Viaje a un planeta Wu-Wei (6 page)

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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Viaje a un planeta Wu-Wei
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«Vivían en cuevas o bajo los árboles, a pesar de lo cual habían construido rudimentarios caminos que unían unas comunidades con otras. Generalmente formaban grupos de unas veinte personas como máximo, con gran desigualdad de sexos, por lo que la mujer más deseada se la llevaba aquél que mejor sabía manejar la maza…»

«…normalmente aquejados de numerosas enfermedades de todo tipo. Los diez o doce ejemplares diferentes que logré ver durante mi estancia estaban cubiertos de llagas supurantes, rozaduras de todo tipo, heridas más o menos recientes, costras y coágulos. Algunos de ellos temblaban continuamente como consecuencia de alguna enfermedad infecciosa que no logré reconocer; no obstante, sus dentaduras eran bastante completas y muy blancas, lo cual subrayaba su salvajismo… Algunos tenían verdaderos colmillos de fiera. Una plaga curiosa era la que llamaban "de los gusanos", consistente en menudos gusanos de color blanco que al parecer se introducían por la noche en las oquedades corporales, narices, boca, orejas, etc., aposentándose allí como organismos simbióticos, y siendo prácticamente imposible extraerlos, por lo menos con los medios que los salvajes tenían a su alcance, pues se aferraban, según explicaron, con cuatro aceradas garras… No molestaban demasiado, y preferían la repulsiva compañía de esos parásitos al horrendo dolor de la extracción… Quise reconocer a uno de ellos, que exhibía un gusanito blanco, del tamaño de mi meñique, saliendo de la oreja izquierda, e intentar extraerlo con anestesia y bisturí, pero huyó lanzando aullidos al darse cuenta de mis intenciones, desconocedor, ¡claro está!, de que era una leve operación indolora…

»…en cuanto a las armas que usan, son tan primitivas como ellos mismos. El jefe, según he repetido, iba armado con una maza de madera dura, consistente en un mango terminado en una gruesa bola. Otras armas que vi fueron hachas realizadas con madera y piedra, mazas consistentes en un grueso guijarro de río atado a una horquilla de madera, y algunas jabalinas hechas con madera terminada en una punta endurecida al fuego. Por cierto que esto lo sé porque me lo dijeron ellos, y yo intenté endurecer al fuego una estaca de roble sin conseguir más que quemarla…

»…no vi ni un solo niño, y todas mis preguntas sobre este tema se encontraron con la más absoluta hosquedad. Fue en vano el ofrecerles dos nuevos frascos de antibióticos, uno grande de tintura de yodo, y hasta tres modernos abrelatas… Todas mis tentativas toparon con el silencio más absoluto. Pienso que será un tabú o algo similar. Acababa mi tiempo y regresé a la astronave, dejándolos en la Tierra, sumidos en su barbarie, en su salvajismo, y sintiéndome en fin muy entristecido al pensar que estos eran los restos de una raza que otrora dominase el planeta.»

Sergio cerró el libro y lo dejó en el suelo. Bebió un nuevo sorbo de agua. La ciudad era un hilo anaranjado a lo lejos, sobre la curvatura terrestre, destellando en algunos lugares con brillo diamantino. El disco del sol desaparecía lentamente tras la curva del horizonte, marcándose claramente el halo gaseoso de la atmósfera, y aumentando perceptiblemente el resplandor de las estrellas, como agujas de vidrio al rojo blanco que traspasasen la espesa negrura nocturna. A sus lados, el brillo azul de la superficie del planeta, cubierta de revueltas nubes blancas y grises entreveradas con el rojo y verde de los continentes, parecía curvarse hacia arriba, como si abarcase con sus brazos a la pequeña navecilla.

Poco a poco iban cerrándosele los ojos… Algún recuerdo lejano surgía en su mente, con la levedad de las imágenes precursoras del sueño… cuando su padre le tenía en sus brazos… cuando jugaba, como un niño solitario, al que los demás no se atrevían o no querían acercarse… y después, el dolor, el sufrimiento… el querer rebelarse continuamente y no poder hacerlo nunca… la ruptura final con todo lo establecido…

Le despertó un silbido atronador, y una sensación de quemadura en el rostro. Sobre las claraboyas pasaban rápidas vedijas de niebla, ocultando totalmente la visibilidad, pero dando una clara idea de la velocidad a que la nave se deslizaba. De la punta enrojecida, perfectamente visible, surgían haces de chispas, chocando con los gruesos cristales, y el calor desprendido por el roce atravesaba las espesas paredes de la navecilla. La sensación de caída, como un vacío en la boca del estómago, era clarísima, y además, Sergio, muy asustado, se dio cuenta de que una fuerza creciente le presionaba contra el respaldo del asiento. «Pero, ¿qué cálculos he hecho yo?». Nerviosamente, giró el volante de dirección en sentido contrario a la marcha, y conectó el interruptor de los motores… Al principio no notó ninguna diferencia, y dado que no podía hacer nada más, trató inútilmente de ver algo a través de los densos vapores que rodeaban al enrojecido casco.

Luego, poco a poco, la sensación de presión fue disminuyendo, y los grumos de vapor se deslizaron más despacio. Los haces de chispas que surgían de la proa fueron apagándose, siendo sustituidos por un espeso humo negro, que dejaba residuos en los cristales, dificultando todavía más la visibilidad. Por un instante, Sergio creyó ver algo gigantesco y plano, de mil colores, a través de un vacío entre la niebla; luego el humo y los rojizos vapores volvieron a ocultarlo todo. Mantuvo el motor funcionando sin interrupción, aun a riesgo de consumir la carga de las baterías, porque se daba cuenta de que, por alguna razón, se había equivocado totalmente, y el descenso, mientras dormía, había sido mucho más rápido que lo previsto.

Un claro entre las rojinegras humaredas le descubrió una extensa planicie verdosa, cubierta de cordilleras y ondulaciones que se extendían hasta perderse en una azulada nebulosidad. El castaño rojizo de las montañas contrastaba fuertemente con el verde, oscuro de los bosques… algún hilo de plata, trazando curvas, se deslizaba en los lejanos valles… Después, las vedijas de vapor blanquecino desaparecieron totalmente, y pudo ver que se encontraba a muy pocos kilómetros de altura y que descendía rápidamente hacia el suelo… Poco a poco, la planicie, brillantemente iluminada por el ancho sol, comenzó a girar alrededor del cohete, en el sentido de las agujas del reloj… Era imposible hacer nada; los motores continuaban funcionando, disminuyendo algo la veloz caída, y no se atrevía a usar aún el paracaídas, por temor a que se desgarrase…

La Tierra parecía ascender hacia él, curvándose y retorciéndose, y cambiando continuamente de forma. Las montañas lejanas subían, aumentando de tamaño, los bosques se disgregaban en manchas verdosas intercaladas con valles estériles, las cintas de plata comenzaban a mostrar afluentes e irregularidades… De pronto, en el horizonte, apareció algo monstruoso que destacaba como una mancha de tinta sobre el agreste paisaje. Sergio, emocionado, se inclinó hacia adelante. como si con eso pudiera ver mejor. La forma monolítica de un tronco de pirámide, cuadrangular en su base y en su cima, con los lados ligeramente inclinados, sobrepasando en altura a la más alta de las montañas, corría hacia él, arrastrada por el giro incesante de la superficie terrestre… Sus flancos, de una negrura de ébano, no mostraban ninguna irregularidad ni abertura, y sin embargo, la luz del sol no se reflejaba en ellas, muriendo bruscamente en aquellas gigantescas superficies planas…

Pasó bajo él, pareciendo que iba a rozar el casco de la nave. Repentinamente, con una tos, los motores dejaron de funcionar, volvieron a hacerlo, se interrumpieron, y por fin, continuaron de nuevo, pero produciendo un zumbido extraño, rasposo.

Sergio se encontró con las manos aferradas a los brazos de la butaca, tan fuertemente, que las yemas de los dedos le dolían. Repentinamente, se soltó, cortó el motor, y cerrando los ojos, tiró del interruptor del paracaídas. Hubo un «plaf» apagado en la parte trasera del vehículo… el silbido disminuyó, siendo sustituido por una especie de violento aleteo. Por fin hubo un violento tirón procedente de la parte trasera, y la Tierra entera pareció danzar a su alrededor. El morro de la nave de encabritó y luego cayó de plomo, causando a Sergio una intensa sensación de mareo. Caía… Caía en vertical, más rápidamente de lo que había pensado, y el suelo estaba tan cerca que se dio cuenta de que iba a chocar con él de un momento a otro… Se dirigía rectamente a un valle bosco, lleno de copudos árboles, que vistos desde arriba parecían gruesas motas de algodón verde. Un río lo atravesaba; al principio, una cinta rielante de luz; luego, al cabo de unos instantes, un ancho camino azul y blanco; más tarde, un líquido revoltijo de espumas y rocas… Las ramas rozaron con sonido raspante en los lados del cohete; hubo como un estallido, un choque brutal, un rodar apresurado… durante unos segundos Sergio no supo qué había pasado. Cuando volvió a recuperar la conciencia, la nave estaba inmóvil sobre el suelo, y un leve resplandor movible pasaba a través de los cristales… Estaba en la Tierra, sano y salvo.

Poco a poco, comenzó a sentir dolores. En las manos, llenas de arañazos, que no sabía dónde se había hecho; en un golpe en la cabeza, que también ignoraba cuándo y dónde se había dado. Se la tocó, con precaución; había una notable hinchazón sobre la oreja derecha. También le dolía la cintura, en general se sentía como si le hubieran dado una paliza o como si llevase horas caminando. Trató de levantar la mano para soltar las correas de seguridad y abrir la compuerta, pero no pudo.

Permaneció así, inmóvil, durante varios minutos, respirando profundamente, y sintiendo cómo poco a poco se iban acallando los latidos de su corazón. La luz variable que entraba por la pequeña ventana (se dio cuenta de que eran los rayos de sol al atravesar la cortina de hojas) caía sobre su muslo derecho, produciéndole una agradable sensación de calidez, y actuando sobre su mente de forma sedante. Apenas se había dado cuenta de que se hallaba de lado, con la cabeza más baja que los pies, y que la compuerta de salida debía estar rozando el suelo…

Le pareció que los brazos le pesaban quintales y que cada uno de sus dedos estaba casi paralizado cuando, trabajosamente, soltó las correas. Se enderezó con dificultad, tratando de acoplar su cuerpo a la situación de la nave. En la pared izquierda, convertida ahora en suelo, un charco de agua, procedente de una de las botellas, danzaba perezosamente… Con lentitud, sintiendo que cada uno de sus músculos era una masa de dolor, giró el volante de apertura. Con un sonido hueco, la compuerta se desprendió y cayó al suelo, dejando una abertura apenas suficiente para que pudiera pasar. Por el hueco entró una ráfaga de aire casi frío, cargado de extraños olores vegetales.

¡Olía bien! Sergio aspiró profundamente, percibiendo por primera vez el aire terrestre… Olía a madera, a perfumes desconocidos… había un intenso aroma de fondo que no pudo identificar. Pero era un aire vivo, totalmente diferente del acondicionado y reciclado de la Ciudad. Y por la abertura entraban también sonidos: el piar de algún pájaro, algunos como rápidos aletazos, un rozar y un rebullir lento y desigual que supuso serían las hojas de los árboles moviéndose bajo alguna ligera brisa.

El retazo de tierra que divisaba directamente, entre el marco y la compuerta yacente sobre el suelo, estaba cubierto de hojas secas, de pequeños guijarros, de delgadas briznas de hierba… Algún menudo animalejo se deslizaba reptando entre las piedrecillas.

Iba encontrándose mejor; si no más fuerte, por lo menos, más animado. Estaba vivo y entero, y eso era lo bastante. Recogió la calculadora y el libro, que guardó en un bolsillo, y arrojó por la abertura los paquetes de DAFOOD y las seis botellas de agua que quedaban intactas. Después, arrastrándose y retorciéndose, trató de seguirlas. Le costó trabajo; el hueco que quedaba entre el terreno y la nave era más estrecho de lo que parecía, y durante un segundo se le heló la sangre en las venas cuando la redonda navecilla efectuó un ligero movimiento, amenazando con aplastarle bajo su peso. Pero, por fin, a costa de un par de golpes y de alguna despellejadura, consiguió salir del cohete y ponerse en pie.

Se encontraba en medio del bosque, rodeado de árboles de añoso tronco que alzaban sus copas hacia el sol. Este penetraba difícilmente a través de las densas masas de follaje, iluminando a veces la nave y el terreno circundante. El suelo estaba cubierto de matorrales y de plantas diversas. Había macizos con hojas amarillas y verdes de ancho envés barnizado, terminadas en una aguzada punta; matojos de pequeñas hojas oscuras, con glóbulos rojos brillantes, espesas capas de enredaderas que se tendían de un lado a otro entre los robustos troncos… Un pequeño animalejo peludo, de color gris, con dos vivos ojos negros, saltó entre dos ramas caídas; se detuvo un momento, le miró, exhaló un agudo chillido y desapareció velozmente entre la maleza…

Con un suspiro, Sergio recogió las botellas de agua y el maldito alimento verde, y después lo llevó todo junto al más grueso de los troncos. Pudo ver que la nave reposaba al lado de un árbol, con el paracaídas enganchado en las ramas superiores y desgarrado en algunos sitios. Mientras se sentaba al pie del robusto tronco, una ráfaga de viento sacudió las copas de los árboles; bajo su influjo, los tirantes del paracaídas se tensaron haciendo girar la navecilla, de manera que la compuerta quedó en la parte inferior.

—De buena me he librado —dijo Sergio en voz alta. Y su voz le sonó como algo extraño en aquel entorno en el que ni se oía ni se percibía ningún sonido o rastro humano.

Bebió golosamente agua; después, con grandes precauciones se quitó el reloj de la muñeca y lo examinó cuidadosamente. Era un modelo pesado, con una pequeña brújula incorporada, formado por un grueso disco de cristal y níquel. No le interesó dónde estaba el Norte; eso, de momento, no era útil. Dándole la vuelta, desprendió la tapa trasera, revelando, en vez de la maquinaria, un disco nacarado, con un diminuto botón rojo en uno de los lados. Lo oprimió con el canto de una uña, y simultáneamente, dos pequeños puntos luminosos, separados entre sí como medio centímetro, aparecieron sobre el disco nacarado.

—He tenido suerte —murmuró, y se dejó caer sobre la rugosa corteza del árbol.

Pasó aún un buen rato allí, delectándose con la contemplación del bosque y con los renovados perfumes vegetales que llegaban a su olfato. Durmió ligeramente durante algunos minutos, despertándose sobresaltado, con el temor de que alguna fiera carnívora pudiera aparecer. Poco a poco, el sol iba levantándose en el cielo, y sus rayos caían más perpendiculares sobre el bosque. Sentía una sensación de placidez, de bienestar. Al mismo tiempo, una bendita pereza le había invadido; aun cuando se daba cuenta de que era preciso que se levantara y comenzara a caminar, se encontraba tan bien allí, que trató de convencerse a sí mismo de que unos momentos más eran indiferentes.

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