Velodromo De Invierno (21 page)

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Authors: Juana Salabert

BOOK: Velodromo De Invierno
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A los pocos meses de su llegada, Dalmases recibió dos o tres invitaciones de hombres de negocios alemanes, de esos que compraban a precio de amigos del régimen enormes cantidades del wolframio indispensable para su industria armamentística de guerra. En ellas se le insinuaba que acaso fuese bueno para su joven invitada, refugiada del «terror aliado» que asolaba por aire las no obstante «invencibles ciudades del Reich», disfrutar de la cálida compañía de sus compatriotas... La palabra compatriotas estaba doblemente subrayada y rodeada por interrogantes. Javier se las ocultó a Ilse, y las arrojó a la basura, pero por más que lo intentó no llegó a convencerse de que no estaba cometiendo un error. Y cuando su criada de toda la vida le llegó con el recuento de las últimas insidias, y la noticia de que hasta en los puestos del mercado se rumoreaba ya el hecho de que pronto lo expulsarían del colegio de abogados, y se comentaba sin ambages su inminente arresto bajo el, en absoluto vago, cargo de corrupción de menores, comprendió que cada minuto perdido era precioso. Y tenía su precio, qué iba a ser de la niña si a él lo encarcelaban...

Fue a visitar a un viejo general, y correligionario carlista, con cuya hija, muerta de tuberculosis al principio de la guerra, había estado a punto de comprometerse en su etapa de estudiante (si no lo hizo fue porque a veces le ocurría el discernir en la mansedumbre azul de esa mirada de muchacha pálida el brillo de una inquietante e inmisericorde dureza, y entonces una especie de instinto de salvaguarda lo echaba atrás, y refrenaba sus afanes de solitario necesitado de afecto), y le habló largo y tendido, no sé exactamente de qué, porque nunca llegó a contármelo. Sí sé que aguantó en silencio un sinfín de amonestaciones y de circunloquios medio seniles. Y que salió de allí con una promesa en regla. Y que dos días después un asistente del general le llevó en mano a su casa dos salvoconductos para viajar a Portugal, «obtenidos vaya usted a saber cómo», decía él, «porque lo que es seguro es que el viejo Sixto Carlos Lezama detestaba a la policía casi tanto como yo, no en vano aquellos inspectores de la contrainsurgencia se habían pasado media vida molestando a su familia a partir del reinado isabelino. Pese a su reaccionaria escasez de luces y a su sentimentalidad dudosa y enchochecida, el general era un hombre de honor. Y de otros tiempos. Odiaba cuanto le oliese a liberal y a masón, pero odiaba aún más ese gratuito espectáculo de la sangre derramándose por doquier que nos estaba enfangando a todos».

En esos salvoconductos, Ilse pasó a convertirse en su pupila Elise Montauban de Lizana, sobrina lejana suya por parte de madre, de nacionalidad suiza. «El general creía a pies juntillas, por culpa del manifiesto de Ginebra, que todos los suizos estaban por nuestra nobilísima causa carlista. Así que amaba a Suiza, y sus montañas y sus chocolates, y esos relojes que se regalaba a sí mismo por Navidad y mostraba después por los cafés nuestros, contando torpes mentiras que a nadie, ni a jóvenes como yo ni a los viejos de su época, engañaban acerca de partidarios que no olvidaban nuestros desvelos al fondo de sus cantones, y gustaban de premiar con un modesto regalo su fidelidad inquebrantable», me contó muerto de la risa, y aún conmovido por el recuerdo de quien les consiguió misteriosamente aquellos «auténticos buenos papeles falsos» con que una mañana de enero del 43 dejaron atrás España.

—Y en Lisboa aguardaron la victoria aliada...

«En Lisboa aguardaron la victoria y el fin de la guerra, en efecto», repetí, contento porque Herschel entornaba los ojos con el aire satisfecho de una criatura que disfruta antes del sueño de la seductora repetición de una historia. Oían la radio inglesa, en el piso barato que él alquiló más arriba de Alfama, en lo alto de una colina de casas fantasiosas y como dibujadas por la mano caprichosa de un niño, oían el nombre, ya en boca de todos, de Stalingrado, la ciudad sitiada que resistía heroica al este, barrio a barrio, casa por casa, bajo el viento y la nieve, escuchaban la voz tranquila y bondadosa del presidente Roosevelt dirigiéndose a sus soldados en Asia y en Europa, oían el pitido y el aviso en francés, «Ici Londres», y enseguida atendían al acento vibrante de Maurice Schumann hablándoles a los combatientes del Vercors, y a los refractarios del STO, (STO: Servicio de Trabajo Obligatorio, leva impuesta a los jóvenes franceses por los ocupantes alemanes para ir a trabajar a Alemania. La imposición del STO fortaleció, como es lógico, las adhesiones al maquis y a la resistencia armada.) y a quienes se ocultaban, y ocultaban a otros, en sótanos y en graneros, y a quienes simplemente, y como ellos, esperaban... Esperaban. Unidos por la más frágil y persistente de las esperanzas, por una decidida, y desesperada, voluntad de sobrevivir.

Un tal monsieur Yusuf Khalil escuchaba también, por aquellos días, las sintonías de Radio Londres, en la calle des Pyrénées... a su regreso de ciertos encuentros y de clandestinas «operaciones». Monsieur Khalil, quien para su asombro había descubierto que tenía una inigualable puntería de cazador y una sangre fría de cirujano, evitaba, al igual que tantos otros, la ponzoñosa grandilocuencia colaboracionista de Radio París, porque Radio París era alemana... emitía en francés, pero lera alemana, descarada e insultantemente alemana... Insultaba y denunciaba en francés, pero era alemana... Los he imaginado en ese tiempo de quieta turbulencia de la espera, tal vez, para y al cabo de tanto tiempo, poder describirle a Herschel Dalmases Landerman sus gestos nerviosos, ese modo de arrimar las sillas al viejo aparato prestado por la amable casera del Algarve que apenas comprendió que la «menina» tenía familia en Europa... La «menina», le digo, es una niña que a veces sigue buscándose, con un ademán de inconsciente alarma, la estrella de tela sobre la blusa o el vestido, como si quisiera asegurarse de que, en caso de que le pidan los papeles a la entrada de una boca parisiense de metro o a la salida de las clases, no será inmediatamente arrestada por «acto grave de rebeldía», y su «tutor» español es un hombre joven a quien por vez primera en su vida no espanta ni desasosiega la constante presencia a su lado de otro ser humano no regido por disciplinas comunes de cuarteles o internados jesuíticos. Buscan la frecuencia deseada, y se estremecen al son encandilatorio de esos nombres de ciudades, de esos avances y repliegues que luego buscarán en el mapa inmenso que él compró en una vieja papelería del Chiado y clavó sobre la pared, y a veces los enardece el entusiasmo, como la mañana en que la radio amiga anunció la capitulación italiana, Italy has capitulated, gritaba eufórico el locutor británico, y aquel 26 de julio del 43 ella salió del torpor y del triste letargo en que se había hundido poco antes del advenimiento del primer aniversario de su salida del Vel d'Hiv, saltó a su cuello desde el sofá donde llevaba días agazapada, lo tomó de la mano y lo forzó a bailar sobre las sueltas baldosas al ritmo del himno inglés sonando a sus espaldas con bríos alegres y extravagancia de fox.

Lisboa, añadí sonriente, incluso aquella triste y empobrecida Lisboa salazarista, era, es, una de esas escasas ciudades que parecen nacidas para la espera. Bajo las ruinas de su castillo y a la sombra de sus muros conventuales, Lisboa despliega el fulgor de sus calles cerámicas y oleadas de luces hacia la marea de todas las partidas, el mar de todos los regresos. Más allá de la línea del horizonte se perpetúa a sí mismo el océano, y por encima de sus nieblas otea desde los muelles el inminente viajero en tránsito el espejismo poderoso de otras tierras y la promesa de una vida. Lisboa levantó torres aduaneras que luego lamió el agua no para defenderse del mundo, sino para festejar su llegada al avistamiento de sus emisarios mascarones de proa, Lisboa trazó sus calles, que removieron terremotos y ensangrentaron feroces dictadores pusilánimes, desde la nostalgia secreta de quien les teme a las tierras firmes y el anhelo de unos moradores que se saben prometidos a la línea sin quiebra de todos los descubrimientos. En la atlántica Lisboa, hermosa como Finis, pero más secretamente bella que Finis, le dije a Herschel, era posible sentir que ninguna espera se revelaba del todo inútil, porque el barco que aguardabas en sueños y alguna vez vendría en tu búsqueda, doblando cabos de desesperanza, reservaba para ti uno de sus camarotes sobre el puente y una hoja de ruta hacia destinos no cercados de alambradas.

—A veces, mi madre sacaba de una caja sus viejas postales de Lisboa... Y ella, que tanto detestó las fotografías, disfrutaba enseñándome los monumentos, «Torre de Belém», «Jerónimos», la «Seo», me indicaba... Y si le preguntaba, me narraba historias de los navegantes portugueses y me decía que en dos ocasiones, de niña, y de jovencita, había vivido en Lisboa. Me gusta, me gusta y me conmueve, imaginar que llegó a ser más o menos feliz en Lisboa, al menos al principio, en esa primera etapa... mientras aguardaba ansiosa el desembarco aliado...

Feliz no era exactamente la palabra, pensé. Ninguno de los dos iba más allá de su espera, tan confusa en el caso de Javier que, muchas tardes, y sin decirle nada, acudía a la sede israelita frecuentada por tantos refugiados en una vana búsqueda de noticias, y tan concreta en el de Ilse... Se limitaban a vivir al acecho de los días y de los partes de la radio aliada. A él ni siquiera lo preocupaba su inactividad forzosa... Sefarad ya no existía, aunque Vergara y otros se asegurasen ahora de facilitar la huida pirenaica de muchos aviadores aliados, fundamentalmente franco-canadienses, caídos en suelo francés, y, aunque a veces lo asaltaba el remordimiento al pensar en su despacho cerrado y en los familiares de las víctimas de la represión que ya no tocarían a su puerta de apestado, se consolaba viéndola cobrar nuevas confianzas; porque la niña a la que trataba de engordar gastándose en mantequillas y carnes rojas buena parte de los giros que puntualmente, pero con la avaricia de quien de pronto controla el bien ajeno, le remitía desde Finis la vieja Fabiana, la niña a la que medía cada tres meses con una cinta amarilla de sastre (hacía una muesca en la pared, y anunciaba muy serio «medio centímetro», y ella bromeaba, llamándolo «madrecita»), empezaba a dormir mejor, y a querer salir a la calle y a aceptar ir algunos sábados de excursión a costa de Caparica, se quedaba muy quieta en la playa, sentada durante horas, la vista fija en el vuelo de las gaviotas y en los chicos que saltaban entre las rocas en busca de percebes... Le gustaba acompañarlo al Brasileira, y morder el azucarillo de su vaso de leche mientras él se tomaba una copa. Una tarde le comentó que las mujeres «lo miraban»... franca o indisimuladamente, pero lo «miraban», pareció acusar, y como él se agitara azorado, se echó a reír. «Una vez, en un café de la Madeleine, una mujer miró de ese mismo modo a mi padre», le dijo, «y creo que a él le gustó. No la mujer, sino el hecho de que ella lo mirase así. Aún no había guerra, era antes de Munich, y en algunos sitios nos trataban mal, sucios boches, dijo una vez una mujer según salíamos de su tienda, y mi madre se echó a llorar, imagínate, sucios boches nos soltó, a nosotros que ya no éramos, por culpa de Hitler, ni alemanes ni nada... Pero mi padre volvió a entrar en la panadería, y yo le fui detrás, aunque mi madre intentó retenerme. "Boche lo será usted, señora", replicó muy tranquilo, "que a lo mejor se alegró de la caída del señor Blum y está esperando ciertas alianzas... Yo sólo soy el señor Arvid Landerman, israelita y demócrata alemán, para más señas, y a su disposición". Aquella gorda asquerosa se calló, pero mi padre estuvo el resto del día de mal humor. Decía que en España nadie nos había mirado así, pero entonces mi madre le recordó quiénes estaban, ya, ganando en España. Y eso porque no ha visto cómo me miraban a mí esas horribles mujeres que te saludaban por el paseo Colón, y mientras lo hacían nos desnudaban a los dos con los ojos... pero no como quisieran hacerlo contigo esas mujeres que te miran aquí, no. Ellas desnudaban con ojos de hijas de sepultureros».

Le ordenó que se callase, me contó, menudas absurdidades se le estaban ocurriendo, unas absurdidades tan... tan poco... naturalmente no se atrevió, era demasiado inteligente para ello, a pronunciar esa palabra, «decentes», que de pronto se le antojó más obscena que ninguna otra en el mundo. Apuró un trago de brandy y se dijo que no sabía nada de niños ni, lamentablemente, apenas nada de mujeres, exceptuando las de esos burdeles que frecuentó hasta el final de su vida, de hecho la última vez que nos vimos se atrevió a confesarme su miedo al sida y su querencia inconfesable por las putas, me lo dijo en un tono tan lastimero que casi lloré de risa, Carlota Lezama, la hija del general, no contaba, como no contaba la mayoría de sus amigas, porque todas ellas parecían salidas de un molde congelado de cera empeñado en repetir hasta la saciedad el mismo aburrimiento de gestos devotos, y esa palabrería inconsistente de adictas a novenas, y de organizadoras de tómbolas y meriendas dispensadoras de una dura y repulsiva caridad... Se dijo que no había vivido nada, que tal vez ya no le fuera dado vivir nada más allá del simple hecho de ver crecer a esa niña que le decía cosas tan inapropiadas para su edad... ver crecer a esa niña que...

Esa niña con la que quería compartirlo todo, hasta que creciese y después... Sí, claro, después... no, cómo que claro, qué carajo estaba pensando, se volvía loco o qué... qué. Encargó otra copa, horrorizado, sin prestar apenas atención a sus palabras... La niña le hablaba de la obsesión de su madre por las sirenas, le decía que si la sirenita de Andersen hubiese vivido en las costas de Lisboa tal vez su final hubiese sido otro, un final feliz no merecedor de cuento ninguno, Lisboa le gustaba y porque le gustaba se negaba a imaginar a la pequeña sirena entregándole su cola de pez y su voz de cantante ultramarina a un engreído pretencioso... Un verdadero príncipe de Lisboa hubiese entendido, le decía, no se hubiese dejado atrapar por banales equívocos, no hubiese perdido el tiempo... el tiempo... no la habría llevado consigo a su palacio de las caridades, porque la habría seguido a su reino de exiliada de las sombras. Y entonces ella lo habría ahogado, y a él no le hubiese importado. Pero aquel príncipe del norte no conocía las sombras porque vivía entre ellas, concluyó.

«Entonces a mí nadie me había leído ni a Andersen, ni a ningún otro cuentista, mi madre murió al nacer yo, y Fabiana nunca pasó, y eso entre gruñidos, del exasperante cuento de la buena pipa... De modo que no entendí nada de ese galimatías acerca de sirenas y príncipes, y en cierta medida quizá sea mejor haber seguido en la inopia. Sospecho que ella hablaba desde la nostalgia de quien ha escuchado muchos cuentos y de golpe los ha perdido todos, de quien ha perdido la memoria de haber sido feliz escuchando esos cuentos. Creo que quería decir en voz alta, y al decirlo volverlo realidad, que estaba segura de que nada malo iba a sucederle en Lisboa... lo supe cuando muchos años después me compré la obra completa de Andersen. De todos modos, algo debió de quedárseme en la mente, porque la mañana del desembarco en Normandía salí a buscarle un regalo, y volví al piso desde la plaza del Comercio con una sirena de plata en los brazos, una copa de trofeos deportivos, en verdad, pero la sirena parecía tan real, alzaba los brazos, y ella también alzó los suyos al tomarla, la izó sobre su cabeza rubia, con ese rubio de los niños que en España se les va apenas crecen, y llorando me dijo que tal vez esa sirena ayudaría a que su madre siguiese viva. Viva, en algún sitio, Sebastián. Imagina cómo me sentí... Estaba tan asustado, y a la vez tan contento, que fui en busca de champaña, me costó mucho encontrarlo, media Lisboa debía de estar celebrando clandestinamente ese desembarco... No había nadie por las calles, y a mi vuelta descorchamos una botella de marca desconocida. Le dejé que tomase un poco, y cuando me alborotó el pelo me dije que no es bueno que los niños crezcan demasiado deprisa. Ni siquiera los niños de la guerra.»

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