Cuando llegas a alguna parte, te aparecen ambiciones. Yo tenía la vocación de enfermo y nada más. Cada cual es como es. Me paseaba en torno a aquellos pabellones hospitalarios y prometedores, dolientes, retirados, protegidos y no podía alejarme de ellos y de su antiséptico dominio sin pesar. Aquel recinto estaba rodeado de extensiones de césped, alegradas por pajarillos furtivos y lagartos inquietos y multicolores. Estilo «Paraíso terrenal».
En cuanto a los negros, en seguida te acostumbras a ellos, a su cachaza sonriente, a sus gestos demasiado lentos y a los pletóricos vientres de sus mujeres. La negritud hiede a miseria, a vanidades interminables, a resignaciones inmundas; igual que los pobres de nuestro hemisferio, en una palabra, pero con más hijos aún y menos ropa sucia y vino tinto.
Cuando había acabado de inhalar el hospital, de olfatearlo así, profundamente, iba, tras la multitud indígena, a inmovilizarme un momento ante aquella especie de pagoda erigida cerca del Fort por un figonero para la diversión de los juerguistas eróticos de la colonia.
Los blancos acaudalados de Fort-Gono paraban allí por la noche, se emperraban en el juego, al tiempo que pimplaban de lo lindo y bostezaban y eructaban a más y mejor. Por doscientos francos se podía uno cepillar a la bella patrona. Se las veían y se las deseaban, aquellos juerguistas, para conseguir rascarse, pues no cesaban de escapárseles los tirantes.
Por la noche, salía un gentío de las chozas de la ciudad indígena y se congregaba ante la pagoda, sin hartarse nunca de ver y oír a los blancos moviendo el esqueleto en torno al organillo, de cuerdas enmohecidas, que emitía valses desafinados. La patrona hacía ademanes, al escuchar la música, como si deseara bailar, transportada de placer.
Tras varios días de tanteos, acabé teniendo charlas furtivas con ella. Sus reglas, me confió, no le duraban menos de tres semanas. Efecto de los trópicos. Además, sus consumidores la dejaban exhausta. No es que hiciesen el amor con frecuencia, pero, como los aperitivos eran bastante caros en la pagoda, intentaban sacarle el jugo a su dinero al mismo tiempo, y le daban unos pellizcos que para qué en el culo, antes de irse. A eso se debía sobre todo su fatiga.
Aquella comerciante conocía todas las historias de la colonia y los amores que se trababan, desesperados, entre los oficiales, atormentados por las fiebres, y las escasas esposas de funcionarios, que se derretían, también ellas, con reglas interminables, desconsoladas y hundidas, junto a los miradores, en butacas permanentemente inclinadas.
Los paseos, las oficinas, las tiendas de Fort-Gono rezumaban deseos mutilados. Hacer todo lo que se hace en Europa parecía ser la obsesión máxima, la satisfacción, la mueca a toda costa de aquellos dementes, pese a la abominable temperatura y al apoltronamiento en aumento, invencible.
La tupida vegetación de los jardines se mantenía a duras penas, agresiva, feroz, entre las empalizadas, follaje rebosante que formaba lechugas delirantes en torno a cada casa, enorme clara de huevo sólida y avellanada en la que acababa de pudrirse una yemita europea. Así, había tantas ensaladeras completas como funcionarios a lo largo de la Avenue Fachoda, la más animada, la más frecuentada de Fort-Gono.
Cada noche volvía a mi morada, inacabable seguramente, donde el perverso
boy
me había hecho la cama, un esqueletito enteramente. Me tendía trampas, el
boy,
era lascivo como un gato, quería entrar en mi familia. Sin embargo, me asediaban otras preocupaciones muy distintas y mucho más vivas y sobre todo el proyecto de refugiarme por un tiempo más en el hospital, único armisticio a mi alcance en aquel carnaval tórrido.
Ni en la paz ni en la guerra sentía yo la menor inclinación hacia las futilidades. E incluso otras ofertas que me llegaron de otra procedencia, por mediación de un cocinero del patrón, de nuevo y muy sinceramente obscenas, me parecieron incoloras.
Por última vez hice la ronda de mis compañeros de la Porduriére para intentar informarme acerca de aquel empleado infiel, aquel al que yo debía, según las órdenes, ir a substituir, a toda costa, en su selva. Cháchara vana.
El Café Faidherbe, al final de la Avenue Fachoda, que zumbaba a la hora del crepúsculo con mil maledicencias, chismes y calumnias, tampoco me aportaba nada substancial. Sólo impresiones. En aquella penumbra salpicada de farolillos multicolores se vertían bidones de basura llenos de impresiones. Sacudiendo el encaje de las palmeras gigantes, el viento abatía nubes de mosquitos en las tazas. El gobernador, en la charla ambiente, quedaba para el arrastre. Su imperdonable grosería constituía el fondo de la gran conversación aperitiva en que el hígado colonial, tan nauseabundo, se descarga antes de la cena.
Todos los automóviles de Fort-Gono, una decena en total, pasaban y volvían a pasar en aquel momento por delante de la terraza. Nunca parecían ir demasiado lejos, los automóviles. La Place Faidherbe tenía un ambiente muy característico, con su recargada decoración, su superabundancia vegetal y verbal de ciudad provinciana y enloquecida del Mediodía de Francia. Los diez autos no abandonaban la Place Faidherbe sino para volver a ella cinco minutos después, realizando una vez más el mismo periplo con su cargamento de anemias europeas desteñidas, envueltas en tela gris, seres frágiles y quebradizos como sorbetes amenazados.
Pasaban así, durante semanas y años, unos delante de los otros, los colonos, hasta el momento en que ya ni se miraban, de tan hartos que estaban de detestarse. Algunos oficiales llevaban de paseo a su familia, atenta a los saludos militares y civiles, la esposa embutida en sus paños higiénicos especiales; por su parte, los niños, lastimosos ejemplares de gruesos gusanos blancos europeos, se disolvían, por el calor, en diarrea permanente.
No basta con llevar quepis para mandar, también hay que tener tropas. Bajo el clima de Fort-Gono, los mandos europeos se derretían más deprisa que la mantequilla. Allí un batallón era algo así como un terrón de azúcar en el café: cuanto más mirabas, menos lo veías. La mayoría del contingente estaba siempre en el hospital, durmiendo la mona del paludismo, atiborrado de parásitos por todos los pelos y todos los pliegues, escuadrones enteros tendidos entre pitillos y moscas, masturbándose sobre las sábanas enmohecidas, inventando trolas infinitas, de fiebre en accesos, escrupulosamente provocados y mimados.
Las pasaban putas, aquellos pobres tunelas, pléyade vergonzosa, en la dulce penumbra de los postigos verdes, chusqueros pronto desencantados, mezclados —el hospital era mixto— con los modestos dependientes de comercio, que huían, unos y otros, acosados, de la selva y los patronos.
En el embotamiento de las largas siestas palúdicas, hace tanto calor que hasta las moscas reposan. En el extremo de los brazos exangües y peludos cuelgan las novelas mugrientas a ambos lados de las camas, siempre descabaladas las novelas: la mitad de las hojas faltan por culpa de los disentéricos, que nunca tienen suficiente papel, y también de las hermanas de mal humor, que censuran a su modo las obras en que Dios no aparece respetado. Las ladillas de la tropa las atormentan también, como a todo el mundo, a las hermanas. Para rascarse mejor, van a alzarse las faldas al abrigo de los biombos, tras los cuales el muerto de esa mañana no llega a enfriarse, de tanto calor como tiene aún, él también.
Por lúgubre que fuese el hospital, aun así era el único lugar de la colonia donde podías sentirte un poco olvidado, al abrigo de los hombres de fuera, de los jefes. Vacaciones de esclavo; lo esencial, en una palabra, y la única dicha a mi alcance.
Me informaba sobre las condiciones de entrada, las costumbres de los médicos, sus manías. Ya sólo veía con desesperación y rebeldía mi marcha para la selva y me prometía ya contraer cuanto antes todas las fiebres que pasaran a mi alcance, para volver a Fort-Gono enfermo y tan descarnado, tan repugnante, que habrían de internarme y también repatriarme. Trucos para estar enfermo ya conocía, y excelentes, y aprendí otros nuevos, especiales, para las colonias.
Me aprestaba a vencer mil dificultades, pues ni los directores de la Compañía Porduriére ni los jefes de batallón se preocupan demasiado de acosar a sus flacas presas, transidas de tanto jugar a las cartas entre las camas meadas.
Me encontrarían dispuesto a pudrirme con lo que hiciera falta. Además, en general pasabas temporadas cortas en el hospital, a menos que acabaras en él de una vez por todas tu carrera colonial. Los más sutiles, los más tunelas, los mejor armados de carácter de entre los febriles conseguían a veces colarse en un transporte para la metrópoli. Era el milagro bendito. La mayoría de los enfermos hospitalizados se confesaban incapaces de nuevas astucias, vencidos por los reglamentos, y volvían a perder en la selva sus últimos kilos. Si la quinina los entregaba por completo a los gusanos estando en régimen hospitalario, el capellán les cerraba los ojos simplemente hacia las seis de la tarde y cuatro senegaleses de servicio embalaban esos restos exangües hacia el cercado de arcillas rojas, junto a la iglesia de Fort-Gono, tan caliente, ésa, bajo las chapas onduladas, que nunca entrabas en ella dos veces seguidas, más tropical que los trópicos. Para mantenerse en pie, en la iglesia, habría habido que jadear como un perro.
Así se van los hombres, a quienes, está visto, cuesta mucho hacer todo lo que les exigen: de mariposa durante la juventud y de gusano para acabar.
Intentaba aún conseguir, por aquí, por allá, algunos detalles, informaciones para hacerme una idea. Lo que me había descrito de Bikomimbo el director me parecía, de todos modos, increíble. En una palabra, se trataba de una factoría experimental, de un intento de penetración lejos de la costa, a diez jornadas por lo menos, aislada en medio de los indígenas, de su selva, que me presentaban como una inmensa reserva pululante de animales y enfermedades.
Me preguntaba si no estarían simplemente envidiosos de mi suerte, los otros, aquellos compañeros de la Porduriére, que pasaban por alternancias de abatimiento y agresividad. Su estupidez (lo único que tenían) dependía de la calidad del alcohol que acabaran de ingerir, de las cartas que recibiesen, de la mayor o menor cantidad de esperanza que hubieran perdido en la jornada. Por regla general, cuanto más se deterioraban, más galleaban. Eran fantasmas (como Ortolan en guerra) y habrían sido capaces de cualquier audacia.
El aperitivo nos duraba tres buenas horas. Siempre se hablaba del gobernador, pivote de todas las conversaciones, y también de los robos de objetos posibles e imposibles y, por último, de la sexualidad: los tres colores de la bandera colonial. Los funcionarios presentes acusaban sin rodeos a los militares de repantigarse en la concusión y el abuso de autoridad, pero los militares les devolvían la pelota con creces. Los comerciantes, por su parte, consideraban a aquellos prebendados hipócritas impostores y saqueadores. En cuanto al gobernador, desde hacía diez buenos años circulaba cada mañana el rumor de su revocación y, sin embargo, el telegrama tan interesante de esa caída en desgracia nunca llegaba y ello a pesar de las dos cartas anónimas, por lo menos, que volaban cada semana, desde siempre, dirigidas al ministro, y que referían mil sartas de horrores muy precisos imputables al tirano local.
Los negros tienen potra con su piel parecida a la de la cebolla; por su parte, el blanco se envenena, entabicado como está entre su ácido jugo y su camiseta de punto. Por eso, ¡ay de quien se le acerque! Lo del
Amiral-Bragueton
me había servido de lección.
En el plazo de pocos días, me enteré de detalles de lo más escandalosos a propósito de mi propio director. Sobre su pasado, lleno de más canalladas que una prisión de puerto de guerra. Se descubría de todo en su pasado e incluso, supongo, magníficos errores judiciales. Es cierto que su rostro lo traicionaba, innegable, angustiosa cara de asesino o, mejor dicho, para no señalar a nadie, de hombre imprudente, con una urgencia enorme de realizarse, lo que equivale a lo mismo.
A la hora de la siesta, se veía, al pasar, desplomadas a la sombra de sus hotelitos del Boulevard Faidherbe, a algunas blancas aquí y allá, esposas de oficiales, de colonos, a las que el clima demacraba mucho más aún que a los hombres, vocecillas graciosamente vacilantes, sonrisas enormemente indulgentes, maquilladas sobre toda su palidez como agónicas contentas. Daban menos muestras de valor y dignidad, aquellas burguesas trasplantadas, que la patrona de la pagoda, que sólo podía contar consigo misma. Por su parte, la Compañía Porduriére consumía a muchos empleadillos blancos de mi estilo; cada temporada perdía decenas de esos subhombres, en sus factorías de la selva, cerca de los pantanos. Eran pioneros.
Todas las mañanas, el Ejército y el Comercio acudían a lloriquear por sus contingentes hasta las propias oficinas del hospital. No pasaba día sin que un capitán amenazara, lanzando rayos y truenos, al gerente para que le devolvieran a toda prisa sus tres sargentos jugadores de cartas y palúdicos y los dos cabos sifilíticos, mandos que le faltaban precisamente para organizar una compañía. Si le respondían que habían muerto, esos holgazanes, entonces dejaba en paz a los administradores y se volvía, por su parte, a beber un poco más a la pagoda.
Apenas te daba tiempo de verlos desaparecer, hombres, días y cosas, en aquel verdor, aquel clima, calor y mosquitos. Todo se iba, era algo repugnante, en trozos, frases, miembros, penas, glóbulos, se perdían al sol, se derretían en el torrente de la luz y los colores y con ellos el gusto y el tiempo, todo se iba. En el aire no había sino angustia centelleante.
Por fin, el pequeño carguero que debía llevarme, costeando, hasta las cercanías de mi puesto, fondeó a la vista de Fort-Gono. El
Papaoutah,
se llamaba. Un barquito de casco muy plano, construido así para los estuarios. Lo alimentaban con leña. Yo era el único blanco a bordo y me concedieron un rincón entre la cocina y los retretes, íbamos tan despacio por el mar, que al principio pensé que se trataba de una precaución para salir de la ensenada. Pero nunca aumentó la velocidad. Aquel
Papaoutah
tenía poquísima potencia. Avanzamos así, a la vista de la costa, faja gris infinita y tupida de arbolitos en medio de los danzarines vahos del calor. ¡Qué paseo!
Papaoutah
hendía el agua como si la hubiera sudado toda él mismo, con dolor. Deshacía una olita tras otra con precauciones de enfermera haciendo una cura. El piloto debía de ser, me parecía desde lejos, un mulato; digo «me parecía» porque nunca encontraba las fuerzas necesarias para subir arriba, a cubierta, a cerciorarme en persona. Me quedaba confinado con los negros, únicos pasajeros, a la sombra de la crujía, mientras el sol bañaba el puente, hasta las cinco. Para que no te queme la cabeza por los ojos, el sol, hay que pestañear como una rata. A partir de las cinco puedes echar un vistazo al horizonte, la buena vida. Aquella franja gris, el país tupido a ras del agua, allí, especie de sobaquera aplastada, no me decía nada. Era repugnante respirar aquel aire, aun de noche, tan tibio, marino enmohecido. Toda aquella insipidez deprimía, con el olor de la máquina, además, y, de día, las olas demasiado ocres por aquí y demasiado azules por el otro lado. Se estaba peor aún que en el
Amiral-Bragueton,
exceptuando a los asesinos militares, por supuesto.