Utopía (21 page)

Read Utopía Online

Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Thriller

BOOK: Utopía
4.71Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sarah miró a Allocco. El jefe de Seguridad se apresuró a sacar del bolsillo una minigrabadora y se la pasó.

—Sarah, ¿está allí?

—Aquí estoy. —Sarah puso en marcha la grabadora y la acercó al altavoz de la radio.

—¿Vio nuestra función de la una y media?

—No pude asistir. Escuché las críticas.

—Por lo tanto ¿podemos continuar con este asunto sin más incidencias desagradables?

—Adelante.

—Le contaré una pequeña historia. Por favor, escuche con mucha atención. No es muy larga, y creo que le parecerá muy interesante.

13:45 h.

— ¿Puedo utilizar alguno de estos terminales para conectarme a la red? —Georgia había derrotado al máximo nivel de la Game Boy y ahora estaba sentada desconsoladamente en el suelo, en la posición del loto, sin más diversión que arrojarle una bola de papel a Tuercas para que la recogiera—. Me gustaría, quizá, bajar algo de Duke Ellington. V Al otro lado del laboratorio, Terri Bonifacio estaba muy concentrada en untar pasta de gamba en un trozo de mango amarillo.

—Ni hablar, chica.

Georgia miró la docena de terminales desocupados con una mirada que decía claramente:

¿No puedes prescindir ni siquiera de uno de estos?

Terri no pasó por alto la mirada y sonrió.

—Es un sistema sellado, no hay portales con el exterior.

Es un riesgo de seguridad demasiado grande. Si te interesa, tengo muchos conciertos de Guns N’ Roses pirateados.

—No, gracias.

Warne había estado trabajando en el terminal de la metarred.

Se apartó de la pantalla y miró a Terri con los ojos enrojecidos.

—Pasó por la fase del postpunk del rock duro californiano el diciembre pasado. —Miró el trozo de mango—. Lo siento, pero eso tiene un aspecto francamente repulsivo.

—Pues estás de suerte. Algunos días, traigo
dinuguan
para comer.

—Me da miedo preguntar qué es.

—Cabeza, hígado y corazón de cerdo, con salsa de sangre de cerdo. También como
balun-balunan
, que…

—Vale, vale.

Desde el suelo, Georgia hizo una exagerada pantomima de meterse un dedo en la garganta.

La sonrisa de Terri se agrandó.

Georgia arrojó la bola al rincón más lejano. El robot salió disparado detrás de la bola, con todos los sensores en marcha. En cuanto llegó junto a la pelota, adelantó la cabeza y abrió las pinzas. Sujetó la pelota con las pinzas y emprendió la vuelta a una velocidad sorprendente, que controló en el último momento, y depositó la pelota en la mano extendida de Georgia con mucha suavidad.

—¿Buen chico, Tuercas! —dijo Georgia. El robot ladró entusiasmado y comenzó a dar vueltas sobre sí mismo.

—Se persigue la cola —exclamó Terri—. Como un perro de verdad.

Georgia dejó caer la pelota al suelo y miró a Warne.

—Papá, ¿todavía no has acabado? Llevamos aquí por lo menos una hora.

—Media hora, princesa.

—No me llames princesa. —Consultó su reloj—. Son casi las dos.

—Solo unos minutos más. —Miró a Terri y le señaló el terminal—. A la metarred no le pasa nada. He hecho todas las pruebas posibles y más, y funciona perfectamente.

Terri se acabó el mango y se encogió de hombros como si dijera: «Te lo dije».

—Tenías razón. Todos los cambios efectuados por la metarred han sido favorables. —Warne se volvió hacia el terminal y comenzó a buscar en la pantalla—. Lo que me intriga son los informes de incidencias. He repasado casi todos los fallos de los robots. ¿Sabes qué? Según los archivos de la metarred, ninguno de aquellos robots recibió orden alguna de cambio. La metarred no hizo ninguna modificación en sus códigos, y eso no tiene sentido.

Miró fijamente el terminal. Vio su propio rostro —pálido, un tanto ojeroso— reflejado en el cristal. El solo hecho de estar sentado allí revivió unos recuerdos agridulces muy intensos, La última vez que había estado delante del terminal de la metarred, en su laboratorio en Carnegie-Mellon, había experimentado un orgullo casi paternal por la creación que estaba a punto de enviar a Nevada. La metarred sería el primero de una serie de desarrollos revolucionarios que sin duda saldrían de su laboratorio. Sus teorías del aprendizaje de las máquinas eran la comidilla de la comunidad robótica, y había encontrado un formidable defensor en Eric Nightingale.

Qué diferentes eran ahora las cosas para el rostro que veía reflejado. Cerró los ojos y agachó la cabeza. ¿Qué había pasado?, se preguntó, ¿Cómo podía haber salido todo tan mal, en tan poco tiempo? Ni siquiera había tenido tiempo de darse cuenta.

Se oyó el zumbido de unos motores, unos fuertes ladridos metálicos, Tuercas se movió adelante y atrás por el centro del laboratorio, como si buscase algo. Luego se detuvo debajo de un grupo de tubos fluorescentes.

—¿Qué hace? —preguntó Terri.

—Está recargando las baterías. Dado que su modelo, que en estos momentos es Georgia, no se mueve, ha pasado al estado de espera y realiza tareas de mantenimiento. ¿Recuerdas tus clases de cibernética?, ¿la tortuga de Grey Walter, con sus primitivas conductas de acercase y apartarse de las fuentes de luz? Es la misma idea.

Terri observó al robot, que permanecía inmóvil debajo de las luces.

—Es completamente autónomo, ¿no? Si hubiese estado conectado a la metarred, yo lo habría sabido.

—Sí.

—Supongo que utiliza un algoritmo A para buscar las rutas, ¿no es así? ¿Cómo has evitado los típicos zigzagueos?

—Añadí algunas trabas en el proceso.

—Y su configuración ¿es totalmente reactiva? Tiene que serlo, dados todos los procesos aleatorios que el pobre tiene que hacer.

—Efectivamente. Pero lleva un núcleo jerárquico para darle algunos rasgos personales, para que parezca más real. Claro que no todos funcionan como se esperaba. Puede ser de lo más travieso cuando le da por ahí.

Miró a la mujer de reojo. No había duda de que era una experta.

La comunidad robótica estaba dividida en dos bandos. El bando conservador defendía la creación de robots con una inteligencia artificial «deliberativa»: sistemas muy estructurados y jerarquizados con unos modelos internos fijos. El progresista —del que Warne era su controvertido líder— creía que los robots basados en las conductas eran el camino al futuro: sistemas reactivos que basaban sus acciones en la información de los sensores, y no en seguir instrucciones precodificadas.

—Hay algo un tanto inquietante en él —comentó Terri—. Como si nunca se supiera qué hará a continuación. Además, ¿por qué es tan condenadamente grande?

—Cuando lo construí, no había muchos componentes miniaturizados como ahora. A lo largo de los años he ido cambiando los originales por otros más pequeños y potentes. Reduje el peso a la mitad, y liberé espacio para motores y servos más grandes. Por eso se mueve con tanta velocidad. ¿No lo habías visto antes?

—Solo de lejos. Creo que estaba en un rincón del despacho de Sarah Boatwright o quizá en el de Barksdale. No lo recuerdo.

Warne exhaló un suspiro. No sabía muy bien la razón, pero no se sorprendió.

—Háblame de Fred Barksdale. ¿Cómo es?

—Veamos. Es encantador, educado, elegante, jovial… si te gustan esas cosas en un hombre, por supuesto. Puede pasarse horas citando a Shakespeare. Todas las mujeres de Sistemas están locamente enamoradas de Fred, razón por la cual yo no lo estoy. —Warne se rió—.

Según se rumorea, él y Sarah hacen muy buena pareja —añadió Terri.

A Warne la risa se le atravesó en la garganta. Miró a Terri. Habría jurado que había un muy leve tonillo burlón en su voz.

—No te preocupes. También dé lo que hubo entre vosotros. En Utopía son más cotillas que en «Peyton Place».

—Aquello ya es historia antigua —dijo Warne.

—No tan antigua —murmuró Georgia.

Terri soltó una carcajada.

—¿Sabes?, esta hija tuya me gusta cada vez más.

Georgia sonrió, ruborizada hasta las orejas.

Warne miró de nuevo la pantalla; pasó el puntero del ratón de una ventana a otra. Una vez más, se sintió dominado por una mezcla de sentimientos: en parte miedo, en parte desesperación. Estaba perdiendo la metarred; era algo que estaba pasando ante sus propios ojos. Sin embargo, no tenía ni un solo fallo; acababa de hacer todas las pruebas.

Pero, evidentemente, algo tenía que estar mal. El accidente en la atracción de Notting Hill, y aquella misma mañana, el robot que él mismo había construido, Currante… No tenía sentido. Apartó la mano del ratón y se frotó la muñeca distraídamente.

Se produjo una súbita conmoción cuando Tuercas —con las baterías recargadas al máximo— apareció a gran velocidad, sujetó el ratón con una pinza y escapó. Se oyó como un estampido. Warne miró al robot, que lo miraba a su vez, con el ratón en la pinza y el cable cortado colgando como una cola, a la espera de que Warne lo persiguiera.

—Tuercas, no perseguir —dijo con voz cansada. Se volvió hacia Terri—. ¿Tienes a mano otro ratón?

—Por supuesto. ¿Siempre roba cosas de esa manera?

—Le encanta perseguir coches, robots, cualquier cosa con ruedas. No me preguntes por qué. Llegó a ser tan pesado que tuve que incorporar una orden especial para él: «No perseguir». Así y todo, nunca se sabe qué hará.

«Mi carrera en un microcosmo», pensó mientras miraba con expresión de pena al autómata. Era lógico que acabase convertido en una reliquia.

Terri fue a buscar otro ratón. El movimiento natural de su cuerpo conseguía que incluso con una bata de laboratorio, resultara atractiva. Warne miró a Georgia, que hojeaba sin el más mínimo interés una revista de negocios, y después volvió a concentrarse en la pantalla.

Allí estaba de nuevo: la sensación de que algo no encajaba.

Entonces, repentinamente, comprendió qué era. Se trataba de algo de tanta sencillez, tan obvio, que no lo había relacionado.

—Terri, si la metarred modificó unos robots para que hicieran acciones inapropiadas, ¿por qué no hay ningún registro interno de las modificaciones? He revisado todos los archivos.

No hay ninguno que corresponda a los robots que fallaron.

—Eso no puede ser —manifestó Terri.

—Hay otra cosa. En la reunión de esta mañana, Barksdale dijo que los problemas eran intermitentes. Los robot se comportaban mal un día y al siguiente todo era normal.

—Warne hizo una pausa—. Si la metarred transmitió instrucciones a esos robots para que se portaran mal, ¿quién les ordenó que volvieran a portarse bien?

Terri lo miró con una mirada de preocupación en sus ojos oscuros.

—Es algo que solo puede hacer la metarred.

—Exacto. No obstante, no hay registros internos correspondientes a la introducción o corrección de los fallos.

—Warne apartó los informes de incidentes—. ¿Cuántos casos de códigos inapropiados has visto con tus propios ojos?

—Solo uno. El de Notting Hill.

—¿Cómo averiguaron cuál era el fallo?

—El personal de mantenimiento recorrió las vías y encontró las zapatas de seguridad aflojadas. Yo encontré la orden de conducta incorrecta en el código incorporado.

—¿De qué clase?

—El código había sido alterado para que aflojara las zapatas en lugar de apretarlas.

Warne torció el gesto involuntariamente. Había dos únicas maneras de transmitir instrucciones específicas a los robots.

Solo Terri tenía acceso al terminal de la metarred. Si ella no había modificado los códigos de los robots, entonces la propia metarred había modificado sus programas. La metarred había causado realmente el accidente. Sintió que su desesperación crecía por momentos.

—Papá, vamos, por favor —suplicó Georgia.

—¡Georgia! —gritó Warne. Luego, con un esfuerzo, controló su enfado—. Escucha, lo siento, pero tengo que acabar esto. —Miró por un momento la pantalla, antes de volverse hacia su hija—. Te diré lo que haremos. Dejaré que hagas unos cuantos viajes por tu cuenta. ¿Qué te parece? Dame una hora. No, mejor una hora y media.

—No quiero ir sola. ¿Qué gracia tiene ir sola?

—Es lo que hay, cariño. Lo siento. Solo una hora y media. Nos encontraremos en… —Sacó del bolsillo el plano del parque—. En la sala de servicios de Nexo, a las tres y cuarto.

Acabaremos de recorrer Paseo juntos. ¿Vale?

Georgia se mordió el labio inferior durante unos segundos. Acabó por asentir y se levantó.

—Gracias por la Game Boy —le dijo a Terri. Se puso los auriculares, se echó la mochila al hombro y caminó hacia la puerta.

—Georgia… —llamó Warne.

Georgia se detuvo en el umbral y miro a su padre.

—No subas a las montañas rusas, ¿de acuerdo? Resérvalas para subir conmigo.

Georgia frunció el entrecejo.

—¿Me lo prometes? —insistió Warne.

—Sí —respondió, y se marchó.

Durante unos momentos reinó el silencio en el laboratorio.

—Es una chica agradable —comentó Terri—. Para lo que suelen ser los chicos. —Sonrió con picardía.

—¿No te gustan los chicos?

—No es eso. Creo que nunca he sabido qué hacer con ellos. Sobre todo cuando yo era una chica. —Terri se encogió de hombros—. Nunca tuve muchos amigos de mi edad. En realidad, nunca tuve muchos amigos. Siempre me sentía más cómoda con los adultos.

—Lo mismo le pasa a Georgia. Algunas veces me preocupa. Desde que murió su madre, es como si se hubiese encerrado en sí misma. Soy la única persona con la que se siente realmente cercana.

—Al menos tiene un padre que la quiere.

—¿Tú no?

Terri puso los ojos en blanco.

—No preguntes. El malvado brujo oriental.

Warne se desperezó.

—Sigamos con esto. Aquí hay un misterio que no entiendo. —Señaló la pila de informes de incidencias—. Solo la metarred pudo haber causado estos fallos. Entonces ¿por qué solo viste el código alterado en uno, en Notting Hill? ¿Qué tuvo de diferente aquel fallo?

—Hubo una persona herida —respondió Terri.

—Así que cerrasteis la atracción. ¿Cuándo examinaste los dos robots?

—A la mañana siguiente.

—¿Seguían conectados a la metarred?

—Por supuesto que no. Se desconectó todo el sistema de la atracción.

—Naturalmente. —Warne recogió los informes de incidencias—. ¿Qué pasó con todos estos otros problemas? ¿Cuándo se revisaron?

—Por lo general, durante la tarde del día siguiente.

Other books

Bad Blood by Chuck Wendig
From Dark Places by Emma Newman
The Cypher Wheel by Alison Pensy
The Apocalypse and Satan's Glory Hole! (1) by Moon, Jonathan, Long, Timothy W.
Pegasus: A Novel by Danielle Steel
The Scarlatti Inheritance by Robert Ludlum