«Amigo Bardamu, ¡está usted mejorando! ¡Está usted mejorando, sencillamente!» Ésa era su conclusión. «Esta confidencia que acaba de hacerme, de forma absolutamente espontánea, la considero, Bardamu, indicio muy alentador de una mejoría notable en su estado mental… Por lo demás, Vaudesquin,
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observador modesto, pero tan sagaz, de los desfallecimientos morales entre los soldados del Imperio, resumió, ya en 1802, observaciones de ese género en una memoria, hoy clásica, si bien injustamente despreciada por nuestros estudiosos actuales, en la que notaba, como digo, con mucha exactitud y precisión, crisis llamadas “de confesión”, que sobrevienen, señal excelente, al convaleciente moral… Nuestro gran Dupré, casi un siglo después, supo establecer a propósito del mismo síntoma su nomenclatura, ahora célebre, en la que esta crisis idéntica figura con el título de crisis de “acopio de recuerdos”, crisis que, según el mismo autor, debe producirse, cuando la cura va bien encauzada, poco antes de la derrota total de las ideaciones angustiosas y de la liberación definitiva de la esfera de la conciencia, fenómeno secundario, en resumen, en el curso del restablecimiento psíquico. Por otra parte, Dupré, con su terminología tan caracterizada por las imágenes y cuyo secreto sólo él conocía, llama “diarrea cogitativa de liberación” a esa crisis que en el sujeto va acompañada de una sensación de euforia muy activa, de una recuperación muy marcada de la actividad de comunicación, recuperación, entre otras, muy notable del sueño, que vemos prolongarse de repente durante días enteros; por último, otra fase: superactividad muy marcada de las funciones genitales, hasta el punto de que no es raro observar en los mismos enfermos, antes frígidos, auténticas “carpantas eróticas”. A eso se debe esta fórmula: “El enfermo no entra en la curación: ¡se precipita!” Tal es el término magníficamente descriptivo, verdad, de esos triunfos en la recuperación, mediante el cual otro de nuestros grandes psiquiatras franceses del siglo pasado, Philibert Margeton, caracterizaba la recuperación de verdad triunfal de todas las actividades normales en un sujeto convaleciente de la enfermedad del miedo… En lo referente a usted, Bardamu, lo considero, pues, desde ahora, un auténtico convaleciente… ¿Le interesaría saber, Bardamu, ya que hemos llegado a esta conclusión satisfactoria, que mañana, precisamente, presento en la Sociedad de Psicología Militar una memoria sobre las cualidades fundamentales del espíritu humano?… Es una memoria de calidad, me parece.»
«Desde luego, profesor, esas cuestiones me apasionan…»
«Pues bien, sepa usted, en resumen, Bardamu, que en ella defiendo esta tesis: que antes de la guerra el hombre seguía siendo un desconocido inaccesible para el psiquiatra y los recursos de su espíritu un enigma…»
«Ésa es también mi muy modesta opinión, profesor…»
«Mire usted, Bardamu, la guerra, gracias a los medios incomparables que nos ofrece para poner a prueba los sistemas nerviosos, ¡hace de formidable revelador del espíritu humano! Vamos a poder pasar siglos ocupados en meditar sobre estas revelaciones patológicas recientes, siglos de estudios apasionados… Confesémoslo con franqueza… ¡Hasta ahora sólo habíamos sospechado las riquezas emotivas y espirituales del hombre! Pero en la actualidad, gracias a la guerra, es un hecho… ¡Estamos penetrando, a consecuencia de una fractura, dolorosa, desde luego, pero decisiva y providencial para la ciencia, en su intimidad! Desde las primeras revelaciones, a mí, Bestombes, ya no me cupo duda sobre el deber del psicólogo y del moralista modernos. ¡Era necesaria una reforma total de nuestras concepciones psicológicas!»
También yo, Bardamu, era de esa opinión.
«En efecto, creo, profesor, que estaría bien…»
«¡Ah! También lo cree usted, Bardamu, ¡no es que yo se lo diga! Mire usted, en el hombre lo bueno y lo malo se equilibran, egoísmo por una parte, altruismo por otra… En los sujetos excepcionales, más altruismo que egoísmo. ¿Eh? ¿No es así?»
«Así es, profesor, exactamente así…»
«Y en el sujeto excepcional, dígame, Bardamu, ¿cuál puede ser la más elevada entidad conocida que pueda estimular su altruismo y obligarlo a manifestarse indiscutiblemente?»
«¡El patriotismo, profesor!»
«¡Ah! Ve usted, ¡no es que yo se lo diga! ¡Me comprende usted perfectamente… Bardamu! ¡El patriotismo y su corolario, la gloria, simplemente, su prueba!»
«¡Es cierto!»
«¡Ah! Nuestros soldaditos, fíjese bien, y desde las primeras pruebas de fuego, han sabido liberarse espontáneamente de todos los sofismas y conceptos accesorios y, en particular, de los sofismas de la conservación. Han ido a fundirse por instinto y a la primera con nuestra auténtica razón de ser, nuestra Patria. Para llegar hasta esa verdad, no sólo la inteligencia es superflua, Bardamu, ¡es que, además, molesta! Es una verdad del corazón, la Patria, como todas las verdades esenciales, ¡en eso el pueblo no se equivoca! Justo en lo que el sabio malo se extravía…»
«¡Eso es hermoso, profesor! ¡Demasiado hermoso! ¡Es clásico!»
Me estrechó las dos manos casi con afecto, Bestombes.
Con voz que se había vuelto paternal, tuvo a bien añadir, además, a mi intención: «Así voy a tratar a mis enfermos, Bardamu, mediante la electricidad para el cuerpo y el espíritu, dosis masivas de ética patriótica, auténticas inyecciones de moral reconstituyente».
«¡Lo comprendo, profesor!»
En efecto, comprendía cada vez mejor.
Tras separarme de él, me dirigí sin tardanza a la misa con mis compañeros reconstituidos en la capilla recién construida y descubrí a Branledore, que manifestaba su elevada moral dando lecciones de entusiasmo precisamente a la nieta de la portera detrás del portalón. Ante su invitación, acudí al instante a reunirme con él.
Por la tarde, por primera vez desde que estábamos allí vinieron padres desde París y después todas las semanas.
Por fin había escrito a mi madre. Estaba contenta de volver a verme, mi madre, y lloriqueaba como una perra a la que por fin hubieran devuelto su cachorro. Sin duda creía ayudarme mucho también al besarme, pero en realidad permanecía en un nivel inferior al de la perra, porque creía en las palabras que le decían para arrebatarme de su lado. Al menos la perra sólo cree en lo que huele. Mi madre y yo dimos un largo paseo por las calles cercanas al hospital, una tarde, fuimos vagabundeando por las calles sin acabar que hay por allí, calles con farolas aún sin pintar, entre las largas fachadas chorreantes, de ventanas abigarradas con cien trapos colgando, las camisas de los pobres, oyendo el chisporroteo de la chamusquina a mediodía, borrasca de grasas baratas. En el gran abandono lánguido que rodea la ciudad, allí donde la mentira de su lujo va a chorrear y acabar en podredumbre, la ciudad muestra a quien lo quiera ver su gran trasero de cubos de basura. Hay fábricas que eludes al pasear, que exhalan todos los olores, algunos casi increíbles, donde el aire de los alrededores se niega a apestar más. Muy cerca, enmohece la verbenita, entre dos altas chimeneas desiguales; sus caballitos pintados son demasiado caros para quienes los desean, muchas veces durante semanas enteras, mocosos raquíticos, atraídos, rechazados y retenidos a un tiempo, con todos los dedos en la nariz, por su abandono, la pobreza y la música.
Todo son esfuerzos para alejar de aquellos lugares la verdad, que no cesa de volver a llorar sobre todo el mundo; por mucho que se haga, por mucho que se beba, aunque sea vino tinto, espeso como la tinta, el cielo sigue siendo igual allí, cerrado, como una gran charca para los humos del suburbio.
En tierra, el barro se agarra al cansancio y los flancos de la existencia están cerrados también, bien cercados por inmuebles y más fábricas. Son ya féretros las paredes por ese lado. Como Lola se había ido para siempre y Musyne también, ya no me quedaba nadie. Por eso había acabado escribiendo a mi madre, por ver a alguien. A los veinte años ya sólo tenía pasado. Recorrimos juntos, mi madre y yo, calles y calles dominicales. Ella me contaba las insignificancias relativas a su comercio, lo que decían de la guerra a su alrededor, en la ciudad, que era triste, la guerra, «espantosa» incluso, pero que con mucho valor acabaríamos saliendo todos de ella, los caídos para ella no eran sino accidentes, como en las carreras; si se agarraran bien, no se caerían. Por lo que a ella respectaba, no veía en la guerra sino una gran pesadumbre nueva que intentaba no agitar demasiado; parecía que le diera miedo aquella pesadumbre; estaba repleta de cosas temibles que no comprendía. En el fondo, creía que los humildes como ella estaban hechos para sufrir por todo, que ésa era su misión en la Tierra, y que, si las cosas iban tan mal recientemente, debía de deberse también, en gran parte, a las muchas faltas acumuladas que habían cometido, los humildes… Debían de haber hecho tonterías, sin darse cuenta, por supuesto, pero el caso es que eran culpables y ya era mucha bondad que se les diera así, sufriendo, la ocasión de expiar sus indignidades… Era una «intocable», mi madre.
Ese optimismo resignado y trágico le servía de fe y constituía el fondo de su temperamento.
Seguíamos los dos, bajo la lluvia, por las calles sin edificar; por allí las aceras se hunden y desaparecen, los pequeños fresnos que las bordean conservan mucho tiempo las gotas en las ramas, en invierno, trémulas al viento, humilde hechizo. El camino del hospital pasaba por delante de numerosos hoteles recientes, algunos tenían nombre, otros ni siquiera se habían tomado esa molestia. «Habitaciones por semanas», decían, simplemente. La guerra los había vaciado, brutal, de su contenido de obreros y peones. No iban a volver ni siquiera para morir, los inquilinos. También es un trabajo morir, pero lo harían fuera.
Mi madre me acompañaba de nuevo hasta el hospital lloriqueando, aceptaba el accidente de la muerte; no sólo consentía, se preguntaba, además, si tenía yo tanta resignación como ella. Creía en la fatalidad tanto como en el bello metro de la Escuela de Artes y Oficios, del que siempre me había hablado con respeto, porque, siendo joven, le habían enseñado que el que utilizaba en su comercio de mercería era la copia escrupulosa de ese soberbio patrón oficial.
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Entre las parcelas de aquel campo venido a menos existían aún algunos terrenos cultivados aquí y allá y, aferrados incluso a aquellos pobres restos, algunos campesinos viejos encajonados entre las casas nuevas. Cuando nos quedaba tiempo antes de regresar a la caída de la tarde, íbamos a contemplarlos, mi madre y yo, a aquellos extraños campesinos empeñados en excavar con un hierro esa cosa blanda y granulosa que es la tierra, donde meten a los muertos para que se pudran y de donde procede, de todos modos, el pan. «¡Debe de ser muy duro vivir de la tierra!», comentaba todas las veces al observarlos, mi madre, muy perpleja. En punto a miserias, sólo conocía las que se parecían a la suya, las de la ciudad, intentaba imaginarse cómo podían ser las del campo. Fue la única curiosidad que le conocí, a mi madre, y le bastaba como distracción para un domingo. Con eso volvía a la ciudad.
Yo no recibía la menor noticia de Lola, ni de Musyne tampoco. Las muy putas se mantenían claramente en el lado ventajoso de la situación, donde reinaba una consigna risueña pero implacable de eliminación para nosotros, carnes destinadas a los sacrificios. Ya en dos ocasiones me habían echado así hacia los lugares donde encierran a los rehenes. Simple cuestión de tiempo y de espera. La suerte estaba echada.
Branledore, mi vecino de hospital, el sargento, gozaba, ya lo he contado, de una persistente popularidad entre las enfermeras, estaba cubierto de vendas y radiante de optimismo. Todo el mundo en el hospital envidiaba y copiaba su actitud. Al volvernos presentables y dejar de ser repulsivos moralmente, empezamos, a nuestra vez, a recibir las visitas de gente bien situada en la sociedad y la administración parisinas. Se comentaba en los salones que el centro neurológico del profesor Bestombes estaba convirtiéndose en el auténtico foco, por así decir, del fervor patriótico intenso, el hogar. A partir de entonces los días de visita recibimos no sólo a obispos, sino también a una duquesa italiana, un gran fabricante de municiones y pronto la propia Ópera y los actores del Théâtre Français. Venían a admirarnos sobre el terreno. Una bella actriz de la Comédie, que recitaba los versos como nadie, volvió incluso a mi cabecera para declamarme algunos particularmente heroicos. Su pelirroja y perversa melena (la piel hacía juego) se veía recorrida al tiempo por ondas sorprendentes que me llegaban en vibraciones derechas hasta el perineo. Como me interrogaba, aquella divina, sobre mis acciones de guerra, le di tantos detalles y tan emocionantes, que ya no me quitó los ojos de encima. Presa de emoción duradera, me pidió permiso para estampar en verso, gracias a un poeta admirador suyo, los pasajes más intensos de mis relatos. Accedí al instante. El profesor Bestombes, enterado de aquel proyecto, se declaró particularmente favorable. Incluso concedió una entrevista con ocasión de ello y el mismo día a los enviados de una gran
Revista ilustrada,
que nos fotografió a todos juntos en la escalinata del hospital junto a la bella actriz. «El más alto deber de los poetas, en los trágicos momentos que vivimos —declaró el profesor Bestombes, que no dejaba escapar ni una oportunidad—, ¡es el de devolvernos el gusto por la Epopeya! ¡Han pasado los tiempos de las maniobras mezquinas! ¡Abajo las literaturas acartonadas! ¡Un alma nueva nos ha nacido en medio del gran y noble estruendo de las batallas! ¡Lo exige en adelante el desarrollo de la gran renovación patriótica! ¡Las altas cimas prometidas a nuestra Gloria!… ¡Exigimos el soplo grandioso del poema épico!… Por mi parte, ¡declaro admirable que en este hospital que dirijo llegue a formarse, ante nuestros ojos, de modo inolvidable, una de esas sublimes colaboraciones creadoras entre el Poeta y uno de nuestros héroes!»
Branledore, mi compañero de cuarto, cuya imaginación llevaba un poco de retraso sobre la mía al respecto y que tampoco figuraba en la foto, concibió por ello una viva y tenaz envidia. Desde entonces se puso a disputarme de modo salvaje la palma del heroísmo. Inventaba historias nuevas, se superaba, nadie podía detenerlo, sus hazañas rayaban en el delirio.
Me resultaba difícil imaginar algo más animado, añadir algo más a tales exageraciones y, sin embargo, nadie en el hospital se resignaba; el caso era ver cuál de nosotros, picado por la emulación, inventaba a más y mejor otras «hermosas páginas guerreras» en las que figurar, sublime. Vivíamos un gran cantar de gesta, encarnando personajes fantásticos, en el fondo de los cuales temblábamos, ridículos, con todo el contenido de nuestras carnes y nuestras almas. Se habrían quedado de piedra, si nos hubieran sorprendido en la realidad. La guerra estaba madura.