Viaje a un planeta Wu-Wei (10 page)

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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Viaje a un planeta Wu-Wei
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—¡No me dejéis aquí, hatajo de cobardes! ¡Asquerosos, malnacidos! ¡No me dejéis aquí! ¿Queréis que me ahorquen?

—¡No dispararemos! —dijo una voz aguardentosa desde la carreta— ¡Llevaos a esa joya, que no vale ni la cuerda que usaríamos con él…! ¡Lleváoslo, que hoy me he despertado con ganas de hacerle un favor a un aborto! ¡Cuando tú naciste sólo tenías la cabeza y el culo, y te tuvieron que poner las cuatro patas de un cerdo! ¡Llevaos a ese bicho, si es que podéis soportar el olor megalítico que echa! ¡Puaf!

—¡Maldito seas! ¡Ya te cogeré! —contestó el herido.

Dos sombras negras le arrastraron fuera del círculo de luz de las antorchas. Hubo un rumor de pasos apresurados entre las tinieblas nocturnas, algún aullido del herido, al que sus compañeros arrastraban sin muchas contemplaciones… y después algún relincho de caballo. Unos instantes más tarde cuatro jinetes, uno de ellos sostenido por los demás y tambaleándose en la silla, y el último asiendo las riendas con una sola mano, se recortaban a lo lejos, sobre el resto de luz del crepúsculo… ya fuera del alcance de los fusiles de pólvora. Aunque no del rifle magnético… a pesar de lo cual, Sergio se abstuvo de utilizar su arma.

Durante unos minutos la carreta permaneció silenciosa, iluminada por la moribunda luz de las antorchas, que continuaban chisporroteando en el suelo… Sergio desconectó el visor de infrarrojos, y adosándose a las rocas sueltas, por si acaso, comenzó a descender la pendiente.

De la carreta llegaba un confuso rumor. Se oía, sin entender las palabras, la voz aguardentosa y ronca… otra, casi inaudible, semejaba contestarle. Hubo un momentáneo silencio. Después, un ruido de hierros, y con un metálico tañido, dos puertas de metal se abrieron en la parte trasera del vehículo y chocaron con sonido de campana contra los laterales… Surgió una sombra, con un fusil en una mano, y una luz en la otra. Parecía ser un farol hecho de metal y cristal con una ancha asa para cogerlo; la llama temblaba ligeramente, iluminando con fulgores rojizos los alrededores…

—¿Quién anda ahí? —dijo la voz bronca—. Si es hombre de paz, que salga…

Sergio no contestó ni se movió. Se hallaba a unos cincuenta metros del vehículo, semioculto tras la lámina filosa y llena de esquirlas de una ancha protuberancia rocosa, que surgía del suelo, como la hoja de un cuchillo.

—¡No tengas miedo! —aulló la voz vinosa—. ¿Nos has ayudado o no? ¡Sal de una vez!

Lentamente, Sergio, sin abandonar el rifle, salió de detrás de la lámina de roca.

—No disparéis —dijo—. He sido yo el que os ha ayudado.

—Acabáramos —contestó el otro, alzando la luz sobre su cabeza—. Acércate de una buena vez… que te veamos la cara.

—Que salgan antes los que haya ahí dentro.

—Bueno está. ¡Eh, vosotros, salid!

Dos figuras más aparecieron en el círculo de luz del farol; una de ellas la de un hombre alto, y la otra la de un enano de un metro cuarenta de estatura. De pronto, Sergio se acercó a grandes pasos, sintiendo que se le subía la sangre a las mejillas…

—Pero, vosotros…

—¡Oh, visitante de las estrellas! —dijo el de la voz vinosa—. Yo Manchuok, gran Jefe. Acércate, hombre, acércate de una vez.

Una hora más tarde muchas cosas se habían aclarado, y muchas palabras se habían dicho. La primera reacción de Sergio fue de indignación ante el engaño de que había sido objeto, pero la suave voz del hombre alto logró tranquilizarle.

—¿Conoces otro sistema de acercarte a uno de ahí arriba sin saber qué clase de persona es?

—Bueno, yo…

—Si hubieras sido un criminal, habrías actuado de una forma muy distinta. Aparte de que no hubieras llevado rifle, ni un stock tan completo de provisiones y utensilios… Lo cierto es que resulta muy raro que un criminal llegue vivo. En primer lugar tiran pocos; y después, la mayor parte se matan…

—Yo —dijo el de la voz vinosa— sólo he visto dos vivos, y tres cohetes de esos con los de dentro espachurrados mismamente como si les hubiera pasado un mamut de esos por encima… ¿Un trago de vino, joven?

Sergio probó el contenido de la botella, y después de beber algo, renunció a hacerlo de nuevo. No era fuerte, pero tenía un sabor extraño hasta más no poder. Sabía a hierbas aplastadas, a alcohol de madera, a heces de una cacerola no lavada…

Habían encendido una hoguera junto al carromato, y a su luz, mientras los leños crujían y humeaban, Sergio pudo detallar mejor a sus tres compañeros.

El hombre alto, sin el tocado de plumas y la larga capa gris, resultó tener un par de hermosas trenzas rubias que descendían por su espalda hasta la cintura. Era muy joven, más que el mismo Sergio, y unos diez centímetros más alto que él. Sus rasgos eran regulares, y singularmente serenos; a veces, incluso, casi inexpresivos. La mirada de sus ojos azules, más bien grandes, era fría en ocasiones, benévola en otras… soñadoras las más. Vestía ahora un flexible traje de ante amarillento, con las costuras cuidadosamente cosidas. Al principio había llevado un arma, un largo rifle, de plateado cañón y culata de hermosa madera roja, pero lo había vuelto a guardar en el carromato tan pronto como las cosas quedaron claras.

—¿Por qué dejasteis escapar al herido? —preguntó Sergio—. Si se repone, será un enemigo más.

—El que huye, huye más despacio cuantas más cosas lleva consigo —respondió el hombre, alto—. Si caminas solo, caminas mejor.

—Vamos —apostilló el de la voz vinosa— que, según dice el Vikingo, llevando a ese irán más despacio, y puede que los cacen antes.

—¿Que los cace quién?

El de la voz vinosa, aparte de exhalar un espantoso hedor a vino barato y a suciedad acumulada durante décadas, tenía un rostro verdaderamente curioso. No se podía decir que fuera regular o irregular, porque parecía cambiar según le daba la luz de la hoguera. Tenía una nariz protuberante, gruesa en la punta, surcada de copiosas venillas escarlatas, azulenca a zonas, bulbosa, reiterativa… Aquella nariz obsesionaba; a Sergio le pareció que siempre que su vista se dirigía a algún lado, se encontraba con la nariz y los legañosos ojos negros del hombre. En lo demás no era ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado… Tenía unas manos callosas, con dedos largos y afilados, profundamente sucios…

—A mí me llaman el Manchurri —dijo el hombre de la voz vinoso—, si bien mi verdadero nombre es Serapio… Serapio Marcilla, comerciante, cambista, viajero sin límite… periodista, arreglo cosas, cambio y entrego mercancías… hago todo lo que haya que hacer, y me conformo con algo de comida y un poco de vino…

«No será un poco» pensó Sergio, viendo la altura a que estaba ya la espantosa mezcla contenida en la botella.

—Bueno; los cazará una patrulla… Si al capitán Grotton (puede que lo conozcas algún día) le da por ahí… Los encontrará por doquier, los acosará, y después de todo, los escabechará. ¿Un trago de vino, joven?

—No, gracias… Y si piensas que caminar solo es mejor, ¿por qué no vas solo?

—Voy solo —dijo el Vikingo.

—Vas con dos amigos.

—Voy solo —repitió el Vikingo, mirándole bondadosamente.

—Claro que va solo —berreó el Manchurri, después de empinar nuevamente la botella—. ¡Malditos forajidos! ¡Si llego a darme cuenta de que han matado a William y a Pepito, a buenas horas se va entero el aborto ese!

—¿William y Pepito?

—Los bichos —dijo el enano—. William planchó y a Pepito hubo que apiolarlo.

—¿Qué dice?

—Que William estaba muerto, y que Pepito, como estaba herido de muerte, tuvo que morir, misericordiosamente, como todos hemos de hacerlo, oh Señor, perdónanos nuestras deudas, como nosotros… ¿y tú de dónde sales?

Los ojos del Manchurri estaban fuera de sus órbitas, y la botella casi vacía.

—Este tipo enanoso y vil —dijo, entre dos eructos— se llama el Huesos…

—Manchuok, Vikole y Huesok —comentó Sergio, mordazmente.

—Eso mismo… ¿Estuvo bien, o no?

—Pero, entonces, ¿los salvajes del mercurio?

—No confío en ti —manifestó el Manchurri, majestuosamente, poniéndose en pie, y señalándole con la botella vacía—. Vienes de la montaña, engendro del mal… vienes de allí donde va uno y brrrrrr…

—Le dio peleona —dijo el Huesos, lentamente—. Vamos, Manchurri, vamos, hombre…

—Hay algo raro en la montaña —dijo Sergio, mirando al Vikingo, que parecía no escuchar—. Me ha dado la impresión de que algo malo… algo dañoso…

—El aura es maléfica allá —contestó el Vikingo—. Seguramente no pasaría nada… pero, ¿por qué ir?

Sergio no respondió. No entendía nada de lo que estaba sucediendo, y mucho menos, a estos absurdos personajes, que parecían no tener explicación alguna.

—Vamos a ver… —dijo—. ¿Hay salvajes o no hay salvajes?

—Realmente los hay —dijo el Vikingo, con suavidad—. Tú viste tres hace unos días…

—¡Erais vosotros mismos!

—Pero en aquel momento éramos salvajes… como lo son los que recogen las cosas, y entregan el mercurio.

—Bueno… ¿y por qué hacéis eso?

—Nadie quita nada al que tiene menos que él —contestó el Vikingo— El hombre fuerte vive tranquilo mientras los demás son más débiles.

—¿Quieres decir que no hay salvajes… que en la tierra hay una civilización? ¿Que lo hacéis para ocultarla?

El Vikingo, sin contestar, abrió las manos, como indicando que era muy difícil dar una explicación.

—Es mejor que lo veas por ti mismo —dijo, después de unos momentos de silencio— No es fácil de explicar.

El Huesos estaba introduciendo el casi insensible cuerpo del Manchurri dentro del furgón, y Sergio se levantó para ayudarle… No pudo ver nada del interior del vehículo, dada la oscuridad reinante; solamente que del interior surgía un penetrante olor a grasa mineral, a ropa vieja, a carne no muy fresca… Al regresar junto al Vikingo, que permanecía inmóvil, junto a la hoguera, se detuvo a leer los letreros que adornaban el costado del carromato:

SERAPIO EL MANCHURRI MEDICINA PARA TODOS EL CLARINAZO MATINAL Y AVISADOR IRREGULAR DE LA GRAN REGIÓN EUROPEA. LAS MEJORES NOTICIAS. GRAN BAZAR Y IMPRENTA. GENERAL STORE MERCANCÍAS.

—¿Tienes comida para mí? —preguntó el Vikingo.

—Sí; si es preciso, creo que tengo para todos vosotros.

—Es una buena respuesta —contestó el Vikingo, sonriendo abiertamente— Creo que podremos entendernos. Y ahora, vamos a comer, mientras esos dos duermen… Hay una pierna asada, fría de esta mañana, fresas silvestres y agua… Espero que sea bastante.

—Pero, ¡bueno! —casi gritó Sergio, irritado— Si tenéis comida, ¿por qué me la pides a mí?

—Digamos que es una frase de paz, que aquí usamos. Venimos a comer. Entrad; hay comida para todos. ¿Entiendes? Por eso digo que tu respuesta era buena; pero lo que yo te pedía no era comida… ¿Entiendes?

—Hum… Creo que sí.

El Vikingo extrajo de la parte delantera del vehículo una bolsa de piel, con la pierna y las fresas, y sacó también un recipiente de barro con agua. Lo colocó todo junto al fuego, sobre un paño blanco, y tendió a Sergio una afilada navaja.

—¿No tenéis miedo de que vuelvan esos otros?

—No es fácil.

—¿Quienes eran?

—Bandidos.

—¿Qué querían?

—Asaltar el carromato y matarnos para llevarse las mercancías del Manchurri.

—¿No quieres saber por qué os he ayudado?

—No. Fue tu gusto hacerlo… ¿por qué he de molestarte preguntándote tus motivos?

—Sois unas gentes muy extrañas.

—Pienso que debemos parecértelo, sí.

—¿No quieres saber por qué he bajado a la Tierra, quién soy, qué busco, qué quiero?

—No. Pero si quieres decírmelo, hazlo. Nadie puede obligarte a nada.

—Os dije la verdad… Vengo de arriba porque quiero visitar esas columnas negras… Necesito encontrar una, concretamente, una que es distinta de las demás… No por fuera; por fuera es exactamente igual… pero hay algo, no sé el qué, que la distingue. La llaman la Columna Real. ¿Sabes algo de esto?

—Sí… —dijo el Vikingo, después de comer pausadamente masticando mucho, un trozo de pierna—. Hay vino para ti e incluso viski, si quieras algo más fuerte. Yo sólo bebo agua.

—Yo bebo muy poco… Por cierto, esta carne es excelente… ¿Qué es?

—Venado.

—¿Qué sabes de la columna Real?

—He oído decir que la llaman el Pilón del Alba. Pero yo no sé nada de ella… nunca lo he sabido.

—¿Hay alguien aquí que lo sepa?

—Sí —dijo el Vikingo, y parecía que las palabras salían con dificultad de su boca, como si no le gustase hablar de esto—. Un hombre. Herder, el mago. Las ha visitado todas… es el único. Si alguien lo sabe, es él.

—¿Dónde está?

—Lejos. Por favor, no me preguntes más esta noche… Estoy cansado… ¿Puedo pedirte un favor?

—Claro.

—Quisiera imponerte las manos otra vez… No te haré daño.

—¿Para qué es?

—Puedo palpar algo de tu aura… quizás esto nos ayude.

—Está bien.

El Vikingo repitió la misma operación de unos días antes. Puso sus palmas sobre la frente de Sergio y permaneció durante más de un minuto, inmóvil, con los ojos cerrados. Sergio sintió una ligera somnolencia… prontamente vencida; una sensación de bienestar.

—Hay mucho sufrimiento en tu mente —dijo el Vikingo, después de retirar las manos—. Demasiado… Hay odio, rencor, deseo de venganza. Pero eres bueno… tu mente es… limpia, sana. Es lástima que esté, tan, tan… estropeada. Puede ser que sane.

Calló durante unos instantes, meditando.

—El Manchurri y el Huesos son buenos…

—¿Tú lo eres?

—Yo sólo quiero serlo… El Manchurri y el Huesos son buenos. Creo que no llegarás a hacerles daño… Eres difícil de interpretar… poco wu-wei… tal vez eso cambie. Es mucho mejor dejarte hacer lo que quieras. Pero tu lucha no es mi lucha. Yo no te ayudaré en ella. Tampoco podría, aunque quisiera…

—¿Me llevarás a ese Herder?

—El Manchurri y el Huesos te llevarán… Les dio algo muy importante… Yo, quizá vaya, quizá no. No lo sé. No me preguntes nada más. Es hora de dormir… ¿Qué guardia quieres hacer?

—No es preciso; mira, tengo una caja de alarma; si algo o alguien se acerca…

El Vikingo estaba en pie junto a la trasera del carro, del cual salían estruendosos ronquidos. Tenía de nuevo en la mano el fusil de cañón plateado.

—¿Durará siempre?

—No… Tiene baterías para unos seis meses. —¿Por qué habría de acostumbrarme a ella, si al cabo de seis meses no la tendré? No… úsala tú, si es ese tu deseo. Yo usaré mis ojos y mis oídos. ¿Primera o segunda guardia?

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