Velodromo De Invierno (25 page)

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Authors: Juana Salabert

BOOK: Velodromo De Invierno
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Y por otra parte, tu madre se había jurado no volver a pisar Europa, no quería ni oír hablar, no ya, y por descontado, de volver a vivir en Europa, sino de pasar siquiera un par de días en una ciudad europea cualquiera.

—Tampoco tú has vuelto a París —observó.

No quise decirle que en ocasiones me asaltaba la extraña idea de haber muerto en París. A veces me sobrecogía la íntima convicción de no haber llegado a burlar por completo mi destino de paria o de convicto y despertaba de mis pesadillas pegando alaridos y empapado en sudor porque la fosa que se abría en mi sueño ya sólo la cavaba la soledad de mis manos. Y era como si aquella tierra removida de una tumba sin nombre me convocase a su húmeda oscuridad de útero. Sebastián, Yusuf, Sebastián, murmuraban los granos apelmazados de aquella tierra, y entonces, y al borde del lecho, yo luchaba contra la acerba voz interior que me impelía a repetir una y otra vez mi número de superviviente, ese 78798, me acordaba de las palabras de Arvid sobre los conversos de España, «piensa en el drama de no haber podido ser aquello que se creía que se iba a llegar a ser, Bas», y tenía que meterme a toda prisa, ya fuese invierno o verano, bajo un chorro de agua helada para librarme de la inquietante y absurda sospecha de haberme convertido en un impostor empeñado únicamente en suplantarse a sí mismo.

—Ni a París ni a Salónica.

—Ni a París ni a Salónica, en efecto. Había muchos otros lugares en el mapa.

Pensé en el mapamundi de Grete, que siempre acarreaba supersticiosamente conmigo, convencido de sus poderes protectores, y me prometí que a nuestra vuelta a Madrid se lo regalaría. Porque ahora era él quien más necesitado estaba de protección.

Herschel me miraba, afectuoso y apaciguado...

—Creo que apenas veamos a ese notario voy a irme a París, oh únicamente dos días, este sábado y el domingo, por ejemplo. Creo que... creo que es necesario. Supongo que sería inútil pedirte que me acompañes.

Me tendía una mano temblorosa por encima de la mesa y se la estreché, con un nudo en la garganta.

—Ve, Herschel, ve. Yo te esperaré, en Finis o en Madrid, donde tú quieras. No te preocupes por mí, que a lo mejor también te estoy esperando en París, para que me convenzas de no acudir a una cita traicionada de 1943, para que me infundas valor cuando llegue a ella y unos tipos muy altos se saquen la placa Feldpolizei y unas esposas de los bolsillos, mientras otro hombre que me encañona con una pistola grita Gestapo, y yo pienso «ya está, se acabó», y enseguida «ahora empieza todo, se acabaron los prolegómenos».

Nunca mienten los espejos deformantes del dolor, Herschel. Nunca.

PARÍS, 21 DE JULIO DE 1942, VELÓDROMO DE INVIERNO

Había merodeado alrededor del puesto de enfermería por espacio de unos minutos o de una hora, allá dentro el tiempo parecía transcurrir a un ritmo distinto del normal, las noches llegaban demasiado deprisa y las jornadas se estancaban en una especie de exasperante inmovilidad, sin duda porque desde la invasión alemana nada había vuelto a ser «normal», reflexionó, y su vida anterior se le antojaba la de una extraña. Una extraña que al principio de la guerra fue a la escuela con aquella inútil máscara antigás colgada del cuello, bajó al refugio durante las alarmas aéreas, y acompañó a su exhausta madre a las colas de alimentos... Recordaba vagamente los bombardeos de España, y no entendía por qué su miedo actual era mucho mayor que el de entonces. Su padre trató de alistarse en la Legión Extranjera, pero fue rechazado a causa de antiguas lesiones pulmonares, por aquella época, que ahora se le figuraba más remota que el imperio romano, su madre repetía en todo momento que Francia y Gran Bretaña eran invencibles, lo proclamó incluso en medio del desastre de Dunkerque... sólo dejó de afirmarlo tras escuchar el discurso de armisticio donde Pétain, con su cascada y temblorosa voz de anciano, exigió el adiós a las armas y el regreso a una «honorable normalidad». Invencibles, rememoró, más desesperada que desdeñosa. El 2 de julio había caído Sebastopol. «Somos tan invencibles que acumulamos derrotas», pensó.

Una de las enfermeras la instó a volver con los suyos, no, no podía darle una aspirina para el resfriado de ese niño, estaban muy desprovistos de medicamentos y había casos graves, y en cualquier caso ¿por qué no lo llevaba la madre para que ella o sus compañeras le echasen un vistazo? Aunque si el pequeño no tenía ronchas ni sarpullidos, dudaba que se tratase de nada muy serio... Y es que había algunos casos declarados de sarampión, aparte de los de varicela. «Pues porque Eva Wiesen está a un paso de la locura, se niega a levantarse de la manta y chilla si alguien que no sea su marido toca a sus hijos, hay que arrebatárselos si les entran ganas de estirar las piernas o de ir a orinar sobre los muros empapados», quiso contestar, pero calló y tiró de las puntas de su chaquetilla de punto. Aquella noche había tiritado, increíblemente, de frío...Sudaba de calor y a la vez tiritaba de frío, le castañetearon los dientes durante mucho rato y le temblaba todo el cuerpo, pese a la manta que Jean Vaisberg le echó sobre los hombros y a las friegas que su madre le dio en las manos. Le preguntó la hora a la señora de la Cruz Roja, y ésta le respondió, sin mirarla, que se le había parado el reloj. «Me está mintiendo», pensó, «no quiere decírmela porque tal vez estén a punto de llegar los locutores con su lista de nombres elegidos para el día de hoy».

Y de pronto la necesidad de aire fresco fue casi intolerable... La sola idea de tener que escuchar de nuevo la espantosa letanía de nombres en medio de aquella atmósfera asfixiante, de aquel hedor a polvo y orines, la enloquecía. Entonces recordó que el lunes Emmanuel Vaisberg había logrado convencer a uno de los guardias de las puertas para que dejase tomar el aire durante diez minutos, por turnos, a los menores de diez años, se había llevado consigo a Herschel, a los niños Wiesen y a las pequeñas Rozen...

Aire. Si no respiraba aire fresco enseguida iba a morirse, no podría resistir ni aguantar lo que viniese. Necesitaba aire fresco con urgencia, o se moriría.

Echó a andar hacia los corredores de salida con fría determinación. «Que me peguen un tiro si quieren, pero que me dejen asomarme a respirar», se dijo. Mientras se abría paso entre la gente de rostros mortecinos y desesperanzados se abrochaba, metódica y mecánicamente, uno a uno los botones de la chaquetilla regalada por la señora Bloch, adonde habrían conducido a los Bloch, adonde los llevarían a todos los demás... Su madre y Edith rogaban porque su destino fuese Drancy, «me conformo con que me dejen en Francia», afirmaba Edith, «puedo aguantarlo todo, los piojos y el hambre y lo que haga falta con tal de que me dejen en Francia durante toda la guerra, con tal de no tener que verme nunca de regreso a Polonia». Pero y si en vez de a Drancy o al Loiret se los llevaban directamente a Alemania... Y si de allí los enviaban a Alemania o incluso a Polonia, como daba a entender su padre en su última carta fechada en Drancy... Una noche, escamoteó un instante aquella carta del bolsillo materno y la leyó sobresaltada... Polonia, tal vez a trabajar en una mina de sal, como le dijo al señor Wiesen uno de los policías que fue a detenerlos, o Alemania. El nombre de Alemania bastaba para provocarle sudores fríos. Y náuseas. Y terror. Y odio.

Apretó el paso hacia los uniformes. Uno de los gendarmes la imprecó. «Adonde crees que vas, chica. Largo de aquí. Vuelve a tu asiento.» La señora Bloch sufría espantosas crisis asmáticas... Improvisó: «soy asmática, me manda una de las enfermeras de la Cruz Roja para que me dejen respirar un poco de aire puro, por favor, serán sólo dos o tres minutos, enseguida me vuelvo».

La puerta n.° 4 estaba a unos pasos... Imaginó el Sena, el muelle, la isla de los Cisnes, y apretó los dientes, la garganta le dolía, era como si le amordazase el polvo, todo aquel polvo... «Dos o tres minutos, nada más, señor, para evitar la crisis asmática...» Divisaba las casas de enfrente...

El gendarme gruñó. «Unos minutos, de acuerdo.» Se volvía a su compañero, le comentaba algo, se desinteresaba de ella...

Dos gendarmes, junto a la puerta... Y unos cuantos policías en la calle Nélaton. Veía las casas, las casas... y a una mujer de pie en uno de los portales, la mujer, inmóvil como una estatua, miraba el velódromo... Se preguntó si alcanzaría a divisarla a ella, que se deslizaba, milímetro a milímetro, pegada al muro, a espaldas de los dos gendarmes. No, imposible, resolvió. Aquella mujer que observaba la mole del viejo recinto deportivo, las idas y venidas de los policías por las calles adyacentes, era libre... podía ir y venir a su antojo, sentarse en un café y beber agua y tisanas endulzadas con sacarina, Dios, qué se sentía sólo de imaginar un vaso de agua y una taza de té, era libre de tumbarse en una cama con sábanas al llegar la noche y de tomar el metro para visitar a unos amigos... Era libre.

Nunca en toda su vida había envidiado tan intensa y desquiciadamente a alguien. Tan atroz y desoladamente a nadie. Con todas sus fuerzas anheló convertirse en esa mujer que permanecía allí, muy quieta, como si aguardase algo, como si le enviase mudas señales de ánimo... Y era igual que si desde la breve, pero inmensa distancia que las separaba, aquella mujer le susurrase al oído un insistente «sal, venga, sal, decídete y sal».

Los gendarmes ya debían de haber comido porque uno de ellos le decía a su compañero algo acerca de «buscarse unos cafés». Buscarse unos cafés y tomar el aire unos minutos, ya no soportaba más la peste de «estas gentes», deberían darles una bonificación, si él hubiera sabido que le iban a encargar esa clase de tareas pues tal vez se hubiera planteado que eso de ser gendarme no era, a fin de cuentas, tal panacea... El otro, un tipo robusto y lento, le contestaba que muy bien, que trajese también otro café para él, le tendía una petaca y suspiraba, por fortuna al día siguiente libraba, a ver si llegaban pronto los relevos, y él se marchaba con la salida de los detenidos, no sabía por qué a los de hoy iban a sacarlos por la tarde en vez de haberlo hecho a la mañana, qué harto estaba, Señor, y cuánto le molestaban los pies hinchados por el calor.

Vio salir al gendarme, lo vio cruzar la calle y saludar a otro policía, señalaba algo, quizá un café, y desaparecía de su vista...

En su mente retumbaba implacable una vocecita de mujer: «vamos, sal, adelante, sal». Cerró un segundo los ojos, hasta que diminutas luces chispearon, rojas y amarillas, ante sus párpados, pensó «estoy perdida si esta mujer se marcha, si hace un solo movimiento», y cuando los reabrió la mujer continuaba allí.

Entonces ocurrió.

Tiró de la manga azul del guardia y estupefacta se oyó decir «déjeme salir». El hombre la contempló de arriba abajo, anonadado. Tenía un rostro ancho y curtido y bovinos ojos pardos... «Soy francesa, sólo vine en busca de noticias sobre unos conocidos, déjeme salir.»

No le contestaba, la observaba y parecía meditar intensamente... Y de repente se hizo a un lado y le dio la espalda.

La puerta...

Empujó la puerta y anduvo despacio bajo el sol de la calle Nélaton, donde los policías que charlaban entre sí no parecían haber advertido su salida. Con los ojos clavados aún en la mujer del portal avanzó unos pasos, palpándose la hilera de botones de la chaqueta que ocultaba su estrella amarilla, no correr, se decía, sobre todo no correr. Enfiló la calle Nocard y un hombre la tomó de repente del brazo y le habló a gritos. Un policía, comprobó horrorizada. Que circulase, le chillaba el hombre, «¡no se puede estar aquí!, ¡ningún civil puede estar aquí!, ¡fuera de aquí de inmediato!».

Murmuró alguna excusa entre dientes y se alejó deprisa hacia el metro.

El metro, ya estaba en las escaleras del metro aéreo... el corazón le latía en el pecho como el mecanismo de una bomba, sentía que se le iba a desbocar y un dolor espantoso le acalambrinaba el estómago, pero estaba allí, libre, y respirando a grandes bocanadas...

Delante de la taquilla cayó en la cuenta de que no llevaba encima dinero. Espantada, comprobó que ningún viajero aguardaba a sus espaldas, y le susurró a la taquillera: «por favor, déjeme pasar, he perdido el monedero y no tengo para el billete, se lo ruego, déjeme pasar». La mujer esperó unos segundos, le miró a los ojos y a la chaquetilla abrochada hasta el último botón, y sin decir palabra le alargó un billete de segunda clase. Y ella corrió con aquel billete apretado dentro de un puño, corrió hacia delante, hacia el andén, iría hasta Grenelle, dos o tres estaciones, y allí transbordaría hasta Invalides o École Militaire, la calle Varenne no quedaba muy lejos a pie... Evitó subir al último vagón, y evitó mirar los rostros de los dos jóvenes soldados alemanes que conversaban animados, sentados frente a frente, con guías y planos de París sobre las rodillas...

N.° 5, calle Varenne, su mente recitaba embrujada aquellas señas... Aquel nombre y aquella dirección que su madre le hizo memorizar semanas atrás... Pero ahora no debía pensar en su madre o la atraparían, cualquiera de los que viajaban a su lado podría entrar en sospechas si la notaba muy angustiada, e insistirle al respecto a esos soldados que consultaban sus planos y discutían los méritos de sus respectivas guías turísticas alemanas. No debía pensar en su madre, que estaría buscándola por todo el velódromo, ni tampoco en el pobre Herschie que llevaba sin pronunciar palabra desde el domingo, ni en Emmanuel Vaisberg susurrándole al oído «daría la mitad de mi vida por salir de aquí». Concentrarse en ese nombre y en esas señas, esforzarse sólo en eso... Y de momento desechar la imagen de su madre buscándola, llena de alarma...

Casi la oía llamarla...

Uno de los soldados le decía al otro que Berlín contaría muy pronto con mejores y más famosos museos que París...

Su madre estaba al límite de sus fuerzas, y al ver que no regresaba...

Las salas asirias del Louvre, proseguía entusiasmado su perorata el alemán, y a hurtadillas divisaba a su compatriota que ahora bajaba la voz y musitaba algo acerca de los cabarets, de repente ambos se echaban a reír al unísono, y la gente del vagón apartaba la vista... algunos ni siquiera se molestaban en disimular una franca repugnancia.

Al ver que no regresaba, su madre...

N.° 5, calle Varenne, señor Sebastián Miranda, recitó desesperada.

El metro frenó. Habían llegado a la estación. Tenía que transbordar. Pasó delante de los soldados, y uno de ellos le miró a la cara y le hizo un comentario a su amigo, ahora éste también se fijaba en ella con expresión admirativa. «Hasta las crías francesas son guapas», dijo sonriente, «lástima que en este país sean todos y todas tan sucios».

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