Read Velodromo De Invierno Online
Authors: Juana Salabert
Cuando tu abuela, la señora Landerman, vino a verme, me juré que yo mismo, si era necesario, sacaría a sus hijos de Francia. A tiro limpio, si no había más remedio.
Se lo debía a Arvid, recordé... De algún modo, casi tanto como le debí a Javier ese segundo viaje a Finis, cuando me llamó para pedirme que fuese su albacea testamentario y acudiese a firmar una serie de documentos, no podía soportar la idea de que al hijo de Ilse lo enredasen en problemas... y en comprobaciones «a la alemana», me suplicó. Tomé un avión matutino en Madrid, fuimos a la notaría, y comimos juntos en un refinado restaurante en lo alto de un monte al que me llevó en su coche de jovenzuelo, atento, por vez primera a los límites de velocidad -era como si temiera perderle la partida a ese pobre, e intenso, tiempo que nos queda a los viejos-, con la expresión nerviosa de quien se viste para la boda en que su chica se casa con otro. Comimos con voracidad de náufragos, y cuando ya me temía una apoplejía le aseveré que nada había estado tan mal, si al fin de nuestros años podíamos volver a reírnos sobre la cima de un monte con ovejas lanudas, y abajo la línea abierta del mar de los exilios, pero también de los regresos. «Claro que sí», y alzó su vaso de aguardiente, «claro que sí, hombre. Es sólo que quiero dejarle arregladas las cosas al chico, a mi hijo... a mi hijo Herschel, sabes que pronto va a venir a verme, charlamos por teléfono y hacemos tantos planes... Quién sabe si Ilse y yo no nos equivocamos por completo, verdad. Es sólo que quiero dejarlo todo listo, no porque me crea con un pie en la fosa, ya sabes que nunca fui por la vida de enfermo imaginario, pero tampoco se pierde nada por ser prudente, no». Decliné su invitación a quedarme en su casa, y regresé a Madrid en el último vuelo de la tarde.
—Pero tú no viajaste en esa ocasión.
—No. Nadie puso ningún problema en Sefarad, ni siquiera cuando les confesé que se trataba de un asunto personal, y eso que nos teníamos absolutamente prohibidas las elecciones, y las decisiones, de índole «personal»... Mi amiga Catherine Ravel era la mejor acompañante del mundo, era la mejor de todos nosotros, con su aire eficiente y ensayado de maestra y su maestría de antigua actriz de bulevar... Perfecta para viajar con los niños, y en caso de problemas, convencer a un gendarme o incluso a un hijo de puta alemán. De todos modos murió en Ravensbrück, la cazaron en otros asuntos en la primavera del 44. En realidad, con las armas en la mano, durante una operación que salió mal... Su grupo FTP (FTP: Movimiento de resistencia Franco-Tiradores y Partisanos.) atacó la cabeza de un tren de deportados, kilómetros antes de llegar a Novéant, en Mosela, justo antes de la entrada en territorio germano. Allí, en esa estación de Novéant, se bajaban siempre los policías franceses que viajaban, a la cabeza de esos trenes de ganado, en un vagón de viajeros, junto a sus colegas alemanes de las SS... Volviendo al 42, yo empezaba a estar un poco «quemado»... De hecho, un mes después, a finales de agosto, la organización me sacó del garaje de la calle Varenne, y puso a Sam Benès en mi lugar. Pasé de experto mecánico a figurar como negociante turco de especias en mis nuevos «auténticos papeles falsos», como decíamos entonces... Turquía era neutral. A partir del otoño del 42 mi nueva y flamante documentación aseguraba que mi nombre era Yusuf Khalil, comerciante en especias, con domicilio en, no te rías, el n.° 5 de la calle des Pyrénées.
—Y esa chica, esa actriz, Catherine Ravel era...
—No, Catherine no era judía. Era una francesita «mala» de Dijon, como le gustaba decir. A los veintiún años «subió» a París, en busca de telones, aplausos y aventuras, y le dijo adiós para siempre a su padre consejero municipal, a su madre ultradevota y a un hermano que le mandó una carta plagada de insultos y de faltas de sintaxis desde su regimiento de coloniales en Indochina. La conservaba, y solía leérsela a sus amigos en las horas de depresión, para levantarles la moral y doblarles en dos de la risa. Aquella carta era un disparate que hubiese hecho las delicias de los Dada.
—No te preguntaba si era judía... quería saber si era tu amiga. Tu amiguita.
—¿Cathy? No, claro que no. Ella sólo se acostaba con un hombre si lo quería mucho y lo sabía lleno de miedo o desesperado... A mi amiga sólo le gustaban las mujeres. A veces, incluso, llegaron a gustarnos las mismas chicas. Pero nunca nos peleamos por ese motivo, sabes. No sé, también ella fue especial. Muy especial. Cantaba muy bien, era tan divertida... Fue ella quien condujo, ya te digo, al grupo de tu madre, al que esperaban dos hombres, Dalmases y Vergara...
Compromisos, pensé, promesas que uno formula sin pronunciarlas y cumple a rajatabla y con ciega obediencia de soldado, y promesas que uno hace en voz alta y rehuye mucho tiempo después o al minuto siguiente... Acaso no estaba yo ahí, en mi habitación berlinesa de ventanas tendidas sobre un patio triste que olía, de la mañana a la noche, a coles y a carbón, yo gimiente debajo de los gemidos de Klara, yo pasándole después un pitillo encendido a los labios donde ya no estaba ese carmín que enchafarinaba los míos y sombreaba la comisura de los suyos con una especie de rojo bigote de pega... Yo diciéndole que ahora y en todas las horas de mi vida y en la hora de mi muerte, Klara mi amante, mi amor oscuro y tibio, mi rabia última y primera, diciéndoselo mientras entro en ella y ella me penetra a mí, iracunda como un viento de la noche alemana, y tan leve como el aliento que alguien, un niño, tal vez yo, sopla sobre una vela de sabbath en una noche de viernes en Salónica. Yo, más tarde, mucho más tarde y demasiado pronto, gritándole que no, que no quiero ningún hijo, la gente como yo no debe tener hijos, y por Dios, en qué pretende convertirme, en un estúpido «novio» oficial que le aguanta los desplantes miserables al burgués de su papá prestigioso, no, nada de hijos que hereden mi «acento infame de español otomano y después griego» y sus resabios de señorita casadera que juega a la avant-garde y se disfraza de Musidora por las cervecerías y los mítines... los mítines... nada de hijos que entorpezcan la urgente tarea de cambiar el mundo... El Mundo.
Porque yo también anhelaba el mundo, el misterio y la bravura de sus rutas sin trazar y... Oh, Dios mío, Herschel, no creas que fuimos tan distintos, quise decirle, pero me callé. Acaso también yo haya resultado ser, a la postre, un hombre que no «sabe hablar». Pero tampoco eso me importa mucho, a veces escucho a algunas mujeres en televisión, a cierto tipo de mujeres, con melenas cardadas y labios untados de un discreto rosa que me desagrada aún más que los carmines de mi época, y sus entonaciones moduladas largan exactamente esa cantilena, «los hombres no saben hablar», y entonces suele ocurrir que apago el aparato, preguntándome, asqueado, de qué podría yo hablar con esas recitadoras de tópicos y pseudopsicólogas bien pensantes, que no le llegan a la suela del zapato a una Catherine Ravel, o a Grete Wolff. Miraba los rizos «orientales» de Herschel, y casi sentía la mano de Klara sobre los míos. No podíamos buscar a alguien, alguien que nos resolviese el problema, si acaso más adelante, no, Klara no me mires así, qué vas a contarle a tu padre, «resulta que este tipo que vivió durante un tiempo del dinero de una pintora que se fue a Guatemala, sí, papá, Guatemala, está en los mapas, este hombre que ahora sueña con toda esa mítica de la Komintern sin que realmente le guste, porque en el fondo le aburren, como a mí, esas peroratas bienintencionadas pero imbuidas de una severidad casi luterana, este chico que sale a la calle a pegarse con los camisas pardas, y ya sé que tú dices, papá, que quien les presta a esos vándalos carne de presidio la más mínima atención, siquiera sea para insultarlos, pues es que en el fondo es otro golfo de su calaña de ignorantes... resulta, papá, que este chico que por orgullo, y así se caiga muerto, no le escribe a su familia, con la que se peleó por su asunto con la pintora, a pedirle dinero aunque sólo tiene buenas notas, dos camisas y el verde de sus ojos para exigir el mundo, es... en fin, papá, el hombre con quien duermo cuando te digo que me he ido a estudiar y a pasar la noche a casa de mi amiga Birgitta Hollander, sólo que nunca dormimos, papá, ésa es la verdad.»
No ocurrió nada, no hubo que buscar a alguien, porque a Klara le vino, con mucho retraso, la regla... Y ya estaba, yo podía seguir siendo un candidato a «las mañanas que cantan», que decían los franceses, y u «estudiando» a Fernando de Rojas bajo mi cuerpo en esas noches en que no dormía con su «amiga», y ninguno de los dos conciliábamos más sueño que el de la desolada y mutua rabia a que nos entregábamos hambrientos, eso nunca varió entre ambos; pero algo sustancial había cambiado entre nosotros, y ella bebía más que nunca por las cervecerías, y a veces olvidaba por las mesas sus largos y conmovedores guantes de estrella, los olvidaba para que se los encontrase yo, pero yo nunca estaba, porque salía y entraba de las comisarías berlinesas con la misma frecuencia con que de niño había entrado y salido del horno de mi padre. Se volvió celosa y suspicaz, y empezaron a exasperarme sus continuos seguimientos, y el desorden de su pelo, y ese aspecto descuidado de esposa desdichada que ostentaba en los prolegómenos de casi todas esas noches en que nos acostábamos para no dormir un minuto, y querernos, también, más que nunca, porque yo jamás la quise tanto como en aquellos días finales de tormenta y arrebato. Y entonces me llegó la noticia de que me echaban de la universidad y me expulsaban de Alemania, las autoridades me declaraban peligroso agitador, y «persona non grata», y empaqué mis bártulos, y a ella le dejé una breve nota, mejor hubiese sido que se enamorase de Arvid Landerman que era mil veces mejor que yo, le decía, mejor hubiese sido para todos, incluso hasta para mí. Le prometí que le escribiría, y nunca lo hice, aunque no haya dejado, también yo, de redactarle cartas imaginarias a lo largo de casi todos los días de mi larga vida de superviviente.
—Pero dime... dime cómo vivieron en esta ciudad, y después en Lisboa. Él tendría amigos y familia, y sin embargo mi madre... mi madre era una niña venida de la nada.
Una niña del Belén, sonreí... Del Belén que montan sólo, y hasta el fin de sus vidas, los hombres como Javier. Pocos, pero tan enteros, católicos como Javier.
—Pues ya te imaginarás que no fue demasiado sencillo. La hizo pasar, en principio, por la hija de un amigo alemán preocupado por evitarle a su niña el riesgo de los bombardeos aliados sobre Dresde, Berlín, Munich... Sin decírselo a ella, que al pasar la frontera, le ordenó, «más que rogarme, ordenó», me contó admirado, que no volviese nunca más a dirigírsele en la lengua más bárbara y asesina de todas las lenguas criminales y balbuceantes surgidas del vocinglerío de esa torre de Babel habitada por matones e imbéciles. A partir de entonces le habló en un francés que dominaba peor que el alemán o el inglés de su juventud, aunque no tardó en soltarse en esa lengua con rapidez de vendedor de Clignancourt, porque de qué otra manera iban a entenderse, si el español que ella recordaba de su vida en la España de la República, y luego de la guerra, era mínimo. Se hablaban en francés, y él casi se esforzaba en olvidar su alemán, y al mismo tiempo le enseñaba español con unos cuentos ilustrados que a ella le aburrían... tu madre venía de demasiadas cosas, había perdido demasiado, aunque por esa época aún la sostuviese la frágil esperanza de reencontrar, alguna vez, vivos a los suyos... Entonces empezó a leerle, y a traducírselos simultáneamente al francés, a unos cuantos grandes poetas españoles, Garcilaso y Manrique, y a dejarle en su mesita de noche, junto al diccionario, las ediciones que conservaba de los modernos, lanzados, en su inmensa mayoría, a la hecatombe del exilio y a los mapas de la guerra más atroz... y ella tomó interés, porque esos hombres, le dijo a él, sabían hablarle al corazón mismo de la desdicha, aunque en sus versos o párrafos no siempre la mentasen. Se aplicó sobre las gramáticas españolas, acordándose acaso de su padre durante las horas silenciosas de estudio, y sobre los desencuadernados volúmenes de física y matemáticas que él se llevó consigo, al final de su bachillerato, sacándolos de la taquilla del internado católico donde le emparedaron su infancia de hijo de madre jovencísima muerta durante el parto, y de un viejo adusto y devoto, demasiado enfrascado en sus monografías inéditas sobre los pretendientes carlistas para preocuparse del muchacho que durante las vacaciones regresaba a la casa familiar mirándolo igual que a un desconocido. Javier estuvo solo durante demasiado tiempo.
Nadie cambia a nadie, pensé, pero la exhibida y arrogante crueldad de los triunfadores al fin de su guerra ganada lo sacó del ensimismamiento sin fervor en que llevaba sumido desde mucho antes de alcanzar la edad de la razón. Puso su despacho de abogado al inútil (y digo inútil porque ante un derecho que sólo entiende de ejecuciones sumarísimas de poco o nada valen los alegatos de las defensas) servicio de los perseguidos, y empezó a labrarse una sólida reputación de paria. Muchos de entre quienes estudiaron con él, o frecuentaron al padre y al abuelo, comenzaron a evitarlo o a negarle el saludo si se lo cruzaban por una calle o en el pórtico de la catedral... En ciertos ambientes de Finis se murmuraba de él que no era «realmente de fiar», pese a sus orígenes carlistas y a una religiosidad juvenil que no desembocó en devociones, sino en firme rechazo de los crímenes legalizados a título de escarmiento y en esas actividades de «ángel de la guarda de los rojos», como algunos dieron en llamarle...
A la llegada de Ilse, aquel ostracismo los favoreció. Vivían casi recluidos en el piso del paseo Colón, que él sólo abandonaba camino de su despacho atestado por familiares de encarcelados y depurados de todo tipo, acudidos más en busca de consuelo y de ánimos que de una ayuda casi imposible. Vivían allí, como en el interior de una de esas bolas de vidrio que vuelcan los niños para que nieve al revés encima de las agujas de un campanario o de una torre de hierro, y de mañana la niña entreabría el balcón del cuarto que dispuso para ella, respiraba el aire marino y contemplaba la calle, cerraba enseguida las contraventanas si pasaban las camionetas llenas de hombres uniformados que paraban a los transeúntes y los conminaban, pistola en mano, a entonar la vociferante monotonía de un himno que hablaba de soles y camisas... A ella le atemorizaba pisar la calle, muy pocas veces consintió en acompañarlo por aquella ciudad donde todos parecían conocerse entre sí... Una ciudad que le desagradaba instintivamente y donde nada le retrotraía a su recuerdo infantil de la España amada por su padre.