Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos (11 page)

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Authors: Eduardo Inda,Esteban Urreiztieta

Tags: #Ensayo, #Biografía

BOOK: Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos
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—Es mi vida privada y también la suya, que haga lo que quiera… No quiero hablar de esto. No estoy dolida con él. Estoy muy tranquila, estoy muy bien y muy feliz. Se ha portado muy bien conmigo, no tengo ningún problema con él y les deseo mucha felicidad. ¡No quiero hablar más, no me interesa su vida! —manifestó Camí, que inició su informal conversación con los periodistas de Telecinco con la mayor de las amabilidades pero la finiquitó presa de un incipiente ataque de nervios ante un acoso para el que no estaba preparada.

El destino aún habría de depararle más sorpresas, mostrarle la cara oculta de un tipo que durante el día era el doctor Jekyll pero que cuando se ponía el sol se transformaba en un tan inesperado como incruento
mister
Hyde. La estilosa ceretana acudió al banco a sacar dinero de la cuenta corriente que compartía con Txiki pocos días después de que se hiciera público el bodorrio. Cuál sería su sorpresa cuando advirtió que el deportista se había llevado su parte correspondiente, que ascendía a 400.000
rubias
.

Sobra decir que ya apuntaba maneras.

Capítulo 6

La reunión que cambió su vida.

Rita, Paco y el gran Ernesto en palacio.

Nóos se convierte en una máquina de facturar.

Los delitos de Txiki: un puerto deportivo en ¡¡¡la Albufera!!!

A Carmen Camí no le van a contar que Dios escribe derecho con renglones torcidos. La inmensa felicidad en la que vive instalada de quince años a esta parte es en buena medida, por no decir que en toda, culpa de Iñaki Urdangarin. La felonía que perpetró contra ella se acabó transformando con el paso del tiempo en un regalo del Cielo, por muy alucinante que parezca esta afirmación. Javier Pellón Arrieta se portó en semejante trance como lo hubiera hecho un padre, un hermano o un hijo. Como lo que es: un buen tipo. Le permitió ausentarse del trabajo el tiempo que precisó para recuperarse del mazazo, le dio todo su apoyo moral e incluso llegó a prohibir a Iñaki Urdangarin el acceso a la cadena de gimnasios que posee junto con José Antonio Castro Sousa, dueño de la cadena hotelera Hesperia.

—¿Y si viene Urdangarin le dejamos entrar? —le inquirió uno de sus empleados de confianza.

—De ninguna manera —zanjó Pellón.

Se desconoce si Urdangarin regresó o no en las tres temporadas que transcurrieron entre su boda y su retirada. En cualquier caso, le sacaron bola negra echando mano simplemente del legalísimo derecho de admisión. No parece probable, por otra parte, que osase aproximarse a menos de un kilómetro del Metropolitan, más que nada porque quedó a la altura del betún.

Carmen y él empezaron a quedar, a quedar, a quedar… y así hasta que se ennoviaron. El cariño se transformó en amor. Su entorno jura y rejura que conforman una pareja ideal, apuntalada por dos guapísimos hijos —como no podía ser de otra forma teniendo los padres que tienen—. A pesar de una recesión que está dejando España como un solar, Metropolitan no ha dejado de crecer en los últimos tres lustros, y hoy no tiene nada que ver con el negocio original que Javier Pellón, su hermano Sergio y Castro Sousa crearon hace dos décadas. La familia Metropolitan la integran ya dieciocho megagimnasios distribuidos a lo largo y ancho de la geografía nacional, desde Barcelona hasta La Coruña y desde Bilbao hasta Sevilla.

En el fondo, bien mirado, con el paso del tiempo, el
fiel
Iñaki hizo un favor a Javier y a Carmen, a Carmen y a Javier, que tanto monta, monta tanto. De no haber sido por la nula lealtad del actual duque de Palma, Javier no hubiera intimado con el amor de su vida ni Carmen hubiera tenido la oportunidad de conquistar al que ella define como «el hombre más maravilloso del mundo». La vida es así de maravillosamente enrevesada.

Al rey no le gustó un pelo el interfecto desde el minuto uno. Y como se ha señalado en el capítulo anterior, no solo porque careciera de sangre azul, que también, sino sobre todo y por encima de todo porque no era licenciado en nada, porque consideraba que un deportista no daba el nivel. Todo lo contrario que sus cuñados Luis Gómez-Acebo, duque de Badajoz, y no digamos Carlos Zurita, duque de Soria, dos personas que no necesitaban entroncar con la familia real para ser alguien en la vida.

El Centro Nacional de Inteligencia (CNI), que por aquel entonces conservaba el nombre histórico, CESID, con el que fue bautizado en democracia para sustituir al franquista SECED, no se enteró de la misa la media. Hubiera bastado con echar un simple vistazo a todos los registros oficiales para concluir que, al menos en lo que al servicio militar se refiere, era un impostor.

Sí, un impostor, y de aúpa. ¿Cómo se come que un deportista de élite, que está entre los veinticinco mejores balonmanistas del mundo, se libre del servicio militar obligatorio por sordo? «¿Cómo?», se preguntarán. Han oído bien: se fumó la mili por sordo. Lo cual es ciertamente incompatible con una actividad profesional en la que hay que ver, oír y caminar no bien, sino requetebién. ¿Cuántas promesas del fútbol, el baloncesto, el tenis, el balonmano o el golf se quedaron por el camino porque tenían unas dioptrías de más, por una hernia prematura o porque su umbral auditivo está pelín por debajo de la media? No se conoce un solo caso de un deportista de élite en el mundo que padezca una sordera severa como la que alegó el interesado.

El caso es que a Iñaki Urdangarin no le daba la gana hacer la mili… y no hizo la mili. Eludió el envite en 1995 alegando una «sordera de origen traumático». Dos años antes, sin embargo, los médicos del Ejército de Tierra echaron atrás sus embusteras pretensiones al considerar que el déficit auditivo del chico, supuesto déficit auditivo porque posee un oído de tísico, no era tal. Si al militar el valor se le supone, al deportista de élite, como era el caso, la aptitud física a todos los niveles se le presupone.

El expediente militar del que menos de dos años después sería miembro de la familia real parece sacado del cómic
Historias de la puta mili
que parió el genial historietista Ivà para la revista
El Jueves
. El facultativo y/o amiguete que le atendió, y que obviamente abjuró de su juramento hipocrático, suscribió un informe claramente prevaricador, que es un monumento a Banana Republic. «Diagnóstico: hipoacusia [sordera] bilateral, los dos oídos», reza el expediente gracias al cual se le excluyó de una obligación que regía sin excepción para todos los millones españoles de su generación, la del
baby boom
nacional de los sesenta.

«Mi respetado y querido coronel —escribe el galeno que le auscultó en el Hospital Militar de Barcelona—: el informe de 27-2-95 fue de exclusión total pues sensiblemente había empeorado su audición. Quizá hubo algo de exageración, pues hasta los sordomudos exageran [
sic
]». El hijo de Juan María Urdangarin y Claire Liebaert debió de exagerar hasta la extenuación porque oír oye perfectamente. Si no, ¿cómo respondió a las preguntas del juez Castro el 25 de febrero? O yéndonos a su etapa deportiva profesional, ¿cómo sabía si le iban a pasar un balón o no si padecía una «hipoacusia severa»? ¿O cómo se enteró de cuándo tenía que decir «sí quiero» en la ceremonia oficiada en la Catedral de Barcelona por el cardenal Ricard Maria Carles? Claro que también habrá algún servilísimo cortesano que salga a defender lo indefendible recordando que también Ludwig van Beethoven sufría la misma patología, aunque ciertamente mucho más
light
que la del consorte de la séptima persona en la línea de sucesión de la corona española. Que todo fue el enésimo embuste urdangarinesco se antoja más que evidente si atendemos al destino que el bombo le había adjudicado: Ceuta.

Urdangarin no entró en el paradisíaco complejo de Zarzuela lo que se dice con buen pie. «Ni al rey, ni a los colaboradores del
Jefe
, ni siquiera a los ciervos de la entrada les hacía gracia el chico», comenta con no poca coña un veterano del reducidísimo
entourage
real. Es la famosa teoría de los escalones. Un hijo del rey puede bajar uno, pero no veintiuno. Con Marichalar se había cumplido esta ley no escrita que aconseja matrimonios iguales o, al menos, mínimamente desiguales.

Urdangarin, sacrificado y tenaz como todo buen deportista, no se rindió. A la reina se la metió en el bolsillo desde el principio de los tiempos, con el príncipe hubo buen rollito, ya que son de la misma generación, del mismo mes —el duque es quince días mayor— y hasta parecen cortados por el mismo patrón, y la infanta Elena tres cuartos de lo mismo, ya que siempre ha estado y estará a muerte con su hermana.

El rey se fue convenciendo de que el chico no era mala elección con el paso de los años. Urdangarin captó al instante la idiosincrasia juancarlista entrando al juego del borboneo. Lo cual, obviamente, le hizo ganar puntos exponencialmente, hasta que allá por el año 2000 se convirtió en incuestionable. Entre otras cosas, porque siempre supo seguir el juego a un rey con un sentido del humor fuera de serie. «Don Juan Carlos es como personaje un diez y como persona otro diez y, además, un cachondo mental», le retrata uno de sus amigos que pide permanecer en ese anonimato que parece ley obligada cuando se habla de la familia real.

Mientras las acciones de Urdangarin en Zarzuela se calentaban con la misma vertiginosidad que las de la Telefónica de Juan Villalonga, las de Jaime de Marichalar iniciaban un lento pero inexorable declive, como las de la también telefónica Terra cuando se pinchó la burbuja de las puntocom. Al primero le veía cercano, ingenioso, guapo, fuerte y enrollado, un buen cuenta-chistes, mientras el segundo pasaba por ser un sujeto seriote, no muy gracioso y pelín extravagante. Un ADN en las antípodas de un rey de España que valora la campechanía por una sencilla razón: él mismo es campechanía pura. Eso sí: todos reconocían que Jaime es una bellísima persona. Y de lo que no cabe ninguna duda es de que con él se bajaba un escalón, tal vez dos, no veintiuno. Y con el paso del tiempo parece obligado colegir también que es un señor. Jamás ha salido de él una sola mala palabra, una crítica, por minúscula que fuera, a su familia política.

Consecuencia: con el paso de los años Urdangarin se ganó el favor real y de discutido pasó a INDISCUTIBLE, con mayúsculas. Se valoraba en él no solo su educación rayana a veces con el engolamiento, sino el cariño que públicamente dispensaba a la infanta y su papel como padre. Porque si en algo hay unanimidad entre sus amigos y sus enemigos es en que es un individuo volcado en sus hijos, a los que, por ejemplo, ayuda todas las tardes a hacer los deberes y con los que sale todos los fines de semana a montar en bici o a jugar a fútbol en el parque. La otra cara del hombre que empleó una ONG de niños discapacitados para evadir fondos públicos a paraísos fiscales. Que en su vida pública sea un hombre al margen de la ley no es excluyente con el hecho de que en su esfera privada se comporte como un hombre impecable, un buen marido, mejor padre y ejemplar hijo y hermano.

Iñaki consiguió el más difícil todavía: que los Urdangarin-Liebaert tuvieran abiertas las puertas de La Zarzuela y del círculo más estrecho de la primera familia de este país. Todo lo contrario que un Marichalar que ya no hacía
ja-ja
ni al Jefe ni al resto del
inner circle
palaciego. A la química entre suegro y yerno contribuyó, a buen seguro, la hospitalidad dispensada por los Urdangarin-Borbón cada vez que el jefe del Estado se desplazaba a Barcelona, ciudad que se ha convertido en su clínica particular. Cuando surge un problema médico, da igual que sea importante, insignificante o mediopensionsita, allá que se va con el siempre fiel Avelino Barros, jefe de los servicios médicos de Zarzuela.

¿Quién le iba a decir al chico de provincias que volvió a Barcelona con una mano delante y otra detrás, eso sí, con unas ganas locas de triunfar, que con el paso de los años se casaría con la infanta de España y que el mismísimo rey se alojaría en su casa cada vez que visitase la Ciudad Condal, y menos aún que dormiría a escasos diez metros de su cuarto?

La vida era bella para un Iñaki que en su vida se vio en otra igual. No echaba nunca mano de su suegro, entre otras razones porque no se atrevía. El duque de Palma trabajaba con un sueldo excepcional, pero sueldo al fin y al cabo, entre pitos y flautas 250.000 euros anuales, en el grupo Motorpress, multinacional líder en el segmento de las revistas de motor. Es la editora de publicaciones tan conocidas como
Autopista
,
Coche Actual
,
Automóvil
,
Autovía
,
Auto Verde 4x4
,
Motociclismo
,
La Moto
,
Ciclismo a fondo
,
Ecuestre
,
Navegar
,
Avión Revue
,
Sport Life
o ese gran éxito que es
Men’s Health
. Allí llegó de la mano de José Luis Samaranch Sáenz de Buruaga,
sobrinísimo
del inolvidable por irrepetible Juan Antonio Samaranch.

Motorpress es un
holding
internacional de capital alemán que va como un tiro. El germen de este grupo editorial, cuyo cuartel general se halla en Stuttgart, fue la que quizá es en estos momentos la revista del sector con más prestigio:
Auto Motor und Sport
. De aquella semillita creció un monstruo presente en doce países, que cuenta con ciento cincuenta publicaciones, que se dice pronto, y que factura 300 millones largos de euros.

Un trabajo estable pero por cuenta ajena es hoy día un lujo para cualquier español. Licenciado o iletrado, maduro o joven, hombre o mujer. Cinco millones y medio de españoles darían hasta un brazo incluso por encontrar un empleo. Pero Iñaki quería más. Durante un tiempo compatibilizó sus responsabilidades en Motorpress a razón de 250.000 euros anuales con el incipiente negociete que era Nóos. Aunque también hay por ahí algún que otro insidioso que corrige la versión oficializada y puntualiza que allá por 2002 y 2003 dedicaba más tiempo al instituto «sin ánimo de lucro» con más ánimo de lucro de la historia que a Motorpress. Y que las pocas veces que se pasaba por la sede de la compañía, en el 91 de la Rambla de Catalunya, era «para tomar café». Fuera a tomar café, fuera a trabajar, lo cierto es que poco a poco se fue desenganchando de Motorpress para meterse de hoz y coz en el chiringuito que había montado con Diego Torres.

Alcalá de Henares desempeñó, sin saberlo, el rol de conejillo de indias. Se trataba de testar la capacidad de resistencia de una administración pública ante una propuesta de negocio de un miembro de la familia real. Negocio o como ustedes quieran llamarlo, porque en realidad lo que vendía Nóos era humo enlatado. El primer test salió a pedir de boca, porque ese ayuntamiento madrileño pasó por el aro de la mano del socialista Manuel Peinado y luego por mor del popular Bartolomé González, que se olió que aquello podía terminar como el rosario de la aurora y acabó soltando amarras, aun a costa de contrariar al yerno del rey. En esta historia, los opados han disfrutado evidentemente de dos opciones: o decir «sí» a sabiendas de que podían estar malversando fondos públicos o contestar: «No, gracias», con todos los posibles riesgos que ello podía llevar consigo. Sin olvidar el gustazo que debe de dar poderte hacer una foto con el yerno del rey, con la hija del rey o, si se tercia y hay suerte, con el rey.

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