Velodromo De Invierno (9 page)

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Authors: Juana Salabert

BOOK: Velodromo De Invierno
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«un mundo en el que se nace y se muere, y se quiere y se odia en mucho menos de una hora, Sebastián, hijo», y yo casi alcanzo a sentir su calor en la matizada penumbra de cortinas corridas de esa casa donde un niño protesta y lloriquea, no de hambre ni de miedo, en una tarde parisiense e invernal de la ocupación. «Llevóme a los niños al cinematógrafo, Gabriela, viní con nosotros», mi madre negaba con gestos vigorosos, alzando sus brazos blancos de harinas, «quita, quita, Josué, he de aprovechar las lluvias de ayer para recoger en el patio las
jortas.
Si tardáis me hacéis un bien, hasta es posible que me dé tiempo a preparar unas
gardumbas»...
Pero no es la voz de mi padre la que vuelve a mí en la proximidad de ese hombre a quien sobresaltan ahora el ruido de unos pasos cercanos, las palabras cercanas de su mujer tan joven, a juzgar por la frescura de su acento:

—Niño malo, a ver, a ver, que este niño se me ha perdido, virgen santísima dónde estará este niño... qué habrá detrás de esas manitas de angelote, ay, ay, qué habrá, qué carita esconderán estas manecitas.

Son otras palabras las que se deslizan por mi mente imantándola de sones y fulgores de otro tiempo, es otra voz la que espabila mi alma y me regresa al momento en que unos brazos escancian sobre mi nuca y en el hueco de mis rodillas gotas de su perfume favorito de mirtos y alhelí, es la voz de sortilegio de Grete Wolff, medida por el barómetro del entrechocar de sus pulseras de gitana, es su voz la que me convoca, desde el espacio de sombras en que ella ya no está, a tocarnos muy, muy despacio, y a inclinarnos después, en medio de un silencio que nada más acompasa el rumor de lluvia berlinesa, sobre un páramo de cartas adivinatorias. Su aliento huele un poco a
schnapps,
mi cuerpo huele a extraños jabones mentolados y a sus cosméticos, fumamos los restos de la grifa que nos trajimos de Tánger el invierno anterior, cuando decidimos huir de la nieve y del espectáculo y la miseria de unas calles alemanas invadidas por menesterosos que antes fueron parados, y antes obreros, y antes de todo ello soldados. «Ven, niño mío, no te hagas, no te
creas
hombre aún, que a quien cree del todo lo resecan certidumbres y al que crece se lo lleva más rápido la muerte, ven niñito mío, dale la espalda al mundo y admírate no nacido en el espejo de mis aguas, ven niñito mío, que voy a emborracharte de perfumes, soy tu puta, soy tu madre, fui toda tú para siempre mientras tú, afortunado, no eras todavía», me habla, drogada y dulce, y yo me aparto un instante de la blanda, poderosa, invocación de su carne, miro en la estancia el desorden de sus últimos óleos, sobre los que no escriben esos críticos a los que ya no se molesta en perseguir, y aún no sé, cómo podría adivinarlo, haberlo siquiera adivinado, que en sus superficies tenebrosas de calaveras, de una rugosidad bien hispánica que sus ojos de pintora sin éxito recuerdan de sus lejanas visitas a ese Prado del que siempre habla y al que ya no quiere volver, está ya mi padre. Va a estar mi padre, Josué Miranda, cuando años después lo echen en Treblinka, a paletadas y entre otros cuerpos, recién muerto por inhalación de gases
Ziklon B,
desprovisto de esos molares de oro que fueron el orgullo de su sonrisa, al rugiente estómago de un horno bien distinto del suyo de panes, roscos anisados de vino y tartas de yema y
fondant,
«especialidad sola de Ca Miranda, artísticamente fazidas a su gusto y al encargo para aniversarios y convites». Va a estar fugazmente mi padre en esos lienzos, de la mano de sus hijas y al lado de sus nietos, pero va a estar sin mí, porque él viajará desde Salónica al cocedero de los vivos, y yo lo haré a Auschwitz-Birkenau desde la prisión parisiense de Fresnes, después de ese 11 de septiembre de 1943 en que fui detenido, y allí un oficinista alemán de rostro fatigado no me enviará a la fila final, sino que me indicará, con un simple alzarse de su mano enguantada bajo la lluvia cálida de fines de verano, mi destino de encomendado a morir más tarde, de inanición, maltrato y una agotadora actividad de esclavos... Y a esa fila me iré, con la estrella amarilla torcida sobre mi camisa, y por debajo de sus seis puntas el triángulo mal-cosido de «rojo», de «rojo
español»,
ya lo ves, madre, qué razón atravesaba el reino de tus cuentos y
consesas,
al fin se me reconoce como español, un hijo más de los echados por la fueraborda de esa Sefarad donde nunca pusiste los pies, pero un hijo que, te lo juro, madre, que tuviste la fortuna de morirte mucho antes de que a todos nosotros se nos ofrendara al humo de fogatas criminales, va a
sobrevivir,
va a sobrevivirse, va a sobrevivimos. «Cortas, barajas, y eliges una carta», Grete Wolff me echa desde el ayer otra clase de humo en la cara, me niego, protesto, entre risas, que ya me aburre este juego donde siempre me veo, cual conejo mecánico, enarbolando esa misma carta con un esqueleto pintado, para que ella la tome y la estudie, frunciendo sus labios embadurnados de un rojo violento: «Exilio, niño mío, la carta del exilio y la partida brusca, por qué siempre te sale, me pregunto si...»

Se abrió la puerta y vi en el umbral las siluetas de una muchacha en traje sastre, y de un niño de apenas tres años.

—Querido, lo siento, ya me lo llevo. Germán, hijo, no te he dicho que papá está trabajando...

Niño malo, al papá no se le interrumpe. Vamos, criatura. Mira, si vuelves a llorar y a portarte mal, no te lleva mañana la Tata al Luxemburgo. Arre caballito, arre, arre, arre.

Germán.

Un niño de pelo oscuro, su madre lo tomaba en brazos y lo hacía desaparecer en volandas por un pasillo, repiqueteaban sobre el encerado lustroso del parquet sus tacones de muchacha, y yo miraba de hito en hito al hombre que lo engendró en su vientre, el hombre cuya mano izquierda tentaba de nuevo la bola lisa albergando tierras quietas y pardas que viraban al candente rojo de murano al influjo de la luz, recién prendida, de una lamparilla... La bola que aprisionaba un mundo dormido y aciago. Pensé en su hermano diciéndome en Teruel, entre aquellos muros rezumantes de goteras: «el mundo de los héroes, oficial Miranda... si no puedo vivir en él, éste de aquí, tan zafio, tan ruin, tan inconsistente, no me interesa, capitán. ¿Entiende adonde voy, entiende lo que busco?».

Sus nudillos, que ahora ocultaban en la palma de la mano el pequeño mapamundi de coleccionista, se crisparon y cobraron una blancura enfermiza.

Germán.

Me levanté.

—No le entretengo más, señor Sanguina. Permita que le dé las gracias por sus desvelos, por las molestias que está tomándose. Créame que hay otros niños además del suyo que tampoco se acostumbran en estos momentos a París. Por lo menos a
este
París.

«Si yo soy, qué carajo, otro hijo del misterio», había dicho Herschel en Madrid, y me lo repitió según nos acercábamos a Finis por la vieja carretera de la costa; yo le había pedido al taxista, un cubano afable que al percibir su acento nos creyó puertorriqueños a los dos y nos puso una cinta de combos, «lo
mejorcito
de nuestros hermanos de
New York y San Juan,
fíjense», que no nos llevase por la autopista, pero aun así me sorprendieron desagradablemente los oscuros bloques de hormigón sin apenas ventanas aupados sobre las colinas, las altas torres erguidas frente al mar como atalayas levantadas apresuradamente en medio de una catástrofe que ya duraría para siempre. Grúas de puertos pequeños y devastados por la crisis, gasolineras perdidas, cuyos neones rotulaban de verde y rojo la llovizna y parpadeaban monótonos bajo los alerones de sus primitivas estructuras de caseríos, bares ruinosos de carretera antigua de los que ya tan sólo frecuentan camioneros retirados y viajantes sin más pronósticos en la vida que los de su apoyarse mutuo encima de mostradores agrios, desfilaban ante nosotros, sumiéndonos en una suerte de contagiosa tristeza. Atravesábamos pueblos fugaces, de plazuelas recónditas sombreadas por robles y castaños y apartadas ermitas señaladas por la herrumbre de los carteles torcidos. «Creí que España era más... no sé... más seca», murmuró Herschel a mi lado, y me encogí de hombros: «bueno, esto es el norte. Y el norte es bella y desesperadamente verde. Pero te confieso que yo pensaba lo mismo de niño. Mi familia provenía del centro, de un pueblecito cercano a Madrid, San Martín de Valdeiglesias se llama. Una zona de pinares, lomas y canteras, con castillos antaño imponentes y monasterios destrozados». «¿Supongo que lo visitaste?» Sacudí la cabeza. El conductor bajó discretamente el volumen de la música, y lo lamenté, pues esa tropical voz femenina me devolvía de pronto al influjo hipnótico de otra voz de mujer entonando, en la
tristura
de una tarde
ferida
de fiebres, versos en la
kamareta
del niño que fui.
«...La
nave que está en el golfo / entrar quiere el mes de abril / las flores quieren salir / para
Francia quiso ir / y un chuflete de marfil / no lo sabía dicir.»
En el eco a mí llegado, como una ofrenda insólita, desde tan atrás, desde ese tiempo sin más muertes que las sobrevenidas al azar de enfermedades, tropiezos y accidentes, ni otros finales que los de las vidas, ese tiempo sin muertos que ya lo eran al inicio del horrendo viaje del que yo regresé con agotamiento no de viajero sino de espectro, volvían a arrullarme, dentro de ese coche, los cánticos de mi madre... De mi madre. Tragué saliva y giré el rostro para que Herschel no descubriera la repentina humedad sobre mis mejillas de viejo.

«¿Imagino que fuiste?», insistió él, y ya moría la canción en la cinta, «el gran Tito Puente,
Mambo Inn»,
articuló al segundo otra voz, anticipándose a un festejo de timbales. Ya no sonaban dentro de mí las palabras con que mi madre (quien a su vez las aprendió de niña de labios de la suya, y esta otra, y todas las demás, de las bocas de nuestras sucesivas antepasadas criadas en el hábito leal de una nostalgia que enseguida se volvió promesa, y quimera de retorno) me invitó al sueño en la quietud de una tarde lejana de infancia, mientras vigilaba las subidas de la calentura al pie de mi cama de enfermo,
«al porto la fizo salir».

«Eso hubiera querido yo», le expliqué, imbuido de una extraña felicidad. «Pero el pueblo de mis antepasados, descendientes conversos de un tal Ruy cuya inmediata descendencia engendró a herradores como los Funes de Cadahalso, que fueron vecinos míos en Salónica, y a nobles como don Pedro Girón de Pacheco, maestre de Calatrava, cuyo hermano, también converso, fue, mucho antes de la expulsión, el primer, y bien siniestro por cierto, marqués de Villena, cayó enseguida. Fue conquistado por las tropas de Franco en su avance del 36 sobre Madrid. Imagínate, combatir a menos de cien kilómetros del lugar del que tanto se habla en tu casa, y no poder pisarlo.» «Pero habrás ido después. Ahora que vives en Madrid.»

Contesté que no, que no había ido tampoco «después», con una brusquedad que a mí mismo me sorprendió. No, no había ido. Tal vez no iré ya nunca al lugar del que salieron para no volver los Miranda de Sefarad, un amanecer de julio de 1492, año 5252, en carros comprados a partes iguales, luego de una «venta» apresurada de sus posesiones —obtenidas por nada, y por menos que nada, por quienes se ejercitaron en el robo al amparo de su ventajosa condición de cristianos—, con los Namías de Pelayos, Jacob de Paredes, Mosén Rubí, físico de Escalona, y la animosa, y muy recordada, D.a Clara Zisbuenos, de Navasmorcuende. Salieron, con la harina racionada y víveres de encurtidos y salmueras una cantilena de la desdicha en los dobleces de sus ropas de proscritos, y los puñados de tierra que colgaron, apelmazada e introducida en saquitos de piel de ternero, al cuello de sus niños varones, para que las yemas de sus dedos recobrasen en el exilio el grumoso tacto de la patria y no olvidasen nunca ese calor que alguna vez, y más pronto que tarde, tornarían a pisar,
no cativos ni perdidos, rumbosos y al bies de las
esposicas.

«Solamente de Toledo, que tanto te gustó antesdeayer, salieron en tres meses setenta mil judíos, Hersch», sonreí, «en el fondo no necesito pisar ya
realmente
ese pueblo. Si casi toda España la encierra, la historia del pueblo de los míos... Pero durante la guerra soñaba despierto con su conquista, me imaginaba entrando en graneros, asomándome a pozos cegados, mirando sus fondos dormidos desde la boca cóncava de unas paredes que ya no filtra agua ninguna desde varios siglos atrás. Me veía caminando junto a las esquinas de un patio con selva de malezas que nadie se hubiese atrevido a cuidar tras de la ida de sus propietarios, en el doblar mismo del Callejón de la Sangre donde trabajaron matarifes y carniceros, a tres pasos de la sinagoga resurgida sobre sus cimientos, por encima de alguna cooperativa de vinos a granel o de una miscelánea abastecida por buhoneros que acaso compartan genes variopintos conmigo. Mi memoria, y la de los míos, han conservado esas señas con exactitud cartográfica, hijo, en el otoño del 36 muchas veces me imaginé contándole a mi padre, al fin de una guerra ganada, que
anduví entre las kamaretas de piedra, y tiré del brocal y del agua de las mozuelas de antaño yo
bebí,
sólo que el Callejón de la Sangre ya no existe, o se llamará ahora de otro modo, y sin duda la casa de piedra del recodo... He mirado fotografías, yo también. Y he leído y me han contado. San Martín es ahora un pueblo muy grande, con moderno instituto de chicos, agencias de viajes conectadas a Internet y pubs de nombres con genitivo sajón. Y hablando de lugares, esto es Finis, estamos entrando en Finis».

Alguna vez, presentí en ese instante, mientras lo veía asomarse por la ventanilla (había bajado el cristal, como si Dalmases estuviera aguardándonos, aguardándolo a
él,
inmóvil y sonriente, al lado de un semáforo, delante de las paredes de arrabal sucias de
graffiti
que imitaban los monótonos garabatos del metro neoyorquino de las series televisivas), yo iba a hablarle del peso de ese saquito de tierra natal colgado del cuello de mi padre que el nazismo me impidió heredar.

«Agora non te lo dó», reía mi padre si mi mano infantil trataba de asírselo, «agora no, que cuando yo ya no esté y al cabo de mi mala hora tuyo ha de ser». Y yo, entonces una criatura balbuceante, me estremecía en el hueco de sus rodillas, intuyendo vagamente que la posesión de la codiciada bolsita entrañaba algún peligro... «Viní, Sebas», me reclamaba mi madre, «que a tu padre le queda, mediante Dios, mucho de ir obrando de varón Miranda, y a vos ti faltan años para serlo». Del cuello rígido de los muertos al palpito de gargantas de los vivos, de los yacentes varones primogénitos a sus hijos varones primogénitos sucediéndoles sobre países de acogida, aquel saquito de tierra sefardí, que exhalaba un levísimo olor a moho, fue pasando en nuestra familia de mano en mano desde la salida forzosa del verano de 1492... Soy el único de nuestra familia que no lo siente bajo su nuez de Adán. El único a quien asaltan pesadillas donde unos dedos indiferentes arrancan esa bolsita liviana del cuello de un hombre exhausto que mira a sus tres hijas sin reconocerlas, porque tras la fatiga del viaje de rebaños sólo se divisa en sus caras la mueca de la desgracia, y acaso rememora fugazmente a la mujer venturosamente enterrada años antes, y al hijo que para Dios sabe dónde en mitad de los caminos sin ventura del continente en ruinas; esos dedos toman la bolsita, la palpan, adivinan que no contiene ningún objeto de valor, pero aun así la sopesan y la entreabren, son dedos obedientes y cumplidores de las normas, y del paso a paso funcionarial de la maquinaria devoradora de sinos, y al hacerlo respiran sin saberlo, acaso con un ademán de asco, un oscuro terrón sacado de lo que fue un país para que en sus granos resecos germinen y fructifiquen los sueños que devuelven a ese mismo país. Los dedos arrojan entonces, una vez cumplida su eficiente tarea de las comprobaciones, la bolsita de la
tristura
y las promesas de retorno a la dura, pero incomparable, Sefarad sobre el cemento frío del suelo de la antecámara de la muerte que enseguida va a colarse, a todo gas, por los pulmones de los viajeros recientes...

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