—Bueno, vale —aceptó él, se vistió y bajó a la cocina.
Diez minutos más tarde, y sin haber decidido nada —lo de Buda tenía algo que no la acababa de convencer—, el señor Bengtsson la llamó por la escalera:
—¡Cariño, el café ya está! Deja de rumiar ahí tumbada. Ven a decidirlo aquí abajo.
Había rebuscado hasta encontrar una camisa de color naranja oscuro, «color riñón», pensó al verla, y la sostuvo en alto para comprobar el tamaño.
«El naranja no me queda nada bien», constató, pero decidió darle una oportunidad. Al menos hasta que encontrara algo mejor. Eso de tener otro Dios también tenía sus contratiempos, razonó.
—¿Qué haces con ese viejo trapo? —preguntó él cuando la vio.
—Es lo más budista que he encontrado —respondió ante el gran asombro de su marido.
El señor Bengtsson abrió la boca con la intención de preguntarle qué quería decir con eso, pero la cerró en seguida. Cosas de mujeres. No, error: seguro que eran cosas de la señora Bengtsson, y probablemente él no se volvería más inteligente por mucho que preguntara, así que prefirió decirle:
—Por cierto, qué bien que vuelvas a hablar como una persona normal otra vez. Lo de ayer era bastante irritante.
La señora Bengtsson siguió dándole vueltas a su tema mientras aceptaba una taza de café y ponía el queso en la mesa.
—Creo recordar que anoche te mostraste más que satisfecho cuando dije «Oh, Dios» en repetidas ocasiones.
El señor Bengtsson se untó una tostada.
—Supongo que yo era «Dios» en aquel momento, ¿no?
—Supongo —respondió ella, provocadora, y continuó— : A mí me parece lógico que sea suficiente mancillar el nombre de Dios durante un día. ¿A ti no te parece? Quiero decir que si has incumplido el mandamiento, ya lo has incumplido.
—¿Significa eso que un día de lujuria también es suficiente?
—Supongo que sí.
—Lo bueno, si breve… —suspiró el señor Bengtsson, sonrió y abrió el periódico.
Antes de que el señor Bengtsson se fuera al trabajo, decidieron que irían a la fiesta de Ove el sábado siguiente. Él contestaría en persona al
R.S.V.P.
aquel mismo día, y la señora Bengtsson iría a comprar un regalo. En ese momento tuvo una extraña sensación que la hizo pensar en cachivaches budistas, aunque no podía definir bien en qué consistía, ni por qué la tenía. Confusa, le dio un beso a su marido en la puerta y se despidió de lejos cuando el coche comenzó a bajar por la calle. Quería mucho a su marido. Lo del adulterio le costaría, pensó, pero decidió no darle más vueltas hasta que llegara el momento. Entró de nuevo en casa y se metió en la ducha.
Había días y había Días. Sin embargo, muchos de los normales, los que se escribían en minúscula, eran para Beggo una aventura, gracias a su gran imaginación. Pero no cabía duda de que aquel viernes era todo un Día.
Alterado porque más y más calles de su ronda de reparto habían sido asfaltadas, con lo que saboteaban y reducían las posibilidades de hacer arranques y frenazos de película —que, de todos modos, eran poca cosa para
Furia Amarilla
—, dio la vuelta a la esquina preparado para cualquier eventualidad.
Eso es lo que él se creía.
Así les debe ocurrir a la mayoría de los que fantasean en su tiempo libre. Se toman su vida imaginaria como prueba de que ellos son mucho más interesantes —o sólo mucho más extraños, menos predecibles— que el mundo que los rodea. Y cuando en el plano de lo real ocurre algo realmente extraño, se quedan paralizados.
Algo así fue lo que pasó. Junto a su buzón estaba la Viuda. Genial. Hoy le iba a entregar un sobre amarillo sucio, bastante imponente y acolchado, y se preparó para esculpir la realidad a su antojo. Subió por la rampa del garaje hasta la altura de la mujer y antes de que el morro del coche le tapara la vista, se vio sorprendido por la imagen de sus zapatillas de color rosa en contraste con una abominable camisa de color naranja que se había puesto.
Las rarezas comenzaron ya cuando detuvo el coche y bajó la ventanilla. Para empezar, las ruedas no chirriaron (había sido demasiado cauteloso), aunque a decir verdad había un peatón en la acera, y en la escuela de conducción se lo habían machacado hasta dejárselo bien claro: «Los coches son duros, las personas son blandas.»
Qué falta de imaginación.
Sin duda, prefería la de «El cinturón de atrás importa más». Tenía más ritmo. Pero eso ahora no era relevante. Se detuvo en silencio y bajó la ventanilla, un tanto frustrado. Por alguna razón, la Viuda no estaba siguiendo el guión que Beggo había previsto en su cabeza para esa escena. La mujer debía mirarle, saludarle con una sonrisa y decirle algo amable.
Pero la Viuda estaba inmóvil, con la mirada fija en la calle, como si Beggo fuera invisible. Se aclaró la garganta, un poco incomodado.
Nada.
En pleno desconcierto se olvidó de buscar unos versos adecuados y se limitó a decir:
—¿Hola? Disculpe, ¿qué está haciendo?
Sin mirarlo, la señora Bengtsson respondió:
—Morirme de envidia de los puñeteros vecinos de allí enfrente, que nunca apagan las luces de fuera.
—¿Por qué? —preguntó Beggo, en completo fuera de juego.
—Es un proyecto —respondió la Viuda y continuó mirando fijamente la otra casa durante unos segundos. Después dijo de pronto— : Ya está. Un poco de esto cada día y ya podré tachar otro de la lista. —Y dirigió por fin la mirada hacia el cartero.
Beggo hurgó entre sus citas en busca de alguna respuesta, pero lo único que le vino a la cabeza fue una canción metalera de Albatros, y no podía contestar con eso. ¿O sí? No sabía de qué estaba hablando la mujer. La letra de la canción fue avanzando en su cabeza.
—¿«Vuelas alto sobre un país desconocido»? —intentó.
La Viuda soltó una carcajada.
—Sí, Beggo. Es lo mínimo que se puede decir. ¡Tú siempre tienes claro qué decir!
Beggo comprendió que la frase había sido útil y de nuevo se sintió satisfecho consigo mismo. No había entendido ni jota de lo que estaba hablando la Viuda, pero por lo menos ella lo había entendido a él.
Al otro lado de la calle estaba
Yersinia.
Se había subido al buzón de Rakel y se lamía la pata derecha mientras escuchaba la conversación sin entender de qué hablaban. Aunque no se podía culpar a la gatita por ello. Vio como la mujer con el aura hermosa —estamos hablando desde la perspectiva de la gatita— y los pies bienolientes se apoyaba en una gran bestia amarilla. La bestia se había tragado algo, pero el elemento engullido no parecía disgustado porque hablaba feliz y con voz amable.
Yersinia
cambió de pata y continuó mirando con curiosidad mientras se la lamía.
Cuando el engullido en el estómago de la bestia amarilla sacó algo y se lo entregó a la mujer, la pata de él rozó la de ella y la gata percibió al instante un aumento de feromonas en el olor que esparcía el viento. Era evidente, al menos para un animal con un olfato como el de
Yersinia,
que el engullido se quería aparear con la mujer. La gatita no lograba comprender por qué no la agarraba simplemente por el pescuezo con un mordisco y zanjaba el asunto, puesto que era obvio que también la mujer estaba receptiva.
Cuando la mano de la señora Bengtsson tocó la de Beggo sintió como si se hubiese activado un interruptor. ¡Pues claro! ¿Qué más típico de una ama de casa, puestos a serle infiel a su marido, que hacerlo —montárselo— con el cartero? La señora Bengtsson pensó que no necesitaba saber si él estaría dispuesto o no: nunca se había topado con un hombre al que no hubiese podido seducir. Y de pronto vio a Beggo con otros ojos. Ya no era Beggo el cartero, sino Beggo
el Cartero,
y se fijó en sus dedos sinuosos y sus uñas cuidadas, un poco alargadas y sensualmente arqueadas. Llevaba el pelo corto, aunque rizado, y se imaginó la sensación de pasarle la mano por encima. Beggo era alto y flaco, pero no le faltaban músculos.
«Forastero, ¿qué me ocultas… debajo de la ropa?», pensó sin poder evitarlo. Un guerrero de la sabana untado en chocolate. Sí, por lo menos era una fantasía que funcionaba perfectamente, le decía su propio cuerpo soltando una nube de feromonas que sacó de pronto a
Yersinia
de su ensimismada higiene.
—¿Se encuentra bien? —Beggo había soltado el sobre que llevaba para ella hacía un rato, pero la Viuda seguía asomada dentro del coche, observándolo. Era extraño, porque lo miraba de una forma más atenta y atrevida que nunca, y aun así era como si estuviera en cualquier otra parte. Al inclinarse en la ventanilla, la camisa se le había corrido hacia adelante y Beggo tenía que esforzarse para no clavar los ojos en el canalillo que intuía de reojo. Eso no se hacía. No lo habían educado así. Y por eso formuló la pregunta al cabo de un rato, cuando se le empezó a hacer insoportable.
La señora Bengtsson volvió a estar presente con la mirada, como si hubiese aterrizado en su propio cuerpo.
—¿Qué? Ah, sí, Beggo. Me encuentro bien. Perdóname, es que no podía dejar de contemplar tu piel tan hermosa.
Estiró el brazo dentro del coche y le acarició la mejilla con el reverso de la mano. Beggo estaba como petrificado por el miedo y la sorpresa, lo cual solía ser un buen punto de partida para una seducción, se dijo la señora Bengtsson.
—Eres un hombre con clase, ¿te lo había dicho alguna vez?
—Yo… —carraspeó—. Yo… Usted… —se le cortó la voz—. «¿Quién eres tú, quién soy yo?»— Buena pregunta —dijo la Viuda riéndose—. Deberías entrar algún día a tomarte un café.
Le guiñó un ojo y se alejó un paso del coche.
Atemorizado y mareado por sus emociones, Beggo arrancó el coche y se saltó dos casas antes de recordar que debía repartir el correo. Paró. Si daba marcha atrás mientras ella seguía allí parecería un bobo. Así que esperó. Y pensó. En su mente oía la continuación de
Por encima del mar.
«¿Quién eres tú, quién soy yo? La añoranza me vuelve loco.»
Cuando Beggo se marchó, la señora Bengtsson se sentía llena de vigor y un poco ruborizada. Y también una pizca excitada. Nunca había sido infiel, pero lo prohibido era estimulante, a pesar de todo. Por extraño que pareciera, se sentía increíblemente femenina, y cuando levantó la mirada hacia el otro lado de la calle y vio a
Yersinia
subida al buzón en un instante perfectamente petrificado, cayó en la cuenta: era una mujer. Ésa era la razón por la que se sentía rara con la camisa. El motivo por el que no quería ir a comprar estatuillas de Buda e incienso.
—Miau —le dijo la señora Bengtsson a la gatita.
—Exacto, ¡miau! —respondió alegre el animal.
—Bastet —susurró la señora Bengtsson, lo cual hizo que
Yersinia
curvara el lomo y agudizara el oído. Reconoció muy bien su nombre de otro mundo, de otros tiempos. Bastet. La gatita comenzó a ronronear sin control y la señora Bengtsson casi hizo lo mismo. No tenía que ocurrírsele nada, no necesitaba buscar a otro Dios que no fuera Dios. Siempre lo había tenido. Simplemente, se le había olvidado.
Cuando entró en casa, su mirada se dirigió de forma automática a unas estatuillas de color verde chillón que estaban en el alféizar de la ventana del salón. Eran dos gatos con el lomo curvado. El señor Bengtsson había intentado convencerla de que no las comprara. ¡Eran de piedra! Y aun así no debían de ser muy resistentes. ¿Tenían que cruzar medio planeta cargando con varios kilos de piedra sólo para encontrarse las estatuillas hechas añicos cuando llegaran a casa? Pero la señora Bengtsson no había cedido.
Se acercó a una y limpió, no sin vergüenza, una película de polvo que se había acumulado entre las orejas puntiagudas del gato. No habían recibido un trato especialmente cuidadoso, pero seguían siendo hermosos. Perfectamente petrificados en una eternidad solemne y sentados cada uno con unos restos de cobra entre las patas.
Sayid, el guía que les tocó en aquel viaje a Egipto y, sin duda, uno de los hombrecillos más alegres del país, les había hablado de Bastet, la diosa gata. La diosa del vino y del amor, cuyos adoradores habían dejado tras de sí cientos de gatitos momificados. Tanto fascinó a una ciudad entera —llamada Bubastis— la enigmática mujer de cabeza de gato y su eterna compañera, la cobra, que en la literatura actual aún se la consideraba una ciudad de culto. Tal era la obsesión que sentían los egipcios con los gatos que Heródoto una vez escribió que, cuando un hogar egipcio era devorado por las llamas, las personas se preocupaban más por salvar a sus gatos que sus pertenencias. Y no sólo les ocurría a los habitantes de Bubastis. El gato también era sagrado en todo el reino porque en el
Libro de los Muertos
—una obra del mítico Antiguo Egipto— se le presentaba como el animal sagrado del dios del Sol. Pero de aquello hacía mucho tiempo, explicaba Sayid. El egipcio moderno veía a Bastet, no al gato.
«Bastet the housewife»
,
recordó la señora Bengtsson que había dicho el guía en inglés. Y quizá todo venía de allí. Nunca antes había oído hablar de una divinidad dedicada al ama de casa y le pareció que ya tocaba. Amor y vino. Aquello reflejaba muy bien su estilo de vida.
Aquel día, el señor Bengtsson había tenido que resignarse a verse contradecido, y cuando salieron de la tiendecilla el vendedor meneó desconsolado varias veces la cabeza, envuelta en su turbante por la incapacidad de los hombres occidentales para controlar a sus mujeres, mientras enrollaba los billetes y carraspeaba. Para el viaje de vuelta envolvieron las delicadas estatuillas en varias toallas.
Allí las tenía ahora. Supervivientes. Verdes. Un símbolo para adorar su propia situación, a su propia persona. Ya tenía un Dios que no era Dios. Una Diosa, para ser exactos.
—También es una cuestión de igualdad —constató satisfecha, y llevó las piedras a la cocina para limpiarlas a fondo bajo el grifo hasta que recuperaran su orgulloso brillo original. Que la gata diosa también representaba la fertilidad era un punto que nuestra querida ama de casa en seguida prefirió ignorar. ¡Aquello era perfecto! Sentía que no le suponía ninguna clase de esfuerzo tener la misma admiración por Bastet que la que había sentido por Dios.
Como observadora externa, a
Yersinia
le parecía que la señora Bengtsson no había tenido en cuenta el aspecto más importante de Bastet, el que en realidad la caracterizaba, más que el amor y el vino.
Yersinia
sabía, igual que la diabólica Rakel, que originalmente la diosa no había tenido nada que ver con aquello. Había sido la diosa leona. La diosa de la venganza. Con el transcurso de los años, aquel rasgo se convirtió en una diosa independiente, llamada Sekhmet. Se la llamaba en inglés
«the dark side of Bastet»,
pero eso no eran más que tonterías humanas. Bastet era Bastet y con sus atributos seguro que nadie se lo discutiría a la señora Bengtsson, una mujer impulsada por el deseo de venganza.