Una vecina perfecta (18 page)

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Authors: Caroline L. Jensen

Tags: #Humor

BOOK: Una vecina perfecta
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Cuando los gatos de piedra estuvieron limpios y la señora Bengtsson se hubo quitado aquella horrible camisa, sacó el álbum de fotos del viaje y pasó un par de horas en Egipto, tal como ella lo recordaba.

Se vio a los pies de los colosos de Memnón, cruzando una avenida de esfinges en Karnak, de pie delante de la pirámide de Keops en Guiza y enmudecida de admiración delante del templo de Abu Simbel.

«Qué delgada y guapa que estaba», pensó complacida y pasó la página.

En una foto se veía una bandada de cientos de cigüeñas en pleno vuelo. En otra, salía la señora Bengtsson mirando cautivada las aguas del Nilo, y al final del álbum había reunido las fotos de todos los gatos a los que había dado comida y fotografiado durante el viaje. Gatos. Otra vez. Nada podría haber sido tan convincente como esa colección final de gatitos. Bastet. Sí. Sin duda, ella era su Diosa.

Capítulo 22

—Bastet. Sí, claro como el agua —afirmó la diabólica Rakel, y se mostró sinceramente impresionada por la divinidad que el ama de casa había elegido como objeto de adoración. Por una parte, ahora se libraba de tener que sugerir de forma disimulada alguna otra alternativa que nunca hubiese sido muy adorada por los humanos, y por otra parte dudaba mucho de que pudiese encontrar algo para colárselo a la señora Bengtsson y que tuviera el mismo efecto que Bastet, algo que fuera tan auténtico.

—Sí. Y práctico también. Ya tengo las estatuas. No son de plástico ni nada de eso, son de piedra auténtica de Egipto. ¡De verdad! Me encanta. Mira que no haberlo pensado antes…

—¿El qué? ¿Que tenías una fe egipcia? ¿Cómo ibas a saberlo?

—Bah, si te lo cuento te reirás de mí. —La señora Bengtsson parecía cortada y se puso un chorrito de leche en el café.

—¿Qué? Claro que no. ¿De qué hablas?

—Bueno, vale. ¡Pero prométeme que no te reirás!

—Te prometo por todo lo que es sagrado que no me voy a reír —dijo el Diablo alto y claro con la mano de Rakel en el corazón de Rakel.

—Verás, siempre he sabido que hay algo especial entre Egipto y yo, por así decirlo. O no siempre. Por lo menos desde que estuvimos allí hace unos años.

—¿Ah, sí?

—Sí. De entrada lo noté cuando aterrizamos y bajé del avión. Cuando los motores todavía estaban en marcha intentando enfriarse, cuando choqué con la pantalla de calor de fuera, en cuanto hundí los dedos de los pies en la arena caliente y vi el desierto extendiéndose hacia todas partes, oí que mi cabeza pensaba: «¡Por fin!»— ¿Oíste que tu cabeza pensaba?… ¿Cómo que «por fin»?

—Sí, yo también me lo pregunté durante un segundo, pero después tuve una sensación que encajaba con ese pensamiento. Era la sensación de haber llegado a casa. Por fin en casa… De alguna forma, en cuanto puse los pies en la arena sentí que estaba pisando mi tierra natal, lo cual es de lo más absurdo. Mi familia no tiene ningún vínculo con Egipto. Tenemos ascendencia valona, por lo menos mi madre siempre decía eso. De Egipto, nada.

—Qué raro.

—Sí, ¿verdad? En aquel momento no le dije nada a mi marido, ya le parezco lo bastante chalada, pero la sensación que tuve era tan fuerte que por poco me pongo a gritar en pleno aeropuerto: «¡En casa!» Y sentí que la había echado mucho de menos, «mi casa», sin darme cuenta, como si siempre me hubiese faltado algo y de repente supiera lo que era.

—Pero ¿cómo? —preguntó el Diablo, un tanto confuso.

—Pues, a ver… De golpe, automáticamente y sin la menor duda, me sentí convencida de que había vivido en Egipto en otra vida. Una vida que no ha desaparecido del todo de mi alma y que afloró cuando puse un pie en la arena del desierto por primera vez en mi vida actual.

«Se le ha ido la pinza», pensó Rakel
la Milagrosa
—la reencarnación era una invención humana derivada de la frustración de tener sólo una vida para hacerlo todo bien—. «La vida no es un juego de ordenador en el que se tienen varias vidas. Después de la vida, vas a donde te toca, y no hay más.» Pero dijo:

—¡Qué interesante!

—¡Sí!, ¿verdad? Seguro que yo habría sido la primera en reírme si alguien me hubiese contado algo así, pero la sensación era tan fuerte que no la pude pasar por alto. —Hizo una pausa y bebió un sorbo de café—. Unos días más tarde volví a confirmar que había vivido allí antes, ¡y a que no adivinas con quién! —La señora Bengtsson puso cara de inteligente.

—¿A ver, con quién?

—Bueno, aparte de tener todo el rato esa sensación tan familiar que no podía explicar, allí siempre me llamaban Nefertiti. ¡Todo el mundo! Los vendedores, las mujeres sentadas en los bancos de la calle, el guía, todos, incluso el cocinero del crucero por el Nilo, me llamó Nefertiti en algún momento. Aunque eso no fue lo más gordo, porque a todas las mujeres occidentales con cara de vanidosas pueden llamarlas Nefertiti, para vender más baratijas y eso. Dicen que Nefertiti ha sido la mujer más hermosa de Egipto de todos los tiempos, y quizá no sea más que un piropo barato.

—Es probable —dijo Satanás, la mar de entretenido.

—Pero verás, por mucho que intentara desprenderme de la sensación de haber vivido en Egipto en la época de los faraones, no puedo ignorar lo que pasó luego en El Cairo.

—¿Qué pasó en El Cairo? —preguntó el Diablo con educación.

—O sea, íbamos a estar allí dos días y el segundo día queríamos ir al museo, al grande. Tenía tantas ganas de ir que sentía mariposas en el estómago. Muchas más que el día anterior, cuando fuimos a ver las pirámides de Guiza. Vaya decepción me llevé allí. No me impresionaron para nada. Comparado con lo que yo me esperaba, quiero decir. Claro que son grandes y tal, y la explicación del guía fue muy interesante, y meterte en las profundidades hasta la cámara funeraria también tuvo su magia. Por cierto, no tiene nada que ver con lo que sale en las películas. Es estrecho, está sucio y los techos son muy bajos, y tan oscuro que tienes que caminar con los brazos estirados para no chocarte con la persona que tienes delante. Es como pasar por una chimenea acabada de usar, más o menos. Y siempre hay una persona delante. Las pirámides están llenas de gente, o sea, turistas gordos y sudados. Y hace calor. Bueno, da igual. La esfinge fue un poco más… cómo decirlo… cautivadora. Era mística y me impresionó de una manera totalmente distinta, pero la magia se rompe en cuanto te das la vuelta y ves el Pizza Hut que hay a quinientos metros. Me puse de los nervios. Pero no fue una indignación normal. En absoluto. Simplemente me enfadé. No sé. Con Pizza Hut, a lo mejor…

»Pero al día siguiente, en el museo, pasaron cosas, te tengo que decir. Estuvimos paseando y escuchando con atención las historias que el guía contaba de la Piedra Roseta, la revolución del faraón Akenatón en el arte del grabado y la joven edad de Tutankamón cuando llegó al poder. Después nos metimos en una sala especial. —La señora Bengtsson hizo una pausa retórica, tomó un poco de café y encendió un cigarrillo antes de continuar— : Pues, como te decía, nos metimos en una sala llena de vitrinas de cristal, grandes y esterilizadas. En cada una había un resto de color marrón y marchitado de lo que una vez había sido una persona. Es decir, allí dentro había un montón de momias bajo la fría luz y a la vista de todo el mundo. Yo iba arrugando un poco la frente al ver sus muecas petrificadas, la piel tirante de sus cráneos y sus dedos rígidos en forma de garras, cuando de repente, al llegar a la última vitrina de cristal, me derrumbé.

—¿Te derrumbaste?

—Sí. ¡Me derrumbé y me puse a chillar! Las lágrimas me empezaron a brotar sin control. Y no lograba entender por qué. La momia del último sarcófago era igual que todas las demás, seca, petrificada, marrón y apenas parecida a una persona, pero en cuanto la vi me vi abordada por una pena infinita. Después, por un amor bestial. Y como he dicho, me puse a llorar a lágrima viva. Mi marido me miraba y me preguntaba qué me pasaba, y yo no lograba decir nada, aparte de lo que no paraba de darme vueltas y más vueltas en la cabeza.

—¿Qué era? —Satanás había quedado atrapado por la historia.

—Era muy extraño, y un poco embarazoso, porque lo único que pasaba por mi mente y mis emociones era: «Qué indigno. Mi padre y mi ser amado, arrancados de su majestuoso descanso», y me puse a llorar todavía más.

—Por todos los demonios… —dijo Satanás.

—¿Verdad? Pero no se me puso la piel de gallina hasta que me acerqué a la cabecera de la vitrina y vi el cartel que decía quién era.

—¿Quién?

—Era Ramsés II. El marido de Nefertiti.

—Pero… ¿Él era su marido y también su padre? No recuerdo… Quiero decir, nunca lo habría pensado.

—Más tarde le pregunté al guía sobre eso, pero me dijo que lo que decía el cartel era correcto. El faraón era considerado como el padre de todo el reino, por lo que llamarlo «padre» y «ser amado» en verdad no es tan extraño como puede parecer en un primer momento.

—Por todos los demonios —repitió Satanás, realmente impresionado. ¿Era posible que Dios tuviera secretos respecto de la Creación que los ángeles desconocían? Sin duda, eso es lo que parecía al escuchar la historia de la señora Bengtsson. Se puso de buen humor.

—Uff. Ni te imaginas qué vergüenza ponerme a llorar así delante de todos los visitantes del museo, pero es que no lo pude evitar, me vino y me pareció de lo más natural horrorizarme de que hubiesen profanado la tumba de «mi padre y ser amado» y que lo hubieran expuesto a los ojos de todo el mundo. Y sentía un amor candente, intensísimo, por el despojo marchitado que había allí, con su mueca eternamente petrificada en los labios. Quería abrir la vitrina y abrazarlo, llorar a sus pies y besarle las garras que tenía por manos. Fue una locura. Mi marido me tuvo que sacar de la sala, me flojeaban tanto las piernas que no podía caminar sola.

—Maravillosamente extraño —exclamó el Diablo, contento de que la vida pudiera ocultarle misterios incluso a él y a sus semejantes.

—Y que lo digas. Maravilloso y demencial. Me dan escalofríos sólo de contarlo. ¡Mira! —Levantó el antebrazo y señaló sus pelillos, que estaban de punta—. ¿Lo ves? Aún se me pone la piel de gallina y te aseguro que noto la pena en el cuerpo, y también el amor. Se me pone a flor de piel en cuanto lo dejo salir un poco. Es muy raro. Pero al mismo tiempo, de lo más normal. Igual que mi decisión de elegir a Bastet.

La diabólica Rakel soltó una risotada.

—Vale, pues ahora entiendo un poco mejor lo que quieres decir con eso de que era una elección evidente. ¿Nunca has investigado más ese asunto?

—No. No me he atrevido, por diversos motivos. Por un lado, mi marido, y supongo que todo el mundo, pensaba que había perdido un poco la cabeza. Por otro lado, nunca he tenido nada en contra de la reencarnación, pero siempre me ha indignado la gente que afirma haber sido alguna figura histórica importante en una vida anterior. ¿Sabes cuántas María Antonietas tendría que haber habido en total en la Historia si todas ellas tuvieran razón? Y que, de repente, te inunde la convicción de que has sido Nefertiti se hace un poco… ridículo. De pronto me vi como uno de esos colgados de los que la gente se ríe. Además, los sentimientos de pérdida y tristeza eran tan fuertes que si hay una verdad en todo esto, no estoy segura de querer saber más. —Se miró las manos, cabizbaja.

—Sí, parece un poco duro —coincidió Satanás.

—Sí. ¡Pero Bastet es perfecta! —dijo animada el ama de casa y aplastó su cigarrillo contra el fondo del cenicero—. ¿Y sabes qué? He añadido otra.

—¿Otra qué?

—Otra divinidad —dijo sonriendo con picardía.

—¿Más?

—Sí. Se me ha ocurrido una manera de protegerme, o no sé cómo decirlo. Mi marido se ha quejado un poco porque dice que es un gasto innecesario, pero se tendrá que aguantar. He enmarcado y colgado un billete de cien en cada habitación de la casa.

—Ah. Mammón —dijo el Malvado con una sonrisa de satisfacción.

—Sí, exacto. ¿Hay alguien que no lo adore?

«Es perfecto», pensó Satanás, pero no se atrevió a ir tan lejos como para decirlo.

—Sí, hay que reconocer que has pecado contra el primer mandamiento ampliamente —dijo como alternativa, intentando que Rakel pusiera cara de pena.

—Sí, y contra el segundo también. Porque supongo que basta con pronunciar en falso el nombre de Dios durante un día entero, ¿no?

—Mmm, sí, creo que una vez que has pecado, ya está, si luego no buscas perdón. Pero si quieres ir a lo seguro, tampoco es tan difícil hacerlo de vez en cuando. —Miró al ama de casa—. Pero puedes dejar de hacerlo cuando yo esté cerca —añadió, muy satisfecho con el apunte.

La señora Bengtsson se rió.

—Por supuesto, Rakel. Tú no tienes por qué sufrir sólo porque yo quiera insultar a Dios.

El Diablo sonrió.

—Qué bien. Muy amable por tu parte. Gracias.

Aquel viernes la señora Bengtsson aprovechó para meter algunos «me cago en Dios» y algunos «por las sandalias de Cristo» en sus conversaciones, y tanto al levantarse como al acostarse prendió incienso delante de las estatuillas de Bastet, y se concentró en cuerpo y alma en adorar al gato como a un Dios, para agradable sorpresa de
Yersinia.

Capítulo 23

—Pero cariño, ¡si estás preciosa!

El intento del señor Bengtsson de animarla a lo mejor habría funcionado si no fuera porque, mientras pronunciaba las palabras, sus hombros se agitaban tratando de ahogar una risita incontrolable que también le salía por la nariz en forma de resoplidos. Una risa que se le escapaba. Y lo dicho: si no hubiese sido por eso, a lo mejor habría funcionado.

A decir verdad, la señora Bengtsson estaba muy guapa, con su pelo castaño rojizo y su vestido largo, todavía más rojo, de seda artificial (aunque si alguien le preguntaba le diría que era seda pura) y con el chal a juego sobre los hombros.

El señor Bengtsson se fijó en algo y se marchó. Sí, sin duda estaba muy guapa siempre. Cuando regresó, le puso un sombrerito triangular de papel rojo en la cabeza y, si no hubiera sido por el color de su piel, la señora Bengtsson habría parecido monocromática.

—¡Ves! Ya estás completa —dijo, de nuevo incapaz de controlarse. El anfitrión de la fiesta se les estaba acercando.

—Pero ¿cómo me he podido olvidar de que era la Fiesta del Cangrejo? —se preguntó entre dientes la señora Bengtsson—. Joder, si es que parezco… la madre de todos los cangrejos. ¡Hooola, Ove!

Lo saludó con dos besos, uno en cada lado de la cara del cumpleañero, pero al aire, y la señora Bengtsson disfrutó por un segundo de la sensación de ser una persona de mundo, sensación que le venía cada vez que saludaba de aquella manera. Hasta que Ove le estrechó la mano a su marido y le dijo:

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