Durante la marcha solía repetir D’Artagnan sacudiendo la cabeza:
—Ya sé que ir a hablar a Athos es absurdo e inútil, pero debo hacerlo con un antiguo amigo, que tenía elementos para ser el más digno y el más generoso de los hombres.
—¡Oh! —decía Planchet—. El señor Athos era todo un caballero.
—Es verdad —repetía D’Artagnan.
—Derramaba el dinero como las nubes el granizo, y desenvainaba la espada con un aire lleno de majestad. ¿Os acordáis, señor, del duelo con los ingleses en el cercado de los Carmelitas? ¡Ah!, qué admirable y que magnífico estaba el señor Athos aquel día, cuando dijo a su contrario: «Habéis exigido que os declare mi nombre, caballero; tanto peor para vos, porque voy a tener que mataros». Yo estaba próximo a él y pude oírle. Esas fueron sus palabras. ¿Y aquella mirada, señor, cuando atravesó a su contrario como se lo había prometido, y cuando el adversario cayó sin decir Jesús? ¡Ah! Lo repito: el señor Athos era todo un caballero.
—Sí —respondió D’Artagnan—, pero tenía un solo defecto que debe haberle hecho perder todas sus cualidades.
—Ya tengo presente —dijo Planchet— su afición a la bebida. Pero no era un bebedor cualquiera. ¡Qué expresión la de sus ojos cuando llevaba el vaso a la boca! Nunca he visto silencio más elocuente; a mí me parecía oírle murmurar: «Entra, licor, y destierra mis pesares». ¡Y cómo apuraba los vasos y rompía las botellas! En eso no tenía rival.
—Triste es el espectáculo que hoy nos espera —observó D’Artagnan—. Aquel noble caballero de arrogante mirada, aquel gallardo guerrero tan airoso con las armas, que causaba extrañeza verle empuñar la espada en vez del bastón de mando, estará convertido en un viejo caduco; tendrá la nariz encarnada y le llorarán los ojos. Le encontraremos tendido en alguna pradera, desde donde nos mirará lánguidamente, tal vez sin conocernos. Bien sabe Dios, Planchet, que huiría de tan triste espectáculo, si no fuera por demostrar mi respeto a la ilustre sombra del conde de la Fère, a quien tanto hemos querido.
Planchet movió la cabeza sin articular una palabra. Era fácil ver que participaba de los temores de su amo.
—Y luego —añadió D’Artagnan—, esa decrepitud, porque Athos es ya viejo; tal vez la miseria, porque no habrá cuidado de los pocos bienes que tenía, y el repugnante Grimaud, más mudo que nunca y más borracho que su amo… son cosas que me parten el alma.
—Me parece que le veo balbucear tambaleándose —dijo Planchet.
—Declaro que lo único que temo es que acepte mi proposición en un momento de entusiasmo belicoso —añadió D’Artagnan—. Sería una desgracia para Porthos y para mí, pero en todo caso, si viéramos que nos estorbaba, le dejaríamos en su primera borrachera y él comprendería por qué.
—En fin, no tardaremos en salir de dudas, porque esas murallas que ilumina el sol poniente deben ser las de Blois —dijo Planchet.
—Es probable, y esas torrecillas agudas y llenas de esculturas que distínguese a la izquierda en el bosque, se parecen a lo que he oído decir de Chambord.
—¿Vamos a entrar en la población? —preguntó Planchet.
—Es preciso para tomar informes —contestó D’Artagnan.
—Señor, si entramos, os aconsejo que probéis ciertos tarrillos de crema de que he oído hablar mucho, pero que por desgracia no se pueden llevar a París, porque hay que comerlos recién hechos.
—Los probaremos, no tengas cuidado —dijo D’Artagnan.
Una de las pesadas carretas tiradas por bueyes, que lleva la leña cortada de las fecundas selvas del país hasta las márgenes del Loira, desembocó en aquel momento en el camino que llevaban los dos jinetes, por otra senda transversal llena de baches. Iba con ella un hombre aguijoneando a su lento ganado con una fuerte vara que terminaba en un clavo.
—¡Eh! ¡Amigo! —gritó Planchet al boyero.
—¿Qué se ofrece, señores? —preguntó el aldeano con la pureza del lenguaje propia de la gente del país y, que avergonzaría a los puristas de la plaza de la Sorbona, y de la calle de la Universidad.
—Quisiéramos averiguar dónde vive el conde de la Fère —dijo D’Artagnan—. ¿Le habéis oído nombrar?
El aldeano se quitó el sombrero y contestó:
—Caballeros, la leña que acarreo es suya, la he cortado en sus bosques, y la llevo al castillo.
D’Artagnan no quiso interrogar a aquel hombre, temiendo le dijese lo que él había manifestado a Planchet.
—¡El
castillo
! —dijo entre sí—. ¡El
castillo
! Ya entiendo, Athos habrá obligado a sus dependientes a llamar castillo a su pobre casa, como Porthos obliga a los suyos a darle tratamiento de monseñor; el buen Athos tenía bromas pesadas, principalmente si estaba algo bebido.
Los bueyes caminaban lentamente; D’Artagnan y Planchet iban en pos de la carreta, bastante impacientes con aquel paso.
—¿Conque este es el camino? —preguntó D’Artagnan al boyero—. ¿Podremos tomarle sin temor de perdernos?
—Sí, señor —dijo el hombre—, y mejor sería que os adelantaseis en vez de ir escoltando estas bestias. No tenéis que andar más que media legua: a la derecha encontraréis un castillo que desde aquí no se ve porque le encubren aquellos árboles. No es el de Bragelonne, sino el de la Vallière; seguid adelante, y a tres tiros de mosquete encontraréis una casa blanca, con tejado de pizarra, y edificada en una elevación poblada de enormes sicomoros. Aquel es el castillo del señor conde de la Fère.
—¿Y es larga esa media legua? —preguntó D’Artagnan—. Porque en nuestra encantadora Francia las hay de varias clases.
—Con un caballo como ése es cosa de diez minutos de camino.
D’Artagnan dio las gracias al boyero y picó espuelas; pero emocionado a su pesar con la idea de volver a ver a aquel hombre que tanto le había querido, que tanto había contribuido a formarle con sus consejos y con su ejemplo, acortó poco a poco el paso de su cabalgadura, y prosiguió marchando con la cabeza baja.
También Planchet había sacado del encuentro y la actitud de aquel aldeano asunto de grandes reflexiones. Ni en Normandía, ni en el Franco-Condado, ni en Artois, ni en Picardía, países que más conocidos le eran, había visto nunca que la gente del campo tuviera aquella elegancia en el andar, gastara aquella política y empleara aquel lenguaje tan puro. Inclinábase a creer que había dado con algún caballero, frondista como él, y precisado como él a disfrazarse.
No tardó en presentarse a la vista de los dos caminantes en una revuelta del camino, como había dicho el boyero, el castillo de la Vallière; y un cuarto de legua más allá, se destacó del fondo de una enramada, matizada de innumerables flores primaverales, la casita blanca rodeada de sicomoros.
Aunque D’Artagnan no era muy sensible, no dejó de penetrar en su corazón una emoción extraña al ver aquella casita; tan poderosos son durante toda la vida los recuerdos de la juventud. Planchet, que no tenía los mismos motivos para conmoverse se asombró de ver a su amo tan agitado, y miró alternativamente a D’Artagnan y al edificio.
El mosquetero dio algunos pasos más, y llegó al frente de una verja hecha con el gusto que distingue a las obras de su especie de aquella época.
Por dicha verja veíanse cuadros de hortaliza muy bien cuidados, un patio bastante espacioso en el que piafaban varios caballos tenidos del diestro por lacayos, de diferentes libreas; y un carruaje con otros dos caballos del país.
—O nos hemos equivocado o este hombre nos engaña —dijo D’Artagnan—; esta no puede ser la morada de Athos. ¡Dios mío!, ¿habrá muerto y pertenecerá su posesión a alguno que lleve su nombre? Apéate, Planchet, y ve a informarte; declaro que no tengo valor para hacerlo en persona.
Planchet echó pie a tierra.
—Dirás —añadió D’Artagnan— que un caballero transeúnte pide la gracia de saludar al señor conde de la Fère, y si te satisfacen los informes, puedes dar mi nombre.
Planchet acercóse a la puerta, llevando su caballo de las riendas, y tocó la campana de la verja; inmediatamente se presentó un criado de cabellos canos, pero muy derecho a pesar de sus años, y recibió a Planchet.
—¿Reside aquí el señor conde de la Fère? —preguntó éste.
—Sí, señor —respondió el criado, que no tenía librea.
—¿Un caballero retirado del servicio, no es así?
—Así es.
—¿Y que tenía un lacayo llamado Grimaud? —repuso Planchet, que con su habitual prudencia no creía sobrado ningún dato.
—El señor Grimaud está ausente del castillo —dijo el criado mirando a Planchet de pies a cabeza, poco acostumbrado a semejantes interrogatorios.
—Entonces —dijo Planchet radiante de júbilo—, veo que es el mismo conde de la Fère que buscamos. Tened la bondad de abrirme para decir al señor conde que mi amo, que es un caballero amigo suyo, desea darle un abrazo.
—Hablaréis para mañana —repuso el criado—. Pero, ¿dónde está vuestro amo?
—Detrás viene.
El criado abrió y precedió a Planchet, y éste hizo una seña a D’Artagnan, que con el corazón más conmovido que nunca, entró a caballo en el patio.
Cuando Planchet llegó al umbral de la casa, oyó una voz que salía de una sala baja diciendo:
—¿Dónde está ese caballero, y por qué causa no le habéis hecho entrar?
Esta voz, que llegó hasta D’Artagnan, despertó en su corazón distintos sentimientos, mil recuerdos que había olvidado. Arrojóse precipitadamente del caballo mientras que Planchet acercábase al dueño de la casa con la sonrisa en los labios.
—Yo conozco esa cara —dijo Athos, presentándose en la puerta.
—Ya se ve que me conocéis, caballero, y yo también os conozco. Soy Planchet, señor conde, Planchet, ya sabéis…
Pero el buen criado no pudo decir más, tanto le asombró el inesperado aspecto del caballero.
—¡Planchet! ¿Y está aquí el señor D’Artagnan?
—¡Heme aquí, amigo mío! ¡Heme aquí, querido Athos! —exclamó D’Artagnan casi sin poder hablar ni sostenerse.
A estas palabras se pintó una emoción visible en el hermoso rostro de Athos. Dio dos acelerados pasos hacia D’Artagnan sin apartar de él la vista, y le estrechó tiernamente en sus brazos. D’Artagnan, algo repuesto de su emoción, le abrazó igualmente con una cordialidad que brillaba en las lágrimas de sus ojos.
Athos tomóle entonces una mano, apretándola entre las suyas, y le condujo a la sala donde había reunidas varias personas. Todos se levantaron.
—Os presento —dijo Athos— al señor D’Artagnan, teniente de mosqueteros de Su Majestad, amigo mío a toda prueba y uno de los hombres más valientes y amables que he conocido.
D’Artagnan recibió, según acostumbraba, las felicitaciones de los circunstantes, contestó a ellas lo que supo, tomó asiento en el corro y se puso a examinar a Athos, aprovechando el momento en que se generalizaba la conversación interrumpida.
¡Cosa rara! Athos casi no había envejecido: sus hermosos
ojos, li
bres del cerco azul que producen los insomnios y las orgías parecían más rasgados y de un fluido más puro que nunca; su semblante, algo alargado, había ganado en majestad cuanto le faltaba de agitación febril; su mano, siempre tan admirablemente bella y nervuda, a pesar de la elasticidad de sus carnes, resplandecía bajo sus vuelos de encaje como ciertas manos del Ticiano y de Van Dick. Era más esbelto que antes; sus anchos y bien contorneados hombros revelaban un vigor poco común; sus hermosos cabellos negros entremezclados con algunas canas caían elegantemente sobre sus espaldas formando rizos; su voz era tan fresca como si no tuviese más que veinticinco años; y sus lindos dientes, que había conservado blancos e intactos, prestaban a su sonrisa un inexplicable encanto.
Los huéspedes del conde, que por la imperceptible frialdad de la conversación, comprendieron que los dos amigos deseaban con impaciencia estar solos, empezaron con todo el arte y la política de aquellos tiempos a hacer preparativos para marcharse, acto serio para la gente del gran mundo, cuando la había; pero a lo mejor sonaron en el patio grandes ladridos y algunos de los presentes dijeron a la par:
—¡Ah! Ahí viene Raúl.
Al nombre de Raúl miró Athos a D’Artagnan como para observar en su rostro el grado de curiosidad que le inspiraba; pero D’Artagnan a nada atendía ni se había recobrado completamente de su asombro. Por un movimiento casi maquinal volvió la cabeza, cuando entró en la sala un gallardo joven de quince años, vestido con sencillez pero con exquisito gusto, el cual se quitó con gracia su sombrero de fieltro adornado de plumas encarnadas.
Sin embargo, este nuevo personaje, enteramente inesperado, llamó mucho la atención de D’Artagnan. Presentóse a su alma un mundo de ideas nuevas que le explicaban la mudanza de Athos, inexplicable para él hasta entonces. Una singular semejanza entre el caballero y el niño poníale de manifiesto la causa de aquella regeneración. No dijo palabra, pero se puso en observación.
—¿Ya estáis de vuelta, Raúl? —dijo el conde.
—Sí, señor —contestó el joven con respeto—; he desempeñado vuestro encargo.
—¿Pero qué tenéis? —dijo Athos con inquietud—. Estáis pálido y como azorado.
—Es que acaba de pasar una desgracia a nuestra vecinita.
—¿A la señorita de la Valliére? —dijo con viveza Athos.
—¿Qué ha sucedido? —dijeron algunos.
—Estaba paseándose con su aya Marcelina en el cercado donde trabajan los leñadores, cuando yo pasaba a caballo. La vi y me detuve, ella me vio también y por saltar desde una pila de leña, donde habíase subido, puso el pie en falso y cayó sin movimiento. Creo que se haya dislocado un tobillo.
—¡Dios mío! —exclamó Athos—, ¿lo sabe su madre?
—No, señor. La señora de Saint-Remy está en Blois con la señora duquesa de Orléans. Temiendo que no la suministrasen bien los primeros auxilios, he venido a daros parte.
Enviad al momento un recado a Blois, Raúl, o mejor será que montéis a caballo y vayáis en persona.
Raúl se inclinó.
—¿Pero dónde está Luisa? —prosiguió el conde.
—La he traído aquí y la he dejado en casa de la mujer de Charlot, la cual le ha hecho meter el pie en agua de nieve.
Dada esta explicación, que ofrecía un pretexto para marcharse, los amigos de Athos se despidieron de él. Sólo el anciano duque de Barbé, que tenía más familiaridad por ser amigo de la casa de la Valliére hacía veinte años, fue a visitar a Luisa, la cual estaba llorando, pero al divisar a Raúl, enjugó sus hermosos ojos, y empezó a sonreírse.