Utopía (43 page)

Read Utopía Online

Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Thriller

BOOK: Utopía
13.6Mb size Format: txt, pdf, ePub

A su alrededor los demás permanecían en sus lugares, algunos atentos a la caída, otros intrigados. No recordaba que en ninguna de las ocasiones anteriores hubiese tenido que esperar tanto. Quizá era que ya se había acostumbrado.

Entonces se dio cuenta de otra cosa. En todos los lugares del parque donde había estado la temperatura era baja, casi fría, tanto en las atracciones como en las calles y plazas. Era algo tan normal que casi no se notaba. En cambio parecía hacer calor en la cabina; la temperatura era cada vez más alta.

Los murmullos que le llegaban tenían un tono de preocupación que iba en aumento.

—¿Qué pasa? —dijo alguien.

—¿Por qué no de pone en marcha? —preguntó otro.

—¿Ya estamos viajando hacia el transbordador? —quiso saber un tercero.

Kyle se tiró de la camisa, que se le había pegado al cuerpo. La capa del archimago parecía pesarle una tonelada. Diablos, el calor empezaba a ser insoportable.

Lo empujaron de nuevo, esta vez más fuerte, y cuando estiró la mano para recuperar el equilibrio, rozó con el brazo el rostro sudoroso y barbudo de un hombre. Apartó el brazo rápidamente. «Probablemente no es más que una maldita avería, pensó, irritado—. Te cobran una pasta y encima hay que aguantar que pasen estas cosas.»

Alguien comenzó a llorar.

El murmullo fue en aumento, la tensión se hizo cada vez mayor. Kyle forzó la mirada, pero reinaba la más completa oscuridad. La sensación era terrible. Solo en una ocasión había estado completamente a oscuras. Había sido durante la visita a unas cuevas con un grupo de compañeros de estudios. El guía, para gastarles una broma, les había ordenado que apagaran las lámparas de los cascos cuando llegaron a la cueva más profunda. Pero aquello no duró más que unos segundos. Además todos tenían linternas y nada les impedía salir.

«¿Por qué tuvimos que venir de nuevo? —Se preguntó mientras sus invisibles compañeros se inquietaban cada vez más y sus voces sonaban más airadas—. Con seis ya habíamos batido el récord, ¿no?» Aquello lo estropearía todo.

La oscuridad absoluta era aterradora. Uno se sentía indefenso, desorientado, inútil. Para colmo, resultaba mucho peor dentro de esa caja de zapatos, sudando la gota gorda y suspendido sobre…

Kyle consiguió dominarse. «Quizá esto es intencionado.

Probablemente controlan las páginas webs para saber si el público comienza a cansarse de algunas de las atracciones. Quizá han considerado necesario introducir algunos cambios para mantener vivo el interés de los visitantes, evitar que resulte aburrido. Eso está dentro de su estilo.»

Incluso si se trataba efectivamente de un fallo mecánico, razonó, no había motivos para preocuparse. Todo el parque estaba lleno de técnicos y mecánicos. Al cabo de unos segundos lo tendrían reparado y la cabina se precipitaría al vacío.

Otra gran historia para contar a los compañeros.

Como si fuese una respuesta a sus pensamientos, la cabina se sacudió. Esta vez los comentarios resonaron en la oscuridad mientras todos intentaban mantener el equilibrio.

«Ya está», pensó Kyle. El alivio que sintió fue casi abrumador.

Pero no cayeron. Entonces, mientras esperaba en la opresiva oscuridad, Kyle comprendió que estaba pasando algo muy grave. El calor se hacía cada vez más intenso, sofocante, y no podía ser el producto del calor humano. El humo continuaba entrando en la cabina, pero no parecía el mismo humo artificial de las veces anteriores. Aquel era fresco, húmedo, inodoro; este, caliente, casi abrasador.

—¡No puedo respirar! —gritó alguien, que comenzó a mover los brazos como una persona que ha caído al agua y no sabe nadar.

Kyle se dio cuenta de que a él también le costaba respirar.

Le ardían los pulmones. La desesperación lo fue invadiendo.

—¡Que alguien nos saque de aquí! —gritó otra voz.

—¡Estamos atrapados! ¡Socorro, socorro!

Fue como si de pronto se hubiese desmoronado un dique. En un único movimiento, docenas de cuerpos se volvieron hacia las puertas que se habían cerrado detrás de ellos unos pocos minutos antes, y comenzaron a aporrear frenéticamente las paredes y las puertas de la cabina al tiempo que pedían ayuda a voz en cuello. Kyle se vio empujado de aquí para allá como un pelele por sus invisibles compañeros de viaje. Alguien lo golpeó con tanta fuerza que lo tumbó.

Manoteó con desesperación para no acabar en el suelo y en el último momento consiguió sujetarse a alguien que le sirvió de punto de apoyo para recuperar el equilibrio. Incluso en este angustioso momento, una voz interior le advirtió que una caída significaría verse pisoteado. Las voces que suplicaban, maldecían y reclamaban ayuda formaban un coro ensordecedor. Escuchó otra voz en el sistema de megafonía —una voz masculina con un tono ansioso—, pero le fue imposible entender lo que decía en medio del barullo.

Alguien que chillaba chocó contra él con una fuerza tremenda. Unas manos le tiraron de los cabellos, después unas uñas afiladas le arañaron el rostro. Cayó hacia atrás, resbaló contra los cuerpos bañados en sudor y, a pesar de sus esfuerzos, continuó cayendo hacía una región poblada de botas, zapatos y sandalias. El suelo era como una parrilla y Kyle intentó ponerse de rodillas, pero no había espacio y tampoco tenía la fuerza necesaria para contener la presión de —los demás, Oyó el espantoso ruido de los cuerpos que se aplastaban en la desesperada lucha por acercarse a las puertas. Algo pesado le golpeó el rostro —una vez, dos— y de pronto el pánico, la confusión, incluso el terrible calor, parecieron esfumarse. Se preguntó vagamente qué sería de Tom. Después otros cuerpos cayeron sobre él, lo aplastaron con su peso, y, mientras perdía el conocimiento y sus miembros se relajaban involuntariamente, se dio cuenta de que se hundía, como una hoja seca que cae suavemente para descansar en la tierra.

16:00 h.

Angus Poole estaba sentado en una de las mesas de la gran sala de Información Tecnológica, con los brazos cruzados, entretenido en silbar la melodía de «Knock me a Kiss». A su alrededor había por lo menos tres docenas de mesas, la mayoría de ellas ocupadas. Cada una disponía de un teclado y una pantalla plana, colocados en el mismo ángulo. A pesar del número de empleados, no se oía más que el tecleo, la campanilla de los teléfonos y el murmullo de las conversaciones, y el silbido de Poole sonaba con toda claridad.

Al otro extremo de la sala había unas puertas verdes y, encima, un cartel cuyo mensaje de advertencia era legible, incluso desde donde se encontraba Poole: «Entrada solo autorizada al personal de Sistemas, previa verificación de los escáneres de retina y huellas dactilares». Más allá de las puertas estaban las enormes computadoras que eran el cerebro de Utopía: una metrópolis de silicio y cobre que controlaba las atracciones, los robots, los efectos pirotécnicos, la vigilancia, las operaciones de los casinos, el suministro eléctrico, la recogida de basura, los detectores de incendio, el monorraíl, el suministro de agua fría y caliente, y muchísimos más sistemas necesarios para el funcionamiento del parque.

Parecía incongruente que semejante maravilla pudiese estar oculta detrás de una fachada absolutamente anodina como esta oficina exterior.

Mientras Poole esperaba, se levantó alguien de una mesa cercana para ir a su encuentro. Él la observó: mujer blanca, veinte y tantos años, un metro sesenta y cinco, cincuenta y cinco kilos, ojos verdes, lentes de contacto. Continuó silbando.

La joven se acercó, un tanto insegura, y lo primero que hizo fue mirar el pase de Warne que llevaba en la solapa. Era obvio que no estaba acostumbrada a ver a un especialista externo en las sagradas salas de Sistemas.

—¿Puedo ayudarlo, señor?

Poole sacudió la cabeza y sonrió.

—No, gracias. Ya me han atendido —respondió, y continuó silbando.

La mujer lo miró durante unos segundos. Luego asintió y sin decir nada más volvió a su mesa.

Poole la observó mientras se alejaba. Después consultó su reloj. Las cuatro en punto. Un canturreo reemplazó al silbido.

Mientras canturreaba, su mente trabajaba a gran velocidad. Aquella era una operación desagradable y le estaba requiriendo más tiempo de lo previsto. Así y todo, dadas las circunstancias, tendría que apañárselas con lo que había.

El plan de Warne, aunque para Poole no merecía ese nombre, estaba plagado de puntos criticables. Para empezar, la acusación de Warne contra Fred Barksdale parecía basada solo en pruebas indiciarias. Además, Poole no tenía idea de dónde encontrarlo o cuál era su aspecto. Afortunadamente, había una guía de teléfonos internos y, también afortunadamente, la llamada de Poole —hecha desde un despacho vacío al final del pasillo vecino— había sido atendida a la primera. Ahora, mientras esperaba, Poole vio un pequeño maletín negro debajo de una de las mesas desocupadas. Miró en derredor—, se bajó de la mesa, caminó con toda naturalidad hasta la otra mesa y recogió el maletín. Lo ayudaría a completar el disfraz.

Algo se movía dentro de su campo de visión periférica. Poole se volvió. Un hombre delgado, de ojos azules y una abundante cabellera rubia se acercaba entre las mesas.

Venía del lado donde estaban las puertas verdes. A pesar de su inmaculado traje de corte impecable y el irreprochable nudo de la corbata, para la mirada experta de Poole tenía el aspecto de un hombre de éxito que estaba viviendo un día muy estresante. Poole le tendió la mano.

—El señor Barksdale, ¿no?

El hombre rubio le estrechó la mano automáticamente.

El apretón fue fuerte y rápido.

—Así es. —Poole reconoció el mismo acento británico que había escuchado unos pocos minutos antes en el teléfono—. Tendrá que perdonarme, pero estoy muy ocupado. ¿Qué es eso sobre…?

Barksdale se interrumpió bruscamente al ver el pase enganchado en la solapa de la chaqueta de Poole. Frunció el entrecejo.

—Espere un momento. Por teléfono dijo…

—Perdone que lo interrumpa —dijo Poole—. ¿Le importaría si hablamos en otro lugar?

—Mientras hablaba, apoyó una mano debajo del codo de Barksdale y comenzó a guiarlo hacia la salida; no con la fuerza suficiente para empujarlo contra su voluntad, pero sí para hacer que la resistencia resultara embarazosa. Era importante sacar a Barksdale de su terreno y llevarlo a otro neutral.

Poole, con el maletín hurtado en la otra mano, sacó a Barksdale de la sala de Información Tecnológica y caminaron por el amplio pasillo del nivel B. Barksdale se dejó llevar, sin decir palabra aunque su irritación era evidente. Era uno de los jefazos de Utopía; en circunstancias normales, pensó Poole, ya habría montado un escándalo por esta insólita interrupción. Pero si Warne tenía razón —si Barksdale estaba complicado—, el hombre no se arriesgaría a una demora a estas alturas del juego. No era un profesional en este tipo de trabajo; no había dejado de preocuparse ante la posibilidad de que se produjeran nuevas complicaciones. Su única alternativa era plegarse, y eso hacía. El escepticismo instintivo de Poole comenzó a disminuir.

Unos minutos antes, mientras echaba una ojeada al en torno, Poole había encontrado una sala de descanso a unos treinta metros de Información Tecnológica. Abrió la puerta y entraron. Con una sonrisa, le señaló a Barksdale los sillones que había junto a una pared azul.

Barksdale apartó la mano de Poole.

—Oiga, ¿a qué viene todo esto? Usted dijo que era uno de los técnicos de Camelot.

Poole asintió.

—Mencionó un problema en los frenos de una de las montañas rusas. Dijo que habían modificado los sistemas. Un posible sabotaje. Que quería hablar únicamente conmigo.

Poole asintió de nuevo. Aquel había sido el cebo necesario para atraer a Barksdale, decirle algo que no podía pasar por alto. Barksdale señaló la tarjeta.

—Ahora resulta que es un especialista externo. No es un empleado de Utopía. ¿Se puede saber qué está pasando?

Poole volvió a asentir.

—Tiene usted razón. No soy un empleado de Utopía. Tendrá que disculparme por lo que dije por teléfono, pero es muy difícil llegar a usted. Me fue imposible conseguirlo por los canales habituales.

Barksdale entrecerró los ojos. Poole vio las emociones que se reflejaban en ellos: enfado, incertidumbre, ansiedad.

—¿Quién es usted? —preguntó Barksdale.

Poole sonrió con mucha humildad.

—Soy un asesor de ventas de una empresa externa. Mi jefe me dijo que debía hablar con usted y que no reparara en los medios para conseguirlo.

—¿Usted no es más que un maldito vendedor?

Poole asintió con una sonrisa.

Esta vez en el rostro de Barksdale solo se reflejó una profunda indignación.

—¿Cómo consiguió entrar aquí?

—Eso no tiene importancia. El hecho es que estoy aquí, y que he venido para ayudarlo.

—Poole palmeó el maletín—. Sí tiene la bondad de sentarse, quisiera hacerle una pequeña demostración de nuestro…

—Ni lo sueñe. Ahora mismo llamaré a Seguridad —replicó Barksdale, que se volvió.

—Si tiene la bondad de sentarse solo un momento… —insistió Poole al tiempo que apoyaba una mano en el hombro del inglés y lo obligaba a sentarse en el sofá más cercano.

El rostro de Barksdale se ensombreció de rabia, pero no se levantó.

—Muchas gracias. Le prometo que no será más que un minuto. —Cogió el maletín y simuló que se disponía a abrirlo—. Como director de Información Tecnológica de este fantástico parque, usted conoce muy bien los riesgos de una infiltración exterior.

Barksdale permaneció en silencio.

—Cuanto más informatizadas son las infraestructuras, más vulnerables son a los ataques.

—Poole hablaba con la cantinela típica de un vendedor—. Es una de las nuevas lacras que debemos soportar, y, por lo tanto, la protección de nuestros sistemas informáticos es algo imprescindible. Estoy seguro de que son muchos los que intentan penetrar en sus sistemas, señor Barksdale. Es en este punto donde lo podemos ayudar.

El rostro de Barksdale cambió de color.

—La firma que represento puede hacer un diagnóstico de sus sistemas, descubrir los puntos débiles y sugerir las soluciones. Hoy, y solo por hoy, estamos haciendo una oferta especial.

¿Qué me dice? ¿Firmamos el contrato? —Poole hizo como si buscara una estilográfica.

—¿Cuál es la firma que dijo que representaba? —preguntó Barksdale con una voz que parecía estar a punto de quebrarse.

Other books

Not So New in Town by Michele Summers
Killer Instincts v5 by Jack Badelaire
The Nine Tailors by Dorothy L. Sayers
She's My Kind of Girl by Jennifer Dawson
Laura Anne Gilman by Heart of Briar
A Bullet Apiece by John Joseph Ryan
Night Rider by Tamara Knowles
Tucker's Countryside by George Selden
A Partisan's Daughter by Louis de Bernieres