Una vecina perfecta (14 page)

Read Una vecina perfecta Online

Authors: Caroline L. Jensen

Tags: #Humor

BOOK: Una vecina perfecta
4.73Mb size Format: txt, pdf, ePub

El Racista.

Sí, al final no tuvo que lidiar con sentimientos encontrados, en contra de lo que se esperaba.

Echó un último vistazo al serbal antes de cruzar la calle. Casi parecía que el árbol sintiera el mismo escalofrío que ella.

Cada paso que daba por la calle Fröjd era como pasar la página de un catálogo de chalets. Allí dentro, en cada una de las casas, vivían personas que soñaban con el día en que pudieran abandonar aquel barrio anónimo para poder decir «Vivimos en una casa que nos han diseñado por encargo». También en la ciénaga que había sido Myresjöträsk, en Jämnviken, se forjaban sueños.

Más adelante, la señora Bengtsson pasó al lado de un grupo de niños acelerados y sudados que saltaban arriba y abajo, arriba y abajo en una cama elástica gigante detrás de una de las vallas de madera. Pero en Jämnviken todas esas camas elásticas tenían una red protectora, por supuesto, que transformaba todo el dispositivo en una especie de red puesta boca abajo. Ningún niño de aquel barrio se convertiría jamás en la estrella de uno de esos programas de vídeos caseros en los que un narrador en
off
se inventaba historias sobre los pimpollos y en los que las salvas de risotadas enlatadas ratificaban y aumentaban la estupidez de los padres. En Jämnviken se reían de los demás, y no al revés.

Los niños revoloteaban allí dentro como insectos atrapados, incapaces de controlar dónde y cómo caían sus cuerpos cuando los compañeros aterrizaban unos instantes antes que ellos.

Gritaban y se reían e incluso parecían capaces de mantener algún tipo de conversación. La red ondeaba con el viento y los muelles de la cama gemían por la alegría de que tantos pequeñajos estuvieran jugando allí dentro al mismo tiempo.

No, ni ellos ni su mundo repleto de diminutas prendas de ropa sudada le resultaban especialmente atractivos a la señora Bengtsson. Sin embargo, por un breve instante consiguió engañarse. Al fin y al cabo había que dejar claro, en honor a la verdad, que había sido Dios el que había decidido por ella, el que había determinado que sus óvulos no serían productivos. Por otro lado, aquello también implicaba la exención del castigo que Dios imponía a la mujer porque Eva se había empeñado en darle el plátano a Adán. Ella no pariría con dolor. Eso estaba claro. Sin embargo, no lograba digerir del todo la amargura de no haberlo escogido ella. Un paso más por la calle Fröjd, un paso más lejos de Dios.

Los niños pasaron de ser de unos insectos aprisionados a ser palomitas humanas, atrapadas en una de esas palomiteras eléctricas en las que el aire se arremolina y con él las palomitas. No, al igual que no se desconsoló por su infertilidad, ahora tampoco podía estar iracunda con Dios por ello. Ni siquiera le gustaban las palomitas. No les veía la gracia.

¿Habría participado en el juego —como una buena y abnegada madre— si hubiese tenido hijos? Le costaba creerlo.

Mientras estaba allí tratando de imaginarse entre todos aquellos niños saltarines, la señora Bengtsson se dio cuenta de que ni siquiera se podía acordar de su propia infancia. No recordaba su cara de niña, las cosas que hacía, las cosas que le gustaban y las que no, si su ropa había estado sudada o si era tan pequeña como la de esos niños.

Hizo un esfuerzo por recordar a sus amigos de la infancia y fracasó. Intereses, desintereses… Tampoco los pudo identificar. Ni recordaba cómo era la relación con sus padres a esa edad. Hasta que pensó en cuando tenía doce años, quizá trece, no empezaron a aflorar imágenes más o menos claras de sí misma como persona. Pero en ningún caso logró acordarse de quién había sido de niña.

—Casi que mejor —dijo pasando por delante de los extraterrestres del receptáculo y de la hilera de casas, hasta que las construcciones terminaron de forma abrupta. La calle Fröjd pasaba a ser un estrecho carril bici y la señora Bengtsson avanzó por el borde de un campo de cultivo.

A los cien metros, el carril bici comenzaba a girar de forma casi imperceptible a la derecha, por lo que medio kilómetro más adelante la señora Bengtsson pudo divisar la iglesia, al otro lado del campo.

Quedaba bastante lejos, pero no era inalcanzable. Al contrario. El campo estaba cosechado y parecía bastante llano, como una imagen del pasado, cuando Suecia aún no rebosaba de casas, calles y farolas. Una tierra repleta de prados, campos, carros tirados por caballos llenos de heno, crujiendo y traqueteando, bocas de campesinos masticando un trozo de paja, levantándose el sombrero y preguntando si quería que la llevaran. Una Suecia donde la gente cruzaba los campos para llegar a la iglesia.

Quizá aquellos pasos por el campo eran su último llamamiento a Dios, a la torre no demasiado lejana que se perfilaba sobre el cielo gris.

«Vale, allá voy. A ver si te encuentras conmigo a medio camino», pensó y se metió en el campo.

Lo que la señora Bengtsson descubrió unos metros más tarde fue que el campo no sólo estaba cosechado sino también arado. Esa planicie que a lo lejos invitaba a meterse resultó tener unas hendiduras como las olas del mar. Además, estaba lleno de piedras. Y de barro. Y la iglesia quedaba mucho más lejos de lo que le había parecido.

Aun así, fue caminando a trancas y barrancas. «A ver si te encuentras conmigo a medio camino», le había sugerido, por lo que su honestidad la obligaba a continuar como mínimo hasta allí. Pero cada vez que se le torcía el tobillo, que los talones se le quedaban pegados o que se le hundía un pie en un charco de barro, por cada piedra que se negaba a apartarse bajo sus pies y la hacía tropezar, su rabia encendía una nueva llama.

«Sólo estoy intentando acercarme a ti, hostias. ¿De verdad es tan jodidamente difícil? Cada vez que te busco, que tomo la iniciativa y decido moverme en tu dirección, es como si te rieras de mí, poniéndome barreras sólo porque te apetece.»

La torre no había cambiado de tamaño.

La cruz de la punta parecía tan lejana como antes, pero cuando se volvió ya no podía ver el carril bici. Mitad del camino. Ya había llegado.

La señora Bengtsson se miró las nuevas botas de cuero. La cuestión era si, como mínimo, conseguiría limpiarlas. Suspiró. Mitad del camino.

Se sentó en la loma de una ola del campo sin preocuparse de si se mancharía de barro, sacó un cigarrillo y se preguntó si habría empezado a fumar otra vez. No tardó mucho en decidir que lo más probable era que sí, y lo encendió. Luego se quedó allí sentada, esperando a Aquel con el que tenía una cita. Se quedó esperando a Dios, como si las condiciones que había fijado para aquel encuentro lo comprometieran también a Él.

Pero Dios decidió no presentarse.

Más allá de la iglesia podía distinguir los coches pasando. Parecían cagarrutas de mosca. Y allí estaba ella, en medio de un campo, en medio del barro. Rechazada. Ningún campesino mascando paja que se ofreciera a llevarla. Ningún resplandor romántico sobre los prados verdes. Sólo un suelo gris, yermo e imposible para caminar.

—¡Tú! —gritó. Una liebre apareció con un brinco unos metros más allá y se alejó asustada, pero se detuvo al cabo de un momento y se la quedó mirando interrogante.

»Podrías echarme una mano, ¿no te parece? Un poco de esa buena voluntad tuya no estaría mal. Interviniste cuando morí, ¡ahora te toca decir por qué! Quiero saber de una vez por todas si tienes un plan para mí, si ésa fue la razón…

Esperó unos segundos. La sensación de temor fatídico no la había abandonado del todo. Ya no le bastaba con pensar que el Señor no le gustaba, pero ponerse a gritarlo a los cuatro vientos, y a una iglesia, sentada en medio de un campo, fue suficiente para que la angustia le diera una estocada entre los omóplatos y le hiciera levantar la mirada. Una prueba de que su fe seguía intacta, pero también de que algo había cambiado irremediablemente.

A pesar de recordar que tuvo una fe difusa en el pasado, nunca antes la había relacionado con el miedo. Lo interpretó como una confirmación de que ahora sí había conocido a Dios. Rakel le había mostrado su verdadero rostro, y la señora Bengtsson sentía como el miedo menguaba con cada palabra suya que no obtenía respuesta, al tiempo que su cólera iba creciendo.

—¿Por qué te tengo que tener miedo a ti? ¡Ni siquiera sabes de mi existencia! Es imposible que sepas qué he estado haciendo o pensando la última semana, porque entonces me habrías parado los pies. O quizá lo que pasa es que no te importa.

Como la respuesta seguía brillando por su ausencia, la señora Bengtsson se envalentonó aún más. Aunque su coraje ya se basaba en la idea de que probablemente Él no la estaba escuchando en ese momento, se lo tomó como algo personal.

—No, exacto. No me has parado los pies. Ni tampoco me has dado señales de que voy por el camino equivocado, ni por el correcto. ¡Nada! ¿Qué significa eso?

Silencio. La liebre seguía en su sitio, a unos veinte metros de distancia, mirando con curiosidad a la señora que estaba pegando voces delante de su madriguera. Su hocico temblaba de expectación.

—Eso, ya te lo digo yo, significa que te importo una mierda —dijo la señora Bengtsson recogiendo una piedra del suelo para lanzársela a su público. Falló y la liebre permaneció inmóvil. Estaba entre ella y la iglesia, mirando a la señora Bengtsson de reojo.

Si la liebre hubiese sido blanca quizá nuestra ama de casa habría recordado la historia de otra niña que siguió a un conejo blanco dentro de su madriguera y vivió la aventura de su vida. Pero aquello no era un conejo. Era una liebre y era marrón, y a diferencia del conejo del cuento, no la habían enviado para decir que iba con retraso, sino todo lo contrario. Le quería decir que todavía quedaba tiempo.

Pero los animales sólo hablan el idioma de las personas en los cuentos. La liebre seguía pacientemente sentada, mostrando lo mejor que podía, con todo su inexpresivo lenguaje corporal, que estaba allí para que la siguiera, que era una invitación y una promesa. La señora Bengtsson encontró otra piedra y la lanzó también, esta vez acertando de pleno en el costado de la liebre. Que el animal se quedara donde estaba no fue para ella una señal lo bastante clara.

—Te he pedido que vengas a mi encuentro. A medio camino. Yo ya estoy aquí, ¿dónde diablos estás tú? Supongo que estás con alguien más importante. Seguro que te parece que ya has cumplido con lo tuyo. «Blablablá. Soy Dios, tu Señor, y blablablá. Toma, un montón de normas, síguelas y serás cristiano, y si no, te vas a enterar.» ¿Sabes qué? No quiero saber nada de tus normas si tú ni siquiera me puedes ayudar a reflexionar sobre ellas. Ninguna señal, ni un susurro al oído. Nada. ¡Nada! Pues muchas gracias —dijo la señora Bengtsson y hundió la colilla en el barro—. Vale, si de verdad estás tan tremendamente ocupado que no tienes ganas de ayudar cuando te piden un empujoncito en la dirección correcta con una sonrisa, por lo menos serás lo bastante orgulloso como para detener a alguien, a quien dices amar y haber creado, si toma el camino equivocado. ¡Pues detenme! Detenme o a partir de ahora ya no querré saber nada de Tus normas. Ni de Ti. Nada que tenga que ver Contigo. Ni ahora, ni mañana, ni tampoco después de la muerte.

»Todos Tus «no harás esto, no harás lo otro…». A ver, ¿por qué no? ¿Quién me va a detener? ¿Tú? Lo dudo. Nunca me has parado los pies cuando me he dado un atracón ni cuando he sentido ira o envidia.

»No me has animado cuando he sentido amor por Ti, de partes de Ti que he visto a mi alrededor, ni me has facilitado las cosas. Ahora me siento aquí y retiro mi invitación. ¡Olvídame! La cita a medio camino ya la he desconvocado. Que lo sepas.

Ya no sentía ningún pinchazo entre los omóplatos.

Aún tenía la mirada fija en el cielo, pero no sentía ni rastro del miedo. Había jurado y blasfemado hasta quedarse descansada, sin obtener respuesta, y había aprendido que no había ningún peligro en hacerlo. Y, sobre todo, que no tenía sentido hacerlo.

—Mamón —añadió, como para probar una última vez.

La señora Bengtsson había dejado de temer a Dios.

Convencida de que Dios existía y de que Él era realmente Aquel por el que se hacía pasar, rompió el lazo que en su mente había forjado y que se había constituido como su visión de futuro. El ser una con Él.

—No quiero estar Contigo. No quiero estar para ti. No quiero acabar a tu lado, ni verte, ni pensar en ti ni actuar como tú ordenas.

Tomó una gran bocanada de aire y gritó:

—¡Te odio!

Una gota de agua cayó en una de las botas marrones. Luego otra, y luego una le dio en la frente, por lo que la señora Bengtsson se levantó para volver a casa. Hambrienta como había estado de recibir una señal o una respuesta, de entablar un diálogo, pasó completamente por alto el significado de la lluvia. La liebre agitó las orejas, se sacudió el cuerpo y se metió, decepcionada, en su madriguera. Sin duda, al día siguiente tendría un moratón donde la piedra le había dado.

De camino a casa, con las botas enfangadas, el pelo alborotado y el culo sucio de barro, la
Furia Amarilla
pasó junto a la señora Bengtsson y, cómo no, se detuvo con un frenazo. Un Beggo preocupado sacó la cabeza por la ventanilla y, cuando la mujer estuvo a su altura, le preguntó si había pasado algo. ¿Necesitaba ayuda?

—Supongo que no me queda otra que decir que sí —dijo con amargura—. Pero esto es entre Dios y yo. ¿Tú crees en Dios, Beggo?

No se lo pensó ni un segundo, sino que se puso a reír y dijo:

—¿Dios? No. Mucha luz y mucho calor. La fe y la esperanza te llegarán solas.

—Eso es de los Vikingarna —observó—. Pero ¿sabes qué pasa? La fe y la esperanza son justo lo que no me ha llegado.

Beggo le preguntó otra vez si la podía llevar a casa, y la señora Bengtsson se volvió para enseñarle el culo. Cuando el cartero vio el barro, la cara que puso manifestaba claramente el arrepentimiento de haberse ofrecido, pero no hizo ningún intento de echarse atrás.

—No me queda tan lejos, Beggo. Iré caminando y así no tendrás que limpiar el barro del asiento. Pero gracias de todos modos. Eres muy bueno.

—Siempre puedes confiar en los chicos mayores de treinta y cinco —respondió él, visiblemente aliviado mientras se marchaba bajo la fina pero firme lluvia.

Los jardines por los que pasó de camino a casa estaban vacíos. Los niños palomiteros ya se habían retirado. Quizá no eran resistentes al agua.

Beggo llevaba mucha ventaja y no pudo verlo cuando paró para dejarle el correo en el buzón. La factura de la luz y un sobre escrito a mano para los Bengtsson, marido y mujer, que seguramente era una invitación a algún evento social.

Other books

Down Among the Dead Men by Peter Lovesey
Cartboy Goes to Camp by L. A. Campbell
Clock and Dagger by Julianne Holmes
No Hero: The Evolution of a Navy SEAL by Mark Owen, Kevin Maurer
Writing the Cozy Mystery by Cohen, Nancy J.