En la cena, la señora Bengtsson miró a su marido, que también brindaba entre risas. Cuando se sentó, él le dijo:
—Ya lo ves. ¡A algunos, Dios los castiga de inmediato!
Y el ama de casa no dudó ni por un segundo de que eso era justo lo que había pasado. El pulgar se le había inflamado un poco. Tenía que idear un nuevo plan. Ya no se acostaría con Ove, ni aunque le fuera la vida en ello.
Cuando a eso de la medianoche el anfitrión se le acercó farfullando y en una nube de vapores etílicos le puso dos manoplas de horno, rojas, con la intención de sacarle una foto para mandársela como agradecimiento a todos los invitados, decidió que ya tenía suficiente, le dijo al señor Bengtsson que le dolía la cabeza y le pidió que llamara a un taxi. Se quedó dormida en el coche a pesar de la brevedad del trayecto y, en sueños, decidió que Beggo había sido una elección mucho mejor para cometer adulterio.
El domingo, el día más sagrado de todos, el señor Bengtsson se despertó y constató para su sorpresa que su mujer no estaba a su lado en la cama. Aguzó el oído, pero la casa estaba vacía. Ni grifos abiertos en el baño, ni hojas de periódico en la cocina, ni la tele murmurando en el piso de abajo. Qué extraño. El radio-despertador indicaba que eran las diez y veinte, así que, efectivamente, era lo bastante temprano como para que fuera raro.
Se incorporó en la cama. La ropa de la noche anterior estaba metida en el cubo de la ropa sucia o tirada en el alféizar interior de la ventana, que estaba ajustada.
Él no tenía conciencia de haber dejado la habitación así.
Por lo que podía recordar, la ropa había quedado esparcida por toda la casa, desde la puerta de entrada hasta la cama. Y habían… ¿Habían tenido… sexo? Se palpó los genitales. Vaya que sí. Un polvo de borrachera. Una variante divertida que, lamentablemente, era cada vez más escasa a medida que la edad adulta iba haciendo mella. Pero, entonces… ella ya se había levantado. ¡Y recogido! Murmuró algo incomprensible, salió con cuidado de la cama y se fue al cuarto de baño. Si se movía con la suficiente estabilidad a lo mejor podía confundir al dolor de cabeza que amenazaba detrás del hueso frontal y evitarlo.
Pero cuando se desplomó sobre la taza del váter, la cefalea arremetió y al mismo tiempo la sed comenzó a quemarle en la garganta. Era lo que había. De pronto el señor Bengtsson se sintió viejo. «Hace diez años no tenía estas resacas. Ni aunque me pasara una semana entera en Mallorca.» Cuando tiró de la cadena notó que olía a producto de limpieza con aroma de limón. ¿Había estado vomitando? Si no, ¿por qué iba a limpiar su mujer el baño un domingo a primera hora de la mañana, y encima después de una Fiesta del Cangrejo?
La llamó mientras se ponía el batín:
—¡Cariño!
Silencio.
¿Seguiría mosqueada por aquello que le había dicho de que estaba tonteando con Ove? La señora Bengtsson no solía estar enfadada varios días seguidos, pero cuando lo estaba era insoportable. En parte porque podía ser rematadamente antipática y fría, y en parte porque toda la carga y la sensación de culpa recaían sobre él. Independientemente del motivo original del mosqueo. Era como si su rabieta terminara dándole la razón, y esas manifestaciones rencorosas —por fortuna, excepcionales— siempre acababan con que le tocaba comprarle un ramo de flores y pedirle perdón. Suspiró y deseó haber nacido mujer.
Pero por lo visto habían echado un polvete, y la señora Bengtsson era demasiado calculadora como para cometer semejante error si había decidido darle una lección. Era lo bastante consecuente como para no permitir que hubiera sexo alcoholizado.
Bajó a la cocina para beber hasta matar la sed y se percató de que había pisado el cable de la aspiradora, que el grifo de la cocina estaba reluciente y que también desprendía un leve aroma de cítrico. O sea, que había limpiado toda la casa por la mañana, lo cual le hizo sentirse incómodo. ¿Por qué lo había hecho? Desde una perspectiva histórica y estadística, eso significaba que la señora Bengtsson estaba enfadada.
Inconsciente de su postura encorvada, dio una vuelta sigilosa por la casa asomando la cabeza en todas las habitaciones, a cuál más limpia, hasta que llegó al recibidor. Allí encontró una nota en la mesita. El señor Bengtsson rezó una oración muy, muy corta y leyó:
¡Buenos días, cariño mío! Gracias por lo de anoche, realmente TIENES veinte años (
aquí había dibujado una cara sonriente
.) Hay unas tostadas esperándote en el horno. Ponlo a 200 grados y déjalas diez minutos y tendrás un buen remedio contra la resaca. Intenta no dejar muchas migas. Estoy en el súper buscando trabajo. ¡Besos!
Rió aliviado y miró en el horno. En efecto, allí había seis tostadas esperando a que alguien las calentara. Cuánto quería a su mujer en ese momento, ¡y cuánto debía quererle ella a él! Se avergonzó de su actitud de la noche anterior. Ella había tonteado un poco, ¿y qué? Ella lo amaba, eso era así y siempre había sido evidente. Se sirvió un vaso de zumo y comenzó a bebérselo a grandes tragos cuando de pronto tosió dentro del vaso, se fue hasta la nota y boquiabierto volvió a leer en voz alta:
—¿
Estoyenelsúperbuscandotrabajobesos
?
Él había leído:
estoy en el súper comprando.
Por inercia y deducción automática.
—¿Buscando trabajo? —le preguntó al zumo, que no dijo nada. Estaba hecho en España y no hablaba sueco—. ¿En qué estará pensando ahora? —De nuevo, silencio por respuesta, así que decidió hacer como si nunca hubiese leído la nota y fue a encender el televisor. En algún momento ya se enteraría de lo que estaba tramando su mujer. Buscar trabajo en el súper. Un domingo. De resaca. Se rió, y el rugido de su estómago que acompañó la risa era una clara señal de que su querida esposa había dado en el blanco con aquellas fantásticas tostadas.
A la espera de que la comida estuviese lista, fue saltando con la mirada desde la tele a uno de los billetes de cien que la señora Bengtsson había enmarcado y colgado en la pared.
—¡Está loca! —constató, luego se sentó y se sumió en la guía de la programación del domingo.
Fuera brillaba el sol de otoño y la diabólica Rakel levantó la cara para saludarlo en cuanto salió por la puerta. Se calentó con los rayos del sol y se quedó un momento sonriendo al cielo, hasta que su lado poseído le paró los pies. Le frunció el entrecejo y, para subrayar bien su desprecio —para mostrar que seguía intacto a pesar del error de haberse bañado en el resplandor de Dios—, alzó el puño de Rakel hacia el astro rey y lo agitó, amenazador, un par de veces. Dios lo miró desde su trono y se rió. Aquel Diablo podía ser un chulillo de lo más divertido.
La diabólica Rakel iba al súper. No porque necesitara nada en especial, pero aquel domingo Correcaminos no tenía más remedio que dar apoyo, de la forma más discreta posible, a los pecados de la señora Bengtsson.
Apenas unos minutos antes,
Yersinia
había aparecido a pasito ligero y con la cola erguida, y le había contado que la señora Bengtsson se había levantado temprano, había encendido incienso delante de sus estatuillas de Bastet y, tras limpiar toda la casa, se había ido al súper del barrio a buscar trabajo. ¡Y estaba de cajera!
—Ah, claro. «Santificarás las fiestas.» El tercer mandamiento. ¡No se puede negar que se las está ingeniando bastante bien! Y tú también, mi peluchito. Hay un ratón en la trampa de la escalera del porche. Juega todo lo que quieras. Me voy al súper.
A
Yersinia
se le iluminó el rostro, le dio las gracias por la información y se fue de puntillas hacia la puerta del porche con la cola aún más alta. Justo antes de llegar se dio la vuelta, le guiñó un ojo a Satanás y continuó el último trecho con el más absoluto sigilo en busca del ratón. Que estuviera en una trampa, y probablemente requetemuerto, con la espalda partida o decapitado, no significaba que no pudiera ejercitar su instinto felino. Satanás le respondió con otro guiño, de nuevo sonriente desde el cuerpo de Rakel.
Dentro del súper, Rakel
la Milagrosa
se paseaba por los pasillos mirando latas de conservas, oliendo bollos y leyendo las etiquetas de los
tetrabriks
mientras escuchaba a escondidas a la señora Bengtsson, que ciertamente estaba sentada en la caja, tal como le había adelantado
Yersinia.
Había que ser muy señora Bengtsson para ir a una tienda y encontrar trabajo el mismo día.
—… Es lo que siempre he dicho: mi madre era terrible a la hora de cocinar. Ella no sabría qué hacer ni con la mitad de las cosas que usted ha comprado. Lo juro. Madre peor no se puede encontrar. Y no hablemos de mi padre. Empinaba el codo, ¿sabe? Serán trescientas dieciséis con cincuenta, señora Hansson. ¡Muchas gracias y vuelva pronto!
—¿Hoy no es día de descanso? —preguntó Satanás, que por fin se atrevió a acercarse a la caja cuando se quedó vacía.
—¡Hola! Sí, exacto. Domingo, el único de los siete días que tengo la oportunidad de pecar contra el tercer mandamiento. Pensé que lo mejor sería mantener el ritmo. ¿Por qué no estás en la iglesia? —preguntó sonriendo.
—Ya veo. He oído que lo estás combinando con el cuarto, ¿puede ser? —respondió, ignorando su pregunta y con la esperanza de que se esfumara por sí sola de la conversación.
—Sí. Estuve pensando bastante en cómo podría hacerlo. «Honrarás a tu padre y a tu madre.» Ya no están entre nosotros, así que la única manera debe ser hablar mal de ellos a lo bestia. Al principio pensé en escribir una carta al director del periódico con todas las cosas que hacían mal, pero me pareció excesivo. No sé. Demasiado permanente. ¿Y si me arrepiento dentro de unos años?
Por lo que se veía, la señora Bengtsson aún no había captado el resultado fatal que implicaba su proyecto. Su carácter definitivo. Pero quizá fuera la única manera de completarlo, pensó el Diablo, por lo que se limitó a decir:
—¡Muy ingenioso! ¿Cómo demonios has conseguido presentarte aquí y que te dieran trabajo al instante?
La mujer soltó una risotada.
—No hay que ser ingenua. No he venido a buscar trabajo, propiamente dicho. Simplemente, he ido a ver al jefe, lo conozco desde hace muchos años, y le he dicho que me ofrecía para trabajar gratis todos los domingos, como parte de un proyecto de beneficencia. Le he dicho que me conformaba con que Ica-Hâkan, el propietario, done cien coronas a la Cruz Roja cada semana. Bueno, él no se llama lea, ése es el nombre del súper, ya me entiendes. Habría sido muy tonto si hubiese rechazado la propuesta. Piensa en el dinero que se ahorra. Y no sólo eso, ha mandado a Ida, la cajera de siempre, al almacén para apilar productos y hacer tareas para las que siempre le falta personal, y me ha dado el puesto de inmediato.
El Malvado se rió.
—¿Qué ha dicho Ida al respecto?
—Ni lo sé ni me importa, si te soy sincera. Yo ya estoy aquí, trabajando gratis un domingo y hablando mal de mis padres. Haber herido los sentimientos de una chavala y su ideal de justicia laboral no me parece nada del otro mundo. Además, no deja de ser bueno. Putear es anticristiano, ¿no?
—Sí, lo es —dijo Satanás, ahogando la risa—. Me llevo esto. —Puso un paquete de cuchillas de afeitar sobre la cinta.
—¿Hora de lidiar con el vello corporal?
—Sí, se podría decir así.
—Uff. Mi madre nunca se depilaba las piernas. Era peluda como una levantadora de pesos de Alemania del Este, y le atravesaban las medias. Y los pelos que no se le salían le quedaban apelotonados en crestas. Los últimos años le salió barba. ¡Y mi padre! Siempre robaba las cuchillas de afeitar. Decía que eran demasiado caras. El tema es que era el líder de una organización internacional que cada año robaba cuchillas de afeitar por valor de millones. Mi padre.
Rakel la miró asombrada.
—¿En serio?
—No, pero qué más da. Mi madre tampoco era peluda. Pero eso no importa nada en estas circunstancias, ¿verdad que no?
—Tienes toda la razón —se rió Satanás, luego pagó y se marchó antes de que tuviera que justificar su ausencia en misa.
La última mitad del camino bajo el sol la hizo acompañado de
Yersinia,
que, relamiéndose el morro, le daba las gracias por el almuerzo. La gatita podía disfrutar del calor del sol de una forma totalmente distinta a la de Correcaminos. Preso de cierta envidia, el Diablo hizo penetrar parte de sí en el peluchito y así pudo disfrutar él también.
A la una en punto empezó a sonar el móvil de la señora Bengtsson y el señor Bengtsson le preguntó dónde se había metido. Cuando le explicó que sólo le quedaba una hora —el súper cerraba a las dos— y que estaba haciendo una labor de beneficencia, una ocupación de ama de casa que conocía mejor que nadie, y que seguramente lo haría varios domingos seguidos, su marido se dio por satisfecho con la respuesta y colgó el teléfono. Incluso recogió las migas del desayuno, metió el plato en el lavavajillas y limpió la mesa con un paño, dejando la cocina igual de limpia que como se la había encontrado por la mañana. Beneficencia. Y se sintió ridículo por su numerito de la noche anterior. Su mujer era maravillosa. Y él un hombre afortunado.
—¿Has matado a alguien alguna vez?
La pregunta salió de repente, en mitad de la calma dominguera del sofá. Aunque el señor Bengtsson, como ya hemos podido comprobar a estas alturas, estaba acostumbrado a manejarse con todo tipo de ocurrencias y rarezas a consecuencia de su matrimonio con nuestra querida ama de casa, la pregunta le hizo dar un respingo. Allí, sentado en su butaca, con el periódico del domingo en el regazo, no sólo levantó la cabeza como habría hecho con cualquier pregunta sino que, además, dio un bote, y un segundo más tarde dijo:
—¿Cómo? ¿Qué? ¿A quién iba a matar?
—No sé, a alguien.
—Pero mi vida, ¿a quién quieres que mate y por qué razón?
—Pero, eres un hombre.
—Hmm… sí, ¿y?
—Como hacéis la mili y eso…
El señor Bengtsson la interrumpió con una carcajada.
—Cariño. ¡En la mili no vas por ahí matando a la gente!
—Ah, bueno, y ¿cómo quieres que lo sepa? —dijo enfurruñada.
—Aunque tengo que reconocer que en ese caso las historias de la mili habrían sido más divertidas, o como mínimo más interesantes.
—Huy, sí. Las historias de la mili… Siempre van sobre cuando teníais que cargar una tonelada a la espalda, o caminar hasta la quinta puñeta, y que encima luego no os daban nada de comer… (¿cómo llamabais al recipiente?… ah, sí, la marrana) cuando llegabais, sino que os obligaban a seguir unos cuantos kilómetros más.