—¿Y por qué ha cogido mi peine?
—Efectivamente —dijo La-Ramée—; ¿por qué habéis cogido el peine de monseñor?
Grimaud se sacó el peine, pasó el dedo por el canto, y apuntando las púas más gruesas, se contentó con decir:
—Punzante.
—Cierto es —observó La-Ramée.
—¿Qué dice ese bruto? —preguntó el príncipe.
—Que el rey ha prohibido que monseñor tenga ningún instrumento punzante.
—¿Estáis loco, La-Ramée? —preguntó el duque—. Pero, si vos mismo me habéis dado ese peine.
—Hice muy mal; falté a mi consigna.
El duque miró iracundo a Grimaud, el cual había devuelto el peine a La-Ramée.
—Me parece que ese tuno y yo hemos de hacer malas migas —murmuró el príncipe.
En efecto, en la cárcel no hay sentimientos intermedios; profésase amistad o enemistad a los hombres y a las cosas; se ama o se aborrece, algunas veces con razón, pero las más por instinto. Por el motivo sencillo de que Grimaud había caído en gracia a Chevigny y a La-Ramée, debía desagradar al señor de Beaufort, convirtiéndose las buenas cualidades que en él habían observado el gobernador y el oficial, en defectos para el prisionero.
Grimaud no deseaba romper directamente desde el primer día con el príncipe; le hacía falta no una repugnancia improvisada, sino un odio tenaz, profundo, legítimo. Retiróse, por tanto, cediendo su lugar a cuatro guardias que volvieron de almorzar y entraban de servicio.
El príncipe por su parte tenía que disponer otra nueva burla sobre la cual fundaba muchas esperanzas; había pedido cangrejos para el otro día, y proponíase entretenerse en preparar una pequeña horca para ajusticiar al más hermoso de ellos en medio de su cuarto. El color rojo que debía tomar el paciente cociéndose pondría en claro la alusión; y así tendría el gusto de ahorcar al cardenal en estatua mientras llegaba la hora en que le hiciesen realmente la misma operación, sin que en todo caso se le pudiera acusar de otra cosa que de haber ejecutado un cangrejo.
Los preparativos de la ejecución le ocuparon todo aquel día. En la cárcel es lo más fácil descender a la condición de niño; y el carácter de Beaufort predisponíale muy especialmente a ello. Salió a paseo como de costumbre; rompió dos o tres ramas delgadas, destinadas a hacer papel en su función, y a fuerza de pesquisas consiguió encontrar un pedazo de vidrio roto, cuyo hallazgo le causó el mayor placer. Vuelto a su cuarto, deshilachó un pañuelo.
Ninguno de estos detalles pasó desapercibido a los observadores ojos de Grimaud.
Al otro día estaba lista la horca, para colocarla de pie en medio del aposento. Beaufort se puso a raspar una punta con su pedazo de vidrio.
La-Ramée mirábale con la curiosidad de un padre que piensa que va a encontrar un nuevo juguete para sus hijos, y los cuatro guardias con ese aire de indolencia que, en aquella época como en la actual, formaba el carácter propio de la fisonomía del soldado.
Había dejado a su lado el príncipe el vidrio, aunque sin acabar de raspar las patas de la horca, para atar el hilo que hacía de cordel al extremo opuesto, cuando entró Grimaud.
El duque miróle con un resto del mal humor de la víspera, mas como ya se estaba gozando anticipadamente con el resultado de su nueva invención, no le hizo gran caso.
Después que ató una extremidad del hilo al travesaño e hizo un nudo corredizo en la otra, echó una mirada al plato de cangrejos, escogió el más majestuoso, y se volvió para coger el pedazo de vidrio, este había desaparecido.
—¿Quién ha cogido el vidrio que estaba aquí? —preguntó el duque frunciendo el entrecejo.
Grimaud indicó que había sido él.
—¿Tú? ¿Y por qué causa?
—Sí —preguntó La-Ramée—, ¿por qué habéis quitado ese vidrio a Su Alteza?
Grimaud pasó el dedo por el filo del vidrio que tenía en la mano, y dijo:
—Cortante.
—Justamente, señor —dijo La-Ramée—. ¡Voto a…!, hemos hecho una gran adquisición.
—Señor Grimaud —dijo el príncipe—, por vuestro propio interés aconsejo que jamás os pongáis al alcance de mi mano.
Grimaud hizo una cortesía y se retiró al fondo de la estancia.
—Chist… chist…, señor —dijo La-Ramée—, dadme ese juguete yo lo afilaré con mi navaja.
—¿Vos? —dijo el duque riéndose.
—Sí, yo. ¿No era eso lo que deseabais?
—Cierto y bien pensado, de este modo será más chistoso; tomad, querido La-Ramée.
Este, que no había entendido la exclamación del duque, afiló los palos de la horca con la mayor destreza.
—Está bien —dijo el duque—; ahora hacedme el favor de abrir unos agujeros en el suelo, mientras voy a buscar al paciente. La-Ramée dobló una rodilla, y comenzó a perforar la tierra. Entretanto, el príncipe colgó al cangrejo del hilo.
Después clavó la horca en el suelo, soltando la carcajada. La-Ramée rióse también con la mejor voluntad del mundo, aunque sin saber a punto fijo de qué, y los guardias hicieron otro tanto. Sólo Grimaud no se reía. Se aproximó a La-Ramée y dijo señalando al cangrejo que daba vueltas en la punta del hilo:
—Cardenal.
—Ahorcado por su alteza el duque de Beaufort —dijo el príncipe, riéndose más que nunca—, y por maese Santiago Crisóstomo La-Ramée, oficial del rey.
La-Ramée lanzó un grito de terror, se precipitó a la horca, arrancándola del suelo y haciéndola pedazos, los tiró por la ventana. Tan perdida tenía la cabeza que iba a ejecutar lo mismo con el cangrejo, cuando Grimaud se lo quitó de entre las manos.
—¡Se come! —dijo.
Y se lo puso en el bolsillo.
Tanto se había divertido el duque con esta escena, que aquella vez perdonó casi a Grimaud el papel que en ella representara. Pero reflexionando después en las malas intenciones de que por segunda vez había dado muestra, la aversión que le tenía se aumentó de un modo totalmente sensible.
La historia del cangrejo cundió por el castillo y también fuera de él, con gran desesperación de La-Ramée. M. de Chavigny, que en secreto detestaba al cardenal, cuidó de referir la anécdota a dos o tres amigos bien intencionados, que al momento le dieron publicidad.
M. de Beaufort pasó algunos días buenos. El duque había reparado entre sus guardias a un hombre de muy regular presencia, a quien iba cobrando afecto, al paso que crecía su aborrecimiento a Grimaud. Encontrábase una mañana hablando a solas con su predilecto, cuando acertó a entrar Grimaud, y observando aquel diálogo se acercó respetuosamente al guardia y al príncipe, y cogió el brazo del primero.
—¿Qué deseáis? —preguntó con aspereza el duque.
Grimaud condujo al guardia a cuatro pasos de distancia, y le enseñó la puerta diciendo:
—Idos.
El guardia obedeció.
—¡Oh! —dijo el príncipe—. ¡Esto ya es insoportable; yo os daré vuestro merecido!
Grimaud saludó respetuosamente.
—¡Os he de romper las costillas! —gritó el príncipe encolerizado. Grimaud saludó y retrocedió.
—¡Señor espía —continuó el duque—, os he de ahogar con mis propias manos!
Grimaud saludó por tercera vez y retrocedió más.
—Y ahora mismo —añadió el príncipe, decidido a echar el resto. Y levantó sus crispadas manos contra Grimaud, el cual contentóse con dar un empujón al guardia y cerrar la puerta.
Al mismo tiempo cayeron sobre sus hombros las manos del príncipe como dos tenazas de hierro; mas en lugar de pedir auxilio o defenderse, levantó Grimaud pausadamente el dedo índice a la altura de sus labios, y pronunció a media voz, sonriéndose del modo más amable que pudo, esta palabra:
—Silencio.
Eran cosas tan extrañas un gesto, una sonrisa y una palabra en Grimaud, que su alteza se quedó parado en el colmo del estupor. Grimaud aprovechó aquel momento para sacar del forro de su chaqueta un billetito aristocráticamente sellado, que no obstante su larga morada en los vestidos del fámulo, no había perdido totalmente su primer perfume, y lo presentó al duque sin decir palabra.
Cada vez más asombrado éste, soltó a Grimaud, cogió el billete y mirando atentamente la letra, exclamó:
—¡De madame de Montbazon!
Grimaud sacudió la cabeza afirmativamente.
Rompió el duque el sobre rápidamente, pasándose la mano por los ojos para serenarse un poco, y leyó lo siguiente:
Mi apreciable duque:
Podéis confiar enteramente en el excelente hombre que os ha de entregar la presente, pues es criado de un caballero de nuestro partido que responde de su lealtad, acreditada en el largo transcurso de veinte años. Ha consentido en entrar a servir al oficial que os guarda, y encerrarse con vos en Vincennes para preparar vuestra fuga, que traemos entre manos.
Va acercándose el momento de vuestra libertad; armaos de paciencia y valor, teniendo presente que a pesar del tiempo y la ausencia, en nada ha disminuido el cariño que os profesan vuestros amigos.
Disponed de vuestra afectísima.
María de Montbazon.
P.D. Firmo con todas mis letras, pues sería sobrada vanidad presumir que reconocierais mis iniciales después de cinco años de ausencia.
El duque quedóse estático. Cinco años hacía que buscaba un servidor, auxiliar, un amigo, sin poder encontrarle, y he aquí que el cielo se lo deparaba cuando menos lo esperaba. Miró a Grimaud con asombro, miró después la carta, y volvió a leer.
—¡Oh, amada María! —murmuró al acabar—. ¡Conque era ella la que pasó en aquel carruaje! ¡Conque todavía se acuerda de mí después de cinco años de separación! ¡Pardiez! ¡Sólo en la novela Astrea se ve una constancia por este estilo!
Volviéndose luego a Grimaud, repuso:
—¿Es decir, que consientes en auxiliarme, amiguito? Grimaud indicó que sí.
—¿Y has venido exprofeso con ese objeto? Grimaud repitió la misma seña.
—¡Y yo que quería matarte! —exclamó el duque.
Y metió la mano en el bolsillo.
—Espera —prosiguió repitiendo sus pesquisas, que la primera vez habían sido infructuosas—, no se diga que ha quedado sin recompensa semejante prueba de adhesión a un nieto de Enrique IV.
Los ademanes del duque manifestaban la mejor intención del mundo. Pero una de las precauciones que se tomaban con los presos era no dejarles dinero.
Observando Grimaud la confusión_ del príncipe, sacó un bolsillo repleto de oro y se lo presentó.
—Aquí está lo que buscáis —dijo.
El duque abrió el bolsillo y fue a vaciarle en la mano de Grimaud, pero éste movió la cabeza.
—Gracias, señor —dijo retrocediendo—; ya estoy pagado.
El duque iba de sorpresa en sorpresa; le presentó la mano, y Grimaud se acercó a besársela con respeto. Athos había comunicado a su criado algo de sus modales cortesanos.
—Y ahora —preguntó el duque— ¿qué vamos a hacer?
—Son las once de la mañana; a las dos será bueno que el señor proponga a La-Ramée jugar un partido de pelota y que tire dos o tres pelotas a la otra parte de las murallas.
—¿Y luego?
—Luego… el señor se acercará a la muralla y dirá a un trabajador que estará en los fosos que haga el favor de devolvérselas.
—Entiendo —dijo el duque.
El rostro de Grimaud expresó una viva satisfacción; como hablaba tan poco, le era difícil sostener una conversación.
Hizo ademán de retirarse.
—Conque decididamente —dijo el duque—, ¿nada queréis aceptar?
—Quisiera que monseñor me prometiera una cosa.
—¿Cuál?
—Permitidme ir delante cuando nos escapemos porque si cogen a monseñor, el único peligró que corre es que le vuelvan a encerrar en la torre, al paso que si me cogen a mí por lo menos me ahorcan.
—Es una observación muy exacta —dijo el duque—; te doy mi palabra que será como deseas.
—Ahora —prosiguió Grimaud—, sólo me falta pedir a monseñor que siga haciéndome el honor de odiarme como antes.
—Descuida; serás complacido.
En aquel momento llamaron a la puerta.
El duque guardó la carta en el bolsillo y tendióse en la cama, que era lo que hacía en sus ratos de gran aburrimiento. Grimaud fue a abrir. Era La-Ramée, que volvía de ver al cardenal, con quien había tenido la conferencia que hemos relatado.
La-Ramée echó una mirada investigadora al interior de la estancia, y observando los acostumbrados síntomas de antipatía entre el guardia y el prisionero, sonrió con satisfacción.
—Bien, amigo mío —dijo a Grimaud—, acabo de hablar de vos en buena parte, y espero que tengáis dentro de poco noticias que no os desagraden.
Grimaud saludó del modo más amable que pudo, y retiróse como hacía siempre que entraba su superior.
—¿Qué tal, señor? —dijo La-Ramée riéndose—. Parece que estáis reñido con ese pobre muchacho.
—¡Ah! ¿Estáis ahí,, La-Ramée? Ya era tiempo de que vinieseis. Habíame tendido de cara a la pared por no ceder a la tentación de ahogar a ese perro de Grimaud.
—Pues yo dudo —respondió La-Ramée, echándoselas de gracioso— que os haya dicho malas palabras.
—Ya lo creo; ¡si es un mudo! Os digo y repito que ya era tiempo de que vinieseis porque estaba deseando veros.
—Mil gracias, señor.
—Estoy hoy tan torpe que os vais a divertir viéndome.
—¿Jugaremos a la pelota? —dijo maquinalmente La-Ramée.
—¿Si no tenéis inconveniente?…
—No lo tengo.
—Sois apreciabilísimo, mi querido La-Ramée; quisiera estar eternamente en Vincennes para tener el gusto de pasar la vida a vuestro lado.
—Señor —dijo La-Ramée—, no creo que el cardenal se opusiese a ello.
—¿Le habéis visto últimamente?
—Esta mañana me hizo llamar.
—¿Para hablaros de mí?
—¿De quién queréis que hable, señor, si sois su pesadilla? El duque sonrió amargamente y dijo:
—¡Ah, La-Ramée, si aceptaseis mis proposiciones!
—Vamos, señor, ya volvemos a las andadas; luego diréis que sois juicioso.
—La-Ramée, he dicho y repito que os haría hombre.
—¿Con qué? Apenas salieseis de aquí os confiscarían vuestros bienes.
—Apenas saliese de aquí sería dueño absoluto de París.
—¡Vaya, vaya, silencio! ¿Os parece regular que oiga yo semejantes cosas? ¡Excelente conversación para un oficial del rey! Estoy viendo que voy a tener que buscar otro Grimaud.
—¡Ea, pues! No se hable más del asunto. ¿De modo dices que el cardenal te ha hablado de mí? Mira, La-Ramée, un día que te llame déjame ponerme tu uniforme. No quiero más que ir allá y ahogarle; te doy palabra de volver.