—No, estaba leyendo, así que me he quedado sin verlo yo también.
—Bueno. No es tan grave. Vámonos a la cama, mañana me levanto temprano.
La pareja hizo una somera visita al baño, se acurrucaron debajo del edredón de plumas y se dieron un beso de buenas noches, sin practicar sexo. Como era domingo…
El silencio apenas había comenzado a ocupar la habitación, y por las leves inspiraciones que hacía su marido la señora Bengtsson sabía que él aún no estaba durmiendo.
—¿Oye?
Tardó algún que otro segundo somnoliento antes de responder con un sonido gutural.
—¿Tú crees en Dios?
De nuevo pasaron unos segundos en silencio, pero cuando la señora Bengtsson estaba casi segura de que su marido se había dormido y había desconectado de todo, éste dijo:
—No de una forma constante.
—¿Constante? ¿Qué quieres decir?
—Creo cuando es algo lo bastante místico. Si no encuentro la explicación a algo. Tal vez del mismo modo que el hombre prehistórico creía que las tormentas eran Dios. O cuando algo me asusta, me puede parecer que creo. Aunque sin ataduras. Porque en cuanto aprendo algo nuevo, en cuanto la ciencia da nuevos pasos y me explica cosas que no había entendido hasta ese momento, entonces… le doy puerta a Dios. Puede que sea una fe injusta, o que no sea fe en absoluto. A lo mejor depende de cuánto voy a aprender.
—Ya… Pues yo sí creo.
Silencio por respuesta.
Después:
—¿Esto es como aquella vez que dijiste que eras vidente sólo porque acertaste el resultado de la lotería dos semanas seguidas?
—Pero ¡lo hice!
—Sin jugar, sí. No fue muy provechoso, que digamos.
—Pero… ¡Esa no era la cuestión! —Se tumbó de lado, lejos de su marido y con tanto énfasis que hizo crujir el edredón.
—No, ya lo sé. Lo que pasa es que me gustaría que hubieras apostado. Dios sabe que la vida habría sido más fácil y divertida.
La señora Bengtsson soltó un bufido para hacer saber a su marido que no había dicho lo correcto, por lo que el hombre añadió:
—Pero tú crees en Dios. Es bonito, ¿no?
Menos de un minuto más tarde respiraba profundamente.
—¿Bonito? —susurró la señora Bengtsson—. Al diablo.
Poco antes de quedarse dormida, ella también pensó en el pobre hijo de Noé, Cam, y en el hijo de éste, Canaán, quien fue condenado a una vida de esclavitud, maldecido por su propio abuelo porque Cam había entrado por descuido en la tienda de su padre y lo había visto desnudo. Que el viejo Noé hubiese estado empinando el codo, se hubiese desnudado y se hubiese quedado dormido en cueros, por lo visto no era relevante a los ojos del Señor, quien se tragó lo de la maldición sin ni siquiera preguntar.
«El viejo Noé, el viejo Noé, era sin duda un hombre de honor.»
Resopló con rabia. ¿Por qué se les comía el coco a los niños con esas sandeces en lugar de cantar canciones que dijeran la verdad? Porque, al fin y al cabo, eso era de lo que se jactaba la Biblia: de ser la Verdad.
«El viejo Noé, el viejo Noé, era un viejo borracho con poca mecha y sin ningún sentido para las proporciones.» Quizá no sonaba tan bien.
¿Era su Dios el que permitía que un nieto fuera condenado a una vida de esclavitud porque un viejo borracho no se pudo tapar con la manta antes de quedarse frito? Le costaba creerlo.
Aunque si no creyera en ello, tampoco le daría rabia.
Cuando al fin ella también se convirtió en una colina durmiente cubierta de plumas, soñó con el Dios en constante retirada de su marido. Un tipo de Dios siempre a punto cuando se le necesitaba.
Casi se puede decir que el lunes la señora Bengtsson tuvo una mañana como las de Rakel. En cuanto abrió los ojos le entraron remordimientos de conciencia por lo que había dicho en voz alta la noche anterior, cuando mandó al diablo la idea de que creer en Dios era bonito. Entonces recordó por qué lo había dicho, se volvió a enfadar con él y luego sintió más remordimientos. En un intento de mitigarlos, se sentó a leer en cuanto terminó el desayuno.
Beggo se sorprendió y se decepcionó un poco cuando entregó el correo. Había conseguido dar un frenazo perfecto y había hecho derrapar un poco los neumáticos antes de seguir. Pero la Viuda no estaba junto a su buzón.
Suspiró, víctima de la nostalgia. ¿Con quién podría compartir ahora el universo de frases nuevas que había descubierto? En una gasolinera había encontrado un disco que se llamaba «Hits de orquesta», y los cantantes pronunciaban claro y empleaban palabras que le podrían ser de gran utilidad. Buscó la canción
Desapareciste como un viento
de los Wisex en el reproductor de música y continuó con su ronda un poco abatido.
La señora Bengtsson sí estaba en casa, pero sumida en los últimos versículos del Libro Primero de Moisés.
En seguida se había vuelto sistemática en su modo de proceder, leyendo durante horas y horas con una libreta al lado en la que iba anotando minuciosamente todos los pasajes que quería consultar con Rakel y todos los que, en general, la irritaban.
Cuando José por fin se reconcilió con sus hermanos de Egipto y su padre se marchó, la señora Bengtsson se sentía mentalmente agotada. Le pareció que por aquel día ya era suficiente con haber terminado el primero de los libros de Moisés.
El café se le había enfriado, así que lo metió en el microondas unos segundos mientras miraba por la ventana de la cocina, tratando de saber si la pobre chica estaba en casa o no.
Parecía todo apagado, pero era difícil decirlo con certeza dado que el sol brillaba con bastante fuerza. Miró la hora y le sorprendió que ya fuera la una y media. En cuatro horas su marido llegaba a casa, así que dentro de tres debía ponerse con la cena. Lo mejor sería que se vistiera y fuera directa a llamar al timbre.
Pero cuando veinte minutos más tarde llamó a la puerta no le abrió nadie. A lo mejor a Rakel todavía le quedaban algunas semanas de vacaciones de verano. ¿No le había dicho algo de que las clases no empezaban hasta septiembre? La señora Bengtsson miró un poco desconcertada a su alrededor y se sintió tonta allí, de pie en el porche, sin que hubiera nadie en casa. Si alguien la veía podía pensar que no estaba lo bastante informada. Así que dio media vuelta y se marchó.
A pesar de ser mediados de agosto ya había empezado a refrescar. No podía hacer más de diecisiete grados. Caminó sin rumbo por la calle Fröjd y cuando pasó por delante de la casa del señor Rubin miró de reojo hacia el porche. El anciano estaba sentado en su butaca con la redecilla de pesca en la mano mirando fijamente al cielo. Movía los labios pero sin emitir ningún sonido. Pobrecito. Sería la edad.
En la siguiente casa vivía una familia joven con un crío pequeño, y la señora Bengtsson resopló un par de veces mientras pasaba por delante. Cuando se mudaron al vecindario, medio año atrás, había decidido continuar con la tradición de amabilidad de los Karlsson y se había presentado allí con unos bollos de canela. Sin embargo, el matrimonio no se había dignado a corresponder a su visita ni a su amabilidad ni una sola vez. Mientras el crío fuera pequeño a lo mejor les podía perdonar. Les daba medio año más antes de decidir si eran unos impresentables o si sólo estaban estresados.
La siguiente casa, cuya parcela estaba en la esquina, tenía luz —como de costumbre— en pleno día. La señora Bengtsson sabía que lo hacían sólo para presumir. Las lámparas de la entrada al garaje estaban encendidas, igual que la del porche y las numerosas y pomposas lamparitas
spotlight
que rodeaban toda la casa. Justo ésas eran las que la señora Bengtsson había querido para su casa, pero ahora ya no podían comprarlas bajo ninguna circunstancia.
A la pareja que vivía allí tampoco la conocía muy bien, pero sabía que los dos estaban jubilados. Mejor dicho, prejubilados. Y no por enfermedad sino porque querían y podían. Un día el señor Bengtsson también se las apañaría para poder tener encendida la luz del porche las veinticuatro horas sólo porque sí.
Llegó al final de la calle. ¿Adonde iba?
Sin encontrar ninguna respuesta suficientemente buena, dio media vuelta y volvió a su casa. Cuando estaba a punto de llegar a la puerta se le ocurrió que podía ir un momento a la iglesia. Quizá Rakel estaba allí.
Y si no por otra cosa, era un paso importante en su búsqueda. Aunque ahora ya había dado la vuelta una vez y si lo volvía a hacer a lo mejor la gente empezaría a sospechar. Ir por ahí deambulando de arriba para abajo…
Hizo una incursión estratégica en casa, esperó diez minutos detrás de la puerta para que pareciera que hubiera tenido algo que hacer y luego salió al garaje a coger la bicicleta. Puede que Rakel hiciera a pie los tres kilómetros que había hasta la iglesia, pero ese día la señora Bengtsson no se sentía tan contenta con Dios como para hacer tal esfuerzo. Además, no quería desgastar las sandalias de verano (todo el mundo sabe que las tiras de cuero y las suelas finas tienen una vida útil de más o menos tres kilómetros).
El paseo en bici fue cansino.
Tras una sensación inicial de sorpresa por lo rápido que iba si lo comparaba con ir a pie, y después de haberse imaginado como la motera de la película
Ånglagärd
por alguna oscura razón incluso para sí misma, en seguida se le hizo pesado. Intentó recordar la última vez que se había subido a la bici y debía de ser hacía un año, cuando los invitaron a ella y a su marido a una barbacoa a cuatro calles de su casa. En aquella ocasión fueron los dos en bici, pero no se le había hecho tan pesado. A la ida tenían el viento a favor y a la vuelta iban borrachos.
Ahora soplaba una brisa muy suave, pero le venía de cara. Las suelas relucientes de las sandalias se resbalaron varias veces en los pedales, haciendo que se tambaleara hasta casi caerse. La fantasía de la película se vio truncada. También estuvo a punto de pegársela tres veces cuando intentaba subir el bordillo de la acera, puesto que no se atrevía a ir por la calzada. Sí, era cansino.
«Supongo que es lo que hay que pasar cuando buscas a Dios», pensó martirizándose mientras seguía pedaleando.
—Hostias —soltó en la cuesta de la iglesia cuando se vio sorprendida por la profundidad de la gravilla, que por poco la hizo caerse de lado. Miró a su alrededor con sentimiento de culpa.
¿Acababa de blasfemar en la iglesia? ¿O el recinto del cementerio no contaba? A lo mejor allí era aún peor. Aunque a los majestuosos árboles que bordeaban el paseo central no parecía molestarles demasiado, y los muertos seguían sumidos en su sueño eterno.
En la lápida que tenía más cerca había un nombre normal y corriente, dos fechas separadas por un espacio de tiempo demasiado breve, y debajo «Ya os dije que estaba enfermo» en letras elegantes, aunque la señora Bengtsson no le prestó mucha atención, por lo que no esbozó ninguna sonrisita, tal como el difunto había pretendido.
Los guijarros le rozaban y raían el delicado cuero que cubría sus tacones y tuvo que hacer un esfuerzo para no expresar lo que opinaba al respecto. Como si Dios sólo pudiera oír los juramentos si salían por la boca.
Cuando llegó a la puerta bajó el caballete de la bici y sacó un espejito, se arregló el pelo y se retocó el brillo de labios.
Puso su delicada mano sobre la puerta veteada y pintada de negro, respiró hondo, apartó todos los pensamientos sobre lo que le habían costado los zapatos y lo que le costaría arreglarlos, y empujó.
Nada.
Con una sonrisa de disimulo agarró la anilla de la puerta y estiró.
Tampoco.
Un golpe de viento le deshizo por completo el peinado que le enmarcaba la cara, y los pelos se le pegaron al brillo de labios. Cuando escupió y se los apartó de la boca, un poquito del pringue brillante los acompañó y se le extendió por la mejilla. Como en la concepción del mundo de la señora Bengtsson no cabía la idea de que la iglesia fuera un lugar que pudiera estar cerrado, intentó abrirla empujando una vez más, ahora con todo el hombro. Pero la puerta siguió sin moverse del sitio.
Retrocedió dos pasos y alzó la mirada hacia la ventana de colores vivos que había arriba, como si intentara ver si Dios estaba en casa o no. Indignada por segunda vez en un breve espacio de tiempo, se acercó de nuevo a la puerta y buscó algún pomo. Evidentemente, no había ninguno, y cuando intentó aporrear la puerta con su delicado puño fue bastante obvio que el sonido de los golpes no atravesaría las gruesas tablas de madera.
Rodeó el edificio. No se veía ni un alma. Cuando hubo dado la vuelta entera intentó de nuevo hacerse oír. En su mundo imaginario veía claramente al pastor sentado allí dentro, quizá sumido en sus plegarias, porque ¿dónde iba a estar, si no? ¿Acaso no trabajaban los curas durante el día como todos los demás? ¿O eran como superhéroes y cambiaban de identidad de una semana a otra, y se hacían albañiles y funcionarios? No, un pastor era un pastor y como tal tenía que estar en la iglesia. Punto.
Le dio una patada a la puerta con la suela de la sandalia derecha, pero un pájaro carpintero habría sido más escandaloso. Incluso un birrioso y enano aprendiz de pájaro carpintero.
—¡Pues a la mierda! —le gritó al final a la vieja madera, y puede que también a Dios.
Pero en aquel momento Él no la estaba mirando a ella sino hacia otro lado, escuchando pacientemente a santa Brígida, que por enésima vez seguida se lamentaba de que después de su muerte hubiesen hervido sus huesos en vino «¡Como un plato de comida cualquiera!».
—No te quejes tanto —le dijo santo Tomás de Aquino—. A mí no sólo me hirvieron sino que encima me repartieron. Un dedo aquí, una articulación allá. ¿Qué importa?
La señora Bengtsson se montó en la bici y volvió a casa. El viento había cambiado, con lo que tuvo que luchar también contra eso.
Lo primero que hizo en cuanto llegó, rabiosa y empapada de sudor, fue lanzarse sobre los chicles de nicotina y el teléfono.
—Hola, buenas, ¿sería tan amable de ponerme con la oficina parroquial? ¿Congregación? Ehmm… La verdad es que no lo sé. Vivo en Jámnviken. Gracias. —Se mantuvo a la espera y se metió otro chicle en la boca—. Sí, hola. Soy la señora Bengtsson y me preguntaba por qué la iglesia de Jámnviken está cerrada hoy. ¿Está enfermo el pastor?
—¿Enfermo? No, siempre está cerrada —dijo la mujer al otro lado.
—¿Cómo que siempre está cerrada? ¡Pero si es una iglesia!
—Sí, o sea, está abierta cuando hay misa o un bautizo o una boda, pero si no, siempre está cerrada.