¿Qué más ocurrió aquel verano? Un clavo me atravesó la suela del zapato y tuve que ponerme una inyección contra el tétanos, y estuve una semana cojeando y me enteré de la existencia de zapatos con suela de acero.
Estuve toda una semana discutiendo conmigo mismo sobre si tomarme o no un viernes libre. El lunes era no sé qué fiesta, y te lo pagaban si trabajabas los dos días laborables adyacentes. Yo tenía una cita importante y, por supuesto, no fui a trabajar el viernes, con lo que me quedé sin la paga del día festivo, y todavía estoy molesto veinticinco años después, y aún no sé si enfadarme conmigo mismo por mi debilidad, o con la fábrica, por maquinar un plan tan astuto para asegurar la asistencia.
Los camiones se hacían por encargo, y tenían fama de ser de excelente calidad.
De vez en cuando veo uno por las carreteras del Medio Oeste o, con menos frecuencia, por las del Este, e invariablemente le digo a quien venga conmigo en el coche: «¿Ves ese camión? Yo trabajé en la fábrica.»
La palabra que primero acude a la mente es
fantasmas
, pero las luces de la colina no eran fantasmas y, si lo eran, no estoy seguro de qué clase de fantasmas serían, porque, desde luego, yo no soy un fantasma. No puedo decir lo que eran, pero sé cuándo las descubrí.
La colina misma debía tener algo que ver con ello. Abajo, en el fondo, cerca de mi casa, está el cementerio; y yo pasaba por él una noche, pensando en la historia de Annie, cuando algo me tiró de la chaqueta.
Me gustaría decir que «sentí algo», queriendo significar «alguna presencia», pero lo único que sentí fue un tirón en la manga de la chaqueta. Iba caminando justo por la parte central de la carretera. La noche estaba oscura como el carbón, y yo iba por el centro para evitar la posibilidad de que me pegaran ramas en la cara. Iba pensando en lo que me había contado Annie.
Me había dicho que cuando era pequeña vivía en la casa blanca de la ladera, más arriba de mi casa, encima del cementerio.
Un día, cuando era pequeña, iba caminando y de repente apareció un hombre a su lado. En la solitaria carretera de tierra, en medio del campo; y de repente, había un hombre a su lado.
Según Annie, iba vestido muy raro, al estilo de otra época. Y ella se asustó.
El hombre la saludó con la cabeza y le preguntó cómo se llamaba. Annie era pequeña y sus padres le habían advertido que no hablara con desconocidos, así que no respondió. El dijo que se llamaba Anders.
Annie continuó el camino hasta su casa. Por la noche les contó a sus padres lo ocurrido. Le dijeron que Anders era el nombre de un peón que había trabajado en la granja en tiempos de sus abuelos. Y en esto iba pensando yo mientras caminaba por el centro de la carretera y algo me tiró de la manga de la chaqueta.
También está lo de las estrellas móviles que vi a unas quince millas del pueblo, hace veinticinco años.
Fue una noche de invierno, cuando yo era chaval.
Había cinco o seis en el cielo. Parecían estrellas. Se quedaban quietas un rato y luego se movían, se agrupaban un momento y salían disparadas, como si se persiguieran de un lado a otro del firmamento.
A veces cruzaban el cielo a toda velocidad, otras veces se movían despacio hasta el horizonte opuesto, donde se reagrupaban formando diversos diseños. Yo estaba con varios amigos. Estuvimos un rato mirando y luego telefoneamos a la base aérea de Plattsburgh para comunicar lo que habíamos visto.
El tipo que respondió al teléfono nos dio las gracias. Le preguntamos si había recibido otros informes sobre el fenómeno y dijo que no. Le preguntamos qué creía que podía ser aquello y dijo que no tenía ni idea.
Veinticinco años después, una noche que volví a mi casa de la ladera vi de nuevo las luces.
Eran las cuatro de la madrugada. Yo estaba cansado, y solo en la casa. Me estaba cepillando los dientes. Eché un vistazo por la ventana, y allí, ladera arriba, más allá del cementerio, más allá de la casa blanca, más arriba todavía, en la cima de la colina o, como se suele decir, en el punto más alto de la tierra, había una luz. Era una luz intensa, como los focos montados en camiones que se utilizan en los estrenos de cine, o como un reflector antiaéreo surcando el cielo. El rayo de luz giraba lentamente, describiendo una especie de cono con la punta en el suelo. Era un rayo mucho más potente que los focos klieg que se montan en los camiones. Y era de un blanco purísimo.
El foco estaba en el suelo, más allá de los árboles que bordean el prado, en la cima misma de la colina.
Dado mi estado de agotamiento, asentí y seguí preparándome para acostarme.
Y entonces me pregunté qué era aquella luz en lo alto de la colina.
«Bueno, no es más que…», empecé a explicar; y entonces me detuve, porque no tenía ni idea de lo que era ni de lo que podría ser. Me puse a pensar en algo que justificara la presencia de aquella luz en lo alto de la colina. Me asomé de nuevo a la ventana, y allí seguía, dando vueltas lentamente.
La blancura de aquella luz me fascinaba, y recuerdo que pensé que jamás había visto una luz tan blanca. ¿Qué podría ser? Se trataba de algún tipo de señal, pero ¿de quién y a quién?
¿Y que pintaba aquella luz allí, en mitad de la noche, en una apacible carretera rural de Vermont?
Unos años antes, una noche de verano, había estado sentado en el porche de esa misma casa, mirando por casualidad carretera arriba, hacia la casa blanca, que entonces estaba desocupada, y vi un pequeño fuego ardiendo bajo el granero.
Recuerdo que al verlo pensé «No es más que…» y cuando me fue imposible desentenderme, subí y descubrí un fuego de maleza que se extendía con rapidez y que estaba ya prendiendo en el granero. Intenté apagarlo, pero ya era demasiado grande para mí y tuve que bajar corriendo y llamar al departamento de bomberos del pueblo.
Apagaron el fuego y yo estuve algún tiempo jactándome, con una sensación de buena vecindad rural que yo mismo me había adjudicado.
Porque consideraba que si yo no hubiera
visto, reconocido
, investigado, y actuado al respecto, el granero y la casa habrían ardido.
Y fue el recuerdo de aquella sensación de buena vecindad lo que me decidió a subir a la colina para investigar la luz.
Porque en la casa blanca no había nadie, y tampoco vivía nadie en la casa siguiente, la que estaba al otro lado del prado donde se veía la luz.
Aparte de mí, no había nadie en la colina. Y debí sentir que aquella luz sugería algo malévolo o peligroso, porque al vestirme para salir de casa cogí una pistola.
Eran las cuatro de la madrugada de una noche de comienzos de primavera cuando abrí la puerta y me felicité por mi valor.
Muchos no se atreverían a recorrer aquella media milla colina arriba, pensé. Muchos se quedarían en sus casas.
Y me pregunté por qué sería; y me respondí que porque aquella luz representaba un gran peligro; y tuve miedo. Volví a entrar en mi casa, cerré la puerta sin hacer ruido, como hacemos cuando somos niños y nos movemos en la oscuridad procurando no llamar la atención de los seres malignos que acechan en la habitación.
Volví a entrar en mi casa y miré por la ventana, y vi que la luz seguía allí, en lo alto de la colina.
Me pregunté si me daba por satisfecho con vivir en la ignorancia, sin saber qué era aquella luz, pero por mucho que me reproché mi cobardía descubrí que no era capaz de subir a la colina.
Me desvestí y me metí en la cama. Aunque tenía la cabeza llena de pensamientos, me quedé dormido; y me desperté algún tiempo después, sintiendo un miedo terrible, y vi una luz intensísima que penetraba por la ventana de mi habitación y lo iluminaba todo, como si su fuente de origen estuviera justo al lado de mi casa.
Y me quedé dormido de nuevo.
A la mañana siguiente pregunté a todo el mundo en el pueblo si habían visto u oído algo, y si podían explicar lo de las luces que yo había visto; nadie había visto nada y nadie tenía explicación alguna.
Abajo, al fondo del viejo sendero de mi terreno, en la intersección del sendero con la carretera de tierra, hay una depresión que señala el primer emplazamiento que hubo en el pueblo, hace doscientos años. Sea como fuere, bajando la cuesta desde mi casa, el terreno forma una depresión, al fondo de la cual se encontraba el antiguo camino. Todavía quedan algunos restos. A mí no me gustaron y eché encima un montón de abono. Me pareció adecuado para tapar un punto hundido, oculto y algo desagradable.
Puede que conozcan lugares así. No en la ciudad, donde la tierra está tapada, pero sí en el campo o en los bosques.
Puede que hayan conocido lugares que dan sensación de bienestar y lugares que emanan peligro, como si estuvieran emitiendo el mensaje «Haz caso de este aviso o lo lamentarás. No deberías estar aquí». Eché un pequeño montón de abono en aquel hueco al píe de la colina.
Al lado de mi casa, entre la casa y el cementerio, cerca de la carretera, había un columpio. Una tarde, estaba empujando a mi hija en el columpio, y miré más allá de ella, colina abajo, y vi una figura junto al montón de abono. Era la figura de un hombre y estaba mortalmente pálido, de pies a cabeza.
La vi durante un segundo y entonces desapareció.
Me pregunté si habría podido ser conjurada por mis sentimientos de antipatía hacía aquel lugar.
Varias semanas después —debió ser a finales del verano, porque había manzanas en los árboles— mi hija me pidió que subiera a un árbol para cogerle una manzana, cosa que hice.
Mordió un bocado y dijo que era demasiado pronto y que la manzana estaba verde, y que no quería más. «¿Qué hago con ella?», preguntó, y yo le dije que la tirara al montón de abono, que estaba quince metros más abajo.
—No —dijo—. No quiero ir allí. Allí vive un monstruo.
Y se oía gente hablando. Fuera de las casas, por la noche. Un verano, en una casa rural de North Hero; todo un otoño, en los años sesenta, cuando yo estaba con unos amigos en el bosque, viviendo en un remolque alquilado.
Aquel otoño, todas las noches oíamos a dos hombres hablando fuera, durante toda la noche, hasta que uno de nosotros, que se había quedado solo, llamó a la policía del Estado. Registraron los alrededores y no encontraron nada; y cuando regresamos de nuestras vacaciones, o de donde hubiéramos estado, todos nos decíamos unos a otros «Dios mío, ¿tú también lo oíste?»
Ganó lo de la anciana de la casa a las afueras de Newport.
Una amiga me habló de la casa del lago y yo la alquilé para pasar un verano, y oí a la anciana llorando y refunfuñando en plena noche, y salí un montón de veces para ver quién era, pero nunca había nadie. En otoño, de regreso en Nueva York, la amiga que me había hablado de la casa me preguntó qué tal había pasado el verano. Le dije que bien.
—¿Sigue allí el fantasma? —me preguntó.
Sí —respondí—. El fantasma sigue allí.
Viví dos años terribles de fumador en Cambridge, Massachusetts. No sólo fumaba, sino que fumaba puros, y en grandes cantidades.
Soporté los corteses letreros en comercios y lugares de reunión, y muchas miradas de reproche nada corteses por parte de mis liberales congéneres, que te miraban como diciendo: «Si yo no fuera una persona educada, te miraría de tal manera que te haría darte cuenta de que ese vicio tuyo, que bien sabes que es malsano aunque careces de fuerza de voluntad para dejarlo, es tan insultante y ofensivo para los que te rodean como degradante para el que lo practica.»
Llegué a estar harto de preocuparme por que mis cigarros provocaran la citada respuesta, y me pasé mucho tiempo pensando en lo que podía replicar: ¿debía mostrarme arrogante y no responder, arrogante y responder, educado y pedir perdón? Etcétera.
Como es natural, todo esto acabó por quitarle la gracia a fumar puros. Mis congéneres liberales me habían reducido a un lamentable estado de amedrentamiento en este aspecto. Me reprendieron por fumar puros en el parque; un parque que, antes de la reprimenda, yo siempre había considerado como «aire libre». Y mi último refugio era la encantadora tabaquería de Mass Ave, donde me dejaban sentarme en la sala de ajedrez y fumar sus puros mientras trabajaba. Hasta que lo que era un amado refugio se acabó convirtiendo en una prisión y dejé de fumar.
Desde que lo dejé me siento mucho mejor. Mi ropa huele a limpia, respiro mejor y me encuentro mejor en general. Como toda persona reformada, soy consciente de los beneficios que esta reforma ha deparado al populacho en general; y ahora me opongo a que se fume en los aviones, en los restaurantes y en cualquier lugar donde los no fumadores no dispongan de medios cómodos para aislarse del objeto ofensivo. Considero —y espero que sea así— que no expreso ni siento la santurronería que tan fastidiosa me resultaba cuando yo era su receptor, pero admiro el resultado neto obtenido por los luchadores por un mundo sin humo, las leyes y mejoras que han conseguido. No es algo por lo que yo hubiera luchado, pero me alegro de que ellos lo hayan hecho.
Pero ahora me toca a mí mojarme; y aunque temo que la naturaleza de mi objeción me expone al ridículo, voy a plantearla.
Me ofende y me molesta la universal costumbre de hacer sonar música grabada en lugares donde el oyente no tiene escapatoria.
No veo ninguna necesidad de que los restauradores, comerciantes y capitanes de medios de transporte decidan llenar los momentos supuestamente no musicales de mi jornada con su idea del tema musical adecuado.
Prefiero oír los ruidos de la calle, el silencio general o el bonito ritmo de las conversaciones humanas a oír música en un restaurante. ¿Por qué han de prevalecer los gustos del «asesor» del restaurante sobre mí predilección por el silencio?
Prefiero los ruidos del gimnasio a las nefastas pulsaciones de la música
disco
, o como se llame eso que tocan ahora. No me gusta perder tiempo ponderando los derechos del restaurante contra los del cliente, que soy yo, cada vez que me planteo si debo pedir que quiten la música o que la bajen, o si es mejor que me marche. Me paso gran parte de la vida en restaurantes y en aviones. Es allí donde leo y donde escribo. Ambas actividades se ven gravemente obstaculizadas por la presencia de música grabada.
Se podría argumentar que se trata de un simple fondo musical, pero para mí no lo es.
Me gusta la música. Toco música, compongo música y cuando la oigo soy incapaz de desentenderme. La escucho contra mi voluntad, me distrae de mis pensamientos, de mi libro, de mi trabajo, y detesto la selección, la presencia y el arreglo de la música, y la arrogancia de los que me someten a ella. ¿Será posible que exista un tipo de personas incapaces de beber alcohol o masticar comida sin oír a Ella Fitzgerald o a Billie Holiday, que existan viajeros que se sientan estafados si no oyen el
Concierto de Brandenburgo
cuando su avión aterriza, que cierta gente no pueda disfrutar de ir de compras sin
By the Time I Get to Phoenix
?