Cuando llegó a la calle Fröjd, de repente la señora Bengtsson, en un momento de lucidez digna de una profesional, tuvo la visión de un plan brillante. Fue de puntillas sin hacer el menor ruido hasta el trastero del señor Rubin y tanteó la manilla. Estaba abierto, tal como necesitaba. Entró, dejó el ordenador y se vació los bolsillos justo detrás de la puerta. Después cambió de idea y se metió una de las cremas en el bolsillo. No dejaba de ser una Clinique. Tras cerciorarse de que la calle estaba vacía, salió y se fue a casa, se metió en su propio trastero, sacó la bici y fue a plantarla también en casa del señor Rubin.
La policía que le tomó la denuncia cuando llamó lamentó mucho que le hubieran robado la bici, pero para ese tipo de casos no mandaban ninguna patrulla. Lo cual le iba ni que pintado a la señora Bengtsson.
—¿Hola? —susurró en el aparatoso teléfono de baquelita negra—. ¿Hola? ¿Es la policía?
—Así es. ¿Con quién hablo?
—Quiero permanecer en el anonimato —susurró para que no la reconocieran por la voz.
—¿De qué se trata?
—Preste atención. —Hizo una pausa para que la policía del otro lado tuviera tiempo de coger papel y boli.
—¿Sí? ¿Hola? ¿Sigue usted ahí?
—Calle y escuche. —La señora Bengtsson estaba encantada—. Sé quién le robó a la viejecita en Jämnviken ayer por la tarde.
—Ah, y ¿cómo lo…?
—Silencio, usted sólo escuche. El culpable es el señor Rubin y vive en la calle Fröjd, número siete. —Respiró hondo. Había estado a punto de decir «aquí, en Jämnviken». Aunque en seguida cayó en la cuenta de que la policía podía saber dónde estaba la cabina desde la que estaba llamando. Después de otro segundo en silencio añadió— : Está detrás de un montón de cosas robadas y otros asuntos turbios en su casa. Calle Fröjd, número siete. Jämnviken. De nada. —Colgó. La esquina estaba desierta, así que se alejó de la cabina a paso ligero. A casa. Una vez allí se plantó a hacer guardia junto a la ventana de la cocina, detrás de una cortinilla translúcida y con una gran taza de café en la mano.
Lo primero que pasó fue que Rakel salió por la puerta de su casa, cruzó la calle y llamó al timbre de la señora Bengtsson.
El ama de casa golpeó el cristal con los nudillos y le hizo un gesto para decirle que pasara, que estaba abierto.
—¿Qué te traes entre manos? —le preguntó la diabólica Rakel desde el pasillo—. Llevas más de media hora ahí sentada espiando. Y yo te he estado espiando a ti desde que me he preguntado qué estarías haciendo. Hasta que al final he pensado que fuera lo que fuese, lo podríamos hacer juntas mientras nos tomamos un café. Así que ¿qué te traes entre manos?
—Hay café caliente en el termo de la mesa. Sírvete tú misma. He levantado falso testimonio.
—¡Toma ya! ¡Cuéntame! —dijo entusiasmado el Diablo.
—Ayer robé algunas cosillas, el séptimo mandamiento, ya sabes, y las metí, además de mi bici, que denuncié ayer como robada, en casa del señor Rubin, y hoy he llamado de forma anónima a la policía. —Extrañamente, cuando lo contaba se sentía más orgullosa que avergonzada.
—¡Qué ingenioso!
Sí, era justo lo que pensaba ella también. Satanás puso una silla al lado de la señora Bengtsson.
—Hazme un hueco, esto no me lo quiero perder.
La señora Bengtsson miró un poco sorprendida a su vecina, pero el mundo era siempre tan impredecible que lo dejó pasar y se limitó a decir:
—Si con esto no acabo en el Infierno, apaga y vámonos.
Satanás soltó una carcajada.
—¡Definitivamente!
Después de otra media hora de espera apareció un coche patrulla doblando la esquina. Avanzaba muy despacio y tanto la señora Bengtsson como Rakel y Satanás se pegaron al cristal, muertas de curiosidad para contemplar mejor el espectáculo.
—¡Mierda! —exclamó la señora Bengtsson. Pocos metros detrás del coche patrulla apareció, también a paso lento, la
Furia Amarilla.
La diabólica Rakel no dijo nada, simplemente se quedó mirando con expectación. El coche patrulla se detuvo en una acera y la
Furia Amarilla
en la otra. Dos agentes se bajaron de su coche al mismo tiempo que Beggo bajaba del suyo. Llevaba una rosa en la mano. Vieron cómo saludaba educadamente a los dos policías y a éstos devolverle el saludo.
—Cuidado, que no te vea —resopló la señora Bengtsson, apartándose medio metro de la ventana. Rakel hizo lo mismo y cinco segundos más tarde sonó el timbre de la puerta. Las dos se quedaron en silencio absoluto y sin mover un dedo.
Sonó otra vez.
Rakel ahogó una risita burlona y la señora Bengtsson se vio obligada a mirar al suelo para no ponerse ella también a reír.
¡Ding-dong!
Llamaron un par de veces más, luego las dos mujeres vieron a un alicaído Beggo volviendo a su coche. Sin la rosa. Oyeron que arrancaba el motor. Al otro lado de la calle, el señor Rubin había abierto la puerta y había dejado pasar a los dos agentes. Rakel se puso de pie.
—¡Voy a buscarla!
Unos segundos más tarde la señora Bengtsson tenía la rosa en una mano y una tarjeta en su sobre en la otra.
—¡Pero ábrela! ¡Lee! ¡Me muero de curiosidad!
La señora Bengtsson echó un vistazo por la ventana y vio a la
Furia Amarilla
pasando por la calle por segunda vez.
—Mierda. Tendríamos que haber esperado. Ahora sabe que estoy en casa y que no le he abierto porque era él. ¿Cómo piensa ese tío? ¡Mi marido podría haber estado en casa! ¿No pretendería pedirle a él que me entregara la rosa?
El Diablo se rió.
—A lo mejor ha pensado que la última vez fuiste tan descarada que no te importaría demasiado.
La señora Bengtsson dejó de abrir el sobre de la tarjeta y miró ruborizada a Rakel.
—¿Nos viste?
—Pues claro —respondió Satanás como si se tratara de una obviedad—. No eres la única que se sienta junto a la ventana habitualmente. Pero creo que sólo fui yo, eso sí. Lo cual ya es algo. Bueno, y
Yersinia,
claro. Por cierto, dice que ya iba siendo hora.
La señora Bengtsson soltó una carcajada.
—
Yersinia
dice —dijo en tono irónico y abrió la tarjeta. Su risa se cortó y sus ojos se quedaron clavados en el papelito—. Por Dios…
—¿Eh? ¿Qué? ¿Qué pone?
Le pasó la tarjeta a Rakel.
«Habla con tu marido. Tiene que saberlo.»
Llena de entusiasmo, la diabólica Rakel gritó:
—Ay, sí, por Dios y el copón bendito…
De repente llamaron a la puerta, y ahora fue la señora Bengtsson la que soltó un grito. Rakel apartó un poco la cortina y miró.
—Sólo es uno de los agentes. Ve a abrir, yo te espero aquí.
—Buenos días, señora, esperamos no molestarla —dijo la policía con su bicicleta al lado.
—Buenos días, agente. No, no, en absoluto. Pero… ¿es mi bicicleta? Qué rápido, denuncié el robo ayer. ¿Dónde la han encontrado? —Hizo todo lo que pudo para parecer sorprendida y pensó que lo estaba haciendo bastante bien—. ¿Le apetece un café? —dijo, arrepintiéndose al instante.
—Gracias, pero no. Recibimos una llamada anónima acusando a un vecino de un robo que se cometió ayer y al revisar la vivienda hemos encontrado esto. Puede sonar un poco raro, lo sé, pero ha sido el mismo señor quien nos ha dicho que la bicicleta era de usted.
—¿El señor? ¿Quién? —preguntó la señora Bengtsson, sintiéndose muy lista por haberse acordado de que se suponía que no sabía de quién estaban hablando. La agente hizo un gesto con la mano para señalar la acera de enfrente—. Se trata de un tal señor Rubin.
—Vaya. Bueno. Sí. Últimamente se está comportando de forma un poco extraña.
Cuando lo dijo, la policía comenzó a tomar nota en una libretita.
—¿Ah, sí? ¿Extraña en qué sentido?
—Sí, no sé…, un poco sospechoso. —La señora Bengtsson se puso nerviosa, cambió el peso de pierna a otra un par de veces y jugueteó un poco con un mechón—. No sé muy bien cómo explicarlo, pero cuando vives tan cerca y en un barrio como éste, pues… notas cuando alguien… cuando alguien… Bueno.
—¿Cuando alguien…? —la ayudó la agente.
—Cuando alguien tiene algo turbio entre manos. ¿Dice que una llamada anónima? ¿De quién?
La policía examinó a la señora Bengtsson con la mirada.
—Eso no lo sabemos, naturalmente. Como le he dicho, era anónima.
—Ay, pero qué tonta —se rió la señora Bengtsson—. No me extrañaría que hubiera sido algún vecino. Como le he dicho, últimamente el hombre se ha comportado de forma un poco extraña.
Rakel asomó la cabeza por la puerta de la cocina y dijo:
—Buenos días, agente, soy la vecina del señor Rubin, del número nueve, y le aseguro que está muy raro últimamente. Supongo que será la edad. Es una pena cuando se ponen así.
—Buenos días, buenos días. ¿Raro, en qué sentido?
—Bueno, por ejemplo, las últimas semanas ha estado corriendo por su jardín con una redecilla de mano maldiciendo a los pajaritos. Una vez creo que lo oí recitar el padre nuestro en voz alta mirando una bandada de carboneros, o a lo mejor eran herrerillos. Cuando pasa eso es que se le ha ido un poco la cabeza. Ya sabe. —Se llevó un dedo a la sien y lo hizo girar.
—Interesante. ¿Carboneros, dice?
—Sí, o alguna otra de esas… —Satanás se detuvo antes de pronunciar las siguientes palabras. Había pensado decir «criaturas repugnantes»— monadas.
—De acuerdo, muchas gracias, señora…
—Karlsson. Señorita Karlsson.
—Muchas gracias, señorita Karlsson. Bueno, por lo que parece no cabe duda de que al hombre se le está yendo la cabeza. ¿Quiere denunciar el robo?
La señora Bengtsson se lo pensó unos segundos.
—No, no. Ahora ya la he recuperado y no veo que tenga nada roto. Ya está bien así. ¿Para qué sobrecargar el sistema más de lo necesario?
—Muy sensato. Entre nosotros, tampoco creo que el juicio hubiese dado mucho de sí, de todos modos —dijo la agente.
—¿Por qué lo dice? —preguntó Rakel
la Milagrosa
con interés desde la cocina.
—El hombre tenía objetos robados de lo más curiosos. Un montón de cremas caras. De la casa Clinique. Crema de ojos. ¿Qué va a hacer un señor mayor con eso? Y luego lo de los pájaros. —O sintió un escalofrío o se encogió de hombros, era difícil de decir—. Es interesante que haya comentado lo de los pájaros. Hemos encontrado un montón de pajaritos muertos dentro de la casa.
—¿Qué? —exclamaron tanto la señora Bengtsson como Rakel.
—Sí, la red esa de la que hablaba la hemos encontrado en el porche. Por lo que parece, el hombre la ha usado para cazar los pájaros y luego los ha matado a golpes. Carboneros, petirrojos, camachuelos y mirlos. Y cuando los hemos visto y le hemos empezado a hacer preguntas nos ha dicho que los pajaritos tenían al Diablo dentro y que un pájaro poseído por Satanás lo había atacado no hace mucho. Un canario, encima. Bueno. Ya ven. El hombre ya no está del todo en sus cabales, así de sencillo.
—¿Y qué va a pasar ahora? —preguntó la señora Bengtsson sintiendo una punzadita en la conciencia. Por lo visto, el señor Rubin estaba realmente enfermo de la cabeza. Dentro de Rakel, Satanás estaba disfrutando.
—Nos lo llevamos a urgencias psiquiátricas. Allí evaluarán su estado y decidirán qué hacer. Todo apunta a que debería estar en una residencia, ¿verdad? Alguien que colecciona pajaritos muertos en el salón de su casa no creo que deba vivir solo.
—No —dijo la señora Bengtsson—. La verdad.
—Es muy trágico cuando a las personas mayores se les va la cabeza de esa manera. Pero gracias por su tiempo, a las dos —dijo la agente y se guardó la libretita sin haber apuntado nada más que «comportamiento extraño».
—De nada. No dude en volver si surge algo más. ¡Y muchas gracias por la bicicleta!
—Gracias a usted, señora. Que tenga un buen día.
—Igualmente —dijo la señora Bengtsson, cerró la puerta y volvió a la cocina.
—¡Joder! —dijo la diabólica Rakel—. Un montón de pajaritos muertos en el salón. ¿Te lo puedes creer?
La señora Bengtsson soltó una risotada involuntaria.
—No. Qué locura. Al final resultará que ha ido bien que llamara a la policía. Quién sabe lo que podría haber pasado si el viejo se hubiese quedado. —Sintió un escalofrío.
—Sí, exacto —respondió Satanás—. Casi que mejor así. Entonces… —continuó y dio un trago de café—. ¿«Habla con tu marido. Tiene que saberlo»? ¿Cómo vas a solucionar eso?
La señora Bengtsson miró interrogante a la señorita Karlsson, que a su vez miraba fijamente la mano de la señora Bengtsson. Cuando ésta bajó la mirada descubrió que aún tenía la tarjeta entre los dedos.
—No lo sé.
—Algo tienes que hacer. Vaya, vaya… —Rakel
la Milagrosa
tomó otro sorbo de café con indiferencia—. Te quedan tres mandamientos, ¿no?
—Uno —dijo la señora Bengtsson sin apartar la mirada de la tarjetita.
—¿Uno? —El Diablo estaba sorprendido—. Pero ¿y el noveno y el décimo? «No codiciarás la casa de tu prójimo», y «No codiciarás nada que sea de tu prójimo».
La señora Bengtsson se rió con amargura mientras le contestaba:
—Vivo en Jämnviken, Rakel, y además soy humana. He quebrantado esos dos mandamientos desde que tuve la capacidad de pedir cosas. No podría dejar de hacerlo a diario ni aunque me fuera la vida en ello.
—Ah, ya. Bueno, pues entonces —respondió Correcaminos—, te queda un mandamiento. ¿Ya sabes a quién vas a matar?
—Sí —respondió la señora Bengtsson sin dejar de mirar la tarjeta que tenía en la mano.
Sin más palabras, se acercó a la nevera, la abrió, se sirvió un vaso grande de vino y se lo bebió de un par de tragos.
—Sí. Lo sé.
—O sea, Beggo —dijo la diabólica Rakel mirando a la señora Bengtsson, que estaba jugueteando con el dobladillo de la cortina de la cocina.
—Mmm. O bueno, no sé si… O… Quizá… Sí. —Miró a Rakel—. Sí, Beggo.
—No pareces del todo convencida.
—Pues claro que no. En verdad da igual a quién escoja. Siempre se me hará difícil.
—Lo entiendo.
—Pero al mismo tiempo me siento como en el
sprint
final —dijo estirando la espalda—. Si hago esto, luego podré volver a vivir mi vida y pasar olímpicamente de Dios, del Diablo y la madre que los parió a todos. Entonces ya habré hecho todo lo posible para no acabar a Su lado —dijo señalando el techo—. ¿Verdad?