Velodromo De Invierno (17 page)

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Authors: Juana Salabert

BOOK: Velodromo De Invierno
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«Mamá, cállate, cómo puedes, pero cómo puedes ser tan... oh, mamá, tan bestial.»

El hombre se encogió, aplastándose contra una maleta mal cerrada, de topes reforzados con una cuerda. Parpadeaba, amilanado, y titubeó: «Señora, perdóneme... No era mi intención... Es sólo que llegamos a París desde Viena, comprende. Y lo que vivimos allí es casi indescriptible. De hecho, Eva aún no se ha repuesto.» Bajó la voz y murmuró: «No soporta escuchar el mero nombre de Viena... Nos fuimos a vivir a las afueras porque en París nos topábamos a todas horas con compatriotas, entienden. Y esos encuentros le costaban enfermedades y postraciones nerviosas que duraban semanas. Cuando nació el pequeño temí que no resistiese... Pero lo aguantó todo muy bien, eh que sí, Eva. Eva es una madre excelente. Y nuestro benjamín es francés, nacido en Francia. Estábamos tranquilos por ese lado, ya ven, pensábamos que con un niño francés... Porque a él no tenían por qué llevárselo, en principio, o eso nos dijo uno de ellos, pero es que a quién se lo íbamos a dejar, si a los vecinos de los Joliot no los conocíamos de nada. Telefoneamos a una maestra amiga suya, pero no estaba en su casa. Y desde la comisaría ya no nos dejaron volver a llamar. ¿Cree que hay alguna posibilidad de que dejen marcharse a Eva con los niños? Porque como Joseph es francés, un verdadero francés...»

Su madre contemplaba ahora al señor Wiesen con horror atribulado... Sabía exactamente en qué estaba pensando: en el hecho de que medio velódromo estaba lleno de niños muy pequeños y nacidos en Francia, porque sus padres no fueron informados por la propia policía encargada de detenerlos de que tal vez podrían dejarlos a cargo de algún vecino bienintencionado, o de alguna portera bondadosa, o porque se les dijo, como a los Benoukin, que «ese niño francés garantizaba la inmediata puesta en libertad de toda la familia, a excepción del padre», o simplemente, y en la mayoría de los casos, y desde luego en la práctica totalidad de quienes residían en le Marais o en Belleville, porque no tenían a nadie a quien confiarlos. A nadie, o a casi nadie, en quien confiar.

Cerró los ojos, escuchó a su madre cambiar de tema, y supo que no quería decirle a ese hombre que se refrotaba nervioso unas manos nervudas y estropeadas por el trabajo, que las peticiones, hechas por la Cruz Roja, de liberación y de envío a orfanatos estatales de los nacidos en suelo francés, habían sido tajantemente denegadas. Todas. Sin excepciones.

Trató de fijar en su mente los rasgos de su padre. De su padre que en España les aseguraba riendo que si, como aseguraban los hindúes, los seres humanos vivían, a lo largo de toda la eternidad, varias vidas en sucesivas reencarnaciones, él había sido en otro tiempo un traductor de la escuela de Toledo... Toledo. Su padre pronunciaba ese nombre con fervor ensoñecido... Otro lugar lleno de cuestas, recordó. La primera vez que visitaron aquella ciudad hacía un calor espantoso, y su madre, que se mareó nada más bajar del tren, pronto desistió de caminar pegada a las fachadas en busca de una sombra a más de cuarenta grados. Tuvieron que dejarlos, a ella y al bebé, durante unas horas en el interior de un café con columnas que daba a una plaza. Y ella estuvo entretanto paseando de la mano de su padre por unas callejas de pavimento de guijarros que se le clavaban en los zapatos de charol que ya le apretaban, porque eran sus favoritos y se había empeñado en traérselos de Alemania, pese a que su madre le insistió en que era tontería hacerlo, ocupaban un sitio innecesario en el equipaje y en unos meses le estarían pequeños; pero no protestó, porque le gustaban las historias de su padre, la manera que él tenía de leerle las inscripciones de aquella sinagoga donde por lo visto ya nadie entraba a rezar, su forma de explicarle las cosas, y aquellos cuadros y frescos extraños y alumbrados por un difuso resplandor azul, como aquel tan grande donde mucha gente de rostros del color de la cera asistía al entierro de un conde con aire de hallarse más muertos que el difunto.

Buscaba en la inmediata, y también en la más lejana o antigua memoria, las facciones de su padre y obtenía tan sólo unos trazos dispersos, como apuntes y esbozos del inacabado estudio sobre el tablero de un dibujante al que de pronto hubieran seducido los rumores llegados del vaivén de un bulevar. Era igual que tender las manos en la oscuridad al encuentro de un rostro y topar con la sola barrera del aire. De muy pequeña solía despertarse a altas horas de la madrugada, se demoraba unos minutos muy quieta entre las sábanas, con la respiración contenida a duras penas y el oído atento al tictac perturbador de aquella marea de relojes demasiado grandes para el estómago del cocodrilo que perseguía al pirata en el cuento del niño que no quiso crecer, y se quedó para siempre en las páginas del libro de cantos dorados. Aguantaba cuanto le era posible, pero al cabo de un rato el miedo la doblegaba y se lanzaba a oscuras, pasillo adelante, y casi nunca llegaba a tropezar con las estanterías, porque de repente prorrumpía en chillidos y se hacía la luz por encima de su cabeza que ascendía muy deprisa hacia el techo, y era que papá la había tomado en sus brazos, y la alzaba en vilo con esa media sonrisa burlona paralizadora de los monstruos que habitaban en los relojes del vestíbulo y en el carillón de una torre cercana, junto a los grajos y a las cigüeñas del buen tiempo. Por esa época, papá parecía no dormir nunca y despertarse al menor ruido. Su madre se quedaba casi todo el día en cama y vomitaba a lo largo de la mañana, y era porque ya estaba embarazada de Herschel... Pero no deseaba recordar nada de esa época, ni siquiera el día en que nació su hermano, y su padre la llevó a conocerlo, y de tan nervioso y contento que estaba le puso el vestido del revés; porque en aquella época vivían aún en Alemania, y ella odiaba Alemania con todas sus fuerzas, la odiaba tanto que ya ni se molestaba en preguntarle a su madre si seguían sin recibir ningún tipo de noticias de los abuelos Blumenthal o de su otra abuela Landerman, la querida Noch, que se negó en redondo a abandonar su país cuando papá dijo que había que hacerlo; entendía muy bien a la señora Wiesen, que ya no quería volver a oír hablar de Viena, y entendía también a su marido, pese a que éste tenía pinta de ser un auténtico pesado, un hombrecillo afable y aburrido que ahora se entretenía en abrir y cerrar su pobre maleta desvencijada y en palpar su contenido insólito, «porque hay que ver las cosas tan absurdas que uno guarda si le dicen que tiene quince minutos para vestirse y preparar lo necesario para un par de días», como había comentado la primera noche Edith cuando trataron de acomodarse lo mejor posible, y sacaron las cosas, y a Jeanne Bloch le dio por reír al ver que su suegra había deslizado, entre los pocos pares de pantalones de los nietos y un tarro de conservas de remolachas, tres cuellos de celuloide que fueron de su marido.

Ella no se había reído (los mayores, se pasaban media vida reprendiendo por cualquier motivo, pero entre ellos circulaba siempre una curiosa y solidaria indulgencia hacia sus propios actos), porque aquellos cuellos duros de camisas le indujeron a recordar sus zapatos de charol que sin duda alguna niña española calzaba ahora, cómo no iba a entender a la vieja señora Bloch, por qué Jeanne, siempre tan simpática, le tomaba el pelo como loca, y entre carcajada y carcajada la abrazaba, y la llamaba bobita, y sentimental, y chicuela disfrazada... Myriam Bloch no era ninguna chiquilla, y no entendía por qué se ruborizaba y les seguía la corriente a las tontas bromas de Jeanne, pero evocar en ese momento aquel par de zapatos destellantes la apaciguó extrañamente... En cierta medida, le alegraba que se hubiesen quedado en España. Tal vez alguien los llevase puestos, tal vez sus suelas repiqueteasen libres sobre una acera recalentada por el sol.

Miró de reojo a Herschel, que ya no jugaba con el otro niño y se mesaba los rizos con aturdida indiferencia. «Es debilidad», se dijo espantada, «tiene que ser debilidad», y se prometió darle la mitad de su trozo de pan del reparto de la noche y todas sus galletas de la mañana, si su madre continuaba pretendiendo que no tenía ni hambre ni sed para cederles su parte no tardaría en ponerse enferma...

«Ven, Herschie, ven conmigo. Quieres que juguemos al veo veo, quieres que te cuente una historia», le insistió. Pero el niño sacudió la cabeza y se ovilló a un lado, y era como si de repente se hubiera hecho muy mayor, muy viejo, y ya no le importara nada. Su hermano era un niño dulce, que la había seguido a todas partes arrobado, desde que empezó a gatear por ese piso madrileño de muros desconchados enfrente de la iglesia de ladrillos que rajó la bomba... ella acudió entonces, con el pequeño a un costado, y los demás niños del vecindario a asomarse al cráter humeante por entre cuyos escombros saltaban camilleros de blanco, y otros hombres de pistolas al cinto y armados con palas, y no apartó la vista del cadáver sin brazos que sacaban a rastras, nadie lo hacía a su alrededor, ni siquiera la mujer que vomitó muy cerca de ella, y luego se lamentó porque «no está una para desperdiciar almuerzos», y como ya comprendía y hablaba bastante español, entendió con toda claridad a qué se refería aquella mujer que olía a sudor y a polvo de cascotes. Y de vuelta a casa encajó la primera y única bofetada materna de su vida... su madre los había buscado, de vuelta de las colas, cual loca furiosa por el barrio, chilló, y es que iba a volverse ella una salvaje sin conciencia, pero cómo se le ocurría irse a ver, y encima con el niño a cuestas, esa carnicería, no, ella no estaba loca, como otros, ella iba a sacarlos de ese horror, no había dejado atrás al mal-nacido de Hitler para morir bajo sus mismas bombas y las de sus golpistas amigotes generales de un país imposible... imposible. Aquella noche escuchó también la primera y única pelea entre sus padres. Que él era muy libre hasta de meterse en el batallón Thaélmann, si así se le antojaba, «pero yo me largo corriendo de aquí... y me llevo a los niños». Y desde luego, su madre había tenido razón, porque aquella otra guerra la habían ganado los amigos de Hitler... Había tenido razón, aunque ahora la desesperase la idea de que a esas alturas ni ella ni Herschel podrían ya cruzar la frontera española con sigilo de evadidos o desertores.

Su hermano era un niño muy dulce y alegre, que aprendió en pocas semanas a hablar un francés perfecto, y ella nunca había tenido celos de él, el niño favorito de su madre como ella fue la niña favorita de su padre, al que todos afirmaban que se asemejaba tantísimo, y si los había padecido no los recordaba. Un niño que ahora buscaba aletargado el refugio del sueño en medio de aquel barullo. «Tal vez tenga ganas de orinar», pensó, y buscó a Emmanuel para que lo acompañase junto a los muros.

«Ya se lo he preguntado, y me ha dicho que no, que ahora no tiene ganas. Es miedo, Ilse, ya se le pasará. No lo atosigues, deja que se ocupe tu madre. Las madres saben de estas cosas.»

Sus rodillas se tocaban y se fijó en el recto perfil, asombrada, porque hasta entonces nunca había advertido que Emmanuel Vaisberg, que a sus catorce años desgarbados esgrimía una pensativa expresión de adulto, era guapo. Verdaderamente guapo. Mucho más que Jean, quien pese a llevarle dos años aparentaba menos...

Entonces le habló de los uniformes y él sonrió y repuso que también lo había pensado.

«Las horas pasan tan despacio aquí dentro que para no volverme loco pienso toda clase de cosas, sabes. Únicamente me he prohibido pensar en comida. Y en los baños públicos del barrio y... bueno, en ese tipo de cosas que me pondrían peor, seguro que me pondrían peor.»

Asintió, e inquirió, no sin cierta timidez: «¿Qué clase de cosas?», y según hablaba pensó que si sus amigas de clase pudieran oírla, la acusarían después, entre risas y cuchicheos, de estar flirteando. Incluso esa chismosa de Monika Libbers, que ahora ya no se lo parecía tanto, la había abrazado como si se alegrase sinceramente de verla, le diría, avanzando el labio superior sobre los dientes torcidos, que... Y tal vez no se hallasen tan lejos de la verdad... de repente le encantaba ver a ese chico de liso pelo oscuro llevarse los dedos a la barbilla —si hasta tenía un hoyuelo en el mentón, descubrió maravillada— mientras reflexionaba, igual que si analizase en su liceo los pros y los contras de un enunciado de disertación. Tenía que preguntarle cómo le había ido en los exámenes... pero no, mejor no lo hacía, y si la tomaba por una pedante.

«Pues qué sé yo... todo tipo de cosas. La vez que nos reímos tanto porque al tipo que nos daba sciences nat le habíamos colgado sobre el encerado una foto de Mae West, y él dale que dale hablando de protozoos, sin enterarse de nada, si se quitaba las gafas no veía ni a la rubia de sus espaldas ni a su sombra sobre una pared. O el banco de carpintero que nos hizo mi padre para que jugásemos de niños, todo el mundo nos lo envidió a nuestra llegada a París. O los catorce de julio de antes, sabes, eran muy divertidos. Y hasta el último, cuando mamá se vistió de blanco y rojo, parecía Grock el payaso o una Madelon de las miserias, le decíamos en broma, se colgó al cuello un pañuelo azul de Jean, como si fuera un foulard, y se fue a pasear muy ufana hacia Pont Marie. Y Jean se reía, porque era un pañuelo desteñido y desastroso, de un azul tan pálido que daba pena.»

Su mente discurría a toda prisa... Y pensó «a lo mejor es que está empezando a gustarme este chico Vaisberg». Le preguntó: «¿Admiras mucho a vuestra madre, verdad?» La miró sorprendido. «¿Admirarla?, no se me habría ocurrido... pero sí, supongo que sí. Claro que sí. Puede que no sea una dama como la tuya, pero es tan... no sé, tan valiente. Ya te acordarás cómo les gritó a los gendarmes, y a esa florista que nos miró de madrugada cruzar la calle y nos insultó, ralea extranjera, jetas judías nos llamó, y mi madre le contestó que cerrase su boca de hiena y de canalla fascista. Creo que hasta los policías se acobardaron un poco... de acuerdo, sólo un segundo, pero y la satisfacción de ese segundo, también eso cuenta, no. Además, es divertida.»

«Una dama», pensó y miró pensativa a su madre, ese chico había dicho que su madre era una «dama»... La pobre «princesa del Vel d'Hiv», le dieron ganas de contestar, pero no lo hizo, porque miraba a su madre como si nunca antes la hubiese visto, y ahora lamentaba sus malas contestaciones de los últimos tiempos, ahora le horrorizaban sus protestas si ella la regañaba, llena de preocupación porque había vuelto a casa en el último segundo del toque de queda, ahora deseaba abrazarla y no se atrevía, seguro que ella le preguntaría, estupefacta, si le pasaba algo, ¿estaba segura de que no le dolía la cabeza o la garganta? Y a ver cómo le explicaba que ese arranque de cariño tenía seguramente que ver con algo que le había explicado Jeanne Bloch, una mañana en que tocó a su puerta para pedirle una cucharada de sal y se la encontró llorando.

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