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Authors: David Mamet

Tags: #Ensayo, Referencia

Una profesión de putas (15 page)

BOOK: Una profesión de putas
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El proceso publicitario acaba por parecerme un buen ejemplo de explotación mutua con alegría, no muy diferente de los recuerdos del clima de promiscuidad sexual de los turbulentos sesenta… algo que también entonces parecía buena idea.

En el proceso publicitario, tanto el sujeto como el interlocutor aparentan desinterés. El entrevistado se siente obligado a adoptar alguna variante de actitud modesta («¿Quién, yo?») y el entrevistador finge ser un honesto buscador de la verdad, ya sea con vistas a su propia formación o en beneficio de sus lectores.

La verdad es que el sujeto intenta vender su mercancía, sus ideas o a sí mismo; y el periodista, por lo general, intenta pillar al otro en renuncio, porque «así consigues mejor material». Y no creo que la culpa sea del periodista. Con lo cual, si lo que estamos buscando es al malo de la película, ya sólo nos queda el entrevistado, que en mi caso soy yo, y por eso es por lo que dejé de conceder entrevistas. Porque me parecía como el paripé que se marcan la Corista y el Productor. La Corista dice: «Me voy a acostar contigo porque me atraen tu amabilidad y tu generosidad, las dos cualidades que me gustan en un hombre»; y el Productor dice: «Respeto tu honestidad y tu integridad al acostarte con un hombre que tiene edad suficiente para ser tu tío; y además, me impresiona tu fortaleza al afrontar los inevitables venablos de esas almas engañadas que seguro que dicen que te acuestas conmigo sólo para conseguir el papel. Y
a pesar
de ellos, te voy a dar el papel, aunque ya pensaba dártelo de todas maneras.»

Y luego cenemos el superego del Botones, que dice: «Venga ya,
por favor
… ¿por qué no se mete en el catre y lo deja de una vez?»

Así que rezo para no quedar como un tonto y me recuerdo las supuestas ventajas de la publicidad, y sigo adelante. Por la mañana hablo con un par de periodistas y me marcho a la conferencia de prensa.

Cientos de miles de periodistas, o al menos eso parece, han visto la película en un pase especial para la prensa y están alineados en una sala de conferencias. Los productores de la película, la señorita Pidgeon y yo somos conducidos a la sala de conferencias y ocupamos el estrado. Muchos fotógrafos sacan fotos. Nos presentan a Henri Behar, el moderador y traductor, y da comienzo la conferencia de prensa.

Me hacen preguntas y yo las respondo. Nos sacan fotos, termina la conferencia de prensa y salimos acompañados por un francés amable y corpulento, que supongo que será el jefe de seguridad. Recorremos varios pasillos del Salón del Festival, flanqueados por los esbirros del hombre corpulento, todos los cuales visten chaquetas de madrás que parecen de los años cincuenta.

Llegamos a una terraza al lado del Salón del festival. Allí, alineados en las gradas de la terraza, hay trescientos fotógrafos disparando sus cámaras. Los flashes estallan sin parar y varios individuos me piden a gritos que mire hacia ellos.

Yo me vuelvo a mirar hacia ellos, y entonces los demás me gritan que lo mejor es que vuelva a mirar en su dirección. Esto se prolonga durante muchísimo tiempo. Dos veces saludo con la mano para despedirme de los fotógrafos e iniciar la retirada, y dos veces me lo impiden los organizadores del festival, que indican que ellos decidirán cuándo es suficiente.

Por fin se decide que todo ha ido bien y que los fotógrafos de las gradas han cumplido.

Entonces, mi grupo recibe instrucciones de dar medía vuelta, cosa que hacemos, y a unos veinte metros de distancia nos encontramos con otros cuatrocientos fotógrafos en otra terraza. Ahora les toca a ellos sacar fotos durante un rato. Por fin nos permiten marcharnos. Un coche nos lleva de regreso al Carlton y yo le sugiero al conductor que haga revisar las ruedas, pero él me replica educadamente que el causante de la molesta oscilación soy yo, que estoy temblando como una hoja, como decimos allá en Vermont.

Por la tarde hablo con unos cuantos periodistas más, y llega el momento de prepararse para la gran noche.

¿Quién no ha luchado con un esmoquin? Nuestra amada está en el cuarto de baño, enfrascada en Dios sabe qué serie de preparativos rituales, ajena a todo lo demás. Existe un abismo espiritual entre el cuarto de baño y la alcoba. La habitual unidad de espíritu conyugal, signo de un hogar feliz, se ha interrumpido.

He comprado un esmoquin nuevo, y estoy a punto de ponérmelo por vez primera. El sastre sugirió sacar la cintura un centímetro. Yo me opuse, porque me parecía que la cintura quedaba bien, y se lo dije. El indicó que si pensaba llevar el esmoquin con tirantes, y no con cinturón, me sentiría más cómodo con la cintura un poco más floja. Yo sabía, o creía saber, que sólo estaba siendo amable conmigo, y que si yo accedía, me sacaría la cintura cuatro centímetros, haciéndome creer que sólo la había sacado el centímetro prometido. La seguridad de que el tipo tenía espejos adelgazantes en su taller apoyaba mis sospechas.

Así que le dije que no sacara la cintura y empecé a introducirme en el esmoquin, y me quedaba
perfecto
y con la cintura bastante floja, lo cual me hizo sentirme superior a mi sastre. Y entonces se me ocurrió que a lo mejor había sacado la cintura
a pesar de todo
, y reprimí el impulso de quitarme los pantalones y buscar señales del arreglo.

Desde luego, tenía la mente acelerada.

Me puse el esmoquin por etapas. Había un curioso dispositivo que servía para sujetar la parte delantera de la camisa con pechera por dentro de la bragueta del pantalón, de manera que la camisa quede impecable y no se salga. Cuando por fin conseguí hacer funcionar el dispositivo, no pude ponerme derecho, de manera que lo hice otra vez, me até la pajarita y los nueve metros de faja, me miré al espejo y me dije que estaba imponente.

La señorita Pidgeon se había embutido en un llamativo y ceñidísimo vestido de lentejuelas y se había puesto zapatos de tacón alto, y por un momento me olvidé de mi presuntuosa vanidad, dándome cuenta de que era el hombre más afortunado del mundo.

Nos pusimos en marcha, hechos un par de láminas de revista de modas.

Bajamos al vestíbulo, donde había un montón de
paparazzi
que nos sacaron fotos.

Uno de los encargados del festival nos sacó por la puerta de atrás, donde seguía lloviendo a cántaros, y nos acompañó a uno de los coches de la organización.

Avanzamos por la avenida principal a paso de tortuga. En los cruces había gendarmes con esos
kepis
tan cinematográficos, y a todo lo largo de la calle cortada al tráfico, desde el hotel al Salón del Festival, había dos apretadas murallas de gente. Cuando llegamos frente al Salón, la línea de automóviles se detuvo por completo. Teníamos que espetar varios minutos cada vez, avanzando luego la longitud de un coche.

Delante de nosotros, a una distancia imprecisa, los coches se detenían para desembuchar su precioso cargamento al extremo de la alfombra roja ceremonial del Salón del Festival.

Estábamos en un túnel de gente que se cerraba sobre nosotros. Se apretaban contra el coche, y daba la impresión de que llegaban al techo por los dos lados, juntándose en el centro. Disparaban cámaras con flash, golpeaban el coche y apretaban los rostros contra las ventanillas.

Se preguntaban unos a otros quién iba en el coche, y debo decir que demostraban bastante buen humor cuando comprobaban que no nos conocían.

Avanzamos centímetro a centímetro. El conductor nos pidió que comprobáramos si las puertas de atrás estaban bien cerradas. Aquello me asustó un poco.

Había estado dos veces en la ceremonia de los Oscar, y me parecía demoledoramente pagana, pero este festival le daba cien vueltas; los mirones de los Oscar no son más que norteamericanos aburridos y feroces como yo, pero a
esta
gente le interesaba el «cine».

Llegamos a nuestro destino, el extremo de la alfombra roja. Se abrieron las puertas y salimos al exterior, bajo un toldo insuficiente, teniendo en cuenta que llovía como una vaca meando en una piedra plana, como dicen en Vermont.

Tuvimos que aguardar a hacer nuestra entrada ceremonial mientras varias celebridades europeas avanzaban entre el delirio de la multitud. Por fin nos llegó él tumo. En marcha. Salimos de debajo del toldo y quedamos completamente expuestos a la lluvia. La gente nos sacó fotos. Creo que la escalinata estaba flanqueada por dobles hileras de no se qué clase de gente.

Ahora que lo pienso, creo que me dijeron que había trompeteros con libreas napoleónicas, pero no me acuerdo de ellos.

Sí que me acuerdo de los gendarmes, que eran todos muy jóvenes y atléticos y permanecían completamente inmóviles, con las manos juntas a la espalda, en posición de descanso, y resultaban bastante impresionantes. Y me acuerdo del ejército de guardaespaldas de paisano, que habían cambiado sus chaquetas de madrás por otras de sirsaca blanca y gris, y estaban muy monos.

Subimos la amplia escalinata del Salón del Festival (uno de los productores de mi película comparó el vestíbulo con la biblioteca de no sé qué universidad del Medio Oeste que tiene un montón de dinero). Subimos, como digo, la escalera y llegamos a la antesala del inmenso auditorio. Nos condujeron a nuestros asientos.

En el escenario, Geraldine Chaplin hablaba con el presentador, un hombre corpulento de sesenta y tantos años, muy sereno y distinguido.

Llamaron a Román Polanski, que se encontraba entre el público, y lo presentaron como presidente del jurado de ese año; y él hizo subir a los restantes jurados, que se reunieron con él en el escenario. No sé cuántos eran, y no pude prestar mucha atención. Uno de los productores de mi película me presentó a varios de los financiadores japoneses, y todos nos hicimos reverencias y nos dimos la mano. Llamaron al escenario a Robert Mitchum, que subió flanqueado por dos de sus hijos y, en calidad de Prestigioso Representante del Mundo del Cine, declaró inaugurado el festival.

El presentador rogó al público que tuviéramos paciencia, mientras retiraban del escenario todo el equipo de televisión que lo llenaba.

Los del público nos dedicamos a charlar durante un rato, Luego se apagaron las luces y se oyeron siseos pidiendo silencio.

Nos pasaron un
tráiler
de
El baile de los vampiros
de Polanski, que resultó agradable como toque histórico. Y después, un
tráiler
del
Ciudadano Kane
, que empezaba y terminaba con el logotipo del «Teatro Mercury de las Ondas» de Orson Welles.

Limbo. Una voz de hombre pide un micrófono. Surge un micro acoplado, que zumba. Una mano de hombre lo ajusta y luego se retira del foco. La voz (Welles) habla, presentando el proyecto que estamos a punto de ver.

También esto aparece al final de las películas Mercury. Welles reitera varios datos, el reparto de la película y otros detalles, y el micrófono desaparece de nuevo en el limbo.

Siempre he opinado que esta presentación es una de las cosas con más clase del mundo. Cada vez que la veo, me muero de gusto y de envidia. No sólo me impresiona, sino que me
rejuvenece
, y de mis labios abiertos escapa el elogio definitivo de mi juventud; «de puta madre».

Descansa en paz, señor Welles; ojalá hubiera tenido el privilegio de conocerte.

Y por fin, se hace el silencio y pasan mi película.

Delante de la película pusieron la cabecera del festival, un vídeo de «arte informático». Vemos varios escalones que flotan en el aire, como una escalera sin contraescalones. Vemos que los escalones están bajo el agua. La «cámara» sube los escalones, y éstos salen del agua y flotan en el aire. Los escalones siguen ascendiendo por el aire, hacia el oscuro firmamento estrellado. El escalón más alto gira hacia la cámara y se ve que lleva grabado el emblema del festival, una hoja de palma. La hoja de palma se desprende del escalón, que se hunde en la lejanía. Luego aparecen diversos textos que nos informan de lo que estamos viendo, y por fin se acaba. Odio los ordenadores. Creo que son un instrumento diabólico. Bueno, el caso es que por fin ponen mi película.

Era la primera vez que veía la película con un público auténtico. La había estado viendo durante seis meses en la pantalla de una montadora Steenbeck, una pantalla que tiene el tamaño de una novela de bolsillo. Durante el proceso de montaje, la vi un par de veces en una sala de proyección con un público de unas treinta personas reclutadas al azar.

Ahora va de veras. La pantalla tiene 55 metros de anchura y hay 2.500 personas como yo —cansadas, aburridas, ansiosas y exigentes— viendo mi película.

Todo salió bastante bien. Varias personas hicieron comentarios al terminar, pero 2.500 prestaron atención durante una hora y 42 minutos, y la película refleja mis intenciones en la medida en que yo sabía expresarlas en aquel momento, y todos han prestado atención, lo cual significa que, al menos en el aspecto técnico, hice mi trabajo razonablemente bien; a partir de ahí, todo queda en manos de los dioses.

Es curioso este asunto de la acogida del público. Llevo veintitantos años presentando mis obras, tanto dramas como películas. Y durante ese tiempo, me he esforzado por entender los fenómenos de la acogida del público y la crítica.

La acogida del público es la más fácil de aceptar. Yo empecé escribiendo obras para mi propia compañía de teatro, y mi relación con el público estaba bastante clara: si uno hacía bien su trabajo, la gente prestaba atención; y si no, no la prestaba. Si la obra era graciosa, se reían; si era triste, lloraban. Si
no
tenía gracia,
no
se reían. Y cualquiera que insista en que su obra es graciosa en contra de la opinión del público puede que haga carrera como filósofo, pero no durará mucho en el negocio del espectáculo.

Cuando el público
sale
del teatro, hay que prestar atención y tratar de comprender otra serie de circunstancias: puede suceder que personas que
se han reído y llorado
digan del conjunto de la obra: «No la he entendido» o «No me ha gustado».

En el ambiente teatral, el público hace notar su disgusto no acudiendo. Si de su presencia en tu obra depende el pago de tu alquiler, te mueres de hambre.

Por eso es necesario tener siempre en cuenta al público, y creo que hay que esforzarse por ayudarle a comprender tus intenciones.

También es necesario aprender a dominar el resentimiento que pueda provocar su falta de aprobación, y aprender a valorar este resentimiento y a responder a su opinión de una de las dos maneras siguientes: se puede responder a su desaprobación diciendo (a) «Ya veo que no he hecho mi trabajo suficientemente bien; permitidme que lo revise para ver si lo puedo dejar mas claro»; o (b) «Pensándolo bien, creo que mi trabajo ha quedado todo lo claro que podía quedar,
y
me resisto a la tentación de mutilar mi obra para complacer al público.»

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