Utopía (26 page)

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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Thriller

BOOK: Utopía
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El empleado miró intranquilo al jefe de Seguridad y después a la directora de operaciones.

Había estado comiendo pistachos mientras leía Roquefort for Dummies, y evidentemente en ningún momento había esperado la visita de los altos jefes.

—¿Corto todo el suministro? —preguntó.

—No, no. No es necesario cortar toda la energía. Solo una interrupción del servicio. Como si fuese una alerta de salida. Exactamente durante noventa segundos. Después reanude el suministro. —Sacó una radio del bolsillo—. Treinta y tres adelante. ¿Está en posición? De acuerdo. No intente, repito, no intente detener al sospechoso a menos que tenga total garantía. —Miró a Sarah—. Le he dicho a los agentes apostados en la entrada y la salida que mantengan silencio radiofónico.

Durante dos minutos, reinó el silencio en la torre mientras todos miraban en la pantalla cómo se encendían los números de los coches cuando pasaban por los puntos de control del recorrido.

—Diez segundos —anunció el operador.

Allocco acercó la radio a los labios.

—Adelante, recogida en diez segundos. Prepárese. —Esta vez no bajó la radio.

Sarah observó cómo la etiqueta digital 7470 continuaba su lento avance por el diagrama.

Se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración.

—Cepos para cazar becadas —murmuró Barksdale a su lado. Su voz sonó tensa.

—Ahora —dijo el operador. Se inclinó hacia delante y, mientras caía al suelo una lluvia de pistachos y cáscaras, apretó un botón en la consola. Sonó una alarma. Los coches detuvieron su avance en la pantalla; los números de las vagonetas pasaron de blanco a rojo y comenzaron a parpadear—. Noventa y contando.

Sarah miraba fijamente la vagoneta 7470, que ahora estaba inmóvil junto a un rótulo que decía «Cáncer». En algún lugar más allá de la torre de control, en el mundo real de la atracción, unos hombres ocultos en la oscuridad vigilaban la vagoneta vacía. Respiró profundamente. De una manera u otra, todo se habría acabado en menos de dos minutos.

—Adelante —llamó Allocco—, ¿hay algo?

—Veo algo —respondió el agente—. Hay alguien en la vagoneta.

—¿Está sacando algo de la vagoneta?

—Repito, en la vagoneta. Sentado en la vagoneta.

Allocco miró al operador.

—¿Está seguro de que detuvo la vagoneta correcta?

—Así es. —El hombre señaló la pantalla como testimonio—. Quince segundos.

—Adelante, ¿Cuántos pasajeros hay en la vagoneta?

—Solo veo a uno.

—Acérquese y compruebe. Despacio.

Sarah apoyó una mano en el brazo de Allocco.

—No. Quizá sea John Doe.

—¿Qué demonios estaría haciendo allí? ¿Disfrutar del viaje?

—Espera una trampa. Quiere ver si vamos a intentar alguna cosa.

El jefe de Seguridad la miró por un instante.

—Adelante, orden cancelada. Permanezca en posición.

—Cero —cantó el operador, y apretó otro botón. Los números de la pantalla dejaron de parpadear, pasaron a blanco y comenzaron a moverse de nuevo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Sarah.

Allocco miró el diagrama de la pantalla.

—Creo que nuestro hombre ha manipulado este diagrama, de la misma manera que hizo con los monitores de la Colmena. Nos hizo detener las vagonetas en la posición errónea o algo así. No hay duda de que el muy cabrón ya tiene el disco y se ha largado. —Levantó la radio—. Alfa, Omega, aquí Treinta y tres. Puede que el sujeto ya haya hecho la recogida.

Mantengan las posiciones. Informen de cualquier avistamiento, pero no intervengan.

Repito, no intervengan.

—Omega, recibido —dijo una voz.

Allocco guardó la radio.

—El disco se lo llevó hace rato —manifestó con un tono de cansancio.

—Vamos a la plataforma de desembarque —replicó Sarah—. Solo para asegurarnos.

Cuando llegaron a la plataforma de desembarque, la mujer con los mellizos acababa de bajar de la vagoneta. Sarah escuchó cómo el empleado se disculpaba por la demora durante el recorrido.

—Estén atentos —les dijo Allocco a Sarah y Barksdale—. No creo que John Doe cometa la estupidez de bajar aquí. Pero a estas alturas, cualquier cosa es posible.

Las dos primeras vagonetas vacías llegaron a la plataforma, y el jefe de Seguridad se acercó.

Sarah le hizo una seña a Barksdale, y juntos siguieron a Allocco por la rampa. «Nada de trucos —se dijo Sarah—. Este no es momento para heroicidades.» Tomó conciencia de una emoción que le era prácticamente desconocida: la inquietud. Miró por encima del hombro.

Excepto por la mujer con los mellizos, el pasillo que llevaba de vuelta a la calle Mayor estaba desierto.

En el momento en que se volvía, la tercera vagoneta hizo su entrada en la plataforma.

Había un hombre sentado en ella, y por un instante Sarah se quedó inmóvil, al creer que era John Doe. Pero el hombre era demasiado bajo, muy fornido. Mantenía la cabeza agachada sobre el pecho como si estuviese durmiendo.

De pronto, Allocco echó a correr hacia la vagoneta, y Sarah reconoció al pasajero como Chris Green, el agente que había ocupado su posición en la entrada del recorrido.

La vagoneta se detuvo. Green cayó hacia delante empuja do por la inercia.

Sarah esquivó al empleado y se reunió con Allocco. Miró al interior de la vagoneta, dominada súbitamente por un terrible presentimiento. Debajo de uno de los pies del agente vio el estuche aplastado. Entre los restos asomaban trozos del disco.

—Chris… —Allocco apoyó una mano en el hombro del agente. Green permaneció en la misma posición.

El jefe de Seguridad levantó a Green hasta sentarlo. La cabeza cayó hacia atrás. El horror paralizó a Sarah.

—¡Dios bendito! —gimió Allocco.

Los ojos de Chris Green los miraban sin ver. Le habían metido un trozo del CD hasta la garganta y un reguero de sangre le chorreaba por la barbilla y a lo largo del cuello, antes de confundirse con la camisa oscura.

14:22 h.

Se habían llevado discretamente el cadáver del agente a la enfermería y habían prohibido el acceso. Nadie podía entrar hasta que se llamara a la policía, ni siquiera los médicos.

Habían vuelto a la Colmena y ahora estaban viendo los registros de vídeo de las pocas cámaras de seguridad instaladas en Viaje Galáctico, en un intento por entender lo que había pasado, averiguar dónde se había producido el tremendo fallo.

—Muy bien, allí, para —le dijo Allocco a su técnico de video, Ralph Peccam.

Estas fueron las primeras palabras en varios minutos. Habían acabado de repasar la grabación de la cámara instalada en la plataforma de desembarque. No habían visto nada anormal. Ni el menor rastro de John Doe entre la multitud de padres y niños.

—¿Qué más tenemos? —preguntó Allocco, con voz fatigada.

Peccam consultó un registro.

—Solo las filmaciones de la cámara en el área de espera —respondió Peccam.

—Muy bien. Vamos a verlas, la misma hora, doscientos cuadros por segundo.

Peccam escribió unas cuantas órdenes y después hizo girar un mando en el tablero. Sarah miró la pantalla donde los visitantes, acelerados en lánguidos ríos, fluían alrededor de las barreras y caían, unos pocos a la vez, en las vagonetas vacías que salían a su encuentro.

Era consciente de que tendría que estar sintiendo algo: pena, furia, remordimiento. Pero lo único que sentía era un aturdimiento que la paralizaba. La imagen de Chris Green —los ojos apagados, el brillo del trozo de plástico que asomaba entre los labios— se negaba a desaparecer. Miró a Fred Barksdale; su rostro tenía algo de espectral en la luz de la Colmena. El la miró por un instante y luego volvió otra vez los ojos a la pantalla. Parecía haber envejecido súbitamente.

—Pura rutina —murmuró Allocco con un tono de amargura, sin desviar la mirada de la pantalla—. Otro día en el paraíso.

Sarah tenía en la mano una bolsa de plástico sellada con los fragmentos del disco que habían recogido del suelo de la vagoneta. Sin duda el disco se había destrozado en el transcurso de lo que debía de haber sido una lucha mortal. Sin darse cuenta, había estado manoseando la bolsa. La guardó en el bolsillo de la chaqueta.

Se vio un movimiento en el extremo izquierdo de la pantalla cuando un grupo se situó a un lado de la plataforma de embarque.

—Baja a treinta —dijo Allocco.

Ahora las figuras del extremo izquierdo se vieron con claridad: Allocco, la supervisora de la atracción, ella misma Sarah se obligó a mirar la escena que había ocurrido hacia menos de media hora. Freddy apareció en la pantalla, con el estuche en la mano. Luego siguió la breve discusión entre él y Allocco en defensa de sus respectivas posiciones. Ella tomó su decisión y Chris Green, el agente de seguridad, desapareció por una puerta en el fondo del área de espera. Sarah se vio así misma en el aparte con Barksdale para explicarle la conveniencia de efectuar un ataque preventivo contra John Doe. Para explicarle por que acababa de condenar a un hombre a la pena de muerte.

En la pantalla, colocaron el disco, enviaron las vagonetas vacías y después desaparecieron de la vista, para ir a la torre de control.

—Para —le ordenó Allocco a Peccam. La pantalla quedó en blanco—. Ya está. Hemos visto las filmaciones de las cinco cámaras. Nada.

Se hizo el silencio en la pequeña habitación. El jefe de Seguridad fue el primero en romperlo.

—Chris Green era un buen hombre —afirmó con voz pausada—. Lo mejor que podemos hacer por él es tratar de descubrir qué demonios pasó. —Exhaló un suspiro—. Ralph, pon de nuevo en pantalla la filmación de la última cámara. Busca las imágenes de las vagonetas vacías cuando inician el recorrido.

Peccam recuperó las imágenes del área de espera. Una vez más, Sarah vio a Allocco dejar el estuche en la vagoneta central, y luego cómo esta iniciaba la marcha y de perdía de vista en la oscuridad de la primera curva.

—No tiene sentido —murmuró Allocco, casi para él mismo—. La constelación de Cáncer está más allá de la mitad del recorrido. Allí es donde tendría que haber estado John Doe para la recogida. Sin embargo, Chris Green estaba apostado en la entrada. ¿Como es que se encontró con John Doe allí?

La pregunta quedó flotando en el aire, sin recibir respuesta. Todos continuaban mirando la pantalla.

—¡Para! —0rdenó Allocco bruscamente—. Vale. Adelante quince. —Señaló la pantalla—. Miren eso.

Sarah vio como el técnico de mantenimiento que había visto en la plataforma salía por una puerta lateral y, en cámara lenta, atravesaba el área de espera. De pronto, el aturdimiento que la dominaba desapareció sin más.

Con el voluminoso casco y el traje espacial resultaba imposible estar seguro. Así y todo, el instinto le decía a Sarah que aquel era John Doe. Por las expresiones a su alrededor comprendió que los demás habían llegado a la misma conclusión.

—Mierda —exclamó Allocco—. Toda esa historia de los noventa segundos solo era un engaño.

John Doe no esperaba en la curva de la constelación de Cáncer. Su plan era recoger el disco en cuanto la vagoneta entrara en el túnel y después marcharse incluso antes de que detuviéramos la vagoneta. Pero el caso fue que se tropezó con Chris Green.

—¿Quiere que lo rastree? —preguntó Peccam.

—No. Perdona, sí. Pero no ahora mismo. Sin duda, es algo que también ha tenido en cuenta. —Allocco miró a Sarah—. Iré a los vestuarios para comprobar si faltan uniformes.

Sarah asintió. Ya sabía exactamente lo que encontrarían.

La radio que llevaba en el bolsillo emitió un zumbido.

En la sala de control se hizo el más absoluto silencio. Todos miraron a Sarah mientras sacaba la radio. La encendió y acercó a los labios.

—Aquí Sarah Boatwright.

Eran las primeras palabras que decía desde que había entrado en la Colmena.

—Sarah.

—Sí.

—¿Por qué, Sarah? —Era la voz de John Doe, y no obstante sonaba distinta. El tono cortés había desaparecido. Ahora era una voz dura, fría.

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué me tendió una trampa?

Sarah intentó encontrar una respuesta.

—¿No he sido siempre sincero con usted, Sarah? ¿No ha sido la sinceridad la base de todos nuestros tratos?

—Señor Doe, yo…

—¿No me tomé la molestia de visitarla personalmente para que nos conociéramos? ¿No le expliqué exactamente qué debía y no debía hacer?

—Sí.

—¿No me tomé el trabajo de hacerle una demostración? ¿No hice todos los esfuerzos posibles para asegurar que, al final del día, no hubiese más muertes que pesaran en su conciencia?

Sarah no respondió.

—Oh, Dios mío —murmuró Barksdale—. ¿Qué hemos hecho?

—Señor Doe —comenzó Sarah—, me ocuparé personalmente de que…

—No —la interrumpió la voz—. Ha perdido su oportunidad de hablar cuando traicionó mi confianza. Ahora yo soy el maestro y usted la alumna. Prestará atención a la clase. ¿Sabe cuál es la asignatura? No, no responda. Yo se la diré. Es el pánico.

Sarah continuó escuchando, con la radio pegada al oído.

—¿Sabía, Sarah, que desencadenar el pánico es todo un arte? Es un tema hasta tal extremo fascinante que tengo la intención de escribir una monografía. Me haría famoso, el Aristóteles del control de la multitud. Lo más interesante de todo son las oportunidades que ofrece para la creatividad. Hay tantas herramientas disponibles, son tantas las maneras de proceder, que elegir la más adecuada es todo un desafío. Tomemos el fuego, por ejemplo. Durante un incendio se produce algo único en la dinámica de la multitud, Sarah. He estudiado todos los más importantes: el del Triangle Shirtwaist, el del teatro Iroquois, el de Coconut Grove, el del Happyland Social Club. Todos muy diferentes, y sin embargo, todos con algo en común. Un altísimo índice de mortalidad, incluso sin la ayuda de acelerantes artificiales. La gente se apiña en las salidas. Las salidas cerradas.

—Nuestras salidas están abiertas —murmuró Sarah.

—¿Lo están? Bueno, todo esto es secundario, y me estoy anticipando a los acontecimientos.

Tengo que irme. Estaremos en contacto.

—Una persona ha muerto.

—Una persona ni siquiera es un punto en la estadística.

—Le conseguirá el disco.

—Sé que lo hará. Pero hay algo que debo hacer primero. ¿Cree que su parque ahora es famoso, Sarah? Pues sí que lo convertirá en una gran noticia.

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