarlo por su nombre— habitaba, no lejos del Gobierno, un pabellón especial, construido con madera y paja. Antes de haberme mirado siquiera, me hizo algunas preguntas muy brutales sobre mi pasado; después, un poco calmado por mis respuestas de lo más ingenuas, su desprecio hacia mí tomó un cariz bastante indulgente. Sin embargo, aún no consideró conveniente pedirme que me sentara.
«Según sus documentos, sabe usted un poco de medicina», observó.
Le respondí que, en efecto, había hecho algunos estudios en esa materia.
«Entonces, ¡le servirán! —dijo—. ¿Quiere whisky?»
Yo no bebía. «¿Quiere fumar?» También lo rechacé. Aquella abstinencia lo sorprendió. Puso mala cara incluso.
«No me gustan nada los empleados que no beben ni fuman… ¿No será usted pederasta por casualidad?… ¿No? ¡Lástima!… Ésos nos roban menos que los otros… La experiencia me lo ha enseñado… Se encariñan… En fin —tuvo a bien retractarse—, en general me ha parecido notar esa cualidad de los pederastas, a su favor… ¡Tal vez usted nos demuestre lo contrario!… —Y a renglón seguido—: Tiene usted calor, ¿eh? ¡Ya se acostumbrará! De todos modos, ¡no le quedará más remedio que acostumbrarse! Y el viaje, ¿qué tal?»
«¡Desagradable!», le respondí.
«Pues, mire, amigo, eso no es nada, ya verá lo que es bueno, cuando haya pasado un año en Bikomimbo, donde lo voy a enviar para substituir a ese otro farsante…»
Su negra, en cuclillas cerca de la mesa, se hurgaba los pies y se limpiaba las uñas con una astillita.
«¡Vete de aquí, aborto! —le espetó su amo—. ¡Vete a buscar al
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! ¡Y hielo también!»
El
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solicitado llegó muy despacio. Entonces el director se levantó como un resorte, irritado, y recibió al
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con un tremendo par de sonoras bofetadas y dos patadas en el bajo vientre.
«Esta gente me va a matar, ¡ya ve usted! —predijo el director, al tiempo que suspiraba. Se dejó caer de nuevo en su sillón, cubierto de telas amarillas sucias y dadas de sí—. Hágame el favor, amigo —dijo de repente en tono amable y familiar, como desahogado por un rato con la brutalidad que acababa de cometer—, páseme la fusta y la quinina… ahí, sobre la mesa… No debería excitarme así… Es absurdo dejarse llevar por el temperamento…»
Desde su casa dominábamos el puerto fluvial, que relucía por entre un polvo tan denso, tan compacto, que se oían los sonidos de su caótica actividad mejor de lo que se distinguían los detalles. Filas de negros, en la orilla, trajinaban bajo el látigo descargando, bodega tras bodega, los barcos nunca vacíos, subiendo por pasarelas temblorosas y estrechas, con sus grandes cestos llenos a la cabeza, en equilibrio, entre injurias, como hormigas verticales.
Iban y venían, formando rosarios irregulares, por entre un vaho escarlata. Algunas de aquellas formas laboriosas llevaban, además, un puntito negro a la espalda, eran las madres, que acudían a currar como burras, también ellas, cargando sacos de palmitos con el hijo a cuestas, un fardo más. Me pregunto si las hormigas podrán hacer igual.
«¿Verdad que siempre parece domingo aquí?… —prosiguió en broma el director—. ¡Es alegre! ¡Y lleno de color! Las hembras siempre en cueros. ¿Se ha fijado? Y hembras hermosas, ¿eh? Parece extraño, cuando se llega de París, ¿verdad? Y nosotros, ¿qué le parece? ¡Siempre con dril blanco! Ya ve usted, ¡como en los baños de mar! ¿Verdad que estamos guapos así? ¡Como para la primera comunión, vamos! Aquí siempre es fiesta, ¡ya le digo! ¡El día de la Asunción! ¡Y así hasta el Sahara! ¡Imagínese!»
Y después dejaba de hablar, suspiraba, refunfuñaba, volvía a repetir dos, tres veces «¡Me cago en la leche!», se enjugaba la frente y reanudaba la conversación.
«Adonde lo envía a usted la Compañía es en plena selva, es húmedo… Queda a diez jornadas de aquí… Primero el mar… Y luego el río. Un río muy rojo, ya verá… Y al otro lado están los españoles… Aquel a quien va usted a substituir en esa factoría es un perfecto cabrón, sépalo… En confianza… Se lo digo… ¡No hay manera de que nos envíe las cuentas, ese sinvergüenza! ¡No hay manera! ¡De nada sirve que le mande avisos y más avisos!… ¡No le dura mucho la honradez al hombre, cuando está solo!… ¡Quia! ¡Ya verá!… ¡Ya lo verá también usted!… Que está enfermo, nos escribe… ¡No lo dudo! ¡Enfermo! ¡También yo estoy enfermo! ¿Qué quiere decir eso? ¡Todos estamos enfermos! También usted estará enfermo y dentro de muy poco, además. ¡Eso no es una razón! ¡Nos la trae floja que esté enfermo!… ¡La Compañía ante todo! Cuando llegue usted allí, ¡haga el inventario lo primero!… Hay víveres para tres meses en esa factoría y mercancías al menos para un año… ¡No le faltará de nada!… Sobre todo no salga usted de noche… ¡Desconfíe! Los negros que él le envíe para recogerlo en el mar puede que lo tiren al agua. ¡Ha debido de enseñarles! ¡Son tan pillos como él! ¡No me cabe duda! ¡Ha debido de hablarles de usted!… ¡Eso es corriente aquí! Conque coja su propia quinina, antes de marcharse… ¡Es capaz de haber puesto algo en la de él!»
El director se cansó de darme consejos, se levantó para despedirme. El techo de chapa parecía pesar dos mil toneladas por lo menos, de tanto calor como acumulaba la chapa. Los dos poníamos mala cara por el calor. Era como para diñarla al instante. Añadió:
«¡Tal vez no valga la pena que nos volvamos a ver antes de su marcha, Bardamu! ¡Aquí todo cansa! En fin, ¡quizá vaya, de todos modos, a verlo a los cobertizos antes de su partida!… Le escribiremos, cuando esté usted allí… Hay un correo al mes… Sale de aquí, el correo, conque, ¡buena suerte!…»
Y desapareció en su sombra entre el casco y la chaqueta. Se le veían con toda claridad los tendones del cuello, por detrás, arqueados como dos dedos contra su cabeza. Se volvió otra vez:
«¡Dígale a ese otro punto que vuelva aquí a toda prisa!… ¡Que tengo que hablar con él!… ¡Que no se entretenga por el camino! ¡El muy canalla! ¡Espero que no casque por el camino!… ¡Sería una lástima! ¡Una verdadera lástima! ¡Menudo sinvergüenza!»
Un criado negro me precedía con un gran farol para llevarme al lugar donde debía alojarme hasta mi salida para ese interesante Bikomimbo prometido.
Íbamos por avenidas donde todo el mundo parecía haber bajado a pasear tras el crepúsculo. La noche, resonante de gongs, nos envolvía, entrecortada por cantos apagados e incoherentes como el hipo, la gran noche negra de los países cálidos con su brutal corazón en tam-tam, que siempre late demasiado aprisa.
Mi joven guía caminaba rápido y ágil con los pies descalzos. Debía de haber europeos por la espesura, se los oía por allí, paseándose, con sus voces de blancos, perfectamente reconocibles, agresivas, falsas. Los murciélagos no cesaban de venir a revolotear, de surcar el aire entre los enjambres de insectos que nuestra luz atraía a nuestro paso. Bajo cada hoja de árbol debía de esconderse un grillo al menos, a juzgar por el alboroto ensordecedor que hacían todos juntos.
Un grupo de tiradores indígenas, que discutían junto a un ataúd colocado en el suelo y recubierto con una gran bandera tricolor y ondulante, nos hizo detener en el cruce de dos caminos, a media altura de una elevación.
Era un muerto del hospital que no sabían dónde enterrar. Las órdenes eran imprecisas. Unos querían enterrarlo en uno de los campos de abajo, los otros insistían en hacerlo en un enclave en lo alto de la cuesta. Había que decidirse. Así el
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y yo tuvimos que dar nuestra opinión sobre el asunto.
Por fin, optaron, los porteadores, por el cementerio de abajo, en lugar del de arriba, por la bajada. También encontramos por el camino a tres jovencitos blancos de la raza de los que frecuentan los domingos los partidos de rugby en Europa, espectadores apasionados, agresivos y paliduchos. Allí pertenecían, empleados como yo, a la Sociedad Porduriére y me indicaron con toda amabilidad el camino de aquella casa inacabada donde se encontraba, de momento, mi cama desmontable y portátil.
Allí nos dirigimos. La construcción estaba del todo vacía, salvo algunos utensilios de cocina y mi cama, por llamarla de algún modo. En cuanto me hube tumbado sobre aquel chisme filiforme y tembloroso, veinte murciélagos salieron de los rincones y se lanzaron en idas y venidas zumbantes, como salvas de abanico, por encima de mi aprensivo reposo.
El negrito, mi guía, volvía sobre sus pasos para ofrecerme sus servicios íntimos y, como yo no estaba animado aquella noche, se ofreció, al instante, desilusionado, a presentarme a su hermana. Me habría gustado saber cómo habría podido encontrarla, a su hermana, en semejante noche.
El tam-tam de la aldea cercana te hacía saltar la paciencia, cortada en pedacitos menudos. Mil mosquitos diligentes tomaron sin tardar posesión de mis muslos y, aun así, no me atreví a volver a poner los pies en el suelo por los escorpiones y las serpientes venenosas, cuya abominable caza suponía iniciada. Tenían para escoger, las serpientes, en materia de ratas, las oía roer, a las ratas, todo lo imaginable, en la pared, en el suelo, trémulas, en el techo.
Por fin, salió la luna y hubo un poco más de calma en la habitación. En resumen, en las colonias no se estaba bien.
De todos modos, llegó la mañana, una caldera. Fui presa, en cuerpo y espíritu, de unas ganas tremendas de volverme a Europa. Sólo me faltaba el dinero para largarme. Con eso basta. Por otra parte, sólo me quedaba por pasar una semana en Fort-Gono antes de ir a incorporarme a mi puesto, en Bikomimbo, de tan agradable descripción.
El edificio más grande de Fort-Gono, después del palacio del gobernador, era el hospital. Me lo encontraba siempre por el camino; no hacía cien metros en la ciudad sin toparme con uno de sus pabellones, que apestaban desde lejos a ácido fénico. De vez en cuando me aventuraba hasta los muelles de embarque para ver trabajar a mis anémicos colegas que la Compañía Porduriére se procuraba en Francia por patronatos enteros. Parecían ser presa de una prisa belicosa, al no cesar de descargar y recargar cargueros, unos tras otros. «¡Cuesta tanto la estancia de un carguero en el puerto!», repetían, sinceramente preocupados, como si se tratara de su dinero.
Chinchaban a los descargadores negros con frenesí. Celosos cumplidores de su deber eran, sin lugar a dudas, e igual de cobardes y aviesos. Empleados modélicos, en una palabra, bien elegidos, de una inconsciencia y un entusiasmo asombrosos. Un hijo así le habría encantado tener a mi madre, devoto de los patronos, uno para ella sola, del que pudiera estar orgullosa delante de todo el mundo, hijo del todo legítimo.
Habían acudido al África tropical, aquellos pobres abortos, a ofrecerles su carne, a los patronos, su sangre, sus vidas, su juventud, mártires por veintidós francos al día (menos las deducciones), contentos, pese a todo contentos, hasta el último glóbulo rojo acechado por el diezmillonésimo mosquito.
La colonia los hace hincharse o adelgazar, a los empleadillos, pero los conserva; sólo existen dos caminos para cascar bajo el sol, el de la gordura o el de la delgadez. No hay otro. Se podría elegir, si no fuera porque depende de la naturaleza de cada cual, palmarla grueso o reducido a piel y huesos.
El director, allí arriba, en el acantilado rojo, que se agitaba, diabólico, con su negra, bajo el techo de chapa de diez mil kilos de sol, no iba a escapar tampoco al plazo fijado. Era del tipo flaco. Tan sólo se debatía. Parecía dominar el clima. ¡Pura apariencia! En realidad, se desmoronaba aún más que los otros.
Según decían, tenía un plan de estafa magnífico para hacer fortuna en dos años… Pero no iba a tener tiempo de realizar su plan, aun cuando se dedicara a defraudar a la Compañía noche y día. Veintidós directores habían intentado ya antes que él hacer fortuna, todos con su plan, como en la ruleta. Todo aquello lo sabían los accionistas, que lo espiaban desde allí, desde más arriba aún, desde la Rue Moncey de París, al director, y los hacía sonreír. Todo aquello era infantil. Lo sabían de sobra, los accionistas, también ellos, más bandidos que nadie, que estaba sifilítico su director y muy castigado por los trópicos y que tragaba quinina y bismuto como para reventarse los tímpanos y arsénico como para quedarse sin una encía.
En la contabilidad general de la Compañía, los días del director estaban contados, como los meses de un cerdo.
Mis colegas no intercambiaban la menor idea entre sí. Sólo fórmulas, fijas, fritas y refritas como cuscurros de pensamientos. «¡No hay que apurarse! —decían—. ¡Les vamos a dar para el pelo!…» «¡El delegado general es un cornudo!…» «¡Con la piel de los negros hay que hacer petacas!», etc.
Por la noche, nos encontrábamos para el aperitivo, tras haber acabado las últimas faenas, con un agente auxiliar de la Administración, el Sr. Tandernot, así se llamaba, originario de La Rochelle. Si se juntaba con los comerciantes, Tandernot, era para que le pagaran el aperitivo.
No quedaba más remedio. Decadencia. No tenía un céntimo. Su puesto era el más bajo posible de la jerarquía colonial. Su función consistía en dirigir la construcción de carreteras en plena selva. Los indígenas trabajaban en ellas bajo el látigo de sus milicianos, evidentemente. Pero como ningún blanco pasaba nunca por las carreteras nuevas que hacía Tandernot y, por otra parte, los negros preferían sus senderos de la selva para que los descubrieran lo menos posible, por miedo a los impuestos, y como, en el fondo, no llevaban a ninguna parte, las carreteras de la Administración, obra de Tandernot, pues… desaparecían muy rápido bajo la vegetación, en realidad de un mes para otro, para ser exactos.
«¡El año pasado perdí 122 kilómetros! —nos recordaba de buena gana aquel pionero fantástico a propósito de sus carreteras—. ¡Aunque no lo crean!…»
Sólo le conocí, durante mi estancia, una fanfarronada, humilde vanidad, a Tandernot, la de ser, él, el único europeo que podía pescar catarros en Bragamance con 44 grados a la sombra… Aquella originalidad lo consolaba de muchas cosas… «¡Ya me he vuelto a constipar como un gilipollas! —anunciaba con bastante orgullo a la hora del aperitivo—. ¡Esto sólo me ocurre a mí!» Entonces los miembros de nuestra enclenque cuadrilla exclamaban: «¡Jolines! ¡Qué tío, este Tandernot!» Era mejor que nada, semejante satisfacción. Cualquier cosa, en materia de vanidad, es mejor que nada.