Hasta aquel momento, Sergio había experimentado, uno tras otro, estados sucesivos de esperanza, terror, desesperación, odio, miedo. Sin embargo, pareció como si la irrevocabilidad de lo sucedido fuera capaz de devolverle una sangre fría y unas ansias de vivir que hasta entonces no había tenido.
Lucía en su rostro una sonrisa sardónica, como si se hubiera burlado de todo y de todos. «Bajo nivel mental…» pensó. Y no pudo evitar el prorrumpir en una risa agria, amarilla, llena en el fondo de ira y deseos de venganza.
Tranquilamente, no intentó tocar uno solo de los mandos del vehículo, dejándolo para más adelante. Forcejeó en la hebilla de su cinturón, y, tras algunos esfuerzos, logró desprenderla. La volvió, y arrancó una delgada hoja de plástico que la cubría por la parte trasera, apareciendo entonces los botones y la pantalla de una diminuta calculadora electrónica. Durante unos instantes se dedicó a efectuar unos rápidos cálculos… después, cuando hubo obtenido el resultado, se reclinó en la butaca y miró a través de las claraboyas. El arco anaranjado de la Ciudad, todo prismas, poliedros, estructuras salientes, planos que montaban unos sobre otros, pero todo ello formando en fin un ciclópeo arco que se perdía sobre el horizonte de la tierra, destellaba como un conjunto de joyas mal engastadas bajo la fulminante luz del ancho disco solar. A uno de los lados era visible parte de la monstruosa curva de la tierra, azul y ocre, muy cubierta de nubes blancas y grises. Se hallaba sobre el ecuador, y dado que la Ciudad giraba a la misma velocidad del planeta, era evidente que siempre sobre el mismo punto. Era preciso que saliera de allí, y eso, sin consumir más combustible del preciso.
—Cuántos habrán perdido la vida por apresurarse —dijo, en voz alta—. Y cuántos no se habrán atrevido a tocar nada y habrán muerto de hambre y sed al lado de la Ciudad. Bien, Sergio; estás a treinta y cinco mil kilómetros de altura. Una órbita de veinticuatro horas… poco gasto…
Con mucho cuidado, giró el volante de dirección, de forma que la nave se orientase en un ángulo de treinta grados con el arco de la ciudad. Hizo unos pocos cálculos más, y conectó el interruptor durante unos segundos. Después permaneció inmóvil. La nave había sufrido un ligero impulso, pero, en apariencia, permanecía en el mismo lugar…
—Tranquilo… Sergio —dijo de nuevo, con una risita— Tranquilo.
A sus pies había una caja de cartón con siete paquetes de plástico y siete botellas de un litro, llenas de agua. Tomó un paquete en sus manos; se llamaba DAFOOD. No lo conocía; rompió una esquina, y encontró un bloque de materia pastosa, de un repugnante color verde oscuro. Probó un poco; seguramente sería alimento, pero el sabor era tan repulsivo como el aspecto.
Ahora sí era claramente perceptible que la nave se había separado de las más próximas estructuras de la Ciudad. Se veía perfectamente la compuerta de salida, cerrada por un disco gris, y el anaranjado resplandor de la coraza, lleno de impactos y rozaduras.
Recogió el libro del profesor Singagong, que se hallaba a su lado, y trató de concentrarse en él, intentando olvidar la molesta sensación de falta de peso, así como el olor a grasa del aire que circulaba dificultosamente en el interior de la nave.
«…dado que no teníamos más que un par de días para tratar con ellos, mientras iban en busca de otra carga de mercurio (tenían que trasladar los frascos en groseras parihuelas hechas con palos y ramaje), intentamos enterarnos de todo lo posible. Ello me produjo un doble trabajo; el primero, convencer al piloto de que me dejase partir con los salvajes, pues temía que algo me sucediera; y el segundo, convencer al jefe de que me dejase acompañarle, y en este caso, cualquiera sabe a causa de qué miedo ancestral o de qué temor ignorado. Al primero le convencí demostrándole que estaba suficientemente armado (una pistola láser, y seis granadas de estabiolita) aun cuando me cuidé muy bien de decirle que nunca había manejado tales armas, como ciudadano pacífico que soy. Al segundo pude convencerle regalándole (mejor dicho, dándole a entender que le regalaría) dos navajas automáticas y un gran frasco de una nueva droga: me refiero al Baho-Tinotol. Era de ver cómo el jefe dio mil vueltas al frasco, pareciendo incluso que leía la etiqueta, y como sus ojuelos legañosos relumbraban de codicia. Por fin cedió: «venir». Le entregué las navajas inmediatamente y esto desató un verdadero torrente de verborrea: «Venir, venir. Mucho bueno. Frascos mercurio muchos… Ver cueva diablos… Yo gran jefe».
Sergio bebió un largo sorbo de agua, sin preocuparse lo más mínimo por escatimarla. O llegaba a la tierra sano y salvo, y tendría toda la que quisiera, o no le haría falta. La ciudad anaranjada se hallaba ya claramente distante, y prueba de ello era que resultaba perceptible su lento girar. Deteniéndose en su lectura unos instantes, Sergio tomó unas referencias, ya que determinando la velocidad de giro aparente, podría deducir la distancia, y asegurar así su descenso.
«La llanura desértica concluía, a un par de kilómetros del lugar de aterrizaje, en una espesa arboleda que crecía sin solución de continuidad. Penetramos mis tres compañeros y yo bajo las densas arcadas vegetales, y lo primero que vi fue un montón de frascos con mercurio, preparados para su traslado. «Llevar pronto» dijo el jefe. Uno de sus esbirros pareció descontento, pues el jefe se había sentado en el suelo, y no manifestaba ninguna intención de ayudarles con la pesada carga, pero los aullidos y saltos del rebelde fueron pronto contenidos mediante un no muy suave golpe de la maza del jefe. «Venir» dijo este, después de que sus compañeros iniciaron el trabajo… «Venir. Cueva demonios.» Me recordaba hasta cierto punto a un guía turístico bien pagado, tratando de enseñar la rareza del lugar a fin de quedar bien. No hacía más que meter y sacar la hoja de su navaja automática, y una prueba de la inteligencia que estos seres, en principio, poseen, es que aprendió el sencillo mecanismo solamente con mostrarle una vez su funcionamiento.
»Entre los gruesos troncos de los árboles centenarios, cuyas especies lamenté desconocer para poder comunicárselo a mis lectores, se alzaban enormes bloques de piedra. Caminamos durante unos veinte minutos, yo con la mano apoyada, por si acaso, en la culata de mi pistola, y el jefe dando saltos y alaridos, y haciendo bailar, poco tranquilizadoramente por cierto, la maza por encima de su cabeza. No obstante, sus palabras eran benignas: "Venir. Enseñarte todo, si tú querer…" Llegamos por fin, a un pequeño claro en el bosque, cubierto de espesa hierba y de hermosas flores escarlatas. En el centro había una gran roca, o amontonamiento de rocas, de forma groseramente cónica, y a sus pies, dos figuras humanas. Cuando nos aproximamos más pude ver que una de ellas era la de un hombre joven, rubio, vestido con pieles, y con un collar de pequeños huesos en torno a su cuello. La otra, también sentada junto al hombre rubio, era la de una mujer ataviada únicamente con una piel apolillada en torno a la cintura, y con una cadena alrededor del cuello, cuyo extremo se hallaba en manos del hombre rubio. La desnudez de la mujer no me impresionó, como quizá mis lectores piensen, pues aunque su cuerpo tenía una hermosa línea, y sus senos eran redondos y blancos, sabido es que sólo los pechos civilizados, como los de nuestras actrices o strip-girls, pueden excitar a un ciudadano. Ella tenía caída la cabeza sobre el pecho, y sus largos cabellos oscuros le ocultaban el rostro.
»El, gran shaman… brujo… sabio —dijo mi acompañante—. El saber todo.
»El hombre rubio, sin soltar la cadena, me hizo una seña para que me acercase. Obedecí, sonriéndome en mi interior ante la prosopopeya con que el presunto brujo me recibía. Me indicó, sin hablar, que me sentase a su lado, y así lo hice, cuidando desde luego de hacerlo en aquel en que la mujer no estaba. Por cierto que a poca distancia se abría en la roca un gran agujero oscuro, casi circular, de un metro de altura, aproximadamente, del que luego hablaré.
»El hombre rubio me miró fijamente. Tenía los ojos azules, intensos y penetrantes, como los de todo hombre acostumbrado a mirar a lo lejos (así les sucede, por ejemplo, a nuestras Tropas del Asteroide).
»—Tú —dijo, con voz musical—. Tú… ¿visitante de las estrellas?
»Era una buena definición, y afirmé con la cabeza. El, entonces, soltó la cadena que ataba a la mujer, y alzando las dos manos, las colocó sobre mi frente. O ignoró, o no se dio cuenta de mi ligero movimiento de retroceso… prontamente contenido, pues lo cierto es que este joven parecía estar más limpio, y desde luego, no olía tan mal como el Jefe. Permaneció en esta postura unos instantes, mientras meditaba intensamente, con la frente fruncida, y los ojos cerrados. Por fin, retiró las manos y abrió los ojos.
»—Tú —dijo—. Tú… bueno… No querer mal para nosotros. Poder confiar. Tú no hacernos daño. Nosotros no hacerte daño. Preguntar…
»Era cuestión de aprovechar la oportunidad.
»—¿Qué es ese agujero? —dije, señalando el que antes viera.
»—Cueva demonios —respondió el Jefe, haciendo cómicos gestos de terror—. ¡Muy malo! ¡No entrar!
»—Pero yo querría entrar —insistí, casi sin poder contener la risa ante estas infantiles supersticiones.
»—El shaman decir… pero yo decir que muy malo. Tú bueno… no entrar ahí.
»—Os doy esto, si me dejáis —contesté, dejando el gran frasco de Baho-Tinotol a los pies del hombre rubio. Este no hizo caso, menospreciando olímpicamente mi regalo. Pero pude sorprender en sus ojos una rápida mirada de avaricia dirigida al frasco. O por lo menos, así me pareció…
»—Yo acompañarte —dijo—. Conmigo no pasar nada malo… Yo más poderoso que demonios… creo.»
Sergio había detenido su lectura varias veces para comprobar el tiempo. En este instante hacía exactamente una hora desde que diera el impulso inicial a la nave. Tomando como referencia la ancha curva de la Tierra, calculó que formaba un ángulo de unos quince grados con la ciudad, hizo un par de operaciones en su calculadora electrónica, dio un nuevo impulso durante dos segundos, y enderezó ligeramente el rumbo. Dentro de otra hora exacta sabría si la trayectoria que había proyectado, a pesar de las dificultades que suponía el calcular los ángulos a ojo, era más o menos precisa. De ser así, tendría casi diez horas libres.
»—Cuidar de Sheena —dijo el hombre rubio, entregando el extremo de la cadena al Jefe—. Tú, venir…
»Entramos los dos en la caverna, a gatas, y pude ver que a poca distancia de la boca, el orificio se inclinaba en una rápida pendiente, a la par que el techo ascendía. El hombre rubio sufrió un sobresalto cuando encendí mi linterna portátil…
»—Buena magia —dijo—. No sé si demonios huir… Caminamos por aquel estrecho tubo durante unos veinticinco metros, adentrándonos en las entrañas de la tierra. Un brusco viraje, casi en ángulo recto, me ocultó la luz del día. No estaba preocupado, pero por si acaso había soltado el seguro de mi pistola. Demonios no, pero un animal dañino sí que podía haber en aquella cueva. Mientras mi acompañante entonaba una salmodia monótona, observé las paredes. No había rastro alguno de humo, ni de pinturas, ni huesos o restos de ninguna otra clase. Era curioso que hubiesen desaprovechado aquel refugio, que para ellos hubiera sido útil en invierno, o contra cualquier tormenta.
»La cueva iba ensanchándose ligeramente, sin que aparecieran pasadizos laterales, ni ramales diferentes de aquel por el que íbamos, por lo que no me preocupaba perderme. Sólo había que volver atrás, y salir. Las paredes eran de una roca esquistosa, amarillenta, con alguna veta morada, y menudos cristalitos, que me parecieron cuarzo, incrustados en las hendiduras…
»Fue entonces cuando noté algo extraño, y sin duda, también mi acompañante, porque se detuvo en seco. Era… una sensación apenas perceptible… como un malestar… como un desagrado por estar en aquel sitio… Vibraba esta sensación en los umbrales de mi conciencia, de manera que tenía que esforzarme algo para percibirla… pero era profundamente desagradable, como si una presencia misteriosa quisiera hacerme sentir, levemente, su deseo de que no permaneciese allí…
»Sin embargo, azucé a mi compañero a seguir adelante, a pesar de que había perdido totalmente la seguridad que antes manifestara en ser más poderoso que los "demonios". Caminamos unos metros más, alumbrando continuamente con mi linterna todos los recovecos de la cueva, que se ensanchaba aún, hasta el punto de tener en este lugar unos diez metros de ancho por cuatro o cinco de altura. La sensación aumentó. Era ahora como si una mano me estrujase el pecho, produciéndome una clarísima angustia y un no menos claro miedo. Miedo… a algo desconocido. Lancé el foco de luz, después de concentrarlo a la máxima potencia, hacia el fondo de la cueva… No vi más que rocas, y nada al final; la luz se perdía en una oscuridad demasiado lejana y sin terminación aparente… estaba claro que la cueva continuaba todavía durante muchos metros.
»Avanzamos un poco más, acongojados por aquella terrible sensación. Un aura maléfica parecía invadirlo todo a nuestro alrededor… Tenía la impresión de que algo rojo, gigantesco y colmilludo iba a surgir de pronto de la oscuridad del fondo… o quizá de que una cortina de llamas iba a alzarse desde cualquier inesperado orificio, abrasándonos vivos… La presencia maligna tenía una intensidad tal, que me sorprendí con el corazón latiéndome apresuradamente, y respirando con dificultad y a boqueadas. Estaba verdaderamente aterrorizado. Comprendo que resulta increíble, pero lo cierto es que allí había algún elemento inmaterial que todavía no he logrado definir.
»—Vámonos —dije, con un hilo de voz.
«Caminamos de espaldas hacia la salida, verdaderamente penetrados de terror ante la idea de volvernos y dejar que "aquello" pudiera arrojarse contra nuestras nucas desde la oscuridad. Causa apuro decirlo, pero lo cierto es que, hasta el momento de dar la vuelta al recodo, mantuve la linterna apuntada hacia las profundidades y la pistola en la otra mano, con el cañón tembloroso, como yo mismo lo estaba…»
Sergio bostezó. Comenzaba a sentir sueño. Hizo una nueva comprobación. Las cosas iban bien, por ahora. Podía dormir unas cuantas horas, si así lo deseaba… La nave daría una vuelta completa a la Tierra, y solamente en los últimos momentos sería precisa su intervención… Cansinamente, bebió otro sorbo de agua, y se forzó a deglutir unos fragmentos de la viscosa materia verde oscura. Pasó, rápidamente, las últimas hojas del folleto, saltando de un párrafo a otro.