«Invitaciones y postales de Navidad, lo único que la gente sigue escribiendo a mano», pensó.
También había un catálogo de cuatro páginas de una tienda de informática.
Por la acera de enfrente y en sentido opuesto se acercaba Rakel. Sus pasos eran vigorosos bajo el paraguas y saludó con la mano a la señora Bengtsson.
—Hola —le dijo Rakel de lejos—. Vaya pintas —añadió cuando estaba justo a su altura, delante de su propia casa.
—He intentado ir a la iglesia —respondió la señora Bengtsson—. ¿Quién es ése? —preguntó luego señalando al gatito que iba tumbado en el hombro derecho de Rakel.
—Es que esta mañana he visto un anuncio en el periódico y he dado el paso. Te presento a
Yersinia.
—
¿Yersinia,
como la bacteria de la peste?
—¡Sí, exacto! Pásate luego y así la conoces —respondió Rakel, y se metió en casa sin coger el correo.
—
Yersinia
—repitió la señora Bengtsson para sí—. Sí, ¿por qué no?
Efectivamente, el sobre escrito a mano que había llegado con el correo contenía una invitación. Un tal Ove de la empresa de coches del señor Bengtsson cumplía cuarenta, y como era de esperar quería contar con la presencia de su jefe y su encantadora esposa. La señora Bengtsson pensó que una fiesta era justo lo que necesitaba.
A pesar de todo, aquel miércoles era el día que se había liberado. El día que le había dicho a Dios que lo odiaba.
Ahora sólo tenía una cosa carcomiéndola por dentro. Dios no había hecho nada al respecto, y tuvo el mal presentimiento de que eso se debía a que Él sabía algo que ella desconocía. ¿Por eso podía permitirse el lujo de ignorarla tan ufana y completamente?
La señora Bengtsson pasó la aspiradora mientras pensaba. Eran tan profundas sus cavilaciones que ni se dio cuenta de que había apartado la mesita lateral, cambiado el enchufe y limpiado a conciencia aquel rincón que llevaba meses intacto.
Lo de la aspiradora era pura meditación.
«¿Qué será lo que sabe?»
Probablemente, concluyó, Dios pasaba de sus juramentos porque sabía que ella terminaría en el Infierno hiciera lo que hiciese. No se podía decir que hubiese vivido sus treinta y ocho años libre de pecado, por lo que tampoco tenía mucho sentido molestarse con sus patéticos gritos en medio de un campo de barro.
Pero ¿de verdad había llevado una vida tan terrible? No hacía daño a la gente a propósito, intentaba ayudar siempre que podía y la gente solía definirla como «atenta». Era cierto que soltaba demasiados tacos. Y bebía. Pero ¿acaso no había sido su búsqueda —que había empezado siendo sincera, curiosa y bien aceptada— una oportunidad única para que el Señor la encauzara, para que la ayudara a cambiar su estilo de vida hacia uno mejor? Había estado abierta a ello en todo momento. Unos días atrás. Había sido un objetivo fácil para el Todopoderoso, que la podría haber hecho suya tan sólo molestándose en prenderle fuego a su jazmín o algo así.
Cambio de enchufe otra vez.
Hasta que la aspiradora no estuvo guardada y se vio con la fregona en la mano no cayó en la cuenta.
La única explicación alternativa razonable de que Dios hubiese pasado olímpicamente de su lucha interna era que Él ya sabía que la señora Bengtsson iba a terminar en el Cielo. Que con su conocimiento y poder absolutos podía prever que, a pesar de todo, el recuento de toda su vida le otorgaría un lugar junto a Él después de su muerte. En el Paraíso.
La señora Bengtsson se paró en seco.
—¡Eso es aún peor! —constató, y escurrió la fregona.
¡Qué menosprecio! O sea, que Dios creía que la señora Bengtsson, justo por lo que era —una de sus criaturas—, acabaría encontrando el camino «correcto» y se uniría a su feliz muchedumbre. Quizá el Señor daba por hecho que ella no tenía ninguna opción. Que hiciera lo que hiciese, Él la había creado de tal forma que el cristianismo era su auténtico vínculo religioso. Y, bueno, dado que así estaban las cosas, no tenía mucho sentido que Él se implicara. La dejaría atravesar por todas esas congojas, analizar todas esas reflexiones, siempre por su propia cuenta, puesto que Él estaba seguro de que el resultado final, el conjunto de actos vividos por la señora Bengtsson, sería… cristiano.
—Viejo carcamal —soltó, puso la fregona del revés para que se secara y fue saltando de umbral a umbral y por las alfombras hasta la puerta de la calle.
—Sí, me imagino que podría ser eso —coincidió la diabólica Rakel—. Está claro que si Dios ya está seguro de que acabarás donde te toca (puede que Él ya sepa que esta búsqueda sin respuestas es una parte fundamental del proceso), no te va a hacer ningún caso. A lo mejor te parece que todo es muy difícil, confuso y carente de sentido, pero quizá el plan del Señor sea precisamente ése. Todos tenemos historias distintas que vivir.
Yersinia
se frotó contra la espinilla de la señora Bengtsson y emitió un suave pero firme ronroneo aterciopelado. Era una gatita de lo más simpática y sociable.
—Pues vaya. O sea, que ni siquiera hace falta que yo sufra un poco y luego reciba una señal de que voy por el camino correcto, sino que es muy probable que me toque estar buscando sin obtener respuestas hasta el día que me muera, ¿no? Y que eso es justo lo que se pretende.
—Sí, si Dios sabe que, en cualquier caso, acabarás culminando la obra que es una vida cristiana. El sufrimiento no es para nada incompatible con una vida en la fe.
—En la fe divina no, pero debería ser incompatible con una vida de consuelo religioso.
Rakel sonrió.
—De nuevo vas tras el conocimiento. Pero en realidad Dios es el único que lo tiene. También puede ser lo que has pensado primero, que Él sabe que eres un caso perdido y que por eso no se molesta en salvarte… Pero déjame decirte que eso parece menos probable.
—¿Verdad que sí? —coincidió la señora Bengtsson—. La única razón por la que puede rechazarme tan pancho es que sepa que acabará consiguiendo lo que Él quiere. Que Dios esté seguro de que terminaré a su lado.
—Sí —respondió Satanás—. Supongo que hasta Dios tiene muchas cosas que hacer y se centra en salvar los casos que consideraba imposibles. Y supongo que los más conflictivos son los que más ayuda reciben.
—Como en la vida real, entonces. Los niños con problemas reciben atención, terapia y constantes intentos de salvarlos por parte del entorno que los rodea. Los inteligentes, como tú, Rakel, tienen su recompensa. Son los del medio, «los que ya se las apañan» y no arman tanto jaleo, los que son olvidados y tienen que arreglárselas por sí solos. Porque «ya se las apañan». —La señora Bengtsson respiró enfadada.
Satanás le preguntó con franqueza:
—¿Y no podrías hallar consuelo si fuera así? Si resulta que Dios sabe que te las vas a arreglar, quizá tú también podrías confiar en ello. A lo mejor no logras llamar su atención, ni para bien ni para mal, pero eres una de esas que se las apañan. Él lo sabe, y tú también lo sabes.
—No, yo no puedo ser una de esas personas.
Se subió a
Yersinia
al regazo y escondió la nariz en el pelaje negro de la gata.
—Pues parece que vas a tener que hacerte a la idea —dijo el Diablo.
La señora Bengtsson estuvo un buen rato callada. Satanás permaneció inmóvil a la espera de que al ama de casa se le encendiera la bombilla. Era tremendo lo lentos que podían ser esos humanos despreciables. Pero esperaría a que ella lo viera por sí sola. Si se lo proponía él ya no sería por su propia iniciativa, sino que la habría persuadido, y el objetivo de toda esa cháchara era que una de las criaturas de Dios tomara esa decisión sin que una lengua de serpiente le comiera la oreja. Esta vez no podrían acusar al Diablo. Esta vez sería un cuestionamiento de Dios puramente voluntario.
¡Si sólo pudiera espabilar un poco!
«Parece que vas a tener que hacerte a la idea», le había dicho Rakel
la Milagrosa.
—No… No tengo por qué —respondió al final.
Rakel la miró sorprendida, mientras por dentro Correcaminos estallaba en júbilo.
Yersinia
se subió a la mesa de un saltito para oír mejor.
—¿Qué quieres decir? —le preguntaron los presentes a la señora Bengtsson.
—Al margen de todo, sigo teniendo mi libre albedrío, ¿no?
—Sí, supongo que eso lo tenemos que dar por sentado —respondió Satanás—. Pero diría que la conclusión a la que acabamos de llegar afirma lo contrario. Si Dios ya sabe cómo terminará tu historia y que es un final de los que llamamos «bueno», debemos considerar tu libre albedrío como algo meramente simbólico.
—Sí, cierto. Pero… —Se quedó callada.
El Diablo se retorcía tanto de expectación dentro del cuerpo de Rakel que casi se le podía ver por fuera. «Aquí viene», pensó. Para aliviar la tensión disipó los temblores de tal forma que sonaran como un ronroneo de
Yersinia.
La gatita pareció impresionada de sí misma por poder sonar tan fuerte y se irguió sobre las patas traseras con chulería.
—¿Pero? —preguntó el Diablo, inclinándose sobre la mesa y frotándose una palma contra la otra.
—Pero… Podría ser perfectamente lo que comentábamos el otro día. Que Dios solo es mucho más inteligente que todos los demás que estamos en el universo. Que ha hecho un… digamos… cálculo estadístico aproximado en lo que se refiere a mí y cree tener la certeza de cómo terminará mi historia.
—¿De modo que…? —la incitó Satanás.
—De modo que… De modo que ¿qué? Pues que sigo teniendo mi libertad para alejarme de todo eso. ¡De forma activa y decidida! El colmo del comportamiento anticristiano, Rakel. El no va más del que estuvimos hablando. El vaticinio de Dios respecto a mi destino final ha de tener un límite de algún tipo. ¿Y quién dice que no puedo cruzar ese límite?
—Te refieres a… —El Malo se quedó inmóvil.
—Me refiero a que en ese estado tan satisfactorio puedo terminar jugándosela a ese sabelotodo. Igual que Él me la ha jugado a mí. Estaba segura de que Dios se iba a encontrar conmigo a medio camino, o por lo menos en algún punto de mi búsqueda. Me engañó. Así que voy a hacer lo mismo. Dios está convencido de que voy a encontrarme con Él, que al final me voy a unir a su grupito, pero puedo hacerle cambiar de idea. Lo único que tengo que hacer es imposibilitarle que me dé entrada en el Paraíso después de mi muerte.
—¿Y si te equivocas?
—¿Qué quieres decir? Si me equivoco respecto a mi fe en general, cuando muera no me pasará nada de todas formas. Pero si estoy en lo cierto, seguro que no termino a su lado. ¡Seguro que el Infierno es mucho mejor! El Infierno no se da pisto porque tengo un sitio asignado allí. El Infierno, o Satanás, si prefieres, por lo menos me ha dejado en paz y me ha dejado descubrir las cosas por mí misma. El Diablo no ha intervenido intentando manipular mis pensamientos, mi vida, incluso mi muerte, como ha hecho Dios.
»Y si Dios no está seguro del todo de que voy a acabar en el Cielo, sino que está convencido de que terminaré en el Infierno, lo que estoy diciendo tampoco cambiaría las cosas, ¿verdad?
Satanás sonrió complacido.
—En efecto.
—Hacer cosas de las que luego te deberías arrepentir pero de las que luego no te arrepientes… ¿no fue eso lo que dijiste?
Dentro del cuerpo de Rakel, la seminarista se retorcía de desesperación tratando de decir como mínimo un solo «¡No lo hagas!». Pero era inútil. Intentó entonces luchar contra su propio cuerpo para que, por lo menos, no pudiera abrir la boca. Rakel había comprendido hacia dónde apuntaba todo el asunto y no quería bajo ningún concepto formar parte de ese plan. Pero el Diablo separó sus labios sin mayor dificultad y desde lo más profundo de su cuerpo Rakel oyó su propia voz diciendo:
—Acedia.
—¿Perdón?
—Acedia es como… lo opuesto a la búsqueda de Dios, en la Edad Media. La sufrían algunos monjes que de repente se hundían en la desesperación, más o menos como tú, cuando se sentían ignorados por el Señor. O cuando se daban cuenta de todas las cosas que se perdían al rechazar las diversiones y los placeres seculares. Entonces, cuando el péndulo llegaba al otro extremo y se distanciaban de Dios y su Creación, activamente, como tú dices, tirándose de cabeza a todos los pecados imaginables, cuando al final se pasaban de rosca, los pobres, caían en la acedia: el distanciamiento consciente de Dios y de todo lo que se considera cristiano.
»Se le podría llamar el pecado final, puesto que es muy consciente. Acedia no es pecar por ignorancia, ni por un propósito final bueno, sino pecar sólo por pecar. Es el pecado entendido como una manera tanto de librarse de Dios como de humillarlo por completo. Acedia también es el nombre en latín de uno de los pecados capitales. La pereza. La indiferencia.
—¿Qué les pasaba luego a esos monjes?
—Bueno, según Dante, en el Infierno hay un lugar reservado especialmente para todos aquellos que han caído en la acedia. En la
Divina Comedia
se explica que son sumergidos para toda la eternidad en una especie de lodo que incluso les llena la garganta, y que lloran su situación profiriendo un lamento semiahogado. Una canción sobre el arrepentimiento. Sobre la locura.
—O sea, que terminaron en el Infierno.
—Sí.
—No en el Cielo.
—No.
—Entonces mi plan puede funcionar. Suponiendo que Dante tuviera razón, claro.
Dante se equivocó en su séptimo canto de la
Divina Comedia,
pero Satanás pensó que la señora Bengtsson no tenía por qué saberlo. Le dijo:
—Sí, eso parece, si es que tu plan es acabar en el Infierno. Tan sólo te quedaría decidir qué vas a hacer. —Dentro del cuerpo de Rakel, la propia Rakel se desmayó al oír las palabras que salían de su boca.
—Pues tendrá que ser como hacían esos monjes.
Para qué cambiar algo que ya tiene el éxito asegurado, ¿no?
El Diablo estalló en carcajadas y por segunda vez en poco tiempo sintió aprecio por aquella ama de casa. Sintió calor, alegría y afinidad.
—O sea, que vas a empezar a pecar.
—Como una posesa.
Acedia
Veamos, ¿cómo se le mete el dedo en la llaga a Dios y se peca «activamente»? Puede parecer una empresa sobrecogedora, pero la señora Bengtsson no necesitó mucho tiempo para llegar a un plan de actuación.
Para ella, «salirse del camino», tal como Rakel había definido de forma un tanto difusa el concepto de pecado, no era una opción. A grandes rasgos, no habría implicado más que continuar con el mismo estilo de vida que había llevado hasta la fecha. ¿Quién no se salía del camino cada día? En Nochevieja, la señora Bengtsson se hacía siempre, año tras año, la misma promesa: «Voy a seguir siendo la que soy.» Pero aquello era más gordo. No podía simplemente prometer seguir siendo una cristiana un poco descuidada. Tenía que ser Anticristiana. Con «A» mayúscula, para enfatizar.