Veinte años después (67 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: Veinte años después
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Mosquetón padecía un tormento terrible; pero se consolaba pensando en que sus dos amos padecían también otra clase de dolores. Y decimos sus dos amos, porque había llegado a tener en este concepto a D’Artagnan y le servía con más presteza que a Porthos.

Hallándose acampadas las tropas entre Saint-Omer y Lambe, los viajeros dieron un rodeo para llegar al campamento, y contaron minuciosamente al ejército la fuga de los reyes, cuya noticia ya había cundido sordamente. Encontraron a Raúl tendido junto a su tienda sobre un haz de heno; su caballo aprovechábase de su distracción para arrancar algunas pajas de la campestre almohada.

El joven tenía encendidos los ojos y demostraba estar muy abatido. Con la vuelta a París del mariscal Grammont y el conde de Guiche, el infeliz niño se hallaba en un completo aislamiento.

Al cabo de un instante, abrió Raúl los ojos y vio a los dos caballeros que le estaban contemplando; los reconoció y corrió hacia ellos con los brazos abiertos.

—¡Ah! —exclamó—. ¿Sois vosotros, queridos amigos?, ¿venís a buscarme?, ¿voy a ir con vosotros?, ¿tenéis noticias de mi tutor?

—¡Pues qué!, ¿no las habéis recibido directamente? —preguntó D’Artagnan al joven.

—¡Ay! No, señor, no sé lo que ha sido de él. De modo… de modo que estoy tan intranquilo y tengo unas ganas de llorar…

Y efectivamente, por las tostadas mejillas del joven se deslizaron dos gruesas lágrimas.

Porthos volvió la cabeza para que no conociera en su abultada y bondadosa cara lo que pasaba en su alma.

—¡Qué diantre! —dijo D’Artagnan, conmovido como no lo había estado hacía mucho tiempo—. No hay que desesperarse, amiguito: si no habéis recibido carta del conde, nosotros hemos tenido… una.

—¡Oh! ¿Es cierto? —exclamó Raúl.

—Y nos da buenas noticias —añadió D’Artagnan al ver la alegría que demostraba el joven.

—¿La tenéis ahí? —dijo Raúl.

—Sí, o por lo menos la tenía —contestó D’Artagnan fingiendo que la buscaba—; esperad, aquí debe de estar, en el bolsillo; habla de su regreso, ¿no es cierto, Porthos?

Aunque gascón, no quería D’Artagnan tomar sobre sí el peso de aquella mentira.

—Sí —dijo Porthos tosiendo.

—¡Oh! Dádmela —dijo el joven.

—La estaba leyendo ahora mismo. ¿Si la habré perdido? ¡Por vida!… Tengo roto el bolsillo.

—Creed, señor Raúl —observó Mosquetón—, que la carta estaba concebida en los mejores términos; yo se la he oído leer a estos señores y he llorado de alegría.

—A los menos, señor D’Artagnan —dijo Raúl algo tranquilo—, sabréis dónde está mi tutor.

—¿Si lo sé? ¡Oh! Vaya si lo sé; pero… es un misterio.

—¿Para mí también?

—No, para vos no, y por lo tanto os lo voy a revelar.

Porthos miraba a D’Artagnan con asombro.

—¿Adónde diablos le diré que ha ido para que no se le antoje ir a buscarle? —murmuraba D’Artagnan.

—Conque ¿dónde se encuentra? —preguntó Raúl con su dulce y apacible voz.

—¡En Constantinopla!

—¡Entre los turcos! —exclamó Raúl asustado—. ¡Dios santo!, ¿qué me decís?

—No hay que asustarse —contestó D’Artagnan—. ¿Qué valen los turcos para hombres como el conde de la Fère y el señor de Herblay?

—¿De modo que está con él su amigo? —preguntó Raúl—. Eso me tranquiliza algo.

—¡Qué talento tiene este demonio de D’Artagnan! —decía Porthos admirando la astucia de su amigo.

—A otra cosa —replicó D’Artagnan, deseando mudar de conversación—; aquí hay cincuenta doblones que os ha enviado el señor conde por el mismo correo. Es de presumir que no tendréis mucho dinero y que llegarán a tiempo.

—Todavía me quedan veinte doblones, señor D’Artagnan.

—No importa; con eso serán setenta.

—Y si deseáis más… —dijo Porthos echando mano al bolsillo.

—Gracias —respondió Raúl sonrojándose—, mil gracias, caballero.

En aquel instante apareció Olivain, a alguna distancia.

—A propósito —dijo D’Artagnan de modo que lo oyese el lacayo—, ¿estáis satisfecho de Olivain?

—Así, así señor D’Artagnan.

Fingió Olivain no haberle oído y entró en la tienda.

—¿Pues qué faltas tiene ese canalla?

—Es un poco glotón.

—¡Señorito!… —exclamó Olivain, saliendo de la tienda al oír este cargo que le imputaba.

—Algo ladrón.

—¡Por Dios, señorito!

—Y sobre todo, muy cobarde.

—¡Por Dios, señorito, por Dios! Que me estáis deshonrando —dijo Olivain.

—¡Diantre! —exclamó D’Artagnan—. Pues habéis de saber maese Olivain, que hombres de nuestro temple no quieren criados cobardes. Robad a vuestro amo, comeos sus dulces y bebeos su vino, pero cuidado con ser cobarde ¡voto a bríos! porque os corto las orejas. Imitad al señor Mosquetón; decidle que os enseñe las honrosas heridas que ha recibido, y ved la dignidad que su habitual valor da a su fisonomía.

Mosquetón se hallaba elevado al tercer cielo, y de buena gana hubiese dado un abrazo a D’Artagnan, pero no atreviéndose a hacerlo, juró dejarse matar por él en la primera ocasión.

—Despedid a ese pícaro, Raúl —continuó el mosquetero—, porque si es cobarde, os deshonrará el día menos pensado.

—El amo me llama cobarde —exclamó Olivain—, porque no hace muchos días iba a batirse con un alférez del regimiento de Grammont, y yo no quise acompañarle.

—Señor Olivain, un lacayo no debe desobedecer nunca —dijo gravemente D’Artagnan.

Y llevándole aparte añadió:

—Hiciste bien si tu amo no tenía razón; toma este escudo; pero si llegan a ofenderle y no te dejas hacer pedazos por él, te prometo cortarte la lengua y azotarte la cara con ella. No lo olvides.

Olivain se inclinó y metióse el escudo en el bolsillo.

—Ea pues, amigo Raúl —prosiguió D’Artagnan—; el señor Du-Vallon y yo nos vamos en clase de embajadores. No puedo manifestaros el objeto, porque yo mismo lo ignoro; pero si necesitáis algo escribid a la señora Magdalena Turquain, fonda de la Chevrette, calle de Tiquetonne, y librad sobre mi caja como la de un banquero, procediendo sin embargo con tiento, porque os aviso que no está tan repleta como la del señor de Emery.

Y abrazando a su pupilo accidental, le pasó a los fuertes brazos de Porthos, los cuales le levantaron del suelo y le tuvieron suspendido un momento sobre el noble pecho del terrible gigante.

—Vamos —dijo D’Artagnan—, ¡a caballo!

Y partieron hacia Boulogne, adonde llegaron por la noche con los caballos bañados en sudor y cubiertos de espuma.

A diez pasos del lugar en que se detuvieron antes de entrar en la población, estaba un joven vestido de negro que no apartó la vista de ellos.

Acercósele D’Artagnan, y notando que no cesaba de mirarle, le dijo:

—Eh, amigo, no hay que mirar tanto, porque os puede costar caro.

—Señor —dijo el joven desentendiéndose de la amenaza—, ¿tenéis la bondad de decirme si venís de París?

Creyendo D’Artagnan que era algún curioso que deseaba saber noticias de la capital, le contestó con acento más afable:

—Sí, señor.

—¿Vais a alojaros en la fonda de las
Armas de Inglaterra
?

—Sí, señor.

—¿Venís comisionado por el cardenal Mazarino?

—Sí, señor.

—En ese caso —dijo el joven—, conmigo debéis entenderos; soy el señor Mordaunt.

—¡Pardiez! —dijo para sí D’Artagnan—. El que inspira tanta desconfianza a Athos.

—¡Hola! —pensó Porthos—. El que Aramis me encarga que acogote.

Los dos amigos miraron atentamente al joven.

Éste se equivocó respecto a la significación de sus miradas, y dijo:

—¿Dudáis de mi palabra? Estoy pronto a presentaros las pruebas que gustéis.

—No, señor, no dudamos —respondió D’Artagnan—, y nos ponemos a vuestra disposición.

—Siendo así, señores —dijo Mordaunt—, nos pondremos en marcha al instante. Hoy cumple el plazo que me había pedido el cardenal. Mi buque está en franquía, y si no hubieseis venido me hubiera marchado solo, porque el general Oliver Cromwell me debe estar esperando intranquilamente.

—¿Luego nuestra comisión es para el general Oliver Cromwell? —preguntó D’Artagnan.

—¿No lleváis un pliego para él? —preguntó el joven.

—Sí, aquí traigo una carta; me habían encargado que no rompiese el primer sobre hasta llegar a Londres; pero una vez que sabéis a quién va dirigida, es en vano esperar más.

Esto diciendo rasgó D’Artagnan el sobre de la carta y leyó:

A Mr. Oliver Cromwell, general de las tropas de la nación inglesa.

—¡Extraña comisión! —exclamó D’Artagnan.

—¿Quién es ese Cromwell? —le preguntó Porthos en voz baja.

—Un cervecero retirado del oficio.

—¿Si deseará Mazarino especular en cerveza como nosotros en paja? —preguntó Porthos.

—Vamos, señores, vamos —dijo Mordaunt con impaciencia—; es ya hora de marchar.

—¿Cómo? ¿Sin cenar? —exclamó Porthos—. ¿No puede aguardar un poco el señor Cromwell?

—El sí; pero ¿y yo?

—¿Vos?

—Yo tengo prisa.

—Pues si de vos depende —observó Porthos—, me tiene sin cuidado; lo mismo cenaré con vuestro permiso que sin él.

Las vagas miradas del joven se inflamaron como si fuera a estallar en rabia, pero se contuvo.

—Caballero —dijo D’Artagnan—, hay que tener alguna consideración con dos viajeros hambrientos. Poco será lo que os detenga nuestra cena: ahora mismo vamos a la posada. Id a pie hacia el puerto; tomaremos un bocado y llegaremos al mismo tiempo que vos.

—Como queráis, señores, con tal que salgamos pronto de aquí —respondió Mordaunt.

—No es poca suerte —murmuró Porthos.

—¿Cómo se llama el buque? —preguntó D’Artagnan.

—El
Standard
.

—Bien, dentro de media hora nos hallaremos a bordo.

Y espoleando ambos a sus cabalgaduras e encaminaron a la fonda de las
Armas de Inglaterra
.

—¿Qué decís de ese joven? —preguntó D’Artagnan ya en marcha.

—Que no me pasa de los dientes adentro y que he tenido que contenerme para no seguir los consejos de Aramis.

—Cuidado con eso, amigo Porthos; ese hombre es emisario del general Cromwell, y no me parece el mejor arbitrio para que nos reciba bien, retorcer el pescuezo a su confidente.

—Sea como fuere —replicó Porthos—; tengo observado que Aramis acierta siempre en los consejos que da.

—Pues bien —dijo D’Artagnan—, luego que concluya nuestra embajada…

—¿Qué?

—Si nos vuelve a acompañar a Francia…

—Adelante.

—Entonces veremos.

Llegaron a la fonda de las
Armas de Inglaterra
, donde cenaron con excelente apetito, dirigiéndose inmediatamente después al puerto. Había un bergantín dispuesto a darse a la vela; sobre su cubierta avistaron a Mordaunt paseándose con impaciencia.

—Es increíble —decía D’Artagnan, mientras los conducía la lancha a bordo del
Standard
—, es asombroso cómo se parece ese joven a una persona que he visto no sé dónde.

Llegaron a la escala, y un instante después subieron a bordo.

Mas el transbordo de los caballos fue más largo que el de las personas, y el bergantín no pudo levar anclas hasta las ocho de la noche. El joven se deshacía de intranquilidad y mandaba a cada instante que se largara el aparejo.

Porthos, derrengado con las setenta leguas que anduvo a caballo, y las tres noches que llevaba sin dormir, se había retirado a su camarote y estaba durmiendo.

Venciendo D’Artagnan la aversión que le inspiraba Mordaunt, se paseaba con él sobre cubierta, contando mil mentiras con objeto de hacerle hablar.

Capítulo LVIII
La traición

Deje nuestro lector al
Standard
navegar tranquilamente, no hacia Londres, adonde creen ir D’Artagnan y Porthos, sino hacia Durham, adonde habían prescrito a Mordaunt que fueran las órdenes recibidas de Inglaterra durante su residencia en Boulogne, y acompáñenos al campamento realista, situado a la parte de acá del Tyne, a poca distancia de la ciudad de Newcastle.

Entre dos ríos, y en la frontera de Escocia, pero en territorio inglés, se alzan las tiendas de un pequeño ejército. Son las doce de la noche, y velan con negligencia en el campamento algunos hombres, que por la desnudez de sus piernas, lo corto de sus sayos y sus abigarradas capas, demuestran ser
highlanders
o habitantes de las tierras altas. La luna que se desliza entre densos nubarrones ilumina, durante cada claro que en su camino halla, los mosquetes de los centinelas, y hace que destaquen vigorosamente las murallas, los tejados y los campanarios de la ciudad que Carlos I acaba de entregar a las tropas del Parlamento, lo mismo que a Oxford y a Newart, que aún se conservaban a su devoción, con la esperanza de un convenio entre los dos partidos.

A una extremidad del campamento, y junto a una gran tienda, llena de oficiales escoceses que celebran una especie de
consejo
, presidido por su jefe el anciano conde de Lewen, duerme tendido sobre la hierba un hombre vestido de caballero, teniendo la mano derecha sobre el pomo de la espada.

A cincuenta pasos de distancia, otro hombre que lleva el mismo traje está hablando con un centinela escocés; y gracias a lo acostumbrado que manifiesta estar, aunque extranjero, al idioma inglés, logra comprender las respuestas que le da su interlocutor en el dialecto del conde de Porth.

Al tocar la una de la mañana en la ciudad de Newcastle despertó el dormido; después de hacer todos los gestos del hombre que abre los ojos tras un profundo sueño, miró con atención a su alrededor, y advirtiendo que estaba solo se levantó y echó a andar, dando un rodeo para pasar junto al caballero que conversaba con el centinela. Sin duda había acabado éste sus preguntas, porque un momento después despidióse de su interlocutor, y siguió sin afectación por el mismo camino que el primer caballero.

Este le esperaba a la sombra de una tienda inmediata.

—¿Qué hay, amigo? —le preguntó en el más castizo francés que se habla desde Rouen a Tours.

—No hay tiempo que perder, es menester dar aviso al rey.

—¿Pues qué ocurre?

—Es muy largo de contar. Además, pronto lo oiréis referir. La menor palabra dicha aquí puede comprometeros. Vamos a buscar a lord de Winter.

Y ambos se encaminaron a la extremidad opuesta del campamento; pero como toda su extensión no pasaba de unos quinientos pies cuadrados, no tardaron en llegar a la tienda que buscaban.

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