Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos (31 page)

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Authors: Eduardo Inda,Esteban Urreiztieta

Tags: #Ensayo, #Biografía

BOOK: Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos
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Hasta que el 7 de noviembre el juez José Castro dictó una providencia que no tenía marcha atrás. Al comprobar que el caso había saltado a la opinión pública se concienció de que hiciera lo que hiciese, tenía que hacerlo ya. No podía eternizar sus pesquisas con la toma de declaraciones. O tiraba hacia delante o pisaba el freno. Revisó los informes que le acababa de remitir la Agencia Tributaria, comprobó que todas las sociedades instrumentales de Urdangarin y Torres eran en realidad la misma cosa, porque compartían los mismos trabajadores, que cobraban indistintamente de unas u otras, calibró las consecuencias, habló con la Fiscalía y pisó el acelerador a fondo. Ni siquiera le detuvo en su acometida la presencia de la infanta Cristina en el núcleo de la trama societaria, que ya había acreditado.

De la tierra de Séneca, Córdoba, José Castro es un magistrado de sesenta y seis años, que lleva en la carrera desde 1976. De todos los jueces que hay en Palma… el caso tenía que tocarle a él. Iñaki Urdangarin ha tenido mala suerte, porque si hay un magistrado insobornable, intachable, discreto, experimentado y estajanovista, ese es José Castro. Un José Castro que no se casa con nadie, ni siquiera con las asociaciones judiciales. No pertenece a ninguna. Él y Pedro Horrach son a la corrupción en Baleares lo que representó Eliot Ness para el hampa de Chicago en los años treinta. Gente que, como muchos de los funcionarios que han participado en la investigación, le dedican a la cosa pública el doble de las horas que prescribe su convenio. Gente que se dejaría arrancar un brazo antes que extenderlo para venderse al mejor postor poniendo el cazo.

Envió a la Policía Judicial y a la Fiscalía Anticorrupción a Barcelona en una operación de alto secreto. Ordenó la entrada y registro por sorpresa en todos los domicilios en los que estuvieran radicadas las empresas de Nóos y exigió que no hubiera ninguna filtración. La operación se centraría en el epicentro financiero del entramado, situado en el cuarto piso del número 224 de la calle Balmes de Barcelona, donde tienen establecido su bufete de asesoría fiscal los hermanos Tejeiro, y se extendería al domicilio particular de Diego Torres. En ambos inmuebles se desarrolló el grueso de la jornada.

La comisión judicial estaba encabezada por el fiscal Horrach, al que acompañaron agentes del Grupo de Delincuencia Económica de Palma con petos amarillos y cajas de cartón desplegables. Irrumpieron por sorpresa en los despachos, obligaron a todos los empleados a poner las manos sobre la mesa y se llevaron los ordenadores y toda la documentación que encontraron relacionada con los célebres foros. Interesaban los correos electrónicos, las hojas de cálculo con la facturación de las empresas y el contenido de las cajas fuertes.

El asalto estaba soportado por un auto que acusaba abiertamente a Urdangarin de «apoderarse de fondos públicos» y fue comunicado a la Casa Real para que no se enterase por la prensa. Por los conductos adecuados, la policía hizo llegar a responsables de seguridad de Zarzuela la inminencia del registro en las oficinas del instituto del duque de Palma y se avanzó que el asunto iba en serio. La contestación fue lacónica pero contundente. «Hagan lo que tengan que hacer, que se joda», apostillaron soltando lastre con un tono entre despectivo y cabreado, que denotaba que en las alturas la indignación era ya supina.

El auto de Castro se basaba en un informe previo de la Fiscalía Anticorrupción y dejaba escaso margen a las elucubraciones con una nítida exposición de hechos. «La operativa del Instituto Nóos consistía en fijar unos precios totalmente desproporcionados por los servicios que prestaba para la Administración. Tras recibir los fondos públicos se simulaba por parte de dicha asociación la contratación de servicios ficticios o presumiblemente facturados por importe superior al servicio realmente prestado. De esta forma, los fondos públicos acababan en manos de las mercantiles controladas por Diego Torres e Iñaki Urdangarin». Así de sencillo y de contundente al mismo tiempo.

El negocio estaba revestido de una apariencia benéfica, lo que otorgaba al escándalo una dimensión perversa. «La única finalidad perseguida con la asunción o toma de control del Instituto Nóos era contar con la cobertura de una asociación que formalmente no perseguía ánimo de lucro [una especie de ONG dedicada a proyectos sociales]». Y había más: «Para aparentar la no persecución de fines lucrativos, se rodearon del prestigio social derivado de las actuaciones altruistas a las que presuntamente se dedicaba y evitaron suspicacias por parte de terceros al financiarse básicamente con fondos públicos». Tras desenmascarar esta cobertura fraudulenta, el juez situó a Urdangarin, a Torres, a su mujer y a sus cuñados en un «círculo cerrado de toma de decisiones» bajo cuyo control se encontraba una serie de «entidades mercantiles utilizadas para apoderarse de los fondos que recibía el instituto».

La resolución judicial recordaba que «entre finales de 2004 y febrero de 2005, Urdangarin y Torres entraron en contacto con José Luis Ballester, en aquel momento director general de Deportes del Gobierno balear, proponiéndole realizar a través del Instituto Nóos un congreso internacional dedicado al turismo y deporte […]. Tras diversas reuniones celebradas en Palma entre los representantes del Instituto, el director general de Deportes y el presidente del Gobierno balear, Jaume Matas, se decidió por parte de estos últimos impulsar económicamente el proyecto». Fueron los días de partidos de pádel en Marivent y de reuniones en el Consolat, de poder y lujo, días en los que se creían intocables, tocados solo por una varita mágica que les convertía en seres superiores.

«Así, durante el mes de marzo de 2005, sin haberse iniciado expediente administrativo alguno y, por tanto, sin el sustento de un procedimiento administrativo que legitimase la actuación administrativa, los representantes del Instituto Nóos y los del Gobierno balear acordaron verbalmente que la comunidad autónoma dotara económicamente al Instituto Nóos para la celebración del congreso internacional». Sin que mediase papel alguno, «durante ese mismo mes de marzo, o sea, unos cuatro meses antes de suscribirse formalmente el convenio-contrato, Nóos empezó a trabajar».

Los dirigentes del instituto de Urdangarin y Torres y los altos cargos del Gobierno de Matas se confabularon para «eludir de forma dolosa la aplicación de la ley y beneficiar de forma fraudulenta a Nóos mediante la utilización ilegítima de la figura del convenio de colaboración, conculcando así los principios básicos que deben regir la contratación pública: concurrencia, publicidad e igualdad de trato». Acto seguido, el ejecutivo balear desembolsó el dinero sin discutir el precio que pusieron el duque de Palma y su socio en el presupuesto de un folio que aportaron.

«Supone un atentado a los principios de proporcionalidad y racionalidad que deben regir la actuación administrativa y, desde luego, un atentado a la lógica y al sentido común, que la Administración pueda desembolsar 1,2 millones a partir de un presupuesto meramente estimativo cuando se trata de una prestación de servicios cuyo coste, si se realiza y prepara un proyecto serio y adecuado, puede precisarse prácticamente al céntimo».

Según el juez y Anticorrupción el importe abonado a dedo sin control alguno fue «totalmente desproporcionado para lo que supone el encargo […]. Aparte de serias irregularidades administrativas en su tramitación […], ni el presupuesto para su cuantificación respondía a la realidad ni se justificó su inversión». Y una vez analizada profusamente la documentación, el problema, como ya pudo acreditar la Fiscalía, se agravaba.

«Incluso ahora las facturas presentadas con tal propósito, aun dándolas todas por buenas, no cubren ni con mucho la justificación de lo recibido, dándose además la circunstancia de que muchas de ellas responden a conceptos ajenos a los eventos contratados». Por lo tanto solo cabía establecer una única conclusión. «La ausencia de ánimo de lucro que se pregona de Nóos no se corresponde con la de sus directivos, que facturaron contra aquel importantes sumas de dinero».

La Zarzuela se vio obligada, por primera vez, a pronunciarse al respecto. La decisión judicial se extendió como la pólvora y todos los medios se hicieron eco de la noticia al contar con el respaldo de que se había producido un registro judicial. Por primera vez la prensa española, sin excepción, aparcaba el pacto no escrito de autocensura con la Casa Real, que se mantenía vigente desde la Transición. En un comunicado se limitaba a señalar su «respeto por el trabajo de los jueces». «No hacemos ningún comentario sobre una investigación que está en el ámbito judicial». No añadió nada más pero la avalancha se había desatado, la urna de cristal que recubría a la institución se había roto para siempre y nunca nada volvió a ser igual desde ese momento.

Los agentes se toparon con los archivos de documentación intactos y un rosario de manuscritos. La sede de Nóos era un libro abierto. Nada había hecho presagiar a los implicados que se pudiera producir un registro policial. Pese a que la pieza separada del sumario del caso Palma Arena dedicada a Nóos llevaba abierta año y medio, pese a que Torres había declarado como imputado ante el juez hacía apenas unos meses, pese a que
El Mundo
había detallado el saqueo del instituto y pese a que tuvieran constancia de que todos sus proveedores ya habían desfilado ante el fiscal anticorrupción para aclarar en qué consistieron sus trabajos, ni una sola prueba había sido destruida. Era simplemente impensable que una comisión judicial irrumpiese de esa manera en sus despachos y en el domicilio particular de Torres. Por eso, no había ganas de destruir u ocultar nada. Simplemente, no hacía ninguna falta. Cosas de la impunidad psicológica.
Frikiepisodio
o nada inocente descuido,
chi lo sa
, lo cierto es que los agentes alucinaron cuando irrumpieron en el domicilio particular de Marco Tejeiro y se toparon con una escena más propia de la ficción de Quentin Tarantino que de la cruda realidad: un taco de documentos comprometedores encima de la tele del salón.

Y allí estaban, como esperando a ser recogidos, los croquis de Marco Antonio Tejeiro explicando cómo confeccionar facturas falsas, los resúmenes de las reuniones con el asesor fiscal Salvador Trinxet para llevarse el dinero al paraíso fiscal de Belice, las declaraciones de la renta y de patrimonio de los duques de Palma, sus cálculos para pagar el palacete de Pedralbes, la estrategia para que Urdangarin recuperase el dinero que se habían llevado al exterior. Y así, todo. González Peeters entró en escena intentando relajar con continuas bromas la tensión del momento y el duque de Palma, desde Washington, buscó raudo y veloz un abogado al que encomendarse.

A lo largo del día le propusieron infinidad de nombres, le enumeraron desde La Zarzuela los despachos más reputados del panorama nacional y desde Telefónica le aconsejaron que, visto el cariz que estaba tomando el asunto, se pusiese en manos de cualquiera de los grandes del derecho penal en España. Un Rodríguez Mourullo, un Horacio Oliva, un Adolfo Prego o un Miguel Bajo, cualquiera de los grandes. Pero Urdangarin, sobrepasado por la situación, recordó fugazmente la imagen de un letrado de Barcelona con el que siempre había tenido buena relación. Había sido secretario de la Federación Española de Tenis, lo conocía del Real Club de Tenis Barcelona y se fiaba plenamente de él. Se llama Mario Pascual Vives, trabaja en un despacho de cierto prestigio, Brugueras, García Bragado, Molinero y Asociados, no es un penalista sino civilista y mercantilista y nunca había llevado casos de especial enjundia. En la página web del bufete antes figuraba como especialista en Derecho Civil y Mercantil. Cuando
El Mundo
desveló que carecía de experiencia en materia penal, se retocó la página web de este despacho, situado en la milla de oro de Barcelona, en pleno paseo de Gracia, para apostillar que también es penalista. De nuevo habría que precisar.

En los mentideros judiciales catalanes se recuerda vagamente su intervención como abogado del director de las obras del barrio del Carmel tras su hundimiento, que finalmente salió absuelto. Pero poco más.

El duque le llamó y se echó en sus brazos. Nadie podía entender que recurriera a este abogado desconocido teniendo a su disposición a cualquier primer espada del derecho penal, pero el propio Pascual Vives lo explicaba claramente a quien se lo preguntaba: «Urdangarin me ha llamado por si le podía echar una mano y me ha cogido por una cuestión de confianza». Y efectivamente, así era. Su principal activo era que Iñaki se fiaba de él y de nadie más. Eso para el yerno del rey era más que suficiente. Porque la principal preocupación del duque de Palma en ese momento no era ya su situación procesal sino que un tercero conociese lo que había hecho y se lo contase a la Casa Real. La Zarzuela no podía ni debía saber más que lo que él le contara. Por eso no quiso un letrado impuesto por la familia real ni por Telefónica ni por nadie. Solo confiaba en Pascual Vives.

Tan cierto era que Urdangarin no necesitaba todavía personarse con abogado y procurador en el procedimiento como que necesitaba ya un asesor jurídico porque antes o después tendría que dar explicaciones en el procedimiento. De ahí la premura del movimiento, que fue acompañado pocos días después de una presentación en sociedad de Pascual Vives, que atendió a los medios en la calle, en la puerta misma de su bufete, anunciando con un tono profundo, de alguien que se escucha y se gusta al hablar, que era el letrado del duque de Palma, para sorpresa general. Fue su minuto de gloria. Tal vez pensó que, como sostenía Andy Warhol, «todo el mundo debería tener derecho a quince minutos de fama». Y no tuvo quince sino mil quinientos. Gracias a su amigo Iñaki pasó de ser un abogado desconocido, que pasaba sin pena ni gloria, a abrir los telediarios nacionales.

Los registros se prolongaron hasta altas horas y de los archivos de los despachos no paraban de manar pruebas y más pruebas. Los agentes de la Policía Judicial, al final de aquella maratoniana jornada, hicieron un aparte para hacer un rápido resumen. Coincidieron en su sorpresa al comprobar el nivel de detalle que habían encontrado y miraron con un gesto cómplice a Marco Antonio Tejeiro, el contable de Nóos, que seguía por allí y tenía todos los visos de ser uno de los autores de aquellos legajos.

Sobrepasado por la situación, preso de un ataque de nervios, asintió y admitió que el profuso manual de defraudación era obra suya.

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