—¿Cara o cruz?
—Cara —aseveró el Manchurri, espesamente—. seguimos; cruz, nos quedamos otra noche.
El Huesos echó la moneda al aire, dejando que cayera sobre el dorso de la mano, tapándola con la otra. Luego levantó esta última, dejando que apareciera el dibujo.
A
A B
O
—Cruz —dijo el Manchurri—. Nos quedamos otra noche.
El Vikingo se levantó y comenzó a recoger cosas. Los otros le miraron un momento y se levantaron, perezosamente.
—¡Hala! —dijo el Manchurri—. Mueve el solomillo, joven, que nos vamos. Echa una de tus manos o ambas, a elección o alternativamente, para recoger chismes…
—Pero… ¿no habéis dicho que nos quedamos?
—No vamos a obedecerle a una moneda —contestó el Vikingo—. Así sabemos lo que nos apetece hacer… Y en el fondo, nos apetece irnos, ¿no es así?
—Pues claro —respondió el Manchurri, asomando la cabeza por una de las ventanas delanteras. Un potente silbido y un chorro de vapor se escaparon de la parte superior del vehículo…
—¡Arriba, señores!
Sergio ocupó su sitio en una de las butacas, dejando en el suelo la mochila antigrav y el rifle. A su lado se sentó el Vikingo, y delante, junto al Manchurri, el enano. Según les indicó el Manchurri, con voz un tanto espesa por el vino ingerido, les correspondía el papel de fogoneros; es decir, ir arrojando tacos de madera al interior de la herrumbrosa caldera (que exhalaba un calor traumatizante) y vigilar la válvula de seguridad; o sea, abrirla cuando un indicador de presión cubierto de polvo y residuos indicase una raya roja.
—Habrá que limpiarlo primero, ¿no? —dijo Sergio—. No veo ni la raya ni la aguja.
Según se comprobó más tarde la aguja estaba estropeada y marcaba siempre lo mismo; de manera que si no pasó nada, fue por pura casualidad. Entre estentóreos resoplidos de vapor, chirridos espantosos de maquinaria mal engrasada, y lento vaivén de las bielas, el pesado armatoste comenzó a caminar… El Manchurri, con una mano en una robusta palanca, y la botella al lado, procuraba esquivar las peñas más protuberantes. El ruido era tan espeluznante que casi no podían entenderse, y al cabo de un rato Sergio abandonó todas sus tentativas para extraer algún dato más, o para enterarse de dónde se hallaba Herder.
—Pedales —aullaba de vez en cuando el conductor. Y era preciso darle a los pedales, para ayudar a la destemplada maquinaria a coronar un repecho o trepar una desigualdad del terreno. El Manchurri extrajo una nueva botella, «para gratificar al personal por su heroico comportamiento», según dijo, y Sergio no pudo evitar echar unos cuantos tragos, pues entre el calor de la maquinaria y el trabajo de los tacos de madera, los pedales, y la vigilancia atentísima y preocupada de la inmóvil aguja, sentía la boca verdaderamente seca. El Vikingo se limitó a tomar unos sorbos de agua, y el Huesos acompañó a su jefe en las abundantes libaciones…
El armatoste caminaba a una velocidad no superior a los quince kilómetros por hora, pero eso era preferible a ir andando. Poco a poco iban separándose de la aterradora cordillera y girando lentamente hacia el Sur. Entraron en un territorio desigual, con grandes quebradas a un lado y un farallón oblicuo, cubierto de espesas pinadas, a otro. El vehículo, resoplando y arrojando penachos de vapor, se deslizó como si fuera de juguete entre las quebradas y los pinos, por una pequeña pista apenas visible en la que Sergio creyó descubrir rodadas más antiguas.
A medida que pasaba la tarde, la máquina parecía funcionar con más suavidad, e incluso hacer menos ruido. A pesar de las protestas del Huesos, al que le molestaba levantarse de su asiento, Sergio se obstinó en coger un viejo engrasador de cobre que había en un rincón y utilizar en las partes móviles la espesa grasa negra que el recipiente arrojaba. Después de eso las cosas parecieron ir mejor…
Las quebradas cedieron su lugar a una extensión pantanosa, cubierta de amplias superficies de agua limosa donde se revolcaban y luchaban extraños animales cubiertos de escamas. La pinada, cada vez más alta, cada vez más oscura y tenebrosa, continuaba a su izquierda. El Vikingo, que observaba atentamente al Manchurri, tocó el brazo de Sergio, como si se hubiera producido algo esperado.
—Ahora va a empezar a hablar —dijo, tratando de hacerse oír por encima de los chirridos de la maquinaria—. No le interrumpas… pero estáte preparado, por que cuando acabe, caerá como una masa…
—¡Pedales! —dijo el Manchurri—. ¡Oh, Señor, Señor! ¡Cuántas veces en otro tiempo lancé este grito aterrador, cuando circulaba por aquel otro mundo! ¿No os he contado nunca, nobles próceres, la historia de mi vida? Prestadme orejas, y si es vuestro gusto, no la oigáis. Fui hombre de pelo en pecho, nacido de mujer, y entoné cantos fuliginosos a la leve luz del crepúsculo… Yo fui caminante y trashumante, y sigo siéndolo… Gustáronme las féminas, vulgo mujeres, demasiado, y siguen gustándome… Pero no os contaré la historia de mi vida, sino otra que no estristezca vuestros riñones… os contaré la historia del cofrecillo con monedas de plata y la triste muchacha de Donegal… ¡Pedales! Donegal, como hasta el más burro sabe, está en la parte de la gran región europea que cae hacia allí, al fondo, a la izquierda, como todos los meaderos de los bares… Donegal es un hermoso pueblo, trufado de catetos y de impúberes… Tienen sanas costumbres, como la de apedrear a los extranjeros con enormes hogazas de pan duro, y cuando los han molido a chichones, cobrarles el importe del pan. Son bestias, pero buenos en el fondo… ¿Qué estaba diciendo? ¡Dame vino, Huesos, y ruge un poco, o eructa, si no sabes hacer otra cosa…! Hablaba del fondo… ¿de qué fondo? ¡Sí! Seguramente sería del fondo del pozo en que se cayó mi abuelo… Estaba el hombre en Borjas Blancas, caserío que se halla a corta distancia de Moscú, cuando un forastero apareció y le hizo proposiciones deshonestas… Nada menos se atrevió a preguntarle si quería hacer un trabajo para él. Mi abuelo, que era hombre un si es no es sordo, y por esto bastante mal hablado, le atizó al forastero en el prepucio, o sea en la parte superior de la cabeza, por si no lo entiendes. Huesos, animal, más que animal, que no entiendes nada, y contigo no se puede hacer carrera, y acabarás mal, y eres un mal hijo, y ya verás tú lo que es bueno… La carrera buena fue la que corrió, que yo lo vi, Masduff, el ermitaño armero de Abilene cuando le cogieron mezclando la pólvora con azúcar… Pues pasó que tenía un perro muy majo que se llamaba Pepito, como mi buey… Lo compré en una alquería cerca de Madrid, y me dijo… si te acuestas conmigo… te daré… mi abuelo… el forastero… y su mujer. Aquella sí que era una real moza… parecía un buey, pero en fino… Movía el trasero mismamente como ese cilindro, plim, plom, plim, plom… y yo le dije que ni una patata más… Muero feliz, hijos míos,
A una seña del Vikingo, Sergio se lanzó rápidamente sobre la palanca, tratando de contener la encabritada marcha del vehículo mientras los otros dos, abandonando de momento sus funciones, sostenían la insensible masa del inconsciente Manchurri, que, lanzando extraños ronquidos, como si regurgitase el vino, y diciendo oscuramente lo que le haría a una tal Juanita si le daba un beso, se había derrumbado casi encima de la caldera.
A pesar de sus preocupaciones, Sergio se dio cuenta de que se estaba riendo a mandíbula batiente… tal había sido el impacto que le causara la desatada verborrea del Manchurri. Trató de contener al pesado vehículo y de evitar, con el alma en un hilo, que las anchas ruedas se saliesen del camino, yendo todos a parar a la ciénaga próxima.
La palanca era verdaderamente dura de manejar, y fue con un suspiro que aceptó la compañía del Vikingo, mientras el Huesos pasaba a la labor del fogonero.
—Este hombre acabará alcohólico perdido —dijo Sergio, mirando a su compañero—. ¿No se puede hacer nada para evitarlo?
—Quizá. Si me explicas por qué hay que evitarlo.
—Por lógica… Se hace daño a sí mismo, perjudica su salud…
—Su salud es de él, y nadie tiene derecho a interponerse. Además, no creas que siempre está ahí… Esto le da de cuando en cuando. La historia del cofrecillo de monedas de plata y la muchacha triste de Donegal se la he oído unas treinta veces…
—¿Y cómo acaba?
—Nunca lo supe.
Tras el farallón y las ciénagas había un corte seco en la estructura del bosque; los pantanos seguían extendiéndose hacia el Norte, pero de ellos surgían varios riachuelos que cruzaban el camino y sobre los que pasó el carromato con grandes chapoteos y crujidos de la maquinaria…
—Sois buenos tipos, lo reconozco —dijo Sergio—. Hacía mucho tiempo que no me reía con tantas ganas. No me reía de él, entiéndeme…
—Te he entendido. Tu risa era buena, era wu-wei… Y ya sé que hacía mucho que no te reías. Toca el silbato… el caserío de Morris está en esas peñas…
Entre los árboles del espeso bosque, encinas, añosos tejos, la extensión amarilla y esponjosa de los alerces, los álamos de barnizada hoja y la alfombra vegetal de las trepadoras, se alzaba, como una isla que surgiera de un mar verde, una colina hecha de peñascos musgosos, de no más de veinte metros de altura… El silbato resonó huecamente entre la densa arboleda, y el carromato se abrió camino con dificultad por una senda mal trazada y apenas visible en la semioscuridad del crepúsculo… Con sorpresa, Sergio se dio cuenta de que la colina de roca exhalaba humo por algunas aberturas, y que en ciertos huecos relucían leves luces… La colina era el caserío… y no se destacaba de su entorno natural a cien metros de distancia… mucho menos para una formularia observación astronómica desde la Ciudad…
Un hombre con un farol en la mano, salió hacia ellos desde un hueco iluminado, alzándolo por encima de su cabeza.
—¡Para, Manchurri, para! —dijo, con grave voz de bajo—. Los pitidos se oyen a kilómetros de distancia… ¡Para!
—¿Dónde tiene esto el freno? —dijo Sergio.
—¡Espera! ¡Cortaré el vapor!
—¡El freno! ¡Nos vamos contra ese árbol!
—¡Esa palanca! ¡Huesos, por favor… dale!
—¡Gronggg…!
Con un sonido áspero, el vehículo se detuvo después de rozar la rugosa corteza de una encina. Una lluvia de bellotas cayó con sordo repiqueteo sobre el techo. El Manchurri levantó la cabeza un momento, gimió, y volvió a dormirse. El hombre de la voz de bajo se acercó al inmóvil carromato.
—¿Dónde está el Manchurri? ¿Quiénes sois vosotros?
Sergio se sentía molido y sin ganas de discutir con nadie. En este momento, lo que menos le preocupaba del mundo era Herder, el mago, y el Pilón del Alba. Sólo pensaba en una cama, y en dormir un buen montón de horas… Dejó las explicaciones a la suave voz del Vikingo, ya que las pocas palabras que dijo el Huesos más contribuyeron a enredar la cosa que a aclararla, y descendió del carricoche por el otro lado… Mañana sería otro día, mañana tendría tiempo de pensar en todo…
El caserío de Morris había sido construido, fundamentalmente, de ladrillo, con gruesas vigas de roble que constituían la fábrica base. Las rocas y peñascos que enmascaraban su verdadero carácter eran, o artificiales, o añadidas con posterioridad. Incluso se había depositado tierra vegetal en los intersticios, donde crecía hierba y pequeños arbustos, contribuyendo así a dar verismo al conjunto. Las habitaciones eran irregulares, con formas totalmente arbitrarias; una semejaba una paleta de pintor, otra un triángulo, la tercera, un óvalo… Sin embargo, a pesar de esas formas caprichosas, impuestas por la singularidad de la construcción, la distribución de la casa era cómoda y de fácil acceso. Igualmente eran cómodas y acogedoras las habitaciones, con ventanas mucho más grandes de lo que pudiera pensarse, y desde luego, exentas de toda humedad, ya que la primera planta estaba construida a metro y medio sobre el suelo. La puerta de entrada era de gruesos tablones, reforzados con anchos herrajes, y con un par de aspilleras que podían cerrarse desde dentro. La planta baja contenía los establos del ganado, almacenes, una amplia nave dedicada, al parecer, a fundición, y un pequeño polvorín. Por el contrario, en el piso alto se hallaban las alcobas, la cocina, y varias habitaciones vacías para visitantes, amén de un amplísimo comedor con gran chimenea lateral. Todo estaba amueblado con muebles y utensilios relativamente toscos, hechos seguramente por el propio Morris y su familia.
Habría allí unas veinte personas, entre hombres, mujeres, niños y ancianos, y al principio a Sergio le costó bastante definir las relaciones existentes entre ellos. Una muchacha joven, llamada Leonor, morena, muy agraciada, con alegres ojos negros y un cutis blanco y sedoso, le convenció al día siguiente, poco después de que se levantase y tomara un abundante desayuno, para que le acompañara a dar un paseo por los campos.
Estos, de forma semejante a la de la casa, ocupaban huecos irregulares abiertos en el espeso bosque. Desde luego, cualquier examen efectuado desde la Ciudad, por muy potentes que fueran los aparatos utilizados, no habría mostrado más que manchas diversas de verdor, pero ni un solo rectángulo, ni un cuadrado, ni tan sólo un surco a derechas.
—Es que resulta más divertido así —dijo Leonor, cogiéndose de su brazo—. Hasta hay quien hace concursos para ver qué campo se nota menos… destaca menos del bosque, o del paisaje. Como tú acabas de llegar de arriba, quizá no lo comprendas, pero es así…
—Lo hacéis para disimular los cultivos, claro…
—Bueno… —contestó ella, sonriendo—. Yo diría que no es sólo por eso… Nos gusta así… Mira; eso son verdellones… El Manchurri siempre se lleva una buena carga… ¿Te apetece uno?
Eran unos tallos ramosos, terminados en pequeñas bayas de color violeta, rodeadas por una corona de hojas verdes, delgadas y muy largas…
—¿Eso se come?
La joven se echó a reír…
—El que quiere lo come, y el que no, no. No saben a nada, realmente, pero en ensalada, con algo de vinagre y sal, y acompañadas con más cosas, no están mal. Pero hacen el mismo efecto comiéndolas así… Puedes llevarte unas cuantas, si quieres. Pueden hacerte falta.
—¿Para qué?
—Bueno… tú no lo sabes… ¿no tenéis de esto en la Ciudad? No; supongo que no. Mira; cuatro o cinco bayas hacen que al par de horas o así, se pueda hacer el amor, sin tener hijos… dura un día o dos… Todos las usamos, cuando hace falta… ¿Qué usáis en la Ciudad?
—Píldoras —contestó Sergio, sintiendo que los colores le subían a la cara—. Pero no las venden a todos… sólo a ciertas personas… no es que sea imposible… pero…